miércoles, 4 de octubre de 2017

La información y el sentido de la vida
(Fragmentos del libro “Intoxicados”)
Por Sergio Sinay




No vivimos ya en una sociedad de productores y ni siquiera de ciudadanos, sino en una sociedad de consumidores. Se nos incita a consumir, se nos adiestra para ello, se nos crea deseos que se inoculan como necesidades, se instala subliminal y directamente la idea de que si cesa el consumo sobrevendrá el fin del mundo, de que no hay otro modelo posible para que las sociedades funcionen, se nos conduce a una insatisfacción permanente porque solo sobre la base de ella puede funcionar el consumismo, dado que quien está satisfecho con su vida, con sus relaciones, con sus proyectos existenciales, se siente en paz, no desea más, consume lo necesario y lo hace racionalmente.
También en el plano de la información esta matriz está presente. ¿Cuánta información es necesaria? La respuesta de Perogrullo sería: la que necesitamos, no más que eso. Sin embargo, no es tan fácil saber lo que se necesita. Requiere un tiempo de introspección, de reflexión, de separar mentalmente la paja del trigo, lo superfluo de lo esencial. Requiere contacto con la propia interioridad, escucha de las voces internas y aceptación de lo que dicen. Muchas veces ellas pueden oponerse a la urgencia de los deseos y proponer calma, sobriedad y sensatez. En los tiempos que corren no hay propensión a ese ejercicio de auto observación. Se vive en la superficie, a toda prisa, con predominio de lo fugaz y lo descartable. No son las mejores condiciones para reconocer lo que es una necesidad auténtica, nacida de adentro, y para diferenciarla de un deseo urgente y ansioso estimulado desde afuera.
Una sociedad de consumidores es, a su vez, una sociedad de clientes. Lo que se espera de ellos es que compren. Y lo que se busca es venderles (...) Donde dice “productos” se puede, y se debe, leer también “información”. Hoy la información es un producto. Si no hay noticias urge inventarlas. Si las que hay no tienen suficiente morbo se descartan y se remplazan por otras, artificiales. De acuerdo con el periodista y ensayista gallego Ignacio Ramonet, quien dirigió la prestigiosa publicación francesa Le Monde Diplomatique y se ha especializado en el estudio de las relaciones de los medios con la ideología y la política, entre la última década del siglo XX y las dos primeras del XXI, se produjo en el mundo más información que en los 5 mil (cinco mil, sí) años anteriores”. En un ejemplar dominical del The New York Times, según Ramonet, hay más información de la que un ciudadano del siglo XIX podía recibir en toda su vida. Y nadie diría que el siglo XIX no dejó enormes contribuciones para la humanidad en todos los campos: filosofía, política, tecnología, ciencia, arte.
También mucho antes de las computadoras, de internet, de los teléfonos celulares y de las tablets, en épocas durante las cuales sus creadores no estaban atosigados de información como los llamados “innovadores” y los consumidores de hoy, nacieron valiosos legados que enriquecieron la historia y la experiencia humana (cosa ignorada por buena parte de la población actual del planeta). Y no solo perduraron, sino que jamás fueron superadas. Ahí están como prueba la rueda, la imprenta, el avión, la máquina de vapor, los barcos, extraordinarios monumentos (como las pirámides egipcias y mexicanas), catedrales, teatros, el automóvil, la electricidad, el cine, la televisión, la penicilina, los antibióticos, la anestesia, la telegrafía con y sin hilos, el Canal de Panamá, la Torre Eiffel, el mítico Empire State, los rayos X, los cohetes que exploran el espacio y tantas cosas más. Podríamos seguirlas enumerando durante páginas y páginas.
Más información no parece significar, de manera automática, más conocimiento, más inspiración, más visión estratégica, más inteligencia aplicada. Un viejo dicho aconseja no confundir gordura con hinchazón  (…)

Bulimia informativa y desigualdad social
Priscila López, investigadora de la subsecretaría de Comunicaciones de Chile, y Martín Hilbert, que fue asesor de la ONU y es investigador y profesor en la Universidad de California, dieron a conocer en 2012 un trabajo en el que estudiaron la capacidad mundial de almacenamiento de información entre 1986 y 2007. Una de sus conclusiones fue que, mientras los medios de almacenamiento y producción de información se habían desarrollado espectacularmente en ese lapso, al igual que la cantidad de información, la capacidad de transmitirla había crecido de una manera modesta. Desde 1990 la tecnología digital copó el escenario informativo y hacia 2007 la mayor parte (el 94%) de la memoria de la humanidad estaba almacenada digitalmente. Esto equivalía a 61 CD-Roms por cada habitante del planeta. Unas 80 veces más información por persona que la existente en la Biblioteca de Alejandría 300 años antes de Cristo. Si esa información hubiese estado almacenada en papel, se habría necesitado un 17% más que el Producto Bruto Interno de Estados Unidos para comprarla. Había una cantidad de bytes de información por persona equivalente a todas las estrellas de la galaxia. Si cada byte fuera representado por un grano de arena, habría sido necesaria una cantidad de arena 315 veces mayor a la de todas las playas del planeta. Cada ser humano recibía en el lapso estudiado una cantidad de información diaria equivalente a 174 periódicos y emitía un monto igual al de 6 diarios con todos sus suplementos. 
Surge una pregunta inmediata y quizás ingenua: ¿en cuánto contribuyó todo eso a mejorar el mundo, a luchar contra el hambre, a elevar la plenitud existencial de la población planetaria, a elevar la calidad de la justicia, a generar equidad, a disminuir las guerras y la violencia, a trabajar por la aceptación, la compasión y la empatía, a disminuir las tasas de egoísmo o a hacer más dignas las condiciones de vida de grandes masas de población? (…)
Si la información no es aplicada deja de ser un medio y pasa a ser un fin. Cuando eso ocurre, importa más la cantidad que la calidad. Y la bulimia informativa aparta a enormes mayorías de personas de la vida real, ya que les quita tiempo, atención, vinculación y horizontes existenciales. (…) Si la cantidad de información circulante sobrepasa la posibilidad de absorción y metabolización por parte de las personas, si estas reciben, retransmiten o emiten datos sin procesarlos, sin reflexionar, sin discriminación, los seres humanos pasan a ser simples herramientas de la maquinaria informativa cuyos intereses principales son económicos en primer lugar y políticos en segundo. Economía y política son instrumentos esenciales en la construcción de una comunidad humana fundada en valores, en cooperación y en visiones trascendentes. Pero dejan de ser instrumentos cuando se convierten en fines en sí mismos inspirados por la ambición de acumular poder y ejercerlo. Chatarra tecnológica y chatarra informativa polucionan hoy al planeta tanto en el plano físico como en el mental y espiritual. La monstruosa cantidad de información, de la cual el informe citado es apenas un testimonio, es imposible de asimilar, ordenar, procesar y orientar hacia fines dignos. Se trata de un tsunami que desbarata cualquier estructura mental y la reduce a escombros, aunque sus consumidores crean que no es así y estén convencidos (como sucede con los adictos respecto de aquello que los somete) de que lo controlan.

El pensamiento crítico, ese gran antídoto
¿Se puede hacer algo frente a esta pandemia de superficialidad dañina? (…) Se trata de reivindicar el valor del pensamiento, de estimular su ejercicio (en progresivo desuso), de auto adiestrarse y adiestrar a otros en la capacidad de reconocer y seleccionar la información valiosa y descartar la inútil, tendenciosa, amañada, especulativa, manipuladora y falsa. Se trata de aprender (o reaprender) a reconocer fuentes fiables de las que no lo son, cosa posible para una persona que piense por su cuenta, que no tercerice sus pensamientos, que venza a la pereza intelectual, que mantenga despierta la atención y que saque conclusiones (dos más dos siempre es cuatro y muchas veces hay fuentes que lo presentan como cinco, valiéndose de falacias). Se trata de atreverse a investigar por cuenta propia, de dedicar tiempo a la reflexión que sigue a la lectura. Se trata de una mayor comunicación con los seres y las situaciones reales que nos rodean y menos conexión que con la virtualidad y la digitalización que nos achatan y secuestran.
A la educación, tanto la esencial que se inicia en los hogares con liderazgo y ejemplos (sobre todos conductuales y morales) como a la formal, que corre por cuenta de escuelas, colegios y universidades, le cabe un papel sustancial en este emprendimiento. Las educadoras Inés Aguerrondo y Agustina Blanco apuntan que “la tecnología en las escuelas es un componente indispensable a considerar, si el sistema busca reducir las brechas de oportunidades”. Pero advierten: “El hecho de acceder a la información y al conocimiento no garantiza su comprensión, su apropiación y su uso. Es necesario dotar a las generaciones jóvenes de herramientas para sumergirse de modo eficaz en el océano de información que hoy está al alcance inmediato de todos, poder diferenciar lo importante de lo irrelevante, lo confiable de lo espurio, así como saber analizar las fuentes de información” (…)
Allí está el antídoto que puede y debe suministrarse desde la misma formación de la identidad y de la ciudadanía, antes de que sea tarde y la avalancha de información tóxica sepulte a chicos y jóvenes y los convierta en adultos zombis (…).
La sobredosis de información narcotiza, hace perder de vista el foco de la propia existencia, los pilares esenciales sobre los que esta se sostiene. Tomar el timón de esa existencia conlleva establecer cuál es el espacio y el tiempo que la información ocupará en nuestra vida, para qué y cómo la necesitamos y la usaremos, cómo nos aproximaremos a ella, qué consecuencias tendrá esa relación no solo en nosotros sino en nuestro entorno vincular, ciudadano y físico. El modo en que nos vinculemos con la información dirá si decidimos ser sujetos de nuestra vida u objetos manipulables de los intereses de otros. Acaso todo esto pueda resumirse en una frase: dime cómo, de dónde y para qué te informas y te diré cómo vives.

martes, 26 de septiembre de 2017

Tiempo, de Rüdiger Safranski
(Tusquets)
Un extraordinario, bello y necesario ensayo sobre un tema que nos atraviesa.
Por Sergio Sinay




El tiempo nos atraviesa. Está presente en nuestra conciencia, pero mucho más fuera de ella o en lo profundo del inconsciente, determinándonos. Es difícil o imposible de definir (basta con hacer la prueba, aunque en principio parezca sencillo). Lo curioso es que, quizás, el tiempo no exista. Que, pensándolo bien, no sea sino una creación humana, un intento, uno más, de controlar la incertidumbre, el imponderable y de imponerse a la muerte. Hemos quedado atrapados en nuestra propia creación, ella se ha infiltrado en todos los resquicios de nuestra vida. En la producción económica, en nuestros vínculos, en todos los ámbitos de la existencia. Hablamos de ganarlo, perderlo o ahorrarlo, como si fuera tangible. “Time is money” es la consigna que nos apura para no dejar “tiempos muertos” en ningún orden de la vida, so pena de estar perdiendo algo importante, de estarnos malogrando. Así, no nos permitimos aburrirnos. Es que el aburrimiento nos pone cara a cara con el tiempo, con su quietud angustiante. Entonces huimos para llenar minutos y segundos con lo que sea, con actividad frenética, que obstruye el pensamiento.
 Se puede seguir y seguir reflexionando acerca del tiempo y, desde él, acerca de casi todo lo que vivimos, lo que nos rodea, lo que nos inquieta, lo que nos angustia o esperanza. Esperanza viene de esperar. No habría noción de espera sino hubiésemos inventado el tiempo. Se espera en el tiempo. Se recuerda en el tiempo, viajando hacia atrás por él. Se proyecta en el tiempo, imaginando futuros. Y se siente, gracias a él, la fugacidad inatrapable del presente.
El brillante filósofo alemán Rüdiger Safranski ha escrito un ensayo de notable originalidad, profunda inteligencia y bellísima escritura que se titula precisamente Tiempo (así de breve, contundente y sencillo) y acaba de publicarse en castellano. Su lectura es un ejercicio apasionante, una invitación a pensar y es, por momentos, la confrontación con ideas que estremecen. Porque reflexionar sobre el tiempo es confrontar con la eternidad (¿qué es, cómo pensarla sin sentir vértigo?), con la muerte (¿es el final absoluto, sigue el tiempo después de ella?), con el sentido de una vida que es finita (finitud, una expresión del tiempo). Desde su análisis del tiempo, Safranski examina la globalización, el arte, los modelos de vida vigentes, la política, el capitalismo, el origen del universo, la filosofía, la ciencia. Lo hace con un pensamiento siempre asombroso y deslumbrante, como el de quien ha dedicado largo tiempo (valga la paradoja) a la exploración de este tema que, al estar tan naturalizado, dejó de ser motivo de reflexión, pero es la materia prima de la cual estamos hechos.
Tiempo, de Rüdiger Safranski, es una de esas lecturas que pueden marcar para siempre el pensamiento, la cosmovisión y la forma de vivir de quien se acerque a esta obra con la mente abierta, dejando afuera ideas preconcebidas, atreviéndose a explorar un territorio para el cual no hay mapas. Una obra mayor y única que refulge con mayor esplendor en una época signada por la fugacidad, el apuro, la ansiedad, la angustia existencial, la levedad, lo efímero. Es decir por los atajos que, en el afán de huir del tiempo, llevan a ninguna parte.

viernes, 18 de agosto de 2017

LA REPÚBLICA SIGUE ESPERANDO
Por Sergio Sinay


Si no la sostienen sus tres poderes, actuando de manera complementaria y autónoma, y si la ciudadanía no se empapa de su significado, la República no se conjuga y las transformaciones necesarias no se producen




Sin justicia no hay república, dice una consigna. Y es verdad. La República se sostiene en tres pilares complementarios y autónomos. Los poderes Legislativo, Judicial y Ejecutivo. En la Argentina esto hay que aprenderlo desde cero porque no funciona así. Y por mucho que políticos, candidatos y otros se llenen la boca con la palabra República, no la honran con sus conductas. Esto es independiente de quien gobierne. Por supuesto, resulta más grave cuando gobiernan populistas y corruptos. Al populismo los principios de la República le resultan obstáculos e intenta sacárselos de encima, y de la democracia solo acepta la votación, siempre y cuando lo favorezca. Si a eso se le suma corrupción a destajo, la República muere.
También los ciudadanos tenemos el deber de entender que democracia es mucho más que votar. Es vivir en diversidad, aprender a establecer consensos, integrar en la vida de cada día los proyectos personales con los colectivos y el interés personal con el bien común, respetar a las minorías (porque todas son minorías, mayoría es solo el 100%). En esto la sociedad argentina (que sigue agrietada e intolerante desde las dos orillas de la grieta) tiene todavía mucho para aprender, asumir y practicar.
Lo mismo que su gobierno. No es una actitud republicana presentar un aumento a los jubilados como si fuera una muestra de generosidad. Fue un vergonzoso acto de populismo (con una sobreactuación del jefe de gabinete) haberlo hecho así. Eso no es cambiar. Eso es seguir. Y si los ciudadanos estamos atentos, veremos que hay más muestras de lo mismo.

UNA GRIETA ABIERTA
Vivimos en una sociedad convaleciente tras una larga década de grave enfermedad. Pero todavía esta sociedad no recibió el alta. Ahora se le inicia juicio político a un camarista que le venía haciendo mucho mal a la Justicia y a la República. Un juicio necesario y tardío (porque hasta ahora lo habían protegido el gobierno corrupto y autoritario al que favorecía con sus fallos y la propia corporación judicial). Pero el procedimiento por el cual se inició el juicio es, nuevamente, un ejercicio típico de sigamos y no de cambiemos. Falta mucho para cambiar. Tendrán que venir otros rostros, otras conductas, otros antecedentes. Y la sociedad misma, para ser impulsora y guardiana de esa transformación, deberá cambiar muchos de sus hábitos y paradigmas. Algunos comentarios revanchistas (como circularon por las redes tras los resultados de las PASO) no ayudan a eso. Se parecieron mucho a lo que hacían quienes exhibían triunfalmente su intolerancia durante la década perdida.

UN CAMINO LARGO

Quedan dos meses para las legislativas y será bueno estar atentos, informarse, pensar, saber qué y para qué se vota. Sabemos que en la Argentina no hay justicia (que lo digan los corruptos que andan sueltos, los asesinos de todo tipo que circulan libres, los ladrones rápidamente liberados, los abogados que transan con funcionarios judiciales a favor de defendidos indefendibles, los jueces que no pagan ganancias mientras ese impuesto abruma a los ciudadanos de a píe). Esperemos que las elecciones legislativas no resulten un paso a que el Congreso vuelva a ser una escribanía del Ejecutivo. Y que en los tres poderes se entienda alguna vez que se está allí en función de servicio y no para servirse de la sociedad. Para todo eso falta. Tantas décadas de degradación no cambian en una generación ni por arte de magia. No se cambia porque sí y de la noche a la mañana.

viernes, 21 de julio de 2017

Periodismo carancho
Por Sergio Sinay

Cuando la sangre, el dolor, el sufrimiento, las intimidades invadidas, el oportunismo alimentan a un periodismo narcisista, que necesita, además, de un público afín.





Mientras se discute cuántos años tiene el “Polaquito”, ese chico desquiciado que fue presentado en televisión como el enemigo público número uno, se siguen desnudando las miserias de una sociedad enferma. Y del periodismo que ella produce y fomenta. Los “Polaquitos” no nacen de repollos y, además de ser hijos de sus padres y madres, son paridos por una sociedad de la cual hace tiempo se ausentaron la empatía, la compasión, la noción y voluntad de sentido. Una sociedad que ya ni siquiera responde al tribalismo primitivo del “nosotros” vs. “ellos”. Es la sociedad del yo contra los demás, sin los demás. La sociedad del egoísmo y el narcisismo. Del consumismo devorador, donde preocupa más la economía que la moral. Un perfecto caldo de cultivo para “Polaquitos”. Después viene la hipocresía, la sorpresa y la indignación fingidas ante la evidencia de lo que la misma sociedad procreó.
En ese caldo se cuece también el periodismo carancho, el periodismo en donde la noticia no importa, en donde no se informa sino que se opera, en donde los periodistas son más importantes que la noticia. Si se diera un Oscar al periodismo carancho, el programa que presentó al “Polaquito” lo ganaría. Fue la expresión más consumada de algo que se ve todos los días en todos los noticieros, en programas farandulescos, en emisiones pseudoperiodísticas. Los caranchos sobrevuelan incansablemente el aire olfateando sangre, intimidades, sufrimientos, secretos. Se disfrazan de investigadores pero son acosadores, ladrones de privacidades, invasores de vidas y sentimientos ajenos. Con sus picos voraces escarban en las entrañas del sufrimiento. “¿Qué sintió al ver a su hijo muerto?”, le preguntan sin escrúpulos a la madre que llora sobre el cadáver de su vástago acribillado. “¿Por dónde te metió la mano, qué sentiste?”, interrogan sin vergüenza a la chica violada. No duermen, caranchean las veinticuatro horas. Siempre hay un crimen más para mostrar, otro tiroteo, otro chico abusado, otra esposa llorosa, otro casquete de bala, otro balazo en la puerta. Ese periodismo entra a la celda del peor criminal para entrevistarlo como a un amigo, como a un ídolo, lo escucha, le da tiempo, se compadece con él. Nunca una reflexión, jamás una idea, ni soñar con una frase bien dicha, con un vocabulario que respete las palabras.

Y si al gran megalómano le dicen que lo es y le ponen un espejo frente a la cara para que se vea reflejado, se ofende. Humilla. Saca a relucir galones, se ufana de haber inventado la profesión (que existe desde mucho antes y supo tener venerables cultores), se quiere fiscal de la patria, contamina el aire con insultos al que osó cuestionarlo, degrada el lenguaje (herramienta que debería honrar para ejercer la profesión). El rating sube. La ofensa vende. La intimidad invadida vende. La sangre vende. El periodismo carancho necesita de una sociedad que le ofrezca día a día material en descomposición. Y necesita todavía más de un público ansioso de ese material. Ni uno ni los otros se preguntan alguna vez: “¿Y si me tocará a mí?”. 

viernes, 21 de abril de 2017



Sergio Sinay: “La educación empieza mucho antes que la Escuela”

(Nota publicada en Infoeme, de Olavarría, con motivo de las charlas dadas allí a padres y docentes del Colegio Libertas y al público en general, ambas en el Teatro Municipal)



El periodista y escritor Sergio Sinay forma parte de las Jornadas Educativas-Culturales organizadas por el Colegio Libertas que se llevan adelante durante este miércoles. 
Antes de su primera charla en el Teatro Municipal, Sinay habló con los medios locales y anticipó: “En ambos casos, con la diferencia del público, la idea central es responder a la pregunta ¿Quién educa a nuestros hijos? Que parece una pregunta sencilla y cualquiera en automático diría la Escuela, esa sería una pregunta muy superficial porque la educación es mucho más que la información, la instrumentación, que son tareas muy importantes e irreemplazables, así como la sociabilización, el espacio de convivencia entre la diversidad, todo eso es la Escuela y es muy importante, pero la educación empieza mucho antes que eso. Yo creo que educación es un proceso por el cual se ayuda a que una semilla se abra para dar el árbol que ya está en ella, es decir a que un ser humano pequeño en formación se convierta en persona.  Llegar a ser persona es todo un proceso. Ser humano y ser persona, son dos puntos de un camino y ese camino es el de la educación. Aprender valores para vivirlos, no para recitarlos de memoria y la única forma de lograrlo es que si quienes nos enseñan esos valores los viven. Es aprender a construir vínculos interpersonales donde la otra persona nunca sea para mí un medio, sino que sea un fin, alguien de quien voy a respetar su dignidad para que exista un vínculo de respeto”. 
“Otro pilar fundamental de la educación es aprender que la vida es mucho más que pasarla bien. Y hay una pregunta fundamental que es ¿Para qué estoy acá? Así como nací podría no haber nacido, entonces si nací y existo, ¿Cuál es el sentido de mi existencia? Esto lo tengo que aprender yo, viviendo mi vida, con un modelo de vida que no sea superficial o pasajero, y ¿Quién me puede enseñar un modelo de vida? los adultos más cercanos a mí, los primeros adultos que están en mi vida. Por eso yo digo que la educación empieza por los padres, en el hogar, con los adultos cercanos y significativos, porque ser padre exige el cumplimento de una función” agregó el periodista y escritor. 
“Siempre me gusta que este tipo de actividades no sean actividades donde yo estoy en un punto alto y desde ahí derramo sabiduría y la gente pasivamente lo absorbe, sino que sea un lugar donde a partir de ideas que yo comparto, trabajo, experiencias que tengo, podamos dialogar” finalizó. 
Tras su charla en la sala local, desde de las 20:00hs. ofrecerá una disertación abierta a todo la comunidad olavarriense con fines solidarios, sobre la temática””Padres e Hijos en Tiempos Difíciles”:”Comunicados o Conectados”. Será con entrada gratuita, previa registración y retirando la invitación del Colegio, en cualquiera de los Niveles o en el Teatro, a cambio de un producto de limpieza o higiene personal como colaboración para el Hogar de Niñas San José.
Por la trascendencia del encuentro se hace “una invitación sea extensiva a todos los estudiantes secundarios, terciarios y universitarios, la comunidad docente local y regional, y público interesado” indicaron sus organizadores.

lunes, 10 de abril de 2017

La oscuridad del prejuicio, la luz de la razón
Por Sergio Sinay

(Del nuevo libro La aceptación en un tiempo de intolerancia)




Si la equidad es la alternativa a una igualdad que no respeta las diferencias e impone reseros de falsa semejanza, ¿qué impide alcanzar esa equidad como un modo habitual de la convivencia? En primer lugar la equidad requiere reconocimiento de quién es el otro, de su singularidad. Para que ella exista es necesario que se acepte que no somos iguales, pero que eso no es excusa para la injusticia. Ver al otro es, en realidad mirarlo. Si nuestro sentido de la vista funciona, vemos. Es un fenómeno fisiológico. Si abrimos los ojos y hay luz, vemos, esto es independiente de la voluntad. Mirar, en cambio, requiere de la voluntad y de la conciencia. Mirar es discriminar lo que se ve, detectar sus características, apreciar su especificidad, sus particularidades. Y, a partir de allí, evaluar, reflexionar. Quien mira a otro, además de verlo, le confiere existencia.
Cuando dejamos de mirar a quien está ante nosotros, nace el prejuicio. En ese caso nos basta con ver para aplicarle nociones y definiciones establecidas de antemano. Si es pelirrojo, diremos “Como buen pelirrojo etc…”. Si es judío, concluiremos que, “como todos los judíos, etc…”. Si la que habla es una mujer nos apresuraremos a decir que su discurso es “típico de mujer”. Y, ante las actitudes de un hombre, se dirá que “Eso era lo que se podía esperar de un hombre”. En la lista entran los negros, los enanos, los gordos, los paraguayos, los bolivianos, los boquenses, los riverplatenses, los peronistas, los que no lo son. A poco que avancemos, entrará la Humanidad entera. Según donde cada uno esté parado, según lo que sea, lo que crea o lo que aspire a ser, disparará una conclusión inamovible, cerrada sobre alguien de características diferentes a él. Lo hará con la convicción de que es una verdad, una ley tan cierta e indesmentible como las leyes de la Naturaleza. Eso se llama prejuicio, y el prejuicio es enemigo mortal de la convivencia, del entendimiento, de la aceptación, de la cooperación.
Donde el prejuicio echa raíces la realidad retrocede, sus evidencias se disuelven en la oscuridad. Así como el juicio sobre cualquier persona, acontecimiento, cosa o circunstancia es el resultado de la reflexión, de la evaluación, de la comparación, de la comprobación (es decir de ese complejo, invalorable y decisivo proceso humano que se llama pensamiento), el prejuicio, por el contrario, prescinde de todos esos pasos, marcha por un atajo que exime de ejercitar el raciocinio. No ofrece una razón, no aporta pruebas ni se sostiene en evidencias demostrables, simplemente dispara conclusiones blindadas, herméticas. No admite contrapruebas porque lo desmoronarían, y al no hacerlo tampoco abre espacio a la confrontación, a la argumentación, a la discusión creativa y superadora.
El prejuicio estimula la pereza intelectual, empobrece el escenario de la experiencia y, de variadas maneras, oscurece la vivencia humana. Generalmente se sintetiza en frases que se citan como apotegmas. “Los argentinos somos derechos y humanos” (el que no es argentino pierde ambas categorías), “Las mujeres no entienden de política”, “Los santiagueños son vagos”, “El pueblo nunca se equivoca”, “Los villeros son ladrones”, “Los ricos son egoístas”, “La letra con sangre entra”, “Los hombres solo piensan en sexo”. Cada quien puede elaborar la lista de sus propios prejuicios tomando estos como ejemplo.  Y también la lista de los prejuicios que escuchó, los que leyó y aquellos de los que fue víctima. De paso, y con toda honestidad, no estaría demás que se preguntara qué prejuicios guían algunas de sus actitudes. Habrá, seguramente, una gran coincidencia en varios de esos listados. Al final de la jornada descubrimos que cohabitamos en una selva de prejuicios compartidos. Hay quienes aceptarán que lo son, hay quienes insistirán hasta la muerte en que son verdades de a puño.

El peligro de la mediocridad
Con esa extraordinaria capacidad de observación que tanto podía aplicar al funcionamiento del universo como a la captación del entramado humano, Albert Einstein manifestó alguna vez su tristeza ante el hecho de que resultara más fácil desintegrar un átomo que un prejuicio. (…) Joseph Goebbels (1897-1945), Ministro de Propaganda nazi entre 1933 y 1945, un auténtico psicópata manipulador, fue uno de los más expertos constructores y divulgadores de prejuicios que conoció la historia de la Humanidad. Describía así el mecanismo por el cual se instala un prejuicio: “Por regla general la propaganda opera siempre a partir de un sustrato preexistente, ya sea una mitología nacional o un complejo de odios y prejuicios tradicionales; se trata de difundir argumentos que puedan arraigar en actitudes primitivas”. En términos simples, explicaba cómo el prejuicio necesita de un terreno previamente fertilizado para enraizar y florecer. No se instala caprichosamente, hay un caldo de cultivo que puede haberse nutrido de mandatos familiares, de hábitos colectivos, de creencias y leyendas largamente repetidas, de rasgos de esa entelequia que suele denominarse “ser nacional”, de un determinado tipo de experiencias y vivencias repetidas, de adoctrinamientos religiosos, políticos o moralistas, de mensajes subliminales emitidos desde la publicidad, la educación o consejerías varías.
Esa fertilidad se encuentra en la mente de lo que José Ingenieros (1877-1925), llamaba el hombre mediocre. Médico, psiquiatra, docente, sociólogo y un iluminador filósofo moral hoy injustamente relegado, Ingenieros publicó en 1913  la obra en que estudia a ese espécimen. Describe al hombre mediocre como un individuo sin ideales, fácil presa de las tentaciones materiales, proclive a la hipocresía, ajeno al compromiso, buscador de atajos para evitar los caminos de la moral, obsecuente ante el poder y fácilmente manejable por los poderosos, intolerante, renuente a juzgarse y a la responsabilidad. Para Ingenieros ese modelo de hombre se reproducía con notable velocidad y se divulgaba hasta hacer masa crítica en la sociedad. El hombre mediocre tiene fanatismo y creencias, dice, pero no ideales. No piensa con su propia mente ni elabora sus propias ideas, agrega, sino que posterga sus atributos propios, se coloca a la sombra, busca la aprobación ajena y piensa, en fin, “con la cabeza de la sociedad”.
El filósofo sostenía que “la domesticación de los mediocres ha llegado a sus extremos”, y que estos, habiendo desertado del ejercicio de pensar, se entregan cómodamente a los prejuicios. “Los prejuicios son creencias anteriores a la observación; los juicios, exactos o erróneos, son consecutivos a ella”, sentencia. Su descripción es asombrosamente actual. Y podría decirse que genera escalofríos.

La ideología no es una enfermedad
(…) Hay una paradoja que no se puede obviar. Es imposible erradicar el prejuicio. La pretensión de no tener prejuicios sufre del mismo error que la aspiración a estar al margen de toda ideología. Tanto el prejuicio como la ideología son consecuencias naturales del hecho de estar vivos, de existir entre otros y de habitar el planeta. La conciencia que nos hace humanos nos permite registrar nuestra existencia individual, expresarnos como “yo”, decir “yo soy”, “yo siento”, “yo necesito”, “yo deseo”, “yo puedo”, “yo pienso”, “yo creo”, registrar sentimientos, comparar, evaluar, sacar conclusiones,  imaginar, proyectar, idear futuros, reflexionar sobre el pasado, analizar el presente, desarrollar la empatía. Un ser humano instrumentado de esa manera construye juicios sobre el universo que habita y del que forma parte. Para que no ocurriese así debería estar inerte, convertido en una cosa. Vivo y con conciencia, juzga. Juzga los acontecimientos, los escenarios, las personas, las interacciones humanas, la marcha del mundo. No puede no hacerlo, del mismo modo en que no puede contrariar la ley de la gravedad haciendo que un objeto arrojado al aire no caiga.
Un juicio es una conclusión que deviene naturalmente de lo vivido, de lo experimentado, de lo que se siente, de lo observado, de lo sentido. Un prejuicio es, a diferencia del juicio, una presunción sobre algo que aún no ha sido demostrado, y esa presunción acaso provenga de experiencias previas. O no. Puede ser importada, hija de una experiencia ajena que se asume como propia por diferentes razones (admiración, jerarquía, sumisión, temor, abducción, manipulación, obsecuencia, mandatos familiares, sociales, políticos o religiosos). El prejuicio suele ser el resultado de la pereza mental e intelectual, un atajo por el cual huir de la responsabilidad, de confrontar la realidad. Se trata de un molde en el que se intenta encajar a la realidad, así sea al costo de forzarla, deformarla, recortarla, desvirtuarla. Lo mismo da si se trata de un prejuicio en contra (los más comunes) o de uno a favor (a los que se intenta presentar como inofensivos y casi virtuosos, aunque no sean menos infieles respecto de lo real). Tenemos prejuicios, no estamos a salvo de ellos. Pero nuestro juicio puede (y debe) ayudarnos a detectarlos y desbaratarlos, del mismo modo en que el sistema inmunológico detecta virus y bacterias (que siempre existirán).
(…) De la misma manera en que prejuzgamos, también enjuiciamos. Enjuiciar no es, necesariamente, sinónimo de condenar. Es tener una posición fundamentada ante un hecho, una circunstancia, una persona. (…) Los seres humanos juzgamos. Sólo basta con decir “Me gusta” o “No me gusta”, respecto de lo que fuere para emitir un juicio. La producción de juicios es continua, incesante, en la medida en que cambian y se suceden las circunstancias y situaciones que atravesamos. Y la suma y articulación de esos juicios y de nuestras experiencias, vivencias y sentimientos dan como fruto una ideología. Ideología equivale a cosmovisión. Visión del mundo. Cada uno de nosotros tiene la propia, intransferible. Afirmar que se está al margen de cualquier ideología es una expresión ideológica, expresa una actitud ante el mundo, las personas y los hechos. Y es peligroso. Semeja a declararse como un recipiente vacío. Como tal está disponible para ser llenado con cualquier líquido o sustancia. Carecer de ideología no es algo de lo cual haya que enorgullecerse, puesto que manifiesta una falta de compromiso con la comunidad en que se vive e incluso con nuestros seres más cercanos. Tenemos una ideología a cerca del amor y la pareja. Acerca de la crianza y la educación de nuestros hijos. Acerca de la amistad y cómo vivirla. Pensamos sobre todas esas cuestiones, tenemos nuestras ideas acerca de ellas, contamos con argumentos para fundamentar esas ideas y actuamos en consecuencia.
(…) Las diferentes ideologías no deberían convertir a quienes las expresan en enemigos. Porque ellas no son un problema en sí. El problema es el ideologismo. Como suele ocurrir con los “ismos”, estos recortan la realidad, toman una parte de la misma, y transforman a esa parte en un todo hegemónico y excluyente. El resultado es el dogmatismo. Y, peor aún, el fundamentalismo (o sea el dogmatismo expresado como violencia física o emocional). Quienes presumen de pureza o de santidad por “carecer” de ideología, por estar al margen de ella o por discurrir por sus márgenes terminan por ser funcionales a la ideología de otros (expresadas como dogmas o fundamentalismos). (…) A Bertolt Brecht (1898-1956), el dramaturgo alemán que exploró a fondo las relaciones entre el arte y la política y sus consecuencias estéticas (entre sus obras se cuentan La ópera de dos centavos, Madre Coraje, Galileo Galilei y El señor Puntila y su criado), y que además creó lo que se conoce como teatro épico, se le atribuye un poema titulado El analfabeto político, en el que afronta con dureza esta cuestión. Este es su texto: “El peor analfabeto es el analfabeto político. No oye, no habla, no participa de los acontecimientos políticos. No sabe que el costo de la vida, el precio de los frijoles, del pan, de la harina, del vestido, del zapato y de los remedios, dependen de decisiones políticas. El analfabeto político es tan burro que se enorgullece y ensancha el pecho diciendo que odia la política. No sabe que de su ignorancia política nace la prostituta, el menor abandonado y el peor de todos los bandidos que es el político corrupto, mequetrefe y lacayo de las empresas nacionales y multinacionales”.
(…)  ¿Cuál es la salida? El ejercicio de la reflexión, el uso del pensamiento crítico, la herramienta de la discriminación que permite separar paja de trigo, la observación, la atención. Y la honestidad intelectual y moral. Esto es, tener conciencia de que expresamos nuestra ideología y de que nos aproximamos a las situaciones, fenómenos y personas con nuestros prejuicios. En la medida en que no olvidemos esto contaremos con apertura y flexibilidad como para evaluar esa ideología y esos prejuicios en comparación con la realidad y con los que expresan los otros. Mantener la atención permite que trabajemos en la alquimia de procesar ideología y prejuicios en el caldero de la realidad y que se modifiquen (cuando eso sea necesario) y enriquezcan en el proceso. Estaremos más cerca de convivir en la diferencia de un modo nutricio cuando sepamos que nuestra verdad no es toda ni es la única verdad, sino un apenas un aspecto (expresado con honestidad y buena fe), una perspectiva de una verdad total que nunca alcanzaremos a percibir, aun cuando sepamos que existe.

Una luminosa incertidumbre
El filósofo y teólogo británico Alan Watts (195-1973). Watts, un adelantado en la integración de la filosofía occidental con la oriental, pensaba que existe una diferencia esencial entre creer y tener fe. Veía a la fe como un estado mental opuesto a la creencia. La creencia postula que la verdad tiene una forma única y esa forma es la que uno quiere o desea. “El creyente, escribe este pensador, abrirá su mente a la verdad a condición de que esta encaje con sus ideas y deseos preconcebidos”. A diferencia de esto, en la mirada de Watts, “la fe es una apertura sin reservas de la mente a la verdad, sea ésta lo que fuere”. En la fe no hay prejuicios, concepciones preestablecidas, se trata de avanzar en un terreno desconocido y es necesario para ello un enorme coraje espiritual, una abierta actitud de la mente y del corazón.
(…) Mientras con la fe ocurre aquello, la creencia busca certezas, seguridad, y si no las encuentra las construye y les da viso de verdad revelada. No admite vivir en la incertidumbre, en el misterio. La creencia es madre de los dogmas, y en los dogmas anida el virus del fundamentalismo. A las creencias se las acata, se las transmite, se las reproduce y tienen carácter de ley. Quien cree no cuestiona, no pregunta, no duda. Obedece el mandato. Y en nombre del dogma puede expulsar, descalificar, desacreditar, cerrar espacios a toda discusión. No necesita seguir investigando, no necesita evolucionar, enriquecer su pensamiento abriéndolo a distintos horizontes. La creencia instala una verdad única y excluyente, no hay lugar para otras, y si estas aparecen se instala la amenaza del enfrentamiento, de la intolerancia, de la guerra (en todas sus formas, desde la virulencia de la palabra, hasta la inclemencia destructora de las armas).
“La creencia se aferra, mientras la fe es un dejarse ir”, sintetiza Watts con precisión. (…) A la luz del pensamiento de Watts pareciera que las verdaderas cuestiones de fe no tienen que ver con el dogma sino con el misterio, con la fluidez del acontecer antes que con el prejuicio. Entendida así, la fe sería una celebración de la diversidad, un antídoto contra la in tolerancia, una iluminadora invitación a la aceptación.          
(…) Salir de la cárcel de las creencias ayuda a mirar el futuro y avanzar hacia él. Y a hacerlo desde diferentes puntos de partida. Las creencias tienen que ver con lo preconcebido, con lo imaginado, con lo que alguna vez fue (y se pretende que siga siendo, siempre igual, sin admitir evolución). La fe abre los ojos y la mente, ensancha los horizontes, ayuda a transformar campos de batalla en campos de encuentro, de integración de cooperación.

“La diferencia entre paisaje y paisaje es poca, pero hay una gran diferencia entre los que lo miran”, advertía Ralph Waldo Emerson (1803-1882), filósofo, pastor y poeta, uno de los fundadores del trascendentalismo, poderoso movimiento que hacia mediados del siglo XIX proponía celebrar al hombre como centro del universo y, desde ahí, zambullirse, en la naturaleza, en la contemplación, trascender la conciencia individual. (…)En su frase podemos leer que mientras el mundo que habitamos es el mismo para todos, los ojos que lo observan son siempre únicos y diferentes. Enfrentarnos por establecer solo una de esas miradas como la verdadera degrada y empobrece la existencia de todos.

lunes, 3 de abril de 2017

Dos países y un futuro que espera
Por Sergio Sinay

Una movilización como la del 1-A recuerda que hay dos países y marca un punto de inflexión. Pero una sociedad republicana y democrática se construye con algo más que movilizaciones. 




La movilización del sábado 1° mostró que hay dos países superpuestos en el mismo territorio. Uno que no admite los mecanismos de la república y la democracia, que se acostumbró a vivir del asistencialismo manipulador, de la prepotencia patoteril, del discurso nacionalista hueco, que celebra aprietes y escraches y que para hacerlo se negó a ver la más obscena y devastadora corrupción de la Argentina contemporánea, una corrupción que ocultó a los pobres humillándolos al ignorarlos (como hizo ese chicanero de asamblea estudiantil que llegó a ministro de Economía y que aun habla, tras haber mostrado crudamente su ignorancia supina en la materia) o que no vaciló en usarlos reduciéndolos a medios para fines perversos. Esa corrupción criminal y asesina enriqueció hasta límites pornográficos a sus jefes y a sus cómplices obsecuentes y adulantes. Ese país es intolerante, fanático y autoritario, como lo mostró en los hechos.
Hay otro país, difuso todavía, que por ahora va definiendo lo que no quiere y deberá precisar de manera más asertiva cómo ejercerá los valores que pregona, cómo modularán sus integrantes la sociedad en la que aspiran vivir y cómo la construirán en la vida real, en las relaciones interpersonales, en las prácticas comunitarias y en el trabajo diario, porque se sabe que los valores morales no de predican, se viven. República y Democracia son, en principio, solo palabras a las que hay llenar de significado real. Pueden convertirse en meras consignas si no se transforman en una manera de vivir hasta en los más mínimos detalles de la cotidianeidad. Más allá de los deseos, en la Argentina hay muy poca práctica y experiencia de ese modo de vivir. Pero en el 1-A volvió a manifestarse la aspiración de lograrlo.
Seguramente hay buenas y malas personas en ambos países. Hay oportunistas y ventajeros en ambos (cada quien lo sabe y vive con su conciencia más allá de lo que declame).  Si no las hubiera la grieta sería eterna. De ellas dependerá. Los que gobernaron el país corrupto (y aspiran a volver) ya mostraron su calaña. Los que gobiernan hoy no deberían confundirse. La mayoría de quienes salieron a manifestarse el 1-A no lo hicieron por un partido y, más allá de las consignas, tampoco por un gobierno, sino por un modo de vivir, de coexistir en una sociedad. Sin líderes manipuladores, sin acarreos inmorales, sin violencia expresaron una pulsión, hablaron de una energía disponible. No solo apoyaron la idea de vivir en una República. Obligan al gobierno a tomar el compromiso de construirla. Para lo cual habrá que salir de las celdas mentales del eficientismo teórico, dejar de confundir personas con números, mirar menos las planillas de Excel, las redes sociales, los “me gusta”, los timbreos prefabricados, el optimismo pueril, habrá que limpiar los grises éticos (como los casos Arribas, cada vez más gris oscuro, Correo, Avianca, etc.) y arremangarse para aprender a aceptar la política y a practicarla como un arte (la más bella de las Artes cuando está puesta al servicio de la polis, la ciudadanía, según decía Aristóteles).
Una tarea política enorme y cierta será la de poder hacer de esos dos países uno solo. Eso no se logra mágicamente con palabras como “pueblo” o “juntos”. Será un trabajo para varias generaciones. La presente tiene una oportunidad. La de empezar. La movilización del sábado fue política y fue reveladora. Les recordó a los autoritarios que la diversidad existe, que hay más de lo que permite ver el fanatismo tuerto. Marcó una realidad. Pero una sociedad adulta, civilizada, republicana y democrática necesita mucho más que movilizaciones para construirse. Aun así es bueno que una de ellas funcione como despertador. 

jueves, 16 de marzo de 2017

La procesión de los ciegos
Por Sergio Sinay

La tragedia de Olavarría es un síntoma más de la deriva que aqueja a una sociedad en donde la transgresión es una práctica mortífera y la ausencia de límites, guía y figuras orientadoras acentúa un extendido vacío existencial




Los medios están vendiendo pescado podrido, no crean lo que se dice”. Con estas palabras Carlos Indio Solari se deshizo de su responsabilidad en la tragedia de Olavarría. Dos muertos, un número indeterminado de desaparecidos y varios heridos vendrían a ser “pescado podrido”. Poco respeto por los fanáticos que ciegamente lo siguen tras un estéril mesianismo “antisistema” (?) que nada cambia y que termina una y otra vez en gigantescos, histéricos y violentos pogos. El mesías pide que crean en su palabra, no en los hechos. Que abandonen una vez más su razón, su capacidad de pensar, su discernimiento y los remplacen por una genuflexa aceptación de su relato. Es lo que digo, no lo que hago.
En su extraordinario ensayo El complejo de Telémaco el psicoanalista italiano Massimo Recalcati señala que hoy no se puede hablar de complejo de Edipo porque no hay padre con el cual competir, al cual oponerse o matar. El padre ha desertado de su lugar simbólico (muchos, demasiados, también del físico) y con él desaparecieron el legado, la norma, la guía y, dice Recalcati, la Ley de la Palabra. Esta pone normas, orientación, modelo y propósito existencial. Señala límites y alienta una noción de sentido. No es necesario para ello un padre perfecto ni uno autoritario. Nada de eso. Sí un padre presente que, con sus imperfecciones, se ponga a sí mismo como ejemplo bajo la Ley de la Palabra. Ausente el padre, en nuestra cultura nace el complejo de Telémaco. El hijo de Ulises, que otea el mar ansiando el regreso de su padre que partió hacia la guerra de Troya. Telémaco lo espera para que restaure el Cosmos, la armonía, en donde se impuso el Caos. Los pretendientes de su madre, Penélope, cometen todo tipo de desmanes y atropellos, devastan el reino de Itaca mientras Ulises no está. Y para regresar deberá sortear todo tipo de peligros y tentaciones, pero lo guía la misma ansia de reencuentro que hace a su hijo salir a buscarlo. Este es el tema de La Odisea, fundante poema épico cuyos ecos resuenan hoy con potencia.
Los hijos actuales piden restaurar la filiación perdida, esperan al padre pero este se niega a ocupar su lugar. En una cultura sin padre y sin la ley que representa, no hay nada a qué aspirar, no hay legado para hacer propio a través de una vida guiada por la Ley de la Palabra, no hay límite orientador. El padre de hoy, dice Recalcati, es incapaz de expresar el sentido del bien y del mal, de la vida y la muerte. Es un hijo más. Un hijo extraviado. En Olavarría, como en Cromagnon, había padres y madres con bebés. Sobran los padres adolescentizados, sin ejemplo ni autoridad (por favor, leer bien: autoridad, no autoritarismo)..
Sin padre nace la ilusión de que todo está permitido, de que todo es posible. De la Ley de la Palabra se salta a la Ley del Goce. Solo gozar. Y si algo se opone, transgredir. El goce ilimitado enferma los corazones y las almas, es compulsivo, insaciable y vacío de sentido. Crea una falsa sensación de libertad. Donde no hay ley ni límite no hay libertad, porque no hay que elegir. Y es eligiendo ante el límite, y respondiendo a los efectos de la elección, como se nace a la responsabilidad y a la libertad.
Creyéndose libres, apunta el autor de El complejo de Telémaco, las personas se licúan en las masas y, manipuladas por falsos profetas, sin pasiones ni ideales se arrojan a un goce vacío y mortífero. Quizás para el mesías de turno, ese que juega al misterio y la ausencia desde la comodidad de su Olimpo artificial, ese que arrea y fideliza a sus fanáticos con la repetida amenaza de su posible retiro, ese que no se responsabiliza de las consecuencias que desata, esto sea “pescado podrido”. Pero no es pescado. Son vidas a la deriva, son tragedias repetidas, son postales de una época oscura. Recalcati remite a La parábola de los ciegos, una impresionante pintura del holandés Pieter Brueguel, El Viejo, (1525-1569). En ella un ciego conduce a otros en una patética fila india hasta que todos caen a un profundo hoyo. No es el pescado lo que está podrido en la sociedad, sino otras cosas más graves y más tóxicas, arriba y abajo.  

viernes, 17 de febrero de 2017

Mucho timbreo, poca calle
Por Sergio Sinay

 Cuando a la sucesión de errores groseros y las excusas inaceptables se le suma una falta total de empatía, el gobierno pone en riesgo el principal capital que le confió buena parte de la sociedad: la confianza.



“No nos van a correr por veinte pesos”, dijo suelto de cuerpo, y de lengua, el Vice Jefe de Gobierno Mario Quintana. Se refería a las críticas al nuevo error del gobierno, que esta vez perjudicaba a millones de jubilados. En efecto, la diferencia en lo que los jubilados cobrarían a partir de marzo era de unos 20 pesos. Pero Quintana no pensó ni por asomo que 20 pesos significan mucho más que eso: tras esa cifra (que le iba a hacer ahorrar al gobierno unos 3 mil millones de pesos), hay personas. Personas. Per-so-nas. Son difíciles de ver para quien reduce su mirada a números y, sobre todo, a números que “cierren”. Cuando uno solo ve cifras y rentabilidad es imposible que desarrolle empatía. Tampoco la demostró el presidente cuando, sobre llovido mojado, declaró en San Luis: “"Estamos construyendo futuro a partir del amor y el respeto que les damos [a los jubilados]”. A veces es mejor callar a tiempo. Sobre todo cuando se viene de errores groseros, continuados y no forzados en los que siempre los perjudicados son los que andan de a pie, los que no son CEOs, los que pierden trabajos, los que son carcomidos por la inflación. Los que viven la vida real y no la de despachos endogámicos donde todos se autocelebran y celebran al macho alfa.
Sin duda el gobierno K fue una repugnante olla de corrupción, inmoralidad, clientelismo y criminalidad, y contó con la complicidad de buena parte de la sociedad (algunos de esos cómplices hoy ni siquiera aparecen para reconocer lo que se huele a distancia). Pero Cambiemos lleva un largo año y tres meses en el gobierno y ya no hay justificación para tanta torpeza, tanto CEO ineficiente (al que en una empresa privada lo hubieran echado hace rato) y tanto discurso sin fundamento.
“Nos equivocamos pero corregimos” es una excusa reiterada que ya suena a tomadura de pelo. Y hay hechos que no son equivocaciones y corroen el principal capital que sus votantes pusieron en Cambiemos. Es decir, la confianza en que algo iba a cambiar, que la corrupción no sería aceptada, que se hablaría con la verdad (promesa presidencial del día de la asunción), que se cambiarían los ejes culturales que enfermaron, y enferman, gravemente al país. El caso Arribas, el caso Panamá Papers, el caso Correo, la aparición de amigos y parientes del presidente ganando licitaciones serialmente, el caso (o los casos) Angelici, la intromisión sospechosa del gobierno en el negocio del fútbol son algunos ejemplos de cómo se consigue empobrecer y dilapidar ese capital de manera peligrosa. No es cosa de broma, porque ese capital representa acaso lo último que le queda a esta sociedad antes de la decadencia final.

Poca empatía, poca comprensión de lo que realmente ocurre, errores   grotescos (por ahora llamémosles así, y esperemos que no sean algo peor que eso) y excusas burdas son una consecuencia de tener, además, poca calle.  Mucho timbreo en casas previamente seleccionadas (con rápidas subidas de fotos a Instagram), mucho colectivo escenográfico con pasajeros elegidos  de antemano   para la aparición “espontánea” del presidente, mucho futbol semanal en la quinta de Olivos, pero poco potrero, poca caminata real por calles reales entre gente real. Por este camino el despertar puede ser duro, pero no imprevisible.

jueves, 2 de febrero de 2017

Manchester frente al mar: en el cine como en la vida

Por Sergio Sinay

Cuando una película se convierte en una epifanía que ilumina las zonas dolorosas de la vida





Luis Buñuel, director de Viridiana, El ángel exterminador, El discreto encanto de la burguesía, un auténtico genio (palabra devaluada por su uso banal y excesivo), decía que una vez apagada la luz en una sala cinematográfica, el espectador queda a merced de lo que emite la pantalla. No hay tiempo para la reflexión (sí, quizás, al final de la proyección), las emociones mandan. Una gran diferencia con la literatura (podemos poner pausa en la lectura, pensar, regresar), con la pintura (nos alejamos de la obra, la miramos en perspectiva) o del teatro (los actores están en tamaño real, también sus voces lo son, no hay primer plano, podemos reflexionar). Por este motivo el cine se presta también a la manipulación emocional, a que un director tramposo nos acose con golpes bajos que no tenemos tiempo de esquivar, a que se nos abrume con chantajes emotivos.
Manchester frente al mar, película con cinco nominaciones al Oscar de este año, es una muestra de cómo se puede evitar todo eso y producir una obra de profunda sensibilidad y de enorme honestidad moral. Está mil veces demostrado que estos premios se deciden a menudo por razones oportunistas, por cálculo económico o político, o incluso por torpeza para diferenciar lo artístico de la chabacanería sentimental. Cualquiera de esas razones podría llevar el premio hacia un film que no sea este, dirigido por Keneth Lonergan y protagonizado por Casey Afleck, Michelle Williams, Kyle Chandler y Lucas Hedges. Más allá de esa eventualidad Manchester es un profunda, respetuosa, serena y empática incursión en el dolor que produce la más terrible de las pérdidas: la de los seres más cercanos, más queridos y más indefensos. En este caso, pérdidas físicas y afectivas. Confieso que pocas veces he visto en el cine un acercamiento a ese dolor hecho de un modo más honesto, más comprometido y más virtuoso en el plano de la narración, puesta en escena y actuación, que en esta película.
En la era del ¡pum para arriba!, de la liviandad como consigna, de la diversión boba e infatigable, de la superficialidad emocional, de los vínculos descartables, Manchester frente al mar es una joya rara, una piedra preciosa. El relato es pausado, no hay un solo golpe bajo (en un tema que invita a propinarlos), no hay catarsis prefabricadas, de esas en que los personajes entienden todo en un segundo y lo recitan con una sabiduría que ni por asomo mostraron en sus conductas previas, no hay esas confesiones del final que le permiten al espectador salir del cine tranquilo y listo para cenar o para la pizza, no hay redenciones utilitarias. No hay concesiones fáciles. Hay una historia real de seres reales, que pueden lo que pueden (a veces muy poco), que caminan a tientas con culpas y dolores a cuestas, que no son ni héroes, ni villanos, que se dañan sin saberlo y se aman a tientas.
Hay algo que me hizo recordar, aunque parezca insólito, a La rosa púrpura del Cairo, de Wody Allen. Y es que aquí, de veras, los personajes parecen abandonar la pantalla, echar andar por la vida real, a nuestro lado, entre nosotros, y observándolos no queda otra cosa que seguirlos en silencio, a su ritmo, respirando con ellos, recibiendo en silencioso y hospitalario silencio su padecimiento. Si alcanzan esa carnadura es porque las actuaciones de Afleck, Hedges y Williams semejan epifanías, obedecen a momentos de inspiración que solo pueden explicarse porque (especialmente Afleck) estuvieron iluminados al abordar este trabajo. Sin adelantar el argumento, quiero marcar una secuencia (la de un entierro) y una escena (la del encuentro casual y el diálogo de una pareja que circunstancias trágicas separaron tiempo atrás). Solo esas dos gemas, entre tantas, honran al lenguaje del cine como arte, a los actores como mensajeros de ese arte y al director Lonergan como un artista que, como Miguel Ángel, quitando con talento lo que sobra, deja a la vista la belleza profunda de su creación.
Si hay obras de arte que pueden dejar huellas perennes en sus espectadores y modificar algo en el interior de ellos, Manchester frente al mar es una de ellas, sin duda.

martes, 24 de enero de 2017

La “anomia boba”, un producto nacional

Por Sergio Sinay








Una encuesta realizada por el Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires y publicada en diario El Día, de La Plata, el domingo 15 de enero pasado daba cuenta de que, según propia confesión, el 71% de quienes concurren a las fiestas electrónicas (o “raves”) habían consumido drogas psicoactivas o pensaba hacerlo. De ellos el 75% eran varones y el 65% mujeres. Marihuana, éxtasis, LSD, cocaína, anfetaminas y ketamina figuraban entre aquellas sustancias. El 77% de estos consumidores alardeaba, según propias palabras, de tener “estrategias de autocuidado”. Aun así el consumo no es gratis (alguien vende) ni en dinero ni en consecuencias.
La crudeza de estos datos convive con anuncios dispersos y confusos sobre las medidas que autoridades de diferentes distritos proponen poner en práctica para controlar lo que ocurre en esos eventos y prevenir sus consecuencias. En suma esas medidas van desde aumentar el número de inspectores (siempre desbordados, cuando están presentes, por el número de concurrentes), disponer de puestos sanitarios, instalar espacios (dentro de los predios de las fiestas) para comunicar a los consumidores acerca del uso y consecuencias de las sustancias (como si ellos no lo supieran), informar con antelación a los hospitales de la zona para que estén preparados (distrayendo de esta manera escasos recursos necesarios para otras urgencias y necesidades), requerir autorización con mucha anticipación, y algunas ideas más en esta línea. En varios casos las autoridades distritales dudan entre endurecer las condiciones para los permisos, prohibir directamente la actividad o seguir como hasta ahora. La falta de criterios homogéneos, fundamentados y planteados con claridad y decisión permite a los organizadores y a los consumidores seguir adelante, con alguna que otra incomodidad como es la de mudarse a regiones más permisivas.

CONSUMO GARANTIZADO
Un viejo dicho sostiene que a confesión de partes relevo de pruebas. Lo central del tema está en la cifra emanada de la encuesta: siete de cada diez asistentes sabe exactamente a qué va a estas fiestas, y si los tres restantes lo ignoran no tardarán en aprenderlo. Esto, que ellos plantean con claridad y desparpajo, es justamente de lo que no se habla. No se habla de la droga, como si se temiera abordar la cuestión. Y las medidas que se proponen (aunque se las presente como “rigurosas”) bien pueden tomarse como una rendición. Se intuye un mensaje subliminal: “continúen consumiendo, nosotros les garantizaremos las mejores condiciones de seguridad para que lo hagan con consecuencias más leves o con pronta asistencia cuando la consecuencia se produzca”. Las “raves” son una manifestación “cool”, glamorosa y “legal” de la grave dolencia que aqueja a un país invadido por el narcotráfico, con su derivado de violencia, tragedias y mentes y vidas tempranamente tronchadas. Esto por no hablar de los espacios políticos, sociales y económicos hasta donde llegan los tentáculos del problema.
Más aún, las “raves” muestran cómo la sociedad ha ido naturalizando un peligroso modelo de vida en el cual el hecho consumado se convierte en derecho adquirido, y frente a él las autoridades (en todos los niveles, desde el más alto) conceden y retroceden. En la misma edición de El Día se informaba que la venta clandestina en La Plata creció un 75% en dos años. La investigación mencionaba una “cadena millonaria de ilegalidad”. La ciudad de Buenos Aires fue escenario reciente de una revuelta de vendedores ilegales que habían hecho imposible la vida y la circulación en áreas neurálgicas de la metrópoli. Tras cortar el tránsito y dañar espacio y propiedades públicas los infractores consiguieron que se les conceda un cómodo espacio especial para su actividad y un sueldo que duplica la jubilación mínima. ¿Es descabellado imaginar, entonces, que una rebelión de “trapitos” podría terminar con autoridades municipales concediéndoles escrituras sobre las aceras de la ciudad para que las usen “legalmente” a voluntad, amén de algún subsidio complementario?
Los ejemplos cunden y es posible que cada lector pueda aportar el propio. Quien por número, hábito, prepotencia o vínculos de algún tipo con el poder inicia una actividad ilegal, o peligrosa, o violenta o no reglamentada no tardará en convertirla en derecho propio e inalienable.
El escritor y político romano Cicerón (106 aC-43 dC), considerado uno de los más grandes e inspirados oradores de la historia, sentenció que “para ser libre hay que ser esclavo de la ley”. Es que la ley nació en la historia de las sociedades humanas para garantizar en primer lugar la supervivencia de las mismas y, como consecuencia de ello, la posibilidad de que cada persona pueda desarrollar sus dones como el individuo único que es. El objetivo de la ley, si se piensa con detenimiento, no es darle a cada uno lo que quiere sino limitar a todos para bien del conjunto. Un semáforo, por ejemplo, está colocado para que cada uno llegue unos minutos más tarde, pero sobre todo para que todos lleguemos. Cuando se respeta al semáforo se respeta al prójimo que conduce otro vehículo, al peatón que cruza la calle y se adquiere el derecho a ser respetado, puesto que se cumplió con el deber de respetar. Lo mismo ocurre cuando se cuidan, honran y comparten los espacios públicos y comunes, cuando se aceptan las prioridades, cuando no se hace de la transgresión un deporte.

UNA PICARDÍA CARA
En su libro “Un país al margen de la ley” (que merecería ser de lectura obligatoria) el gran jurista y pensador Carlos Nino (1943-1993) examina de un modo claro, lúcido e implacable lo que llama “anomia boba”, un virus que parece haber atacado a la sociedad argentina en sus mismos orígenes, cuando los adelantados y virreyes españoles respondían a las órdenes de la corona con esta frase: “Se acata, pero no se cumple”. En la Argentina, dice Nino, es caro y engorroso cumplir la ley y barato y fácil no cumplirla. Y cuando se la obedece suele ser antes por temor que por conciencia moral.
El hábito del incumplimiento, el desdén por la ley, es decir la anomia, termina siendo boba, porque aunque el transgresor cree sacar ventaja no solo perjudica a todos sino que daña los recursos comunes que él mismo necesitará tarde o temprano. Cuando se reitera la gastada pregunta acerca de qué nos pasa a los argentinos que nunca despegamos, hay que estar dispuesto a enfrentar la respuesta con toda su crudeza. La “anomia boba” se cultiva en equipo (palabra hoy de moda) entre ciudadanos ventajeros y autoridades temerosas o electoralmente calculadoras. Luego se transmite a través de conductas a las siguientes generaciones.

El silencio conque se elude enfrentar la cuestión central de las fiestas electrónicas (que no es por cierto la cuestión burocrática de las ambulancias, los puestos sanitarios o la provisión gratuita del agua necesaria para que el consumo de drogas sintéticas no se vea obstaculizado) es un producto directo de esa “anomia boba” practicada en conjunto. Hoy, con ocho muertos en un año en “raves” descontroladas, este es el ejemplo que está en el candelero. Mañana cederá su lugar protagónico a otro fenómeno. Hasta que quizás un día suceda el milagro de que la sociedad argentina acepte que los límites existen, que la ley es una conquista que permitió a los humanos sobrevivir y coexistir, que los deseos no son derechos, que los deberes nos reclaman y que hay mejores formas de convivir.