martes, 14 de enero de 2020


Prisioneros en la caverna 

tecnológica

Por Sergio Sinay

En el mundo de hoy, la ilusión de lo virtual desplaza a la experiencia de lo real y nos convierte en seres manipulados a través de pantallas. Confirma entonces su vigencia la clásica alegoría de Platón sobre la caverna de la ignorancia y sus prisioneros.



Un grupo de hombres está encerrado, desde el momento de su nacimiento, en una caverna, donde se encuentran engrillados y esposados de tal manera que solo pueden mirar la pared del fondo, y les resulta imposible girar en otra dirección. A espaldas de ellos, una medianera se interpone entre la entrada de la caverna y el fondo. A pocos metros de la entrada arde una fogata. Y entre la fogata y la medianera otros hombres, a los que los primeros no ven, elevan unas figuras recortadas. La luz combinada del exterior y de la fogata proyecta sobre el fondo de la caverna las siluetas de esas figuras, como si fueran sombras chinescas. Los hombres encadenados, que no han visto otra cosa en sus vidas, creen que esas sombras proyectadas son la realidad. Desconocen la existencia de un vasto mundo a espaldas de ellos, en el exterior de la gruta.
Escrita alrededor del año 380 antes de Cristo, la “Alegoría de la caverna”, que Platón creó en su libro “La República”, es una de las más célebres piezas filosóficas de todos los tiempos. A lo largo de la historia ha servido para advertir una y otra vez sobre los riesgos de aferrarse a ilusiones, de no reflexionar sobre lo que hay detrás de lo visible, de confundir lo real con proyecciones. Pasar del mundo de lo visible al mundo de las ideas era, para el filósofo griego, el gran desafío humano. Y acaso en la actualidad, en tiempos de euforia e ilusionismo tecnológicos, se necesario volver a su alegoría una vez más. El explosivo auge experimentado en lo que va del siglo veintiuno por la tecnología de conexión y los artilugios digitales, sumado al novedoso embobamiento con la inteligencia artificial y sus subproductos, renueva las advertencias del relato platónico.

LA NUEVA CAVERNA
Una extendida y riesgosa ilusión contemporánea es la de que al calor de internet se amplió la libertad de las personas, su posibilidad de elección y su poder de incidencia en las decisiones y acciones de los gobiernos. Cuando necesitó seducir a los inversores antes de que Facebook cotizara en bolsa, Mark Zuckerberg, su creador, habló de su intención de “cambiar el modo en que la gente se relaciona con sus gobiernos e instituciones sociales (…) Al darle a la gente el poder de compartir, alcanzamos a ver cómo hace oír su voz en una escala hasta ahora sin precedentes”. Experto manipulador y gestor de falacias, Zuckerberg, al igual que un mago, distraía la atención con un mano mientras realizaba el truco con la otra. Su herramienta, como otras redes sociales, no tenía el fin de crear esa suerte de democracia directa, sino el de apoderarse de la mayor cantidad de datos posible de los usuarios para venderlos a quienes convertirían a estos, a través de variadas técnicas de publicidad, marketing e incitación subliminal, en nuevos prisioneros en la caverna del consumismo. También serían orientados ideológica y políticamente a la hora de elecciones presidenciales en diferentes países a través de una abrumadora y obscena proliferación de “fake news” de las que, fingiendo ingenuidad, la compañía no se haría cargo más allá de ciertas palabras de ocasión, como las que el propio Zuckerberg emitió ante el Congreso de Estados Unidos cuando fue llamado a declarar sobre la escandalosa manipulación que protagonizó su compañía.
Todo usuario de internet es rastreado paso a paso en cada uno de sus búsquedas, compras, ventas y accesos a sitios, portales y páginas. Los correos electrónicos son leídos, no hay secretos. Las rebeliones que se convocan contra gobiernos a través de la red tienen sus breves momentos de auge (como ocurrió en Egipto, Nueva York, Madrid y otros lugares) antes de ser absorbidas por el mismo sistema que genera pingües negocios a través de la misma red. La libertad de elección, no solo política sino en materia de consumo, es relativa, puesto que al estar permanentemente perseguidas por los algoritmos que las trazan y codifican las personas eligen dentro de un menú que parece amplio pero que es rígido y les está predestinado. El algoritmo detecta sus gustos, preferencias e inclinaciones (ellas los confiesan, en realidad, a través de su uso de internet) y las dirigirá, como un siniestro lazarillo, en esa dirección. A la ilusión de libertad la acompaña una real pérdida de privacidad e intimidad. Las fotos que se suben a las redes, los relatos sobre lugares visitados, sobre compras realizadas, son papitas para el loro algorítimico.
 Esto no quita el valor potencial de las herramientas de la tecnología digital. Pero ocurre que no hay tecnología moralmente neutra, puesto que ellas son herramientas en manos de humanos. Y toda creación, elección, decisión o acción humana es un acto moral, se lo quiera o no. Afecta a otros, exige responsabilidad acerca de las consecuencias, requiere la aceptación o negación de valores esenciales. Con un cuchillo se puede cortar alimentos y facilitar la nutrición o se puede apuñalar a alguien. No decide el cuchillo, sino quien lo usa.

UN ANTIVIRUS URGENTE
En una columna para el diario español “El País” el historiador israelí Yuval Noah Harari, autor de “Sapiens” y “De animales a dioses”, decía: “Para sobrevivir y prosperar en el siglo veintiuno, necesitamos dejar atrás la ingenua visión de los seres humanos como individuos libres y aceptar lo que, en realidad, somos: unos animales pirateables. Necesitamos conocernos mejor a nosotros mismos”. Harari iba más allá al plantear lo siguiente: “Ahora sí es posible hacerlo. Un algoritmo puede decir si alguien ya está predispuesto contra los inmigrantes, y si su vecina ya detesta a Trump, de tal forma que el primero vea un titular y la segunda otro completamente distinto. Algunas de las mentes más brillantes del mundo llevan años investigando cómo piratear el cerebro humano para hacer que hagamos clic en determinados anuncios y así vendernos cosas”. Y proponía que, tal como se desarrollan antivirus para las computadoras, desarrollemos, desde la conciencia y la reflexión, antivirus para nuestra propia mente y nuestro propio cerebro. Antivirus que nos permitan salir de la ilusión de las pantallas y la realidad virtual para conectar con el complejo y rico mundo verdadero, ese mundo habitado por congéneres de carne y hueso. Un mundo en el que nuestra intimidad sea sagrada y nuestras elecciones y decisiones sean propias y responsables. Un mundo en el que no seamos las marionetas de peligrosos titiriteros.
A propósito de esto el escritor español Marcos Giralt Torrente (su novela más reciente es “Mudar de piel”), previene sobre “los ingenieros que diseñan las aplicaciones tecnológicas, jóvenes inmaduros en su mayoría, narcisistas con difusos valores y nula formación humanística, que son exprimidos hasta vaciar su mente de todo aquello que no les sirva en su feroz lucha por dar con la idea que produzca millones. Y los campos en los que intervienen son amplios: desde los lúdicos y de socialización solo en apariencia inocuos hasta la seguridad y la ingeniería genética. Nadie se para lo suficiente a considerar si lo que producen está bien diseñado, contiene puertas traseras o es éticamente aceptable, pues quienes deciden quieren sacarlo al mercado sin demora para adelantarse a la competencia”. Es urgente, pues, dejar de mirar el fondo de la caverna.

viernes, 10 de enero de 2020


Un día milagroso

Por Sergio Sinay





Es posible que nada sea más fugaz y perecedero que el presente. Cualquier presente, ya sea feliz o doloroso, responde a esa característica. Es inatrapable. A cada segundo se convierte en pasado. A veces reciente, a veces remoto, pero pasado. Y, además, es incierto. En su más reciente novela, titulada “Máquinas como yo”, el escritor inglés Ian McEwan (que merecería el premio Nobel de literatura si este no fuera inevitablemente manipulado y desvirtuado al compás de tramoyas políticas), lo dice con lucidez. Charlie, el protagonista de su relato, reflexiona en un momento de esta manera: “El presente es el más frágil de los constructos improbables. Cualquier parte de él, todo él, podría ser diferente. Esto resulta cierto respecto del asunto más pequeño y del asunto más grande”. A continuación, enumera una serie de hechos que ocurrieron de una manera a lo largo de la historia humana, pero que bien podrían haber sucedido de un modo distinto, o incluso no haber acontecido. Por ejemplo, que William Shakespeare (1564-1616), el más grande dramaturgo trágico de todos los tiempos, hubiese muerto a los cinco años, cosa común en su época, y, porf lo tanto, obras maestras e imperecederas como “MacBeth”, “Hamlet”, “Romeo y Julieta”, “Otelo”, “Rey Lear” o “Ricardo III”, no haberse escrito jamás. Nadie lo habría echado de menos, piensa Charlie, pero sin duda el mundo sería hoy más gris. Estados Unidos podría no haber perfeccionado la bomba atómica y no habría habido cientos de miles de muertos en Hiroshima y Nagasaki solo con el fin de probarla, imagina el protagonista.

EL AZAR DE LA EXISTENCIA
La reflexión que propone McEwan termina imaginando que sesenta y seis millones de años atrás la tierra hubiese girado, esquivando el meteorito que se estrelló contra el planeta. Si eso hubiera ocurrido, no se hubiese producido “el polvo de yeso fino del Yucatán que nubló el sol”. Y los dinosaurios habrían seguido viviendo y negándole espacio vital a los mamíferos, “simios inteligentes incluidos”.
Ese párrafo estremecedor nos despierta de la perezosa naturalidad conque damos por sentada no solo nuestra existencia personal, sino la de la especie. Sin embargo, nada ni nadie nos extendió jamás una garantía sobre esa existencia, y así como es posible pensar que los humanos podríamos no haber aparecido nunca, lo mismo es aplicable a la vida de cada uno de nosotros como individuos. Cerramos los ojos en nuestras camas cada noche con escasa conciencia de que estamos protagonizando un milagro. El de haber existido durante un día más. Un día que puede haber incluido momentos felices o dolorosos (o felices y dolorosos), logros y decepciones, alegrías y angustias, amores y rencores, placeres y enojos. Días memorables o fácilmente olvidables. Días oscuros o luminosos. Apenas minúsculos e imperceptibles granitos en las infinitas arenas del tiempo, cada uno de nosotros podría no haber existido nunca o podría dejar de existir, por múltiples, desconocidas e incontrolables razones, en cualquier hora, minuto o segundo de cada día.
Que estemos aquí, sea del modo que fuere, en el final de un año y el comienzo de otro, es, si se mira bien, un privilegio. Acaso no fue el mejor año, no resultó el esperado, o quizás fue el mejor de nuestra vida. Calificarlo es una cuestión personal e intransferible. Cada existencia es única, cada peripecia es propia y singular. Si hay algo que todas tienen en común es que nos encuentran vivos y presentes. Si sobrevivir a cada uno de los 365 días de cada año significa ser parte de una cadena de milagros, cada una de esas jornadas encierra a su vez pequeños, breves, sutiles y silenciosos milagros que merecen más atención y más agradecimiento de los que usualmente les prodigamos. Ralph Waldo Emerson (1803-1882), filósofo y poeta estadounidense que en los principios del siglo diecinueve impulsó la filosofía vitalista (para la cual todas las cosas y seres del mundo poseen un alma propia cuyo aliento es la base de la existencia) consideraba que tanto es un milagro soplar las hojas de un trébol como ver caer y escuchar las gotas de la lluvia. Ponía luz así sobre los milagros imperceptibles que nos rodean.
En esa línea, el ex monje, psicoterapeuta y escritor contemporáneo Thomas Moore, propone que cada persona pueda crear su religión personal sin renegar de ninguna creencia, y erigir en su mente y en su corazón el templo de la misma. En su libro titulado precisamente “En busca de una religión personal”, Moore escribe: “Imagina el impacto que tendría en tu religión si cambiaras tu sentido de lo milagroso de una asombrosa hazaña realizada por un maestro o mago a una profunda apreciación del milagro de la lluvia. Serías una persona diferente que vive un tipo de vida diferente”.

CON SOLO ABRIR LOS OJOS
Todo milagro convive con el misterio. Los problemas se resuelven. Los secretos se revelan. Los milagros no tienen resolución ni descubrimientos. Con ellos se convive, ante ellos, en todo caso, caben el asombro y el respeto. Para percibirlos es necesaria una atención abierta y flotante, que no se aferre a respuestas prefabricadas, que pueda desligarse por un momento de las certezas y se rinda a lo maravilloso. Cuando ejercemos ese tipo de atención podemos descubrir lo maravilloso en una mirada, en una caricia, en un mimo a nuestra mascota o de ella hacia nosotros, en los sonidos de la naturaleza, en un “buen día” dicho o recibido como intención y no como formalidad, en el aroma de una planta, en la salida o la puesta del sol, en el zumbido de una abeja mientras trabaja, en los movimientos de un bebé que comienza a caminar, en la voz de un amigo o amiga, en la lenta cocción de algo que cocinamos por mano propia, en un párrafo del libro que tenemos entre manos, en la conversación conque acompañamos el mate, en la sonrisa de esa persona desconocida conque nos cruzamos y a la que acaso no volvamos a ver. Esta enumeración podría prolongarse durante páginas y páginas sin agotarse. Y podría ser continuada por cada persona que la lea según sus propias percepciones y descubrimientos de los milagros con los que convive. Sin olvidar que cada uno de ellos es posible debido al milagro mayor: el de estar una vez más vivo en este día.
El registro de los pequeños milagros cotidianos requiere un tiempo, una disposición y una actitud que no parecen propios de esta época. ¿Cómo escuchar los milagrosos sonidos del mundo con los oídos obturados por auriculares que actúan como muros aislantes? ¿Con qué ojos admirar las pequeñas maravillas del entorno cuando los propios están secuestrados por pantallas de celulares y computadoras que no los liberan? ¿Dónde obtener el tiempo para un encuentro, una conversación, una caricia cuando urge la prisa por llegar pronto a ningún lugar? Imposible saber cuántos milagros que estaban allí, a un paso, pasaron inadvertidos en los últimos días, semanas, meses y años de nuestras vidas, porque ni los oídos, ni los ojos, ni la mente ni el corazón estaban dispuestos para el descubrimiento. Pero gracias al milagro de estar aquí una vez más, cuando otro día comienza, es posible maravillarse ante los que acontecerán en cuanto despertemos la atención y abramos los ojos, los oídos y el corazón.