lunes, 25 de enero de 2021

 

La vida en serie

(o la gestalt que no cierra)

Por Sergio Sinay








 

 

El año de la pandemia fue también el año de las series. Confinados durante meses interminables, las pantallas de todo tipo celulares, computadoras y televisores capturaron a millones de humanos con esa sucesión de historias que se prolongan capítulo a capítulo hasta el infinito. Hubo una época en la historia de la humanidad en la cual temporada significaba un período acotado de tiempo, una época del año, una estación climática, un lapso destinado a una actividad. Una temporada designaba un tramo con principio y final, así se hablara de moda, de caza, de cosecha, de siembra, etcétera. Incluso en materia de series de televisión el final de una temporada abría un compás de espera. Había que aguardar meses antes de reencontrarse con los personajes y sus vicisitudes. Entre capítulo y capítulo transcurría una semana. En esos lapsos se cocían la expectativa, las especulaciones, el recuerdo de las situaciones y conflictos acaecidas en el tramo finalizado.

Todo eso desapareció. Las personas pueden consumir en un solo día todas las temporadas de una serie, cualquiera sea la cantidad. Se devoran capítulos de la misma manera en que un pollo traga los granos de maíz, sin pausa y sin masticar. A menudo un solo día significa la mayor parte de las horas de ese día, incluida la madrugada, y a costa del descanso. La ausencia de pausa conlleva carencia del espacio mental y emocional necesario para procesar ideas, alimentar la memoria, registrar sensaciones. La gran mayoría de las series están pensadas y realizadas para estimular esa bulimia, sembradas de trucos y disparadores que mantengan viva la adicción por vía de una suerte de nicotina mental. Anestesia para la angustia existencial, silenciamiento de los interrogantes inscritos en la conciencia y en el inconsciente individual y colectivo de la especie. ¿Para qué vivimos? ¿Qué estamos haciendo de nuestras vidas? ¿Cuáles son nuestras aspiraciones postergadas? ¿Qué estamos haciendo por ellas? ¿Si mañana aconteciera el fin del mundo, en qué parte de mi trayecto existencial me encontraría? ¿Por qué razones ese trayecto valió la pena? Y más.

 

 

SI VENDE VALE

Cuando las personas conectan con estos interrogantes esenciales el ritmo del consumo y de la producción entra en pausa, el interés se desplaza desde lo externo y bullicioso hacia el silencio interior, muchas urgencias materiales banales y superficiales pasan al olvido. Estas preguntas son peligrosas porque sus respuestas pueden determinar otros modos de vida, más significativos y trascendentes, menos rendidores para numerosos negocios. El sistema que prepondera en la modernidad tardía (época en la que vivimos) se basa en la producción y el consumo a destajo, sin pausa, y en la conversión de toda circunstancia de la vida humana en un negocio rentable. El escritor, ensayista y crítico cultural inglés Mark Fisher (1968-2017), agudo observador de este fenómeno, apuntaba en su libro Realismo capitalista que el capitalismo contemporáneo “es una entidad infinitamente plástica, capaz de metabolizar y absorber cualquier objeto con el que tome contacto”. Con notable intuición Fisher advertía que el sistema en cuestión no se detiene ni ante la enfermedad, a la cual “convierte en un mercado muy lucrativo para que las compañías farmacéuticas internacionales desplieguen sus productos”. El caso de las vacunas para el Covid-19 parece darle la razón. Al calor de su desarrollo los más voraces y desproporcionados millonarios del planeta enriquecieron aun más, en simultáneo con la aparición de un centenar de nuevos millonarios de ocasión nacidos del oportunismo para encontrar negocios en donde miles de millones de personas perdieron trabajos, proyectos y esperanzas.

En este contexto la explosión de las series es significativa porque muestra de manera palpable, a partir de un fenómeno experimentado cotidianamente, una característica definitoria de la vida contemporánea. La aceleración, y la incapacidad para cerrar situaciones y ciclos, para aceptar límites y finales. El filósofo alemán de origen coreano Byung-Chul Han lo describe con claridad en su reciente ensayo titulado La desaparición de los rituales. No hay tiempo para la demora contemplativa, dice Han, para cerrar los ojos y permanecer en silencio, para advertir los sonidos interiores, para conectar con los propios sentimientos y sensaciones. “La enorme afluencia de imágenes e información, escribe el filósofo, hace imposible cerrar los ojos”. El temor de perder algo termina en voracidad por querer consumirlo todo, sin filtro, sin valoración, sin degustación, sin discernimiento. No se puede parar, las temporadas deben deglutirse enteras, aun a costa del tiempo de reposo que piden la mente y el cuerpo, aun a costa del entendimiento, aun a costa de lo que se les resta a los vínculos.

 

LA HISTORIA SIN FIN

Todo se devora, incluidas las relaciones. La noticia que nos impacta hoy será olvidada mañana, remplazada por otra. Detenerse puede significar quedarse afuera. Hay que seguir. Cuando no hay un cierre para las situaciones y experiencias de la vida, se alteran los ciclos naturales de la existencia y de lo existente. La noche y el día, la actividad y el reposo, el invierno y el verano, el acoplamiento y la parición, las altas y bajas de las mareas, todo en la vida se compone de ciclos. En la vida de un individuo lo son la niñez, la pubertad, la adolescencia, la juventud, la adultez, la vejez, la muerte. Necesitan ser cerrados, necesitan ritos de pasaje. Vida y muerte son complementos del ciclo existencial. Cuando se abre un ciclo de cualquier tipo y de cualquier extensión, se abre una forma. Lo que en alemán se llama Gestalt. La vida es una sucesión de gestalts que se abren y se cierran. Es el principio de homeostasis o equilibrio inestable. Si una Gestalt permanece abierta no solo no cumple su ciclo, sino que, además, impide la necesaria apertura de otra. Las Gestalts que no cierran son tóxicas. Y solo quien las vive puede cerrarlas, puede completar la forma, la imagen que se abre en su experiencia. Esa forma puede tener más de un significado. y se descubren al prestarles la atención que la aceleración, la voracidad y la negación a cerrar impiden.

Cerrar, pausar, esperar, procesar y solo después abrir nuevamente es necesario en todos los órdenes. La apertura es positividad, el cierre es negatividad. Ambos necesarios, ambos complementarios. “Sin la negatividad del cierre, escribe Byung-Chul Han, se produce una inacabable adición y acumulación de lo igual, una desmesura de positividad, una proliferación adiposa de información y comunicación”. El virus de la aceleración, de la positividad ilimitada está infiltrado en nuestras vidas. Ahí tenemos las absurdas, inexplicables y abrumadoras “actualizaciones” de los programas informáticos y de las aplicaciones. Ahí están los gobernantes que lejos de cerrar un ciclo cumpliendo programas y promesas, dedican toda su energía, desde el primer día, a la próxima elección. Y ahí estamos, pegados a las pantallas. Protagonistas de una serie con infinitas y tóxicas temporadas.

lunes, 11 de enero de 2021

 

¿Qué es la vida?

Por Sergio Sinay





 

 

En 1923, cuando llevaba diez años en Lambaréné, un pueblo selvático ubicado en lo profundo del Congo francés, Albert Schweitzer (1875-1965) escribió: “Yo soy vida que quiere vivir en medio de vida que quiere vivir”. Había nacido en Alsacia, que era parte del imperio alemán, y adoptó durante la Primera Guerra la nacionalidad francesa. Hijo de un pastor luterano, fue médico, músico, teólogo y filósofo. Se destacó en todas esas disciplinas. Tenía posibilidades de obtener fama y dinero en todos los países en que era reconocido. Sin embargo, en 1913 la vocación médica, entendida como ponerse al servicio de mitigar el dolor del cuerpo y del alma (no solo refaccionar órganos), lo impulsó a abandonar aquel cómodo y promisorio futuro y mudarse a Lambaréné para fundar un pequeño hospital destinado a atender a la población negra. Allí moriría cuarenta y dos años más tarde, tras haber sostenido ese emprendimiento de modo ejemplar. Las veces que salió del que sería su lugar en el mundo fue para dar conciertos o conferencias destinados a solventar el hospital. Y para recibir, en 1952, el Premio Nobel de la Paz por su “veneración de la vida”.

 

VIDA TOTAL

Pocas veces se habrá escuchado tanto la palabra “vida” en la historia de la humanidad como durante el año que acaba de terminar. Se dijo que se pretendía preservarla, se la antepuso, se la pospuso o se la comparó con la economía, se discutió acerca del momento exacto de su comienzo, hay quienes en su afán de resguardarla prácticamente dejaron de vivirla, fue objeto de discursos oportunistas y demagógicos y de discusiones de profundo sentido moral. Y finalmente corrió el riesgo que corren todas las palabras cuyo uso y abuso termina por vaciarlas de contenido o por hacer que este se desvirtúe.

Schweitzer daba en el corazón del asunto al plantear que lo vivo tiende a vivir. No solo ocurre solo con los humanos, sino, aunque sea repetitivo, con todo lo viviente, incluidos el mundo animal y el vegetal. Más allá de creencias y de disquisiciones de tipo religioso, biológico o filosófico, el universo entero es una auténtica sinfonía de vida, en la que participan los instrumentos más impensados. Incluso el coronavirus, que ocupó nuestras mentes, conversaciones, temores, especulaciones, sueños y pesadillas durante 2020, y las sigue ocupando, es una manifestación de vida. Y es posible que si hablara dijese, como Schweitzer, que quiere vivir. El médico de Lambaréné llevó su concepción al punto de afirmar que cuando mataba un insecto se sentía un asesino.

La vida, si se sigue su pensamiento, es mucho más que el mero funcionamiento de ciertos condicionamientos biológicos. Es más que la labor de los órganos, que la toma de oxígeno, que el fluir de la sangre o de la savia, que la reproducción de la especie de la que se trate. En principio es un inconmensurable misterio. Como todos los misterios no tiene solución, como ocurre con los problemas, ni revelaciones, como sucede con los secretos. Con los misterios se convive, mientras ellos aguijonean nuestra conciencia. Y es precisamente nuestra condición de seres conscientes la que nos lleva a hacernos preguntas sobre la vida. Internémonos en algunas de ellas.

 

TRES PREGUNTAS

¿Por qué valoramos la vida?  Desde la filosofía se responde que la valoramos porque existe la muerte. Si fuésemos inmortales, todo podría esperar, casi todo nos daría igual, nuestras emociones y sentimientos serían de nula o baja intensidad. Pero sabemos que moriremos y eso nos hace amar lo que amamos, despuntar propósitos, trabajar por ellos, dolernos con las pérdidas y encontrar sentido en los logros y en todo aquello (trabajo, obras, hijos) a través de lo cual trascendemos. La vida tiene en la muerte una socia imprescindible. Solo el no tener conciencia de estar vivo, el existir en un nivel apenas vegetativo (reducido a comer, dormir, beber, tener relaciones sexuales consentidas o forzadas) o el no ver más allá de los bienes materiales (se los posea o no) puede llevar a descuidar la vida propia y a desvalorizar la ajena.

¿Tiene precio la vida? En la sociedad materialista, y bajo el sistema capitalista tardío que es hegemónico en el mundo contemporáneo, se encontraron maneras de ponerle precio. Muchas veces, y en muchas circunstancias, se estipula su valor en términos económicos (a través se seguros, compensaciones, cálculos de riesgos), en términos políticos, en términos bélicos. Hay quienes compran vidas en de manera real o metafórica, a través de sofisticadas formas de servidumbre, y hay quienes las venden, a menudo incluso la propia. Pero, como señaló el filósofo alemán Emmanuel Kant (1724-1804), la vida humana no tiene valor, tiene dignidad. Cuando se le asigna valor se la convierte en objeto y todo objeto puede ser medio para un fin. Cuando se respeta su dignidad la vida es un fin en si mismo. Algo que no han comprendido muchos de quienes vienen administrando confinamientos y otros recursos antipandemia llevados por urgencias políticas, económicas o presuntamente científicas. A menudo parecen creer que lo importante son los números de seres vivos y no las condiciones en que viven o sobreviven. Aunque, en honor a la verdad, el Covid-19 solo puso de relieve un modelo mental que opera aun sin pandemia. También se convierte a la vida en objeto mercantil cuando se habla de “capital humano” o “recursos humanos”. Un humano (su vida) jamás debería ser considerado, desde un punto de vista moral, como recurso o herramienta, o como un bien de capital. Son dos maneras de quitar dignidad a la vida. Y el propio Albert Schweitzer sostenía que el principio de la moral es el respeto por la vida en toda su dimensión y no solo como un accidente biológico.

¿Tiene sentido la vida? Acaso este sea el más profundo y esencial de los interrogantes. Hay quienes dicen que la vida simplemente “es”, que se trata de vivirla y que no hay en ella un sentido. Si fuera así, daría lo mismo nacer como humano, como alguna especie animal, como planta o simplemente existir como parte del reino mineral. Pero la conciencia, ese atributo humano decisivo, nos inquieta y sigue sosteniendo la pregunta por el sentido. Eliminar la noción de sentido hace de la vida un absurdo. Albert Camus (1913-1960), autor de La peste, El extranjero, El mito de Sísifo y La Caída, entre otras obras fundamentales, decía que esa sensación de absurdo generada por la pérdida del sentido lleva al suicidio, y por eso consideraba al suicidio como la cuestión central de la filosofía. Juzgar si la vida tiene sentido o no. Algo a lo que solo se puede responder viviendo de una manera que es responsabilidad de cada uno, de sus elecciones, de sus decisiones, de sus valores. Víktor Frankl, el gran médico y pensador vienés autor El hombre en busca de sentido y El hombre doliente, explicaba que en la búsqueda del sentido de la propia vida asomaba la trascendencia. Decía que el sentido de una vida se refleja en otra y que vivir con sentido es vivir para algo y vivir para alguien. ¿Qué es la vida, entonces? Sea lo que fuere, es mucho más que mezquinos y miserables números, estadísticas y cálculos políticos o económicos.