La vida
en serie
(o la gestalt que no cierra)
Por
Sergio Sinay
El año
de la pandemia fue también el año de las series. Confinados durante meses
interminables, las pantallas de todo tipo celulares, computadoras y televisores
capturaron a millones de humanos con esa sucesión de historias que se prolongan
capítulo a capítulo hasta el infinito. Hubo una época en la historia de la
humanidad en la cual temporada significaba un período acotado de tiempo, una
época del año, una estación climática, un lapso destinado a una actividad. Una
temporada designaba un tramo con principio y final, así se hablara de moda, de
caza, de cosecha, de siembra, etcétera. Incluso en materia de series de
televisión el final de una temporada abría un compás de espera. Había que
aguardar meses antes de reencontrarse con los personajes y sus vicisitudes. Entre
capítulo y capítulo transcurría una semana. En esos lapsos se cocían la
expectativa, las especulaciones, el recuerdo de las situaciones y conflictos acaecidas
en el tramo finalizado.
Todo eso desapareció. Las personas pueden consumir en un solo día todas las temporadas de una serie, cualquiera sea la cantidad. Se devoran capítulos de la misma manera en que un pollo traga los granos de maíz, sin pausa y sin masticar. A menudo un solo día significa la mayor parte de las horas de ese día, incluida la madrugada, y a costa del descanso. La ausencia de pausa conlleva carencia del espacio mental y emocional necesario para procesar ideas, alimentar la memoria, registrar sensaciones. La gran mayoría de las series están pensadas y realizadas para estimular esa bulimia, sembradas de trucos y disparadores que mantengan viva la adicción por vía de una suerte de nicotina mental. Anestesia para la angustia existencial, silenciamiento de los interrogantes inscritos en la conciencia y en el inconsciente individual y colectivo de la especie. ¿Para qué vivimos? ¿Qué estamos haciendo de nuestras vidas? ¿Cuáles son nuestras aspiraciones postergadas? ¿Qué estamos haciendo por ellas? ¿Si mañana aconteciera el fin del mundo, en qué parte de mi trayecto existencial me encontraría? ¿Por qué razones ese trayecto valió la pena? Y más.
SI
VENDE VALE
Cuando
las personas conectan con estos interrogantes esenciales el ritmo del consumo y
de la producción entra en pausa, el interés se desplaza desde lo externo y
bullicioso hacia el silencio interior, muchas urgencias materiales banales y
superficiales pasan al olvido. Estas preguntas son peligrosas porque sus
respuestas pueden determinar otros modos de vida, más significativos y
trascendentes, menos rendidores para numerosos negocios. El sistema que prepondera
en la modernidad tardía (época en la que vivimos) se basa en la producción y el
consumo a destajo, sin pausa, y en la conversión de toda circunstancia de la
vida humana en un negocio rentable. El escritor, ensayista y crítico cultural
inglés Mark Fisher (1968-2017), agudo observador de este fenómeno, apuntaba en
su libro Realismo capitalista que el capitalismo contemporáneo “es una
entidad infinitamente plástica, capaz de metabolizar y absorber cualquier
objeto con el que tome contacto”. Con notable intuición Fisher advertía que el
sistema en cuestión no se detiene ni ante la enfermedad, a la cual “convierte
en un mercado muy lucrativo para que las compañías farmacéuticas
internacionales desplieguen sus productos”. El caso de las vacunas para el
Covid-19 parece darle la razón. Al calor de su desarrollo los más voraces y
desproporcionados millonarios del planeta enriquecieron aun más, en simultáneo
con la aparición de un centenar de nuevos millonarios de ocasión nacidos del
oportunismo para encontrar negocios en donde miles de millones de personas perdieron
trabajos, proyectos y esperanzas.
En este
contexto la explosión de las series es significativa porque muestra de manera
palpable, a partir de un fenómeno experimentado cotidianamente, una
característica definitoria de la vida contemporánea. La aceleración, y la
incapacidad para cerrar situaciones y ciclos, para aceptar límites y finales.
El filósofo alemán de origen coreano Byung-Chul Han lo describe con claridad en
su reciente ensayo titulado La desaparición de los rituales. No hay tiempo
para la demora contemplativa, dice Han, para cerrar los ojos y permanecer en
silencio, para advertir los sonidos interiores, para conectar con los propios
sentimientos y sensaciones. “La enorme afluencia de imágenes e información,
escribe el filósofo, hace imposible cerrar los ojos”. El temor de perder algo
termina en voracidad por querer consumirlo todo, sin filtro, sin valoración,
sin degustación, sin discernimiento. No se puede parar, las temporadas deben
deglutirse enteras, aun a costa del tiempo de reposo que piden la mente y el
cuerpo, aun a costa del entendimiento, aun a costa de lo que se les resta a los
vínculos.
LA
HISTORIA SIN FIN
Todo se
devora, incluidas las relaciones. La noticia que nos impacta hoy será olvidada
mañana, remplazada por otra. Detenerse puede significar quedarse afuera. Hay
que seguir. Cuando no hay un cierre para las situaciones y experiencias de la
vida, se alteran los ciclos naturales de la existencia y de lo existente. La
noche y el día, la actividad y el reposo, el invierno y el verano, el
acoplamiento y la parición, las altas y bajas de las mareas, todo en la vida se
compone de ciclos. En la vida de un individuo lo son la niñez, la pubertad, la
adolescencia, la juventud, la adultez, la vejez, la muerte. Necesitan ser
cerrados, necesitan ritos de pasaje. Vida y muerte son complementos del ciclo
existencial. Cuando se abre un ciclo de cualquier tipo y de cualquier
extensión, se abre una forma. Lo que en alemán se llama Gestalt. La vida es una
sucesión de gestalts que se abren y se cierran. Es el principio de homeostasis
o equilibrio inestable. Si una Gestalt permanece abierta no solo no cumple su
ciclo, sino que, además, impide la necesaria apertura de otra. Las Gestalts que no cierran son tóxicas. Y solo quien las vive puede cerrarlas, puede completar la forma, la imagen que se abre en su experiencia. Esa forma puede tener más de un significado. y se descubren al prestarles la atención que la aceleración, la voracidad y la negación a cerrar impiden.
Cerrar,
pausar, esperar, procesar y solo después abrir nuevamente es necesario en todos
los órdenes. La apertura es positividad, el cierre es negatividad. Ambos
necesarios, ambos complementarios. “Sin la negatividad del cierre, escribe
Byung-Chul Han, se produce una inacabable adición y acumulación de lo igual,
una desmesura de positividad, una proliferación adiposa de información y
comunicación”. El virus de la aceleración, de la positividad ilimitada está
infiltrado en nuestras vidas. Ahí tenemos las absurdas, inexplicables y
abrumadoras “actualizaciones” de los programas informáticos y de las
aplicaciones. Ahí están los gobernantes que lejos de cerrar un
ciclo cumpliendo programas y promesas, dedican toda su energía, desde el primer
día, a la próxima elección. Y ahí estamos, pegados a las pantallas. Protagonistas
de una serie con infinitas y tóxicas temporadas.