sábado, 27 de junio de 2020



Crónicas de la peste 15
La vida no es un envase vacío
por Sergio Sinay


Árbol, Árbol De La Vida, Marco, Espiritual, Metafísica


“La piel frágil, lampiña y mal irrigada de los humanos acusaba enormemente la ausencia de caricias. Una mejor circulación de los vasos sanguíneos cutáneos, una ligera disminución de la sensibilidad de las fibras nerviosas de tipo L permitieron, a partir de las primeras generaciones neohumanas, mitigar el sufrimiento inherente a la falta de contacto”. En La posibilidad de una isla, novela de 2005, el escritor francés Michel Houellebecq narra el final de la especie humana y su remplazo por los neohumanos, seres que se reproducen a partir del ADN conservado de los humanos. Esto permite una clonación infinita de los especímenes originales, aunque las reproducciones ya no son lo que eran los seres verdaderos. Desprovistos de emociones, híper racionales, algo así como pensamiento puro envasado en cuerpos que se suceden iguales a sí mismos, sin envejecer y sin sentir, han logrado el aislamiento total e indoloro de cada uno. No necesitan de nadie, cada neohumano se basta a sí mismo, sin nostalgia, sin miedo, pues la muerte es una noción de la que carecen, así como no poseen sentimientos, aunque los comprenden intelectualmente mediante el estudio de las memorias de los humanos originales.
La novela, una de las más estremecedoras, desafiantes y filosóficamente audaces de un autor que pone la escritura y el cuerpo en temas siempre desafiantes y extremos (ahí están como prueba sus obras Las partículas elementales, Plataforma, Serotonina o Sumisión), al punto que fue víctima de descalificaciones y amenazas de muerte, está narrada en dos momentos. Uno es el del final de la decadencia humana, una era hedonista, narcisista, desapasionada, consumista, que es la actual, contada por Daniel, un famoso humorista y cineasta, y el otro momento, veinte siglos más tarde, es narrado por la vigésima quinta reencarnación tecnológica del mismo Daniel, con quien comparte nombre y data de hechos vividos, pero nada que de lo que conocemos como humano.
Leída, o releída, en tiempos de coronavirus y de cuarentenas interminables, que comenzaron siendo un medio para preservar la vida y se convirtieron en un fin en sí mismo, al punto en que esas vidas preservadas y encapsuladas en confinamientos, aislamientos, vigilancias y prohibiciones podrían prolongarse eternamente, aunque empezaran a extraviar su propósito existencial, La posibilidad de una isla es una experiencia inquietante y remite a reflexiones sobre el presente. Aunque el tiempo final de la especie es líquido, como diría el gran pensador polaco Zygmunt Bauman (1925-2017), carente de arraigos, compromisos y visiones, aún quedan las pasiones humanas, el dolor, el amor, la voluntad de sentido, incluso cuando este se extravíe. En la inmortalidad artificialmente lograda, en esa supervivencia que aparece como un “triunfo” de la ciencia y de la técnica, pero vacía de sentido y propósito, algunos neohumanos empiezan a desear la muerte real, algo que dé un significado a vidas prolongadas porque sí. Empiezan a anhelar algo que nunca experimentarán: “la dulzura del sueño cuando llega junto al ser que amamos”, según lamenta Daniel 25, dos mil años después del Daniel original.
Reiteradamente justificada con filminas, estadísticas, declaraciones oficiales patéticamente contradictorias entre sí, promesas y explicaciones científicas abstrusas y cambiantes, y manipulación del miedo, la retahíla de cuarentenas a que fue sometida la sociedad desde el 20 de marzo de 2020 en adelante parecía tener como fin lo que describe la frase inicial de esta columna, tomada de la novela de Houellebecq. El acostumbramiento de las personas a una vida sin contacto, sin otro horizonte que estar, permanecer, no morir. Preservar el envase de una vida prescindiendo del contenido. Porque la verdadera vida es una aventura riesgosa. Hoy y siempre, con y sin Covid-19. Vivir es vivir para algo. Lo contrario de simplemente respirar y permanecer.

domingo, 14 de junio de 2020


Crónicas de la peste (14)

La peor y la mejor noticia

Por Sergio Sinay


Noche, Angel, Escultura, Blanco, Figura


Quizás la peor noticia que ha traído el coronavirus es la de que somos mortales. No es una obviedad, o al menos había dejado de serlo en el mundo prehistórico que feneció en el verano de este año (invierno para el hemisferio norte). En aquel tiempo, tan cercano en el calendario y tan lejano en las sensaciones y en la memoria emocional, habíamos llegado a vivir como si nunca fuésemos a morir. Podíamos permitirnos no encontrarnos por largos períodos con seres queridos, podíamos postergar proyectos trascendentes para correr detrás de deseos tan imperiosos como banales, podíamos depredar el medio ambiente como si no fuera esencial para nuestra existencia, podíamos consumir de manera bulímica, descartar objetos, artefactos, prendas y personas con absoluta facilidad, podíamos aplazar lo importante hasta eliminarlo para dedicarnos a lo urgente, que casi siempre tenía que ver con apetencias o cuestiones materiales, podíamos desentendernos de necesidades y dolores ajenos para evitar que nos distrajeran, podíamos aislarnos del prójimo y del mundo como si no los necesitáramos. La tecnología nos proponía diariamente nuevos objetos de deseo mientras nos mandaba mensajes directos o subliminales en los cuales nos aseguraba que pronto seríamos definitivamente inmortales, que cualquier componente de nuestro cuerpo podría ser remplazado una y otra vez hasta el infinito, que pronto bastaría con pensar algo para tenerlo, que moveríamos el mundo a nuestro antojo con el poder de la mente. La neurociencia nos anunciaba que estábamos a punto de dominar a nuestro cerebro y manejarlo como si fuera una simple aplicación y como si no fuéramos él, y desde otros ámbitos de la ciencia nos llegaban promesas de que no faltaba mucho para que todas las enfermedades, aún las más terribles, fueran vencidas.

LO DEMÁS PODÍA ESPERAR
Es cierto que, mientras tanto, la desigualdad económica y social en el mundo se ahondaba, que no cesaban las guerras, que un 1% de la población mundial había llegado a acaparar el 99% de las riquezas producidas por el resto, que el hambre azotaba a una de cada nueve personas en el planeta (más de 800 millones de seres humanos) según la FAO (Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura), un número similar al de obesos también de acuerdo con cifras oficiales, y que numerosas enfermedades “de pobres”, como el mal de Chagas, el dengue, la malaria, el colera, la tuberculosis, entre otras, seguían cobrando víctimas por decenas de millares sin que a nadie (autoridades políticas, economistas, industria farmacéutica, medios de comunicación y opinión pública) se le moviera un pelo. Es cierto, pero todo eso podía esperar. El ser inmortales permitía posponerlo todo. El problema no advertido (o que no se quería advertir) era que aquella inmortalidad no era para todos, sino para quienes pudieran acceder a ella, comprar la promesa y seguir disfrutando de la utópica perpetuidad. Siendo inmortal ya no se necesitaba de nadie para vivir. Cobraban inusitada actualidad aquellos versos que el gran poeta y dramaturgo español Luis de Góngora (1561-1627) escribiera durante el Siglo de Oro: “Ándeme yo caliente/ Y ríase la gente./ Traten otros del gobierno/ Del mundo y sus monarquías,/ Mientras gobiernan mis días/ Mantequillas y pan tierno,/ Y las mañanas de invierno/ Naranjada y aguardiente,/  Y ríase la gente”.
Hasta que el Covid-19 trajo la mala noticia. Somos mortales, y no solo eso. La muerte es democrática, no repara en sexo, género, nacionalidad, localización geográfica. Revolotea con mayor cercanía alrededor de los pobres, pero no deja de llevarse también a ricos y famosos. En un ensayo reciente publicado en la revista digital “Aeon”, el médico y psiquiatra Warren Ward, catedrático en la universidad australiana de Queensland, cuenta que él mismo tardó en darse cuenta de que la enfermedad y la muerte son partes ineluctables de la existencia. A fuerza de estudiar el organismo humano y sus mecanismos había llegado a creer, como tantos, que era posible dominarlo todo al respecto y llegar a prolongar indefinidamente la vida.
Ward despertó de esa ilusión diez años atrás, cuando le fue diagnosticado un melanoma (cáncer de piel), tumor cutáneo que suele ser agresivo y rápidamente fatal. Afortunadamente, dice, la cirugía lo salvó, pero considera que su fortuna mayor fue “haberme dado cuenta de algo que había dejado de lado; que iba morir. Y si no fue de melanoma será de otra cosa, pero voy a morir. Desde entonces fui más feliz. Esta aceptación, el darme cuenta de que voy a morir, fue para mí tanto o más importante que los avances de la medicina, porque me recordó que debo vivir una vida significativa cada día”. Por esos días, en 2011, apareció el libro “Los principales cinco arrepentimientos de los moribundos”, de la especialista australiana en cuidados paliativos Bronnie Ware, cuyas charlas TED sobre el tema tienen millones de seguidores en el mundo. La lista de arrepentimientos que recogió Ware a través de cientos de entrevistas a enfermos terminales en sus últimas doce semanas de vida, se resumen en estas frases: 1) “Hubiera querido tener el coraje de vivir mi verdadera vida, y no la vida que otros esperaban de mí”; 2) “Hubiera deseado no trabajar tanto ni tan duro”; 3) “Hubiera deseado tener la valentía de expresar mis sentimientos”; 4) “Hubiera querido estar más en contacto con mis seres queridos y mis amigos”; y 5) “Hubiera deseado permitirme ser más feliz”.
“Como médico, escribe Ward, compruebo cada día la fragilidad del organismo humano y lo cerca que está la muerte, a la vuelta de la esquina. Y como psicoterapeuta compruebo lo vacía que está una vida cuando carece de sentido y de propósito”. Y piensa que la conciencia de esa “preciosa finitud” (así la llama) debería impulsarnos cada día, en cada acto, a encontrar, o crear, el sentido de nuestra vida.

LO QUE NO CAMBIA
De regreso a aquí y ahora, podríamos pensar que, después de todo, la noticia de nuestra irreversible mortalidad, portada por el Covid-19, es también una buena noticia. Esto siempre y cuando no nos empeñemos en sobrevivir por el solo hecho de sobrevivir, que no nos contentemos, escondidos y asustados, con no ser parte del informe diario de infectados y fallecidos, ese informe que por momentos se desparrama con morbosa insistencia, como si hubiese una intención de mantenernos inmovilizados, como pequeñas criaturas aterrorizadas. El propósito final de los cuidados que dicen prodigarnos y de los que responsablemente tomamos por nuestra cuenta no debiera ser prolongar la vida un día más, sino conservar la vida para hacer de ella una experiencia plena de sentido, para dejar una huella de nuestro paso. Está claro que al final de nuestras vidas moriremos. ¿Obvio? No lo parecía hasta hace poco. Lo que importa es para qué vivir. Y eso determinará cómo hacerlo. Mientras tanto, vale citar algo que el doctor Warren Ward escribe en su ensayo: “Un día mi amigo Jason, con quien estudié medicina, me recordó que a pesar de todos los avances médicos y científicos la tasa de mortalidad permanece constante: es de un muerto por persona”.

domingo, 7 de junio de 2020



Crónicas de la peste (13)

La peligrosa política del miedo

Por Sergio Sinay


 La Guerra, Refugiados, Los Niños, Ayuda, Sufrimiento

“Ustedes tengan miedo, nosotros haremos el resto”. Dirigida de gobernantes a gobernados, esta consigna define al miedo como herramienta esencial en el ejercicio contemporáneo de la gobernanza. Así lo resumió Corey Robin, profesor de ciencia política en el Brooklyn College y en el Centro de Graduados de la Universidad de Nueva York, durante un debate sostenido en 2014 en el Instituto de Estudios Políticos de Lyon, Francia. El otro participante del debate fue el historiador Patrick Boucheron, del Collège de France, cuya obra se ha centrado en dos temas: la Edad Media y el papel del miedo en la historia humana. La conversación entre Robin y Boucheron fue recogida en el libro “El miedo: historia y usos políticos de una emoción”, con un sustancioso prólogo de Renaud Payre, director del Instituto lionés.
Las ricas ideas de aquel encuentro adquieren un enorme poder revelador en tiempo de pandemias y cuarentenas. Desde el 11 de septiembre de 2001 el miedo se instaló en el campo político, señala Payre, y se inscribe de forma duradera en nuestras sociedades. Junto a otras emociones resulta fundamental en el ejercicio del gobierno. Más aun cuando el propio gobernante lo incentiva para presentarse luego como el garante de la seguridad, y orienta de esa manera las conductas colectivas. El miedo, manipulado con astucia, se convierte en ingrediente del poder. Un buen gobierno no se define ya por sus sensatos principios, por su capacidad de ordenar armoniosamente los naturales desacuerdos sociales, por generar visiones comunes y convocantes, por diseñar la posibilidad de un porvenir en el que cada ciudadano pueda realizar sus potencialidades, sino por su habilidad para suscitar el miedo y, al mismo tiempo, manifestarse capaz de calmarlo. Esto es decisivo. Aquí radica el secreto de lograr desde el gobierno la servidumbre voluntaria de los gobernados, un fenómeno descrito ya en 1548 (y publicado como libro en 1572 a instancias del gran Michel de Montaigne) por el magistrado francés Étienne de La Boétie. En términos contemporáneos se puede advertir que la servidumbre voluntaria incluye también a numerosos intelectuales, medios, comunicadores, científicos y políticos (además de variopintos ejemplares de esa especie llamada “famosos”).
El miedo es una emoción humana natural y se deposita en lo desconocido y en lo que no ocurrió pero podría ocurrir (y ocurrirme). Cuando lo temido sucede, si es que sucede, el miedo deja paso a otras emociones o se transforma en acciones. En sí no es una emoción negativa, pero, como ocurre con todas las emociones, hay formas negativas de expresarlo o gestionarlo. El problema no es el miedo, sino su manipulación, la conversión de lo temido en un fantasma, en una posibilidad indemostrable, pero permanentemente anunciada mediante afirmaciones, cifras, estadísticas siempre cuestionables y veladas amenazas. Como recuerda Renaud Payre, es una reacción emocional que, manipulada políticamente, puede llevar a comportamientos colectivos catastróficos. La política del miedo es un arma de doble filo, porque puede resultar eficaz durante un tiempo (incluso un tiempo relativamente prolongado), pero hay un punto en el cual la conciencia de muchos individuos se sobrepone de modo resiliente a la sumisión, no admite vivir permanentemente a la sombra del temor, lo que significaría simplemente sobrevivir sin horizontes existenciales, y crea otras alternativas. La servidumbre voluntaria, hija dilecta del miedo, es posible cuando se anulan el entendimiento y el pensamiento crítico.
En el encuentro de Lyon, Patrick Boucheron recordó que a lo largo de la historia prevaleció en los gobernantes un lema: hacer temer en lugar de hacer creer. Hacer temer, insistió, es una manera de impedir que se piense y se comprenda, “y esa es seguramente la mejor forma de hacerse obedecer”. La política del miedo tiene dos variables. La vertical, basada en las desigualdades y las jerarquías sociales, y la horizontal, fundada en el temor a algo que viene de afuera, una amenaza, un enemigo que debe ser continuamente avivado o inventado, según el caso. Pero no es nunca la mejor política para el porvenir de una sociedad.