Simplemente, gracias
Por Sergio Sinay
Un antiguo proverbio chino recomienda: “Cuando
bebas agua, recuerda la fuente”. Así como damos por hecho que el agua existe y
que siempre contaremos con ella, también solemos considerar como naturales
muchas cosas que hacen a nuestra vida. El alimento que nos nutre, el techo bajo
el cual dormimos, el lecho en el que lo hacemos, la familia que integramos, los
amigos que nos rodean, la salud de la que gozamos. Nos hacemos a la idea de que
aquello con lo que contamos, tanto en el plano material como en el emocional y
afectivo, es algo que nos corresponde, que debemos tenerlo, que es nuestro
derecho. Y que cuando no es así, o cuando algo falta, eso se nos debe. Tendemos
a pensarnos como acreedores antes que como deudores. Olvidamos que el agua no
es lo menos que se nos debe sino un don que recibimos.
Si vivimos aferrados al papel de acreedores
siempre veremos en los otros a deudores y no consideraremos aquello que nos dan
o que hacen por nosotros. Pensaremos que eso es “lo menos” que aquellas personas
“deben” hacer. La psicoterapeuta existencial y escritora austriaca Elisabeth
Lukas da cuenta en su bello libro El
sentido del momento de algo muy significativo: “Resulta curioso, dice, que
apenas existan estudios empíricos acerca del fenómeno del agradecimiento. Las
universidades no han caído en el hecho de que se trata de un fenómeno
irrenunciable que mantiene presente en la conciencia la trágica estructura de
la existencia”. Es verdad. El hecho de que cada noche reposemos en el mismo
lecho del cual nos hemos levantado en la mañana es un milagro. Podría
perfectamente no ocurrir, nadie nos garantiza que estaremos aquí al final del
día. La existencia es frágil, no lo olvidemos. Agradecer es una hermosa manera
de recordarlo.
No
preguntes, agradece
¿Qué nos impide decir gracias con mayor
simpleza, mayor naturalidad y mayor frecuencia? Lukas lo expresa así: “Lo
impide, por macabro que parezca, el horror que no se ha vivido (…) No haber
clamado desde la penuria”. Sin embargo, no debería ser necesario pasar por el
horror y el dolor para ser agradecidos. Sobran motivos para la gratitud, cada
día, a cada minuto, a partir de que estamos vivos. El gran pensador y médico
Víctor Frankl recomendaba agradecer siempre: “Si no sabes por qué agradeces,
decía, quien recibe tu agradecimiento lo sabe”.
Gratia se denominaba en latín al reconocimiento u honra que se hacía a otro
por un favor recibido. De allí, la palabra gracias. Cada día, si estuvimos
atentos, sobraron los motivos para decírsela a alguien. Nos abrieron una
puerta, nos alcanzaron un vaso con agua, nos cedieron el paso, nos desearon
buenos días, nos preguntaron por nuestra salud, nos enviaron buenos deseos, nos
atendieron con buen talante, alguien nos cedió parte de su tiempo y de su
atención, recibimos una caricia, nos apoyaron cálidamente una mano en el
hombro, nos ofrecieron acercarnos a un sitio, nos esperaron cuando fuimos impuntuales,
nos cedieron un asiento, nos recomendaron un libro, una película, un lugar
donde comer o donde descansar, nos sonrieron, recibimos la llamada telefónica
que esperábamos, recibimos una llamada inesperada que nos alegró, nos hicieron
llegar una invitación, nos abrieron la puerta de una casa, nos cuidaron la
mascota, invitaron a nuestros hijos, nos dijeron que se nos veía bien. Volverá a
ocurrir. Cuando pase este tiempo extraño de confusos confinamientos, volverá a
ocurrir. Basta con estar atento, con prestar atención, con vivir despierto para
advertir a cada momento una razón para decir “Gracias”.
Un acto
de amor
Cuando decimos esa palabra, nuestra gratitud
excede el hecho por el cual la expresamos. Agradecemos, en realidad, porque se
nos vio, se nos registró, se nos confirmó nuestra existencia, nada menos, a
través de la acción que agradecemos. Aquel a quien expresamos nuestra gratitud
construyó un puente hacia nosotros y lo cruzó. Pequeños gestos, actos que
aparentemente no requieren esfuerzos, actitudes que no son obligatorias, nos
van recordando que vivimos entre otros y que nos necesitamos los unos a los
otros para confirmarnos (a través de la mirada, la palabra, la escucha, la
acción) que estamos aquí, que estamos vivos. Una persona aislada, en una
isla despoblada de todo otro ser humano,
llegaría a dudar de su propia existencia.
Quien nos mira, nos habla, nos escucha o tiene
un pequeño gesto hacia nosotros ejecuta,
aunque no lo parezca, un acto de amor. De la misma manera, quien dice gracias
expresa amor hacia un semejante. Manifestar la gratitud nos hace salir de
nosotros mismos y nos lleva a mirar más allá del propio ombligo para descubrir
que vivimos en un mundo poblado de otros, de semejantes, de prójimos. Nos
rescata del amor propio, que, como señala el filósofo francés André
Comte-Sponville, requiere toda la gloria para sí, se alimenta de la
omnipotencia (“me basta solo, no necesito de nadie”), niega la vulnerabilidad y
con ello niega también la necesidad. Pero ocurre que somos todos vulnerables y
que todos tenemos necesidades cuya atención requiere de otros. Por todas estas
razones nos debemos agradecimiento.
A menudo es el orgullo el que nos impide
expresarlo. El orgullo, primo hermano del amor propio, y tan lejano de la
humildad. Dice Comte-Sponville que la gratitud está preñada de humildad, una
virtud que no le teme a las propias flaquezas y que tampoco especula ni
manipula a partir de ellas. El escritor y militar francés Francois de La
Rochefoucald (1613-1680) sentenció alguna vez: “El orgullo no desea deberes y
el amor propio no quiere pagar”. Con orgullo y amor propio, pues, resulta
imposible ser agradecido.
Siembra
fecunda
Al reforzar el egoísmo, tanto el orgullo como
el amor propio aíslan a las personas, las convierten en islas. Todo lo contrario
ocurre con el agradecimiento, que nos conecta a unos con otros, y refuerza la
cadena cooperativa que mejora la vida de todos. Bien vale un ejemplo para el
caso. A fines del siglo diecinueve un
campesino escocés, hombre muy pobre, andaba por un camino cuando escuchó un
grito lastimero que llegaba desde una ciénaga cercana. Un muchacho se hundía en
el barro. Le extendió su bastón y logró rescatarlo. Al día siguiente llegó a su
choza un carruaje elegante. Era el padre del muchacho rescatado, un miembro de la
nobleza, y venía a ofrecer una recompensa. El campesino rehusó aceptar. El
noble observó que el campesino tenía un hijo y se ofreció a costear la
educación del chico. Esto sí fue aceptado. Algunos años más tarde el hijo del
campesino se graduó de médico en la escuela del Hospital St. Mary, de Londres,
y su nombre trascendería en el mundo. Fue Sir Alexander Fleming (1881-1955), el
descubridor de la penicilina. La historia no termina allí. Mucho tiempo después
del episodio en el campo, el hijo del hombre poderoso (el mismo que había sido
rescatado del pantano), enfermó gravemente de pulmonía y salvó su vida gracias
a la penicilina. El noble se llamaba Randolph Churchill, y su hijo era Winston
Churchill.
Agradecer es reconocer que el otro es una persona que participa en la co-creacion, que Es y yo Soy. Agradecer es dar....
ResponderBorrarExcelente👏👏👏👏👏
ResponderBorrarBrillante, como escribe Sinay , una narración excelente
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