miércoles, 30 de marzo de 2016

Lo que no tiene perdón

Por Sergio Sinay

En nuestra sociedad la vida perdió su valor y vivimos entre asesinos en potencia, ajenos a toda conciencia moral



Perdonar no es una obligación. Hay hechos imperdonables. ¿Cuál sería el valor del perdón si fuera obligatorio? ¿No resultaría una ventaja para el ofensor? Lastimo, hiero, ofendo y a continuación pido perdón. Si no se me concede paso a considerarme ofendido. Negocio redondo. La obligación de conceder perdón es un pasaje directo a la impunidad. ¿Puede haber mejor noticia para un violador, un asesino, un abusador, un pedófilo o un corrupto que la imposición del perdón?
Para el herido, el ofendido, el maltratado, el abusado, el perdón es una opción. Pero para el ofensor es una obligación. Una obligación moral. Y más cuando la herida está a la vista, es inocultable, sangra a los ojos de todos. Negar la existencia de esa herida, negar el dolor del otro, negarse a reconocer el daño cometido no sólo es inmoral. Y una suprema muestra de irresponsabilidad. Puede ser también un rasgo psicopático (el psicópata no distingue el bien del mal y no registra el dolor ajeno).
El miércoles 30 de marzo, Silvio Guillermo Martinero, un abogado y militar retirado, asesinó de un tiro en pleno centro de Buenos Aires al cerrajero Daniel Fernando De Negris, un hombre que como tantos caminaba por la calle Maipú mientras ejercía su oficio. El asesino adujo como excusa la “defensa propia”. Dos motochorros, dijo, le habían intentado robar una mochila con dólares. El cerrajero no era un motochorro, sino un transeúnte más entre los cientos que a las 9 de la mañana transitan por el lugar. Martinero llevaba una pistola Glock 9 mm. Quien porta un arma de ese calibre sabe lo que hace, sabe que puede matar, se prepara para ello. Las armas no están hechas para acariciar. El asesino tiró a matar. Se equivocó de blanco, mostró su torpeza, su falta de puntería, su irresponsabilidad, su desprecio por la vida de los otros, los que no tenían nada que ver. Pero confirmó la eficacia del arma. Que, además, portaba con un permiso que, según fuentes de la investigación confiaron a la prensa, había vencido en 2012. Así como estaba dispuesto a matar debía saber que, si se daba el caso, lo haría fuera de la ley.
De Negris tenía 55 años y una hija de 11, ahora huérfana. Según sus vecinos de Berazategui era un buen hombre, servicial, colaborador. Resulta siempre doloroso que muera uno de los buenos, sobre todo cuando es silencioso y casi anónimo.  Pero incluso podría no haberlo sido y el crimen no resultaría menos aberrante ni menos imperdonable.
Sin embargo, un día después del asesinato la mujer de Martinero afirmaba que no pediría perdón a la familia destruida de la víctima. “Fue un hecho fortuito”, adujo. Fortuito es que un rayo mate a una persona, que un tsunami arrase con la vida de miles en una playa, que se desprenda la rueda de un vehículo en marcha e impacte en una persona. Pero que alguien lleve una poderosa Glock 9 mm encima en plena ciudad sin estar en servicio en ninguna fuerza de seguridad, es imprudente, es irresponsable y, llegado el momento, puede ser, como lo fue, criminal.  Y no pedir perdón por la consecuencia trágica de esa acción es un acto inmoral.
La terapeuta y escritora vienesa Elisabeth Lukas (discípula dilecta de Víktor Frankl) sostiene en su trabajo Felicidad en la familia: “Lo más difícil es perdonar cuando el otro no muestra arrepentimiento o prosigue comportándose de manera ofensiva”. Es ofensivo negarse a pedir perdón cuando se ha segado una vida de una manera inadmisible e intemperante. Y aun si se lo hubiera pedido, es posible imaginar la dificultad de la familia De Negris para perdonar. Una dificultad entendible. “Perdonar no es olvidar, dice Lukas, porque entonces no se sabría qué se perdonó”. Sólo se puede perdonar (aun no siendo obligatorio) cuando se comprenden los abismos del alma humana, agrega la autora. Aunque, a la luz de los hechos, hay abismos incomprensibles.

La actitud del asesino y la indiferencia posterior de su mujer no son, sin embargo, más que síntomas. Estremecerán durante unos días, después los ecos se apagarán y, con buenas influencias, hasta es posible que todo termine en una condena leve. No sería la primera vez. Y confirmaría el grado de enfermedad de una sociedad en donde la vida no vale nada y casi uno de cada diez habitantes (hay 3,4 millones de armas en negro, según la Red Argentina para el Desarme) es un asesino potencial que solo espera su oportunidad.

martes, 22 de marzo de 2016

Asuntos legales vs. asuntos morales
Por Sergio Sinay

Las leyes ofrecen fisuras y resquicios gracias a los cuales algunos robos pueden no parecerlo. Por eso  lo moral es más importante que lo legal.



Tras haberse quedado con 8 mil millones de pesos del erario público (es decir, dinero que tras salir del bolsillo de los ciudadanos no llegó a escuelas, hospitales, rutas, seguridad y otras áreas en las que se concentran las necesidades comunes de la sociedad), tanto el empresario Cristóbal López como su socio Fabián De Sousa, arguyeron que no había nada ilegal en su acto. Ricardo Echegaray, con cuya complicidad en la AFIP pudieron hacer lo que hicieron, insistió en el tema de la presunta legalidad. Fuera de tecnicismos jurídicos, el Diccionario Panhispánico de Dudas de la Real Academia define con la palabra robar al acto de “tomar para sí algo ajeno sin conformidad del dueño”. Y en su imprescindible Diccionario de Uso del Español, la filóloga y lexicóloga María Moliner (1900-1981) propone como primera acepción de la palabra robar, lo siguiente: “Quitar una cosa de valor considerable a su dueño con violencia o engaño, lo que constituye un delito”.
Abogados bien pagos y especializados en encontrar fisuras, sofismas y filtraciones por donde las leyes puedan ser sorteadas se encargarán posiblemente de defenderlos y  argumentar que quienes se quedaron con lo que pertenecía al bien común actuaron “legalmente”. Pero una cosa es lo legal, que tiene que ver con la letra fría, siempre falible e incompleta de la ley, y otra cosa es lo legítimo. Muchas, demasiadas, cosas son legales y no son legítimas. La legitimidad remite a lo moral, y lo legal no siempre es moral.
Desde los primeros filósofos griegos en adelante la moral ha sido tema de estudio, discusión y análisis en la filosofía, en el derecho, en la literatura, en la teología y, aunque los ciudadanos de a pie no tomen conciencia de ello, en diversas circunstancias de lo cotidiano. La pregunta esencial de la moral es sencilla: ¿cómo debemos actuar? La respuesta parece no serlo. ¿Actuar para qué?, se repregunta de inmediato. Immanuel Kant, que dedicó su vida y obra al tema, ponía a la razón como herramienta esencial de la moral (al razonar, los humanos no tenemos excusa ni podemos fingir ignorancia) y proponía lo que llamó imperativo categórico: “Actúa de tal modo que tus acciones puedan convertirse en ley universal”. Robá si aceptás que todos roben. Matá si aceptás que todos maten. Mentí si aceptás que todos mientan. De lo contrario, abstente. Y siempre, agregaría un existencialista, hacete cargo de las consecuencias de tus actos.
¿Qué pensarán de esto los señores López, De Sousa, Echegaray (podríamos agregar Bodou, Jaime y seguir la línea hasta el pináculo de la pirámide)? Ocupados en lo que suelen ocuparse, quizás estas lucubraciones estén muy lejos de su entendimiento. Mientras tanto, el activo y estimulante filósofo inglés Anthony C. Grayling (entre muchas otras cosas, presidente de la British Humanistic Association) propone en su libro “¿Qué es lo bueno?”, la siguiente respuesta a esa pregunta fundacional de la moral: “Lo bueno es la mejor vida humana en un mundo humano, vivida humanamente”.
Parece sencillo. Pero es complejo. Los llamados valores morales apuntan a garantizar esa vida. Y, como señala Adela Cortina (primera mujer en ocupar un sillón en Real Academia Española de Filosofía), las ficciones morales útiles ayudan a ordenar un mundo caótico en el que la injusticia y la desigualdad son evidencias permanentes e innegables. ¿Por qué ficciones? Porque nos brindan una trama, un horizonte, algo en que creer, herramientas para luchar por “la victoria de la justicia, la reivindicación del héroe y la eficacia de la lógica”. Así lo dice en su ensayo “Ética sin moral”.

El título del libro de Cortina permite un oportuno señalamiento. Mientras la moral nos dice a todos qué es lo bueno (considerado como medio para la convivencia verdaderamente humana), la ética de cada persona muestra cómo elige actuar, al margen de si lo hace en línea con lo bueno o no. También las acciones de muchos jueces deslindan ética de moral. En definitiva, hay éticas que no son morales. Y hay operaciones que, aun cuando encuentren un ropaje legal, tampoco lo son. Quedarse con lo que es de todos desentendiéndose del daño causado a otros nunca puede ser moral. Y avalarlo y defenderlo, mucho menos.

martes, 8 de marzo de 2016

Una hermosa sensación

Por Sergio Sinay

Una novela que honra a sus personajes, a una ciudad y a la literatura




Se podría definir rápidamente a Turquía con un lugar común: país fascinante y complejo. Y, se podía agregar, lejano. Pero deja de ser esto último cuando se ha estado allí. Después de la experiencia, queda cercana y presente. Es la puerta que une dos mundos dentro del mundo, Oriente y Occidente. Es refinada y salvaje. Es milenaria y moderna. Guarda memoria de toda la historia de la civilización y expresa de un modo a veces brutal las contradicciones más trágicas, la intolerancia más aguda del tiempo presente. En ese territorio extenso y variado la Naturaleza despliega una belleza insospechada, de formas inesperadas (como en Capadocia) y también la implacable crueldad del invierno y del verano en los desiertos y en las montañas. Es una cultura con expresiones refinadas en la literatura, en las artes, en la música, en el pensamiento, y son comportamientos atávicos, previos a toda noción de ley. Es una experiencia inagotable, misteriosa, por momentos apabullante.
Estambul, con 14 millones de habitantes, resulta una síntesis viviente y vibrante de todo eso. Con un pie a cada lado del Bósforo (uno en Oriente el otro en Occidente) esta ciudad cosmopolita y moderna, al mismo tiempo que provinciana y detenida en el tiempo (ambas cosas impresionan con fuerza al recorrerla) es acaso la más grande de Europa y contiene todas las tensiones y la energía alimentadas por la historia y por el presente del país. Un país regido hoy por un gobierno autoritario que mira hacia lo más oscuro del pasado mientras en su vientre pujan por nacer sueños, proyectos y fuerzas que buscan la libertad, la convivencia, las posibilidades luminosas de la razón. Estambul fue capital del Imperio Romano de Oriente (amada por el emperador Constantino El Grande, que le legó su nombre, Constantinopla, hasta su caída, en 1453, que marcó el final de la Edad Media), fue capital del Imperio Bizantino y del Imperio Otomano, cuyo ocaso dio lugar al nacimiento de la República, fundada por Kemal Ataturk en 1923. Toda esa historia está presente en palacios, tumbas, mezquitas de arquitectura refinada, siempre imponentes, como la historia que narran.

Volver a narrar
Orhan Pamuk
Y junto a esa hay otras historias. Las de los seres anónimos, pequeños, cotidianos, sufrientes, soñadores, empecinados que labraron sus vidas en Estambul al ritmo de los espasmos, los partos, las transformaciones a veces brutales de la ciudad, y también de su resistencia al avance a veces depredador de una modernidad en muchos casos empujada por ambiciosos, manipuladores, corruptos (como suele ocurrir con el crecimiento de las ciudades en la era del capital). Orhan Pamuk, nacido en 1956 en Estambul, Premio Nobel de Literatura 2006, se ubica junto a esas vidas, las acompaña desde las vísceras, y narra desde ellas las transformaciones (y también las permanencias) de Estambul desde los años 60 del siglo pasado hasta hoy. Toma como nave insignia para esa navegación a Mevlut Karatas que llega de niño a la megalópolis acompañando a su padre, quien busca un horizonte más luminoso que el que le ofrecía su pequeña aldea de Anatolia. La parábola existencial de Mevlut, desde ese final de la infancia hasta su actual madurez sesentona, es la médula de una novela inolvidable, de esas que echan raíces en la memoria y el corazón de sus lectores, de esas que se agradecen para siempre y enaltecen el arte de narrar. Su título es Una sensación extraña.
Esta es la obra de un humanista con todas las letras. En una época en la cual la posmodernidad manda a no comprometerse, a no tomar partido por ninguna verdad, a relativizarlo todo, incluyendo valores y moral, a escaparle a la prueba más difícil y decisiva para cualquier escritor (la de ser capaz de narrar una historia desde la A hasta la Z sin desertar en el camino en nombre de caprichosas experimentaciones), Pamuk se juega. Él está de parte de sus personajes (en primer lugar de Mevlut), les da vida, espacio y voz a todos. De hecho les cede por momentos el lugar del narrador omnisciente para que sean ellos, en primera persona, quienes aporten su punto de vista y sus razones. Los ama y no teme demostrarlo. Está de su lado cuando los acometen las oscuras piruetas del destino o las perversas manipulaciones humanas. Homenajea a sus criaturas y, a través de sus peripecias, a la literatura de siempre, aquella que hizo decir a Elie Wiesel (escritor rumano sobreviviente de los campos de concentración y Premio Nobel de la Paz en 1986) que “Dios creó a los hombres porque le gustan los cuentos”. Si Dios, o quien fuere, necesita quien lo emocione, lo cautive, lo conmueva, lo comprometa, con historias poderosas, verosímiles, apasionantes, Pamuk, con esta novela, es el candidato ideal.

Escribir en el mundo
El Nobel turco ha sido (y es) perseguido por el gobierno de Recep Erdogan, un lobo que se vistió en su momento de cordero progresista para empujar después paulatinamente a su país hacia las cavernas de un pasado oscuro, denigrando a las mujeres y a los librepensadores, a los defensores de la República y a las etnias que se resistieran a su proyecto de poder. Pamuk, entonces, no escribe desde una torre de marfil, aislado del mundo, sino en las entrañas palpitantes de la sociedad en la que vive y de la ciudad que ama y de la que conoce hasta sus últimos intersticios. Toma partido político, intelectual y literario, pero no permite jamás que esa actitud aplaste a sus personajes ni a sus historias. Ellos son sagrados.

Una extraña sensación es una novela para los que aman las novelas, los que aman las palabras, los que aman los avatares de este mundo (los dolorosos y los gozosos), los que aman conocer lugares y personas (nunca se conoce tanto como cuando se lee). Una novela reconfortante para quienes aman leer. Y una novela ideal para iniciar en la lectura a quienes aún no se han iniciado en esta maravillosa experiencia humana. La sensación que deja no es extraña: es de agradecimiento.

viernes, 4 de marzo de 2016

La tragedia y sus autores

por Sergio Sinay

(Prólogo a la nueva edición corregida y aumentada del libro La sociedad de los hijos huérfanos, de reciente aparición)


 Tres chicos de entre 12 y 14 años murieron en accidentes de cuatriciclos en el mes que fue de mediados de diciembre de 2015 a mediados de enero de 2016. Uno de ellos en Hualfin (Catamarca), otro en Tres Lomas (Buenos Aires) y el restante, y más difundido por los medios, en el balneario de Cariló. No fueron casos excepcionales, sino apenas la repetición de una tragedia que se cumple en cada verano. Desde que Esquilo, Sófocles y Eurípides, grandes autores griegos, perfeccionaran los mecanismos de este género (en los siglos IV y V antes de Cristo), sabemos que la tragedia se refiere a mecanismos que los dioses ponen en marcha, generalmente como castigo a los excesos de los humanos, y que esos mecanismos marcharán hacia un terrible final sin que nadie pueda detenerlo. Al contrario, cada acción de los protagonistas durante la trama conduce inexorablemente a ese final.
Cuando los padres abandonan sus funciones de liderazgo, cuando dejan de poner norte y propósito a la crianza de sus hijos, cuando pretenden tercerizar sus funciones procurando que las asuman el colegio, los gobernantes, Internet, la televisión, las niñeras, los psicólogos, cuando se desentienden de sus responsabilidades, cuando aspiran a  convertirse en pares (falsos amigos) de sus hijos, cuando transforman las relaciones con ellos en simples transacciones comerciales (“Te compro esto o lo otro a cambio de tu cariño, o de que te portes bien o de que no te lleves materias”), cuando esas y otras conductas parentales se naturalizan y se convierten en norma, se desencadenan en la vida real (y no ya en los escenarios en que se representan Edipo, Antígona, Medea o incluso las grandes e inmortales obras de Shakespeare, como Macbeth o Hamlet) los mecanismos de la tragedia.
Las muertes que cada año sufren o provocan los chicos en cuatriciclos son perfectas tragedias. Como lo es la epidemia de comas alcohólicos que cada fin de semana se registra en clínicas y hospitales, de los cuales dan cuenta los médicos de guardia, resultado previsible de las “previas” que la publicidad de los vendedores de alcohol alientan bajo eufemismos como “encuentro” u otros parecidos. Frente a esa “moda” y frente al dogma de que no hay diversión si no hay alcohol, una mayoría de padres muestra indolencia, pasividad, desidia y hasta un temor pusilánime a intervenir y poner normas y límites. En el mejor de los casos esta actitud puede llamarse irresponsable y en el peor criminal (porque acaso le quepa la figura de abandono de persona).
Los mecanismos de la tragedia aletean también en la violencia escolar, en las muertes de chicos que conducen alcoholizados los autos que sus padres les prestan o les regalan sin condiciones (estas catástrofes aumentan año a año y son noticia rutinaria los fines semana en todo el país); hay tragedia, además, en la dramática dimensión que alcanza la drogadicción juvenil (ante padres que insisten en no ver o  en decir imperdonablemente que eso les ocurre a otros chicos pero no a los propios). Y aunque no lo parezca, los ingredientes de la tragedia se cuecen incluso en el voraz consumismo infantil, fogoneado por un marketing que carece de escrúpulos éticos (aunque se llene la boca con excusas en las que aparecen palabras como “motivación”, “aspiración”, “tendencias”, etc.) y cuenta con la complicidad de padres a quienes no les cabe la justificación de la ingenuidad.

El peor mensaje
Son todas tragedias, porque desde el comienzo se sabe cómo será el final y porque ese final nunca es, ni puede ser, feliz. Además tiene un nombre: hijos huérfanos.  Ellos son las víctimas. Hijos que sufren la peor de las orfandades, aquella que se padece cuando los padres están vivos pero ausentes de sus funciones. Hijos dejados a la deriva, sin límites, con mensajes confusos acerca de las coordenadas para guiarse en la vida, sin liderazgo moral, sin una educación en valores que sea provista por los padres desde sus propias actitudes. Un chico que maneja un cuatriciclo a una edad en que no puede hacerlo, en un lugar en el que no puede hacerlo y carente de toda protección (la más elemental, un casco) es un chico al cual el padre que le proveyó ese cuatriciclo le transmitió un mensaje claro: las leyes están para violarlas, todo se puede (sólo basta con desearlo), la vida de aquellos a quienes puedas dañar no vale nada (los otros no importan) y la tuya tampoco. Vivir no es encontrar un sentido y dejar el mundo un poco mejor de cómo lo encontraste, dice ese mensaje. Vivir es simplemente pasarla bien y no importa cómo.
La primera edición de este libro (varias veces reeditado luego) es del año 2007. Lo escribí en aquel momento guiado por una profunda preocupación y, lo confieso, por una acentuada indignación provocadas por el panorama de desolación, riesgos y desamparo en el que veía transitar sus infancias y adolescencias a la mayoría de los niños y adolescentes de esta sociedad. Una sociedad de hijos huérfanos, independientemente de su ubicación en el espectro social y económico. Este no es un problema de chicos pobres (aunque la pobreza aporta sus ingredientes) ni de chicos ricos (aunque la riqueza aporta también sus ingredientes). No es un problema de chicos cuyos padres trabajan mucho (esa no es excusa), o son demasiado jóvenes y “no saben” (esta otra excusa no es válida a partir de que se tienen hijos). Es un problema de chicos nacidos y criados en una cultura que en todas sus capas sociales es hoy individualista, hedonista, donde cada quien (aun cuando la paternidad o la maternidad le recuerden que es responsable de otras vidas) está sumergido en el ejercicio egoísta de pasarla bien, de usar al otro o descartarlo, de transar económica, afectiva o sexualmente.
Desde aquella primera edición (que para mi sorpresa y esperanza fue el inicio de una fecunda vida para el libro, que interesó y movilizó a muchas más personas de las que hubiera imaginado), las cosas no cambiaron demasiado. Y acaso empeoraron. Porque una cosa es estar enfermo y no saberlo (motivo por el cual uno puede actuar de maneras que empeoran su enfermedad) y otra mucho más grave es conocer el diagnóstico y acelerar las conductas que lo agravarán. Y creo que viene ocurriendo esto último. Las noticias y datos sobre la orfandad funcional que es el tema de este libro están a la vista a cada minuto en los medios, en la realidad, en nuestro entorno cercano, en los espacios que habitamos y transitamos, en el mundo en que vivimos. Son innegables, resultan imposibles de esquivar, no es necesario que vayamos en su búsqueda, vienen hacia nosotros. Nos interpelan. Sin embargo una masa crítica de padres los sigue ignorando o continúa eludiendo y desviando responsabilidades.

Luminosas minorías
Una masa crítica es, en la física, la cantidad de combustible a partir de la cual se puede producir una reacción nuclear en cadena. Y traducido a la sociología se refiere al número de personas alcanzado el cual se desata un fenómeno social. En el caso del que me ocupo en este libro, la conducta evasiva de unos pocos padres respecto de sus responsabilidades y funciones no hubiera generado una sociedad de hijos huérfanos. Pero cuando el número de padres que manifiesta esa actitud supera al de aquellos otros que se abocan a sus roles y funciones con compromiso, responsabilidad, presencia y atención, el resultado es predecible y comprobable. La tragedia está a la orden del día.
En este relanzamiento de La sociedad de los hijos huérfanos he renovado unas pocas cifras pero no he modificado conceptos. En verdad, más que una actualización se trata de agregados. En general elegí dejar algunas pasmosas cifras de 2007 que cito en el libro para pintar el panorama de la violencia adolescente, de la drogadicción, de la mala alimentación, del uso tóxico de medios electrónicos y nuevas tecnologías, del consumismo desmadrado y de otras disfuncionalidades y opté por agregarle datos actualizados a fin de que se pueda observar la permanencia y el avance del fenómeno. El profesor José Pepe Presti (quien afortunadamente se incorporó a mi vida durante mi educación secundaria) marcha hacia sus 90 años de edad con la misma lucidez y el mismo fervoroso compromiso que entonces con la causa de la educación y de los hijos, por lo cual el apéndice de este libro que lo incluye se repite sin modificaciones y con toda su vigencia ejemplar.
Este prólogo, que se agrega ahora, ratifica, y acaso aumenta, mi preocupación, mi inquietud, mi dolor y mi indignación ante la indiferencia, la reiterada y pétrea indolencia de tantos padres en el abandono de sus funciones de educadores, de transmisores de valores, de líderes éticos, de orientadores existenciales en la vida de sus hijos. Padres vivos de hijos huérfanos.

Semana a semana, mes a mes, año a año, viajo por el país doy charlas, hablo con docentes doloridos por esta misma cuestión y con padres que, en minoría, con tesón, con coraje moral, se mantienen firmes como faros en la tormenta y honran su maravillosa condición. Son esos padres y esos docentes los que mantienen encendidas fogatas de esperanza en los oscuros e impenetrables bosques de la indiferencia y la irresponsabilidad. Muchos de ellos extienden su función parental más allá de sus propios hijos y cubren con ella a algunos de los tantos huérfanos que nos rodean. Son una brújula, indican la dirección y el camino. Pensé en ellos durante mi nueva inmersión en estas páginas y espero que de alguna manera les ayude a continuar en la tarea de dejarle a la sociedad hijos que mañana sean padres nutrientes, presentes, guías confiables, educadores de generaciones que no queden huérfanas. Mientras otros padres (una mayoría) se desentienden, esta vigorosa minoría persiste en hacer del mundo un lugar mejor.