sábado, 26 de septiembre de 2020

 

¿Irse o quedarse?

Por Sergio Sinay



 




 

¿Para qué quedarse en un país donde la esperanza agoniza cada día, las grietas no dejan terreno firme donde pisar, la latrocracia vence permanentemente a la democracia, en donde una patética mesa de  “lucha contra el hambre” es integrada por quienes menos lo sienten y por algunos que incluso lo provocan, un país en el que la justicia se ejerce como farsa, en donde el mérito y el esfuerzo no se premian, sino que se desprecian, pero donde, paradójicamente, sin mérito se puede llegar incluso a la presidencia? El interrogante, dramático y angustioso, repiquetea en las mentes y conversaciones de un número creciente e importante de argentinos. Solo el consulado uruguayo da cuenta de 100 consultas semanales para iniciar el trámite de residencia en aquel país. Otras naciones aparecen también en la mira, aún en un mundo de horizontes oscurecidos.

Quienes se formulan la pregunta sobre el propio futuro no son turistas, no son ricos, aunque los haya entre ellos. Pero dejemos de lado a los ricos, porque la fortuna material suele provocar un blindaje en el contacto con la realidad, ya sea aquí o donde fuese. El impulso a la emigración prevalece en personas de clase media, la clase que (con sus luces y sus sombras) mejor simbolizó y concentró a lo largo de la historia la potencialidad del país, la que traccionó y posibilitó sueños, la que atravesó y atraviesa pesadillas, la que lubricó la movilidad social, la que parió (como el doctor Frankenstein) a tantos de los que, una vez en el poder, se empeñaron y se empeñan en aniquilarla y sepultarla para glorificar a una pobreza de la que lucran. Es la clase en que germinaron los Favaloro, los Ernesto Laureano Maradona (el médico rural que durante medio siglo entregó sus esfuerzos a la salud de comunidades selváticas formoseñas), los César Milstein, los Quino, los Antonio Berni, los Luis Sandrini, los Salvador Mazza, los Emanuel Ginobili, por nombrar apenas algunas partes de ese todo.

En esa clase, a la que tanto se le extrae y tan poco se le devuelve (salvo improperios y desagradecimiento en abundancia) es donde sobrevuela el interrogante. Para muchos de sus integrantes una respuesta afirmativa es inimaginable por cuestiones económicas, familiares, de arraigo, o por simple temor a la experiencia. Otros están cada vez más dispuestos. Eso significa arriesgar ahorros esforzadamente gestados, vender lo que se pueda, cortar raíces físicas y emocionales y hacerlo porque sienten que les están robando el tiempo de su vida y de sus proyectos existenciales y no admiten más espera.

Irse o quedarse no debiera ser motivo de una nueva grieta. Ni quienes se van son valientes y visionarios ni quienes se quedan son cobardes y pusilánimes. Ni quienes se van son traidores a la patria ni quienes se quedan son heroicos patriotas. La sola enunciación de la pregunta (¿irse o quedarse?) describe una tragedia, un doloroso y profundo desgarramiento en un cuerpo social ya martirizado. Mientras tanto, hay quienes se quedan en o con el poder y, aunque cambien discursos y máscaras, son los responsables de la tragedia. Hacen continuos méritos para serlo.

Quien se va debiera tener en cuenta que en el puerto de destino no habrá un comité de recepción oficial ni una alfombra roja esperándolo. Se habrá trasplantado a un terreno en el que, sin raíces, deberá echarlas. El experimento puede ser exitoso. O no. De nada sirven experiencias ajenas. No importa cómo le fue a Fulana o a Mengano (bien o mal). Cada experiencia es propia y única. Y también debería revisar qué se lleva en la maleta. Si se trata de problemas vinculares, emocionales o existenciales no resueltos aquí, no se saldarán mágicamente allá. Reaparecerán bajo diferentes formas y, para peor, en escenarios extraños. Es mejor partir, en ese aspecto, ligero de equipaje. Sobre todo, para no cargar al país de recibo con culpas propias.

Y quien se queda haría bien en conectar su decisión con un proyecto o un itinerario existencial que vaya más allá de las coyunturas y de sus oscuros personajes gobernantes, administradores de cuarentenas, depredadores económicos, sociales y morales. El proyecto existencial debe ser más poderoso y trascendente que esas miserias y sus miserables, porque en ese proyecto se invierte la propia vida. Y vida hay una sola.

En ambos casos existe una responsabilidad intransferible. Irse o quedarse, como todas las acciones, elecciones y decisiones de la vida, tiene sus consecuencias. Hay que responder tanto a las previsibles como a las imprevisibles. A las que repercuten en uno mismo como a las que redundan en otros, en el entorno. Quien responde a las consecuencias se erige como responsable, no necesita salir a la búsqueda o caza de culpables. Quien no lo hace, se intoxica e intoxica a otros.

Por último, cabe pensar que este tipo de dilemas jamás se presenta en las sociedades y países que ofrecen motivos para la esperanza, para el arraigo, para el desarrollo de las propias potencialidades y talentos. En donde se recompensa el esfuerzo y el trabajo, es decir el mérito, y no la mentira, la perversión y la viveza tóxica.

martes, 15 de septiembre de 2020


Crónicas de la peste (21)

¿Volveremos a encontrarnos?

Por Sergio Sinay

De Acuerdo, Acuerdo, Asia, Negro


¿Y qué ocurre con nuestros vínculos mientras se cuentan infectados y fallecidos? ¿De qué manera el Covid-19 está afectando a nuestras relaciones de pareja, de amistad, familiares, filiales? No hay estadísticas ni filminas sobre esto, pero pasan cosas. Algunas convivencias han reforzado lazos, han permitido conversaciones que eran necesarias, han permitido a las personas redescubrirse en aspectos y actitudes que no se registraban o que pasaban inadvertidos, han despertado gratitud. A través de las redes se han producido reencuentros donde antes había pura lejanía y conexión virtual. Ahora hay tiempo para relaciones que habían quedado en la formalidad. Y cuando se cultiva el vínculo, así sea a la distancia, aparece la añoranza del contacto físico y la promesa del abrazo en cuanto este sea posible.
Pero también esa misma convivencia forzosa ha creado atmósferas insoportables, sacó a la superficie resentimientos y egoísmos, violencia física, emocional y verbal, indiferencia, disfuncionalidades vinculares que antes de la cuarentena se disimulaban y escondían con variadas excusas, subterfugios e hipocresías. Y también la virtualidad vino a mostrar cómo relaciones que parecían sólidas y seguras eran pura apariencia, carecían de sustento interno y ahora aparecen como contactos efímeros, superficiales, vacíos. Solo intercambios de memes, chismes y fake news. Sin sustancia.
¿Y qué pasará después? Porque tarde o temprano habrá un después. Ya está transcurriendo. ¿Qué pasará con el miedo al contacto y a la cercanía que tantas personas han desarrollado en estos meses? ¿Qué ocurrirá con la sospecha sobre el otro, con el temor a que sea “contagioso”?  Los chicos, privados no solo de las clases presenciales, sino, peor que eso, del contacto con amigos y con el mundo, con el juego, con el descubrimiento del universo, tendrán que reaprender desde cero el alfabeto del vínculo con el diferente y de la socialización. Ese reaprendizaje será también necesario y duro para muchos adultos. Y no todos lo lograrán, porque estos meses han carcomido bases esenciales de nuestra condición de seres sociales.
¿Qué pasará, entonces? La respuesta exigirá mucha voluntad de reencuentro real y no formal, mucha capacidad de aceptación, mucha habilidad para la escucha hospitalaria, mucha voluntad de construir confianza, mucha empatía, mucho amor. Iremos regresando de parajes muy lejanos (aunque fueran físicamente cercanos), de mucha extrañeza, como robinsones que, aunque estuvieran hiperconectados estaban hiperaislados. Tendremos que reaprendernos, recuperarnos unos a otros, ser lo que ya antes de la pandemia habíamos dejado de ser. Criaturas que necesitan del otro, del que los mira, los nombra, los escucha, los toca, les habla, para certificar su propia existencia. Criaturas que se complementan. Y que solo pueden hacerlo cuando se encuentran y se aceptan. Algunos podrán. Otros estarán más solos que nunca, aferrados al miedo y a la sospecha, aunque circulen entre multitudes.

domingo, 6 de septiembre de 2020


 


Crónicas de la peste (20)

La larga cuarentena del hombre que amaba a los pájaros

por Sergio Sinay




The real 'Birdman of Alcatraz'. ⋆ Historian Alan RoyleBirdman of Alcatraz (film) - Alchetron, the free social ...


El 21 de noviembre de 1963 moría Robert Franklin Stroud en Missouri, en el Centro Médico Springfield para Presos Federales. Había sido trasladado desde Alcatraz, cárcel de oscura fama conocida como La Roca. Stroud tenía 73 años y vivió en prisión desde los 19. Había nacido en 1890 en Seattle, y escapó de su casa (padre alcohólico, madre depresiva) a los 13 años. Tenía 18 cuando, en la frontera con Alaska, conoció a una prostituta que lo doblaba en edad, se enamoró y se casó con ella. A los pocos meses mató a un hombre que la maltrató y fue sentenciado a 12 años en la cárcel de McNeill Island. Debido a sus continuas peleas con otros presos fue trasladado pronto a Leavenworth, Kansas, prisión en la que apuñalaría a un guardia que le negó la visita de su hermano menor, al que no veía desde hacía ocho años. Eso le valió la primera de las dos condenas a muerte que recibiría a lo largo de su vida. En 1916 y en 1920 se fijaron fechas para su ahorcamiento, postergado debido a apelaciones. Finalmente, el presidente Woodwrow Wilson, a instancias de su esposa, conmutó la pena canjeándola por cadena perpetua en una celda de aislamiento total, sin relación con ningún preso.
Diagnosticado como psicópata, Stroud fue trasladado a Alcatraz el 19 de diciembre de 1942. Para entonces había terminado de escribir dos manuscritos. Su tema: las aves. En su confinamiento absoluto trabó amistad con tres gorriones que hicieron su nido en la ventana de su celda. Los alimentó, los cuidó, luego llegaron algunos canarios. Stroud los observaba, detectaba sus hábitos, pidió libros sobre pájaros, los leyó ávidamente, se dedicó a escribir sus propios tratados, a través de su madre estos llegaron a especialistas en el tema y, tras ser publicados, fue considerado como una autoridad y un inevitable referente en ornitología. Lo sigue siendo. Se lo llamó The birdman of Alcatraz (El hombre de los pájaros de Alcatraz), aunque no se le permitió llevar sus 300 canarios a La Roca. Su vida se convirtió película. La celda olvidada, dirigida en 1963 por John Frankenheimer, con una memorable interpretación del gran Burt Lancaster.
Acaso sin saberlo, Robert Stroud se erigió como un héroe existencialista. Hizo honor a una idea central de esta corriente filosófica. Nadie es responsable de la vida que recibe en la ruleta de la existencia, pero todos lo somos de lo que hacemos con esa vida. O, en palabras del médico y filósofo vienés Víktor Frankl (autor de El hombre en busca de sentido y padre de la logoterapia): “Las fuerzas que escapan a tu control pueden quitarte todo lo que posees excepto una cosa, tu libertad de elegir cómo vas a responder a la situación. Nuestra mayor libertad es la libertad de elegir nuestra actitud”. Durante los cincuenta y cuatro años de su cuarentena carcelaria Stroud hizo uso pleno de esa libertad.
Tras meses de cuarentenas y confinamiento decididos por fuerzas ajenas a nuestro control y decisión (el Covid-19, la carencia de opciones o de inteligencia emocional para buscarlas y administrarlas por parte de los decisores), el recuerdo de la odisea vital del hombre de los pájaros de Alcatraz dispara una suerte de inevitable moraleja. Podemos tener toda la libertad deseable para mover nuestro cuerpo por el mundo exterior y, pese a ello, estar atrapados por creencias, mandatos, temores, fobias y todo tipo de cadenas y barrotes invisibles que nos mantendrán cautivos e infelices a perpetuidad. O, por el contrario, físicamente confinados, podemos avizorar horizontes y propósitos que hagan de nuestra vida una existencia con sentido. Ni una alternativa ni la otra nos serán impuestas u ofrecidas desde afuera. Ambas dependen de nuestras alas y de moverlas para levantar vuelo existencial o dejar que se entumezcan mientras despotricamos contra el encierro. Como decía Confucio, antes que maldecir la oscuridad, es preferible encender una vela.