domingo, 18 de octubre de 2020

 Ese recurrente malestar

Por Sergio Sinay



Incertidumbre, sospecha, temor, narcisismo y desconcierto ante el futuro inmediato. El aire de los tiempos que hoy se respira recuerda al que motivó a Freud a escribir "El malestar en la cultura" y a Karl Jaspers a reflexionar sobre qué significa convivir con lo incierto. Dos miradas que hoy conviene repasar


                                                                                   

                

  El 29 de octubre de 1929 quedó en la historia como el “martes negro” (Black Tuesday), y no precisamente porque hubiera un torrente de ofertas y promociones de todo tipo de artículos innecesarios, como suele ocurrir hoy (¿o solía?) con los “Black Friday”, esa apoteosis del consumismo banal. En aquel martes se derrumbó Wall Street y el mundo entero, como en una siniestra caída de piezas de dominó, se hundió en una crisis económica, política y social devastadora, preanuncio de la Segunda Guerra Mundial. Una semana después de esa catástrofe Sigmund Freud (1856-1939) entregaba a su editor el manuscrito de “El malestar en la cultura”, su obra más pesimista y desesperanzada. En una carta enviada el 28 de julio de ese año a su amiga, la escritora Lou Andreas Salomé (1861-1937), mujer indomable y transgresora de todos los mandatos conservadores de la época, el padre del psicoanálisis le contaba que ese libro se ocupaba “de la cultura, del sentimiento de culpa, de la felicidad y de otras cosas elevadas del mismo género”. Agregaba que, comparado con sus trabajos anteriores, le parecía superfluo. Sin embargo, retrataba de tal manera el momento colectivo de la humanidad, el oscuro “aire de los tiempos”, que, leído en perspectiva, resulta estremecedor. Y se torna inquietante cuando hoy, noventa años más tarde, tras un siglo sangriento y, al mismo tiempo signado por saltos tecnológicos y científicos cuánticos como fue el anterior y lo que va del actual, hay algo de aquella sensación desesperada transmitida por Freud que permanece. O se reedita.

 

LA PREGUNTA QUE VUELVE

El mundo de 1929 (y peor aun el de los diez años siguientes) tenía el color “del odio, la agresión y el autoaniquilamiento”, como señala el filósofo y estudioso del pensamiento freudiano Jacques André en el prólogo del libro. El narcisismo por un lado, la inútil búsqueda de la felicidad a través de los caminos más fatuos y superficiales, la depredadora expansión del hombre-masa (incapacitado de pensar por sí mismo, presa de fanatismos irredimibles), el papel de creencias en las cuales la fe ciega aniquila a la razón son descritos en esas páginas de estilo certero, ácida ironía y sombrío lirismo como signos de un momento terminal. “¿Quién puede prever el desenlace?”, se preguntaba Freud en la siguiente edición de esta obra (la primera, de 12 mil ejemplares, se vendió instantáneamente). A la luz de los acontecimientos la pregunta parece hoy retórica. Quizás también lo era entonces para su propio autor, dolido por su visión del futuro inmediato.

Acaso con diferencias de forma, de estilos y de modas, la atmósfera planetaria no era tan diferente de aquella cuando, hacia finales de 2019, el Covid-19 comenzó su recorrido por el paisaje humano. Un paisaje atravesado por el narcisismo, el hedonismo (ambos incentivados y exhibidos patológicamente por las redes sociales), la intolerancia, los odios variados pero vinculados siempre al que es distinto o piensa diferente, la destrucción suicida del medio ambiente, el consumismo bulímico y depredador, la adoración masiva de líderes tóxicos en la política, en la música, en las religiones, en el deporte, la voracidad por el poder y por lo material, la desigualdad obscena, la indiferencia hacia el prójimo. Como Freud en su tiempo, en ese panorama emergían voces siempre minoritarias, siempre lúcidas, siempre molestas para el oído masivo, advirtiendo sobre la situación, proponiendo cambios, preguntando cuál sería el desenlace. Voces que señalaban el malestar en la cultura entendida como el ámbito creado y habitado por el ser humano.

Aquí estamos, en el tramo final de uno de los años más anómalos que nos ha tocado vivir, aferrados nuevamente al interrogante de Freud. De quienes se esperaban respuestas (gobernantes, dirigentes de diferentes áreas, científicos) es de quienes menos se las obtuvo, y fueron quienes menos humildad y criterio mostraron ante la incertidumbre. La soberbia se apoderó de la mayoría de ellos con la misma voracidad del coronavirus. Mientras tanto, en carne propia y por propia experiencia, la humanidad enfrenta verdades de siempre, y siempre negadas. Que la incertidumbre es lo único cierto, que el futuro no acepta preguntas pero pide respuestas, que somos responsables de nuestras elecciones, acciones y decisiones, y que estas no son gratuitas. Creemos que el bienestar y la felicidad nos serán suministrados por la providencia o por otras vías misteriosas, pero, como señalaba Freud, el mundo exterior (ajeno a nuestro pensamiento mágico infantil) lo desmiente una y otra vez. No somos niños ni hay un padre que nos protegerá y nos proveerá de felicidad mientras hacemos nuestras travesuras. Madurar significa comprender esto y remplazar el principio de placer por el principio de realidad.

 

VIVIR CON LO INCIERTO

En su libro “Psicología de las concepciones del mundo”, el médico, psicólogo y fundamental filósofo existencialista alemán Karl Jaspers (1883-1969) sostiene que, en nuestras vidas finitas, es la incertidumbre la que puede alimentar el coraje, la vitalidad, la lucidez intelectual. El orden, la estabilidad y la certeza son necesarios, dice Jaspers, pero si los tuviéramos de manera permanente y definitiva, nos convertiríamos en máquinas o títeres. El conflicto y los problemas son inherentes a la vida, así como las situaciones límites. Podemos negarlos, advertía este pensador, o tratar de resolverlos a través de explicaciones científicas, normas sociales, creencias, rituales y hábitos. Cambiarán de forma, pero no desaparecerán y estos atajos no llevarán siempre a chocar con la misma pared.

Podemos tomar conciencia de esto, escribía, o no hacerlo. Si lo aceptamos sabremos que la felicidad, el placer y la seguridad, no pueden preverse ni planearse. Paradójicamente este conocimiento, aunque frustrante, puede ayudarnos a vivir mejor. Tanto la ciencia como la religión o la ideología pueden proveernos una sensación de seguridad ante lo inevitable de la incertidumbre, apuntaba Jaspers. Sin embargo, siempre estarán abiertos ante nosotros los interrogantes acerca de quienes somos y cuál es el sentido de nuestra vida, cuyas respuestas no serán provistas por ninguna de aquellas fuentes. Dependerán siempre de nosotros, de nuestra actitud ante las circunstancias que la vida propone.

Nunca nos pondremos de acuerdo, decía, acerca de quiénes somos o quiénes queremos ser, pero sí podemos acordar todo lo que no sabemos y de qué manera actuar a partir de ese desconocimiento. Este es un modo de desactivar la soberbia, el fanatismo y la sordera ante el otro. La doctora en filosofía Carmen Lea Degeis, del Van Leer Institute de Jerusalén, dedicada al estudio de la incertidumbre, señala en un ensayo publicado en la revista digital estadounidense Psyche: “Cuando nos acercamos hoy a Jaspers surge más que nunca el interrogante acerca de cómo nuestras sociedades e instituciones políticas pueden comunicar la idea de que la incertidumbre es esencial en la vida humana”. Quizás, si aún es posible y hay tiempo, esta deba ser la piedra fundamental de la “nueva normalidad”, antes de que nuestra capacidad para olvidar lo fundamental nos lleve de nuevo a caminar por el borde de un abismo como el que dolorosamente vislumbró Freud.

lunes, 5 de octubre de 2020

 

Pensadores en la oscuridad

Por Sergio Sinay




 



Existen pensadores cuyas ideas no solo perduran y se consolidan en el tiempo, sino que además funcionan como faros orientadores cuando atravesamos épocas oscuras. Seguir esas luces puede ayudar a encontrar rumbos perdidos o a abrir nuevas rutas en nuestra navegación existencial. Dos de esos nombres merecen atención en estos tiempos de incertidumbre. Víktor Frankl y Erich Fromm. El primero nació en Viena, Austria, en 1905 y murió en esa ciudad en 1997. El segundo nació en Frankfurt, Alemania, en 1900 y murió en Estados Unidos en 1980. Entre las varias obras señeras de Frankl son imprescindibles “El hombre en busca de sentido”, “Psicoterapia y existencialismo”, “La voluntad de sentido” y “En el principio fue el sentido” y “la presencia ignorada de Dios”. Entre las de Fromm “El miedo a la libertad”, “El arte de amar”, “Del tener al ser” y “Y seréis como dioses” son de lectura poco menos que obligatoria. Afortunadamente, en ambos casos la bibliografía es extensa y no termina ahí.

En días en que miedo, desesperanza, incertidumbre, angustia, resignación, confusión y depresión impulsan sus propias pandemias, Frankl y Fromm siguen aportándonos preciosos recursos existenciales con sus ideas y revelaciones acerca de la libertad, el sentido, el amor, la espiritualidad y la decisiva importancia del otro, del prójimo, el semejante, en nuestras vidas.

 

 LA LIBERTAD ÚLTIMA

Frankl, médico psiquiatra y pensador, estableció una clara diferencia entre lo que llamó libertad primera y libertad última. La libertad primera es la del niño que empieza a caminar y entonces no quiere obstáculos, desea alcanzarlo todo, no entiende de riesgos ni de límites y patalea y hace berrinches ante ellos. Comprensible en un infante, esta idea de libertad permanece inalterable en muchos (demasiados) adultos. No admiten frustraciones, se rebelan ante las normas, reglas y leyes, desconocen o rechazan las consecuencias de sus actos, ponen sus derechos, que muchas veces no son más que deseos, por delante de sus deberes y no entienden que hay cosas que no se pueden y otras que no se deben. Es una idea de libertad divorciada del concepto de responsabilidad. En situaciones como la pandemia y las cuarentenas estas personas actúan como transgresores, ponen en riesgo a otros, se enfurecen ante las circunstancias, son poco o nada creativas ante lo que la realidad les presenta y les exige y a menudo caen en depresiones. Son incapaces de registrar la diferencia entre libertad nominal, o exterior, y libertad interior.

La libertad última es, precisamente, la interior, la que de veras merece su nombre. Es la facultad de elegir nuestra actitud ante situaciones que no dependen de nosotros y cuya resolución nos es ajena. Frankl lo decía así: “Lo único que no me puedes quitar es la forma en que elijo responder a lo que me haces. La última de las libertades es elegir la propia actitud en cualquier circunstancia”. Es la libertad de quienes han evolucionado emocional, psíquica y espiritualmente. De quienes comprendieron que no se puede todo, que el imponderable existe, que no somos dioses todopoderosos capaces de manejar a nuestro antojo la vida y sus circunstancias. De quienes entienden que, en cada paso de nuestra existencia, debemos hacer elecciones, tomar decisiones, y saber que ellas tendrán consecuencias. Quien entiende esto y está dispuesto a responder con acciones y conductas ante esas consecuencias, es verdaderamente libre. Somos libres porque no podemos todo. Libres y responsables, dado que en la visión frankliana libertad y responsabilidad son como hermanas siamesas, inseparables.

Esta libertad nos permite registrar la presencia del otro (justamente el primer límite), al tiempo que se convierte en instrumento esencial para la búsqueda y exploración del sentido de nuestra vida. El desencuentro con ese sentido, su extravío, deja un enorme vacío y angustia existencial. Y cuando el sentido (“Vivir para algo, vivir para alguien”, en palabras de Frankl) asoma, siempre lo hace como una consecuencia de nuestra actitud ante el otro.

 

ESCONDERSE EN LA MANADA

También en Fromm libertad y sentido son nociones esenciales. La persona verdaderamente libre, nos repite este imprescindible filósofo y psicólogo, lo es, antes que nada, en el aspecto espiritual. La que desarrolla una vida interior con recursos propios, la que no se vale del otro para sus fines o intereses, sino que lo honra con su conducta y con el ejercicio de la responsabilidad. Esta es una noción liberadora de la libertad, permite instalarse en el mundo entre otros, y no en una actitud narcisista y egoísta como la que deviene de la libertad primera. Sin embargo, dice Fromm, muchos temen a esta libertad que los deja de frente a su responsabilidad. Huyen de ella, se refugian en lo masivo, eligen lo que elige la mayoría sin preguntarse por el valor o la necesidad de ello, se convierten en parte de una manada fácilmente manipulable por oportunistas, gurúes, gobernantes inmorales o dictadores.

Si rastreamos las ideas de Fromm encontraremos que el antídoto contra el miedo a la libertad verdadera es lo que él llama el arte de amar. Un arte que se aprende en la vida, construyendo puentes de encuentro, de comunicación, de cooperación con el prójimo. Solo así podemos salir de la “separatidad”, esa angustiosa sensación que asalta al ser humano cuando, al comenzar en edad temprana el desarrollo de su conciencia, se descubre como individuo único, inédito e intransferible. Esto lo lleva a temer que nadie pueda comprender sus emociones, sensaciones y aflicciones y a vislumbrarse como un fragmento perdido en la inmensidad del universo.

De allí se sale a través del amor, pero no de este pretendido como algo mágico y espontáneo, sino como un aprendizaje y una construcción. Amar es un arte, dice Fromm, que como todas las artes necesita de un artesano con voluntad de aprender y trabajar y con una práctica constante, impensable sin el otro. Llegar al otro en un encuentro profundo y único no es lo mismo que guarecerse entre otros en una manada. El arte de amar es también el aprendizaje de la libertad real. Y las circunstancias difíciles, inciertas, sombrías ofrecen, como contrapartida, materia prima para el ejercicio de ese arte. A menos que elijamos apartarnos del otro, cuidarnos de él, temerle a su presencia y a su cercanía, refugiarnos entre figuras fantasmáticas y, de esa manera, desaprender el amor y resignar nuestra libertad. Advierte Fromm: “El amor inmaduro dice: Te amo porque te necesito. El amor maduro dice: Te necesito porque te amo”. Así, estos tiempos nos permiten también revisar nuestros afectos y nuestros vínculos, entender si son utilitarios o sin son verdaderamente amorosos. Son tiempos para ejercer como artesanos.

Así como un iceberg muestra apenas una octava parte de su volumen sobre la superficie de las aguas, este breve punteo de algunas de las ideas de estos maravillosos pensadores resulta apenas un vislumbre de la poderosa luz que sus ideas pueden arrojar en tiempos oscuros. Tiempos cuyo transcurrir no depende de nosotros, pero en los cuales tenemos la libertad de elegir cómo vivirlos. Y eso sí depende de cada uno.