Prisioneros
en la caverna
tecnológica
Por Sergio Sinay
En el mundo de hoy, la ilusión de lo virtual desplaza a la experiencia de lo real y nos convierte en seres manipulados a través de pantallas. Confirma entonces su vigencia la clásica alegoría de Platón sobre la caverna de la ignorancia y sus prisioneros.
Un grupo de hombres está encerrado, desde el
momento de su nacimiento, en una caverna, donde se encuentran engrillados y
esposados de tal manera que solo pueden mirar la pared del fondo, y les resulta
imposible girar en otra dirección. A espaldas de ellos, una medianera se
interpone entre la entrada de la caverna y el fondo. A pocos metros de la entrada
arde una fogata. Y entre la fogata y la medianera otros hombres, a los que los
primeros no ven, elevan unas figuras recortadas. La luz combinada del exterior
y de la fogata proyecta sobre el fondo de la caverna las siluetas de esas
figuras, como si fueran sombras chinescas. Los hombres encadenados, que no han
visto otra cosa en sus vidas, creen que esas sombras proyectadas son la
realidad. Desconocen la existencia de un vasto mundo a espaldas de ellos, en el
exterior de la gruta.
Escrita alrededor del año 380 antes de Cristo, la
“Alegoría de la caverna”, que Platón creó en su libro “La República”, es una de
las más célebres piezas filosóficas de todos los tiempos. A lo largo de la
historia ha servido para advertir una y otra vez sobre los riesgos de aferrarse
a ilusiones, de no reflexionar sobre lo que hay detrás de lo visible, de
confundir lo real con proyecciones. Pasar del mundo de lo visible al mundo de
las ideas era, para el filósofo griego, el gran desafío humano. Y acaso en la
actualidad, en tiempos de euforia e ilusionismo tecnológicos, se necesario
volver a su alegoría una vez más. El explosivo auge experimentado en lo que va
del siglo veintiuno por la tecnología de conexión y los artilugios digitales,
sumado al novedoso embobamiento con la inteligencia artificial y sus
subproductos, renueva las advertencias del relato platónico.
LA NUEVA CAVERNA
Una extendida y riesgosa ilusión contemporánea es
la de que al calor de internet se amplió la libertad de las personas, su
posibilidad de elección y su poder de incidencia en las decisiones y acciones
de los gobiernos. Cuando necesitó seducir a los inversores antes de que
Facebook cotizara en bolsa, Mark Zuckerberg, su creador, habló de su intención
de “cambiar el modo en que la gente se relaciona con sus gobiernos e
instituciones sociales (…) Al darle a la gente el poder de compartir,
alcanzamos a ver cómo hace oír su voz en una escala hasta ahora sin
precedentes”. Experto manipulador y gestor de falacias, Zuckerberg, al igual
que un mago, distraía la atención con un mano mientras realizaba el truco con
la otra. Su herramienta, como otras redes sociales, no tenía el fin de crear
esa suerte de democracia directa, sino el de apoderarse de la mayor cantidad de
datos posible de los usuarios para venderlos a quienes convertirían a estos, a
través de variadas técnicas de publicidad, marketing e incitación subliminal,
en nuevos prisioneros en la caverna del consumismo. También serían orientados
ideológica y políticamente a la hora de elecciones presidenciales en diferentes
países a través de una abrumadora y obscena proliferación de “fake news” de las
que, fingiendo ingenuidad, la compañía no se haría cargo más allá de ciertas
palabras de ocasión, como las que el propio Zuckerberg emitió ante el Congreso
de Estados Unidos cuando fue llamado a declarar sobre la escandalosa
manipulación que protagonizó su compañía.
Todo usuario de internet es rastreado paso a paso
en cada uno de sus búsquedas, compras, ventas y accesos a sitios, portales y
páginas. Los correos electrónicos son leídos, no hay secretos. Las rebeliones
que se convocan contra gobiernos a través de la red tienen sus breves momentos
de auge (como ocurrió en Egipto, Nueva York, Madrid y otros lugares) antes de
ser absorbidas por el mismo sistema que genera pingües negocios a través de la
misma red. La libertad de elección, no solo política sino en materia de consumo,
es relativa, puesto que al estar permanentemente perseguidas por los algoritmos
que las trazan y codifican las personas eligen dentro de un menú que parece
amplio pero que es rígido y les está predestinado. El algoritmo detecta sus
gustos, preferencias e inclinaciones (ellas los confiesan, en realidad, a
través de su uso de internet) y las dirigirá, como un siniestro lazarillo, en
esa dirección. A la ilusión de libertad la acompaña una real pérdida de
privacidad e intimidad. Las fotos que se suben a las redes, los relatos sobre
lugares visitados, sobre compras realizadas, son papitas para el loro
algorítimico.
Esto no
quita el valor potencial de las herramientas de la tecnología digital. Pero
ocurre que no hay tecnología moralmente neutra, puesto que ellas son
herramientas en manos de humanos. Y toda creación, elección, decisión o acción
humana es un acto moral, se lo quiera o no. Afecta a otros, exige
responsabilidad acerca de las consecuencias, requiere la aceptación o negación
de valores esenciales. Con un cuchillo se puede cortar alimentos y facilitar la
nutrición o se puede apuñalar a alguien. No decide el cuchillo, sino quien lo
usa.
UN ANTIVIRUS URGENTE
En una columna para el diario español “El País” el
historiador israelí Yuval Noah Harari, autor de “Sapiens” y “De animales a
dioses”, decía: “Para sobrevivir y prosperar en el siglo veintiuno, necesitamos
dejar atrás la ingenua visión de los seres humanos como individuos libres y
aceptar lo que, en realidad, somos: unos animales pirateables. Necesitamos
conocernos mejor a nosotros mismos”. Harari iba más allá al plantear lo
siguiente: “Ahora sí es posible hacerlo. Un algoritmo puede decir si alguien ya
está predispuesto contra los inmigrantes, y si su vecina ya detesta a Trump, de
tal forma que el primero vea un titular y la segunda otro completamente
distinto. Algunas de las mentes más brillantes del mundo llevan años
investigando cómo piratear el cerebro humano para hacer que hagamos clic en
determinados anuncios y así vendernos cosas”. Y proponía que, tal como se
desarrollan antivirus para las computadoras, desarrollemos, desde la conciencia
y la reflexión, antivirus para nuestra propia mente y nuestro propio cerebro.
Antivirus que nos permitan salir de la ilusión de las pantallas y la realidad
virtual para conectar con el complejo y rico mundo verdadero, ese mundo
habitado por congéneres de carne y hueso. Un mundo en el que nuestra intimidad
sea sagrada y nuestras elecciones y decisiones sean propias y responsables. Un
mundo en el que no seamos las marionetas de peligrosos titiriteros.
A propósito de esto el escritor español Marcos
Giralt Torrente (su novela más reciente es “Mudar de piel”), previene sobre “los
ingenieros que diseñan las aplicaciones tecnológicas, jóvenes inmaduros en su
mayoría, narcisistas con difusos valores y nula formación humanística, que son
exprimidos hasta vaciar su mente de todo aquello que no les sirva en su feroz
lucha por dar con la idea que produzca millones. Y los campos en los que
intervienen son amplios: desde los lúdicos y de socialización solo en
apariencia inocuos hasta la seguridad y la ingeniería genética. Nadie se para
lo suficiente a considerar si lo que producen está bien diseñado, contiene
puertas traseras o es éticamente aceptable, pues quienes deciden quieren
sacarlo al mercado sin demora para adelantarse a la competencia”. Es urgente,
pues, dejar de mirar el fondo de la caverna.