lunes, 29 de junio de 2015

Esto es América

Por Sergio Sinay




   “Esto es América y aquí se juega así”. Esta fue la respuesta que recibió Lionel Messi cuando se quejó al árbitro mexicano Roberto García Orozco por las patadas, codazos, zancadillas, agarrones y demás recursos y avivadas “folclóricas” conque los jugadores colombianos intentaban detener a los argentinos en el partido que los enfrentó la semana pasada en la Copa América. Le faltó agregar al referí lo que es una antigua verdad: se juega como se vive. En territorios donde la transgresión es la norma, en donde la justicia se usa como medio para fines del poder de turno, en donde la corrupción chorrea y mancha desde arriba hacia abajo y hacia los costados, en donde el ventajismo se aprende desde la niñez, en donde el machismo más oscuro y cobarde (aunque el machismo es siempre oscuro y cobarde) se festeja, se alienta y se manifiesta en las canchas, en la política, en la publicidad, en el discurso cotidiano, una patada artera, un codazo criminal, una simulación, una agresión en banda, un soborno, una trampa cualquiera, un poco de gas pimienta o un dedo en el ano del rival no deberían provocar la queja de nadie, a menos que quien se queje por estas fruslerías acepte ser llamado “maricón” y sea desterrado como americano.
Esto es América y aquí se juega así. Un auténtico filósofo el señor García Orozco. Esto es América. Aquí tenemos a la Argentina de la década perdida y robada, estragada por la corrupción, con la Justicia primero vaciada y después avasallada. A Brasil con su mega corrupción que ya involucra sin disimulo a sus gobernantes populistas de disfraz progresista. A Venezuela, una ex república depredada por un autoritarismo sanguinario y demencial. A Ecuador, perdiendo una a una sus libertades a manos de un sofista, negador del Holocausto, y manipulador de ideas y leyes. A Bolivia, con su propio populista creador de leyes propias en nombre de confusas identidades culturales. A Colombia y su largo derrotero de sangre y dolor, construido en estrecha colaboración por narcos y guerrilla creando enormes territorios sin ley. A Chile, donde otra presidenta progresista se suma al fanatismo nacionalista que le propone oportunamente el fútbol y posterga principios (ahí está su foto abrazada al peligroso e irresponsable Arturo Vidal, y vestida con la camiseta de la selección) para recuperar puntos perdidos en las encuestas.
   Esto es América, y así se puede subir por el mapa, transitar los pozos de corrupción y violencia de América Central y llegar hasta el propio querido y doliente México del señor García Orozco, en donde monstruosas maquinarias de corrupción e inacción entregaron, gobierno tras gobierno, el país a los narcos. Esto es América, donde ayer nomás hubo un Fujimori, un Pinochet, un plan Condor, una Argentina con miles de desaparecidos cuyas memorias hoy se manipulan con impunidad desde el poder.
  Los que conocieron otras experiencias, los que se acostumbraron a jugar dentro del reglamento, a ganar por ser mejores, a creer que en la cancha hay quien imparte justicia (aunque, cosa humana, pueda equivocarse y llegar a ser injusto), quienes se acostumbraron a no esperar una agresión por la espalda y a saber que, si viene, será sancionada, quienes se llamen Messi, Agüero, Zabaleta, Mascherano, Higuain, Tevez, Di María, Pastore o Martino y pretendan que el fútbol sea un juego, que se gane por talento, por ideas, por coraje del corazón (y no por una simple cuestión de genitales), quienes no estén dispuestos a jugar sin reglas, ni sanciones, quienes no crean que macho es el que pega primero, a traición y con protección, que se vuelvan a sus espacios protegidos, a sus continentes ingenuos y feminoides, a sus canchas pensadas para futbolistas y espectadores blandengues. 
  Esto es América, aquí se juega a lo macho, se arbitra a lo mafioso y las hinchadas, como las sociedades, alientan ese estilo, ese “sea como sea”, o miran para otro lado. Esto es América, desde aquí Grondona sostuvo y aleccionó a Blatter (que, curiosamente, sin “don Julio” no tardó en desmoronarse, junto a una banda que incluye, curiosamente, a una proporción significativa de americanos). Esto es América y aquí, definitivamente, se juega como se vive.

(Nota al pie: Este texto está escrito antes de que Argetina juegue la semifinal, e independientemente del resultado en ese partido o, eventualmente, en la final)

jueves, 25 de junio de 2015

Medios, fines y mafias

por Sergio Sinay




"El político se convierte en estadista cuando comienza a pensar en las próximas generaciones y no en las próximas elecciones". Este pensamiento de Winston Churchill adquiere hoy y aquí una patética certeza. Debates y cierres de listas han sido en esta última semana un largo desfile de bajezas, de imposturas, de miserias intelectuales y morales. Una banda de mafiosos se apresta a conservar el poder a cualquier precio (y con el poder, la impunidad) mientras enfrente les responden con marketing y sin una idea capaz de despertar a una sociedad distraída y apática, sin sueños ni pasiones. Un gran hombre moral del siglo XX como fue Albert Camus; afirmó: "En política los medios deben justificar el fin". ¿Qué fin justifica a la corrupción como medio? Y por otra parte, cuando no se tienen fines, todos los medios se disuelven en el aire, con la misma liviandad de quien los usa.

lunes, 22 de junio de 2015

Luz roja para periodistas y lectores

Por Sergio Sinay


La conjunción de lectores que renuncian a pensar y periodistas que renuncian a los valores de la profesión puede provocar serios daños políticos y morales a la sociedad, como lo advierte la última novela de Umberto Eco 


No enunciar nunca la propia opinión, sino hacerla expresar a otros bajo la forma de una entrevista aparentemente objetiva. Mezclar opiniones triviales con otras más fundamentadas para crear la sensación de que se le dan al lector dos versiones, aunque la válida es una. Usar adjetivos que disparen el prejuicio del lector (si se pone el acento en que se atrapó a un colombiano robando un departamento, se estará incitando a pensar que los inmigrantes son peligrosos). Crear una noticia en donde no la hay. Disimular la información que pueda ser perjudicial para los intereses o la ideología del diario editándola junto a una noticia impactante (por lo general policial, deportiva o de la farándula), que distraiga y lleve la atención del lector a otro lugar. Si no queda más remedio que publicar una desmentida, sugerir algo oscuro sobre el desmentidor. Insinuar siempre, dejar entre líneas aquello sobre lo que no se tienen pruebas. No ocuparse de la cultura, y, si no queda más remedio, no hablar del producto artístico (libro, película, obra de teatro, música, pintura o escultura), sino del artista, husmear en su vida. Ser críticos solo hasta el punto en el cual resulta peligroso echarse en contra algunos sectores o intereses (policía, justicia, fisco), entonces parar ahí, no hablar más del asunto. Confiar en que la memoria del lector es corta y su capacidad de asociar nula, de manera de repetir cíclicamente temas ya agotados presentándolos como nuevos (llamándolos “tendencia”, “polémica”, “sorprendente”, etc.). Tener en cuenta que para rebatir una acusación no hay que probar su falsedad, sino descalificar al acusador. Difundir sospechas generalizadas usando hechos probables pero no comprobados. Enviar mensajes en código para que ciertos personajes o personalidades entiendan que, si quisiera, la publicación podría decir mucho más (aunque en realidad no tenga ninguna información cierta).
Estas son apenas algunos de los “trucs” (como le gustaba decir a Horacio Quiroga al aleccionar a jóvenes cuentistas) que una media docena de periodistas van aprendiendo de su editor mientras preparan el número cero de un diario que no aparecerá nunca. El anuncio de su publicación es sólo una amenaza por parte del dueño, un poderoso personaje de la política y los negocios, para posicionarse en lugares de más poder aún. De todo esto trata Número cero, la más reciente (esperada y anunciada) novela de Umberto Eco, sólido y agudo pensador italiano a quien se deben Apocalípticos e integrados, El nombre de la rosa, El péndulo de Foucault, La historia de la belleza, Construir al enemigo y El cementerio de Praga como muestras de una larga y rica obra en la que los géneros confluyen y se integran con gracia, armonía y eficacia.
Número cero es endeble como novela. Sus personajes no tienen carnadura ni voces propias, funcionan como soporte de ideas que el autor expone o confronta pero ni atraen ni conmueven ni generan identificación, sentimientos o sensaciones como seres posibles y verosímiles. La trama es débil, pende de una idea muy básica. No se trata de que las tramas deban ser complicadas o retorcidas, hay ideas sencillas que generan obras poderosas, como El extranjero, de Albert Camus. Da la impresión de que, apurado por llegar a la conclusión, Eco pasa rápidamente sobre el potencial humano y dramático que tiene a mano. Aun así, la elegancia de su estilo, su vasta formación cultural, su deliciosa e implacable ironía aletean por allí y asoman en varios tramos de la obra, solo para provocar nostalgia por su escasez.

Con todo esto en contra, Número cero es recomendable. Expone el lado oscuro del periodismo, sus bajezas, su poder manipulador (y, por contraste, todo su valor cuando es ejercido con nobleza y sentido moral) como en un claro y necesario manual. Claro y necesario no sólo para periodistas distraídos, desatentos o sobrepasados por el maremoto cotidiano, sino también para lectores sobrecargados de creencias y prejuicios y despojados de pensamiento crítico. Cuando estas dos especies coinciden y se complementan, la falacia instala su reinado, la realidad ennegrece sus contornos y una buena parte de la sociedad, desprovista de sistema inmunológico moral, queda a merced de graves intoxicaciones que la desorientan frente a su presente y a su futuro. Pese a sus debilidades, la novela de Eco es una lectura oportuna, sobre todo en este año, que estamos viviendo en peligro.

martes, 16 de junio de 2015

Una pregunta para el 

Día del Padre

Por Sergio Sinay

Aunque se habla de nueva paternidad, prevalece, a veces de un modo sutil, la idea de que el padre complementa a la madre, pero es ella quien sostiene el vínculo  


A propósito del Día del Padre, una de esas fechas en las cuales la publicidad y el marketing sacan a la luz todos sus recursos de manipulación y su inescrupulosidad en materia de argumentos de venta, viene al caso una pregunta: ¿de quién son los hijos? No es un interrogante ocioso en nuestra sociedad. Vemos con espantosa frecuencia cómo hombres matan a sus mujeres y a sus propios hijos o a los hijos de esas mujeres, para saciar oscuros resentimientos (como si esos hijos les fueran ajenos). Vemos salas de espera de pediatras en donde las mamás superan en número a los papás. Vemos que cuando en una pareja alguno debe resignar su trabajo para prestar mayor atención a los hijos son más las mujeres que los hombres que asumen esa actitud. Vemos que en las reuniones de padres en los colegios, el número de mamás sigue superando al de papás. Seguimos escuchando voces que ironizan sobre la intervención paterna en cuestiones domésticas y cotidianas (“Lo vistió el padre, qué querés”; “Cuando cocina el padre la cocina es un enchastre”). Asistimos con frecuencia a fallos judiciales en divorcios conflictivos en los cuales se decide que los hijos permanecerán con la madre mientras el padre tendrá derecho a visita (como si él o sus hijos fueran presos o enfermos y como si ese “derecho” fuera una gracia que se le concede); la razón de esas decisiones suele fundarse en que…la madre es la madre y los hijos necesitan más de ella que del padre. Apenas un síntoma del machismo de jueces que condena a la mujer a una única condición (la de madre) y al padre a una única función (la de proveedor).
¿De quién son los hijos? En nuestra cultura prevalece la idea de que, en el fondo, son más de la madre que del padre. Subsiste la creencia de que, en casos extremos y dramáticos, el padre puede faltar o ser remplazado, pero la madre no. Esto va más allá de algunos cambios de actitud (ni tantos ni tan profundos como se pretende) que se verifican en generaciones jóvenes. Esos cambios no han modificado aún las creencias más profundas y hegemónicas, han suavizado las superficies (lo que no deja de ser bienvenido) pero, cuando se va más allá de ellas, aquello que marcó a generaciones enteras sigue allí. Cambiar paradigmas es más difícil que cambiar pañales, lleva más tiempo y esfuerzos de los que hoy, en tiempos de impaciencia, inmediatez y ansiedad, se está dispuesto a aceptar y emplear.
Desde la leyenda urbana y a veces desde discursos científicos o religiosos se nos explica que la madre entiende más a sus hijos, que ella los llevó en su vientre, que tiene un instinto orientado a esa disposición. Se ofrece así como natural lo que es cultural. Llevar a los hijos en el vientre no es una elección (un padre no puede optar por eso), la anatomía no es destino. Y así como para concebir un hijo se necesita de dos seres que aporten en partes iguales ingredientes distintos, también para acompañar esa vida y guiarla hacia su desarrollo, su germinación y su florecimiento como existencia autónoma son necesarios esos mismos aportes, diferentes, complementarios y equitativos. Cuando no ocurre de ese modo, el padre es más un ser imaginario y deseado que real. Y la necesaria y amorosa separación del hijo y la madre (el corte de un cordón umbilical emocional cuya prolongación en el tiempo es tóxica) no se produce. Así, tantos adultos llegan a esa condición con hambre de padre y empacho de madre. Así lloran a padres que hubieran deseado tener y no a los que tuvieron (tan limitados en su radio de acción, tan ausentes en donde eran necesarios, tan presentes en donde se hubiese agradecido mayor flexibilidad).

Cuando los hijos hayan sido de la madre y del padre en todos los aspectos del vínculo alcanzarán a transformarse en individuos con autonomía, recursos y riqueza emocional suficientes como para pertenecerse a sí mismos y agradecer (sin necesidad de regalos costosos e impuestos) a quienes los trajeron a la vida y les ayudaron a convertirse en personas.

lunes, 8 de junio de 2015

Juan José Sebreli, un acto de justicia

Por Sergio Sinay

En una época de intelectuales cómodos, temerosos o serviles, este pensador reivindica el valor del pensamiento crítico y de la independencia, y recibe un merecido y necesario reconocimiento
al ser nombrado Ciudadano Ilustre de Buenos Aires 





El intelectual cuestiona el poder, objeta el discurso dominante, provoca discordia, introduce un punto de vista crítico, no sólo en su obra sino en el espacio público. Y debe asumir también las consecuencias de sus elecciones. Hace todo esto en un lugar y un tiempo concretos y reales. Cotidianos. Su vida no es solo cerebral. Actúa en el mundo. Esta clara definición de lo que es un intelectual, inspirada en figuras relevantes del siglo XX, pertenece al historiador italiano Enzo Traverso, que la desarrolla en ¿Qué fue de los intelectuales? El título de ese libro no es ocioso. El perfil de intelectual que describe brilla hoy por su ausencia. Son muy pocos los que hacen honor a él. Los demás se han ido abonando al oportunismo, a la comodidad del relativismo moral, han traicionado a su condición de conciencia crítica de la sociedad, dejaron sus lugares de resistencia y, como ocurre en la Argentina con tantos escribas de cartas abiertas, han optado por “militar” como sicarios del poder. De un poder corrupto y manipulador que simboliza aquello a lo que se opusieron los verdaderos intelectuales de siempre, eso que a muchos les llevó a perder sueños, libertad y también la vida.
En ese contexto emerge como un notable acto de justicia la distinción a Juan José Sebreli como ciudadano ilustre de Buenos Aires, otorgada por la Legislatura de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Pocos, muy pocos, lo merecen como él. Sebreli es si no el último, uno de los últimos mohicanos en este tema. Un pensador independiente y libre, de mirada aguda e insobornable, un autodidacta convertido en necesario, enriquecedor e ineludible maestro en el arte de pensar críticamente y de expresar ese pensamiento con fundamentos y con iluminadora claridad (hay claridades que solo encandilan y ciegan). “La igualdad entre los humanos significa respetar las diferencias y no igualar a todos en un molde único”, señala en sus Cuadernos. Allí mismo dice que la esencia de la función del intelectual es dudar y criticar y que no debe buscar la redención, el martirio, ni la santidad, sino solo la lucidez. Toda su obra (que incluye títulos siempre vigentes y necesarios, como Buenos Aires, vida cotidiana y alienación, Los deseos imaginarios del peronismo, El olvido de la Razón, Comediantes y Mártires, Crítica de las ideas políticas argentinas o El malestar de la política, entre otros), es una muestra de coherencia con esa propuesta.
Quien lee a Sebreli no siempre estará de acuerdo en todo con él (es mi caso), pero aun así no dejará de aprender a pensar, a fundamentar. Será llevado a nuevos horizontes de sus propias ideas. Y se encontrará con alguien que no chicanea, que no juega con mala fe, que ofrece con honestidad y con argumentos de profundas raíces su posición. Como lector, o como oyente, agradecerá también su inteligente, fino y sabio uso de la ironía. “Con buenos modales no se escriben buenos libros”, señaló alguna vez, pero ese no es su caso. Su lector se hallará con un intelectual que, declarando sus posiciones (abrevó en el existencialismo, en el marxismo), nunca hizo de ellas un bastión fundamentalista. Un humanista ante todo.

“Somos expresión de nuestro tiempo y no podemos escaparnos de él”, reflexiona en Cuadernos. En esa línea afortunadamente Juan José Sebreli expresa un rasgo de esperanza. Estimula a no aflojar, a persistir en el empeño de pensar, a perseverar en mantener encendida (con las herramienta de las ideas, de la actitud y  de una ética moral) una antorcha que funcione como faro en la noche oscura de la corrupción, de la indiferencia, del quietismo, de la cobardía y de la inmoralidad. Esta vez, algo cayó para el lado de la justicia.

viernes, 5 de junio de 2015

El fracaso de los exitistas

por Sergio Sinay

Cuando el éxito es la única medida, los individuos y las sociedades suman fracasos profundos 


En una sociedad exitista el fracaso es el infierno. Vivimos en una sociedad exitista, lo que significa que mientras algo sea exitoso no importa de qué se trata, cuáles son sus fines, sus contenidos y sus aristas morales. El éxito se mide a través del dinero, la fama (no confundir con gloria o prestigio), el dinero, las posesiones, el rating, el centimetraje, las cantidades (de público, de “me gusta”, de puntos de rating, de entradas, productos o ejemplares vendidos, de funciones, de menciones, de parejas coleccionadas, etcétera). El (o lo) exitoso existe, no importa por qué medios, no importa a qué precio. El (o lo) fracasado no.
Sin embargo, Víktor Frankl (padre de la logoterapia, gran médico y pensador humanista y existencial) trazó unas coordenadas que, a la luz de este fenómeno, conviene recordar. A una vida, decía, se la puede observar sobre una línea que en un extremo tiene al éxito y en la otra el fracaso (cada quién dirá qué considera una y otra cosa). Es una visión unidimensional. Pero se puede cruzar sobre aquella línea otra, que en un extremo tiene al vacío y en el otro al sentido. Así, habrá vidas exitosas y plenas de sentido o, por el contrario, arrasadas por el vacío y la angustia existencial. O vidas que, según la mirada externa, resulten fracasadas, serán vividas con plenitud, trascendencia y sentido por quien las transita. Encontrar el sentido de la propia vida y experimentar el modo en que ese sentido se convierte en una huella dejada en el mundo para mejorarlo es, quizás, el mayor éxito posible. Un éxito que no necesita de grandes titulares, ni de pantallas, ni de ser trending topic, ni medirse en puntajes o cifras de ningún tipo.
Desde esta perspectiva, es posible que haya una enorme cantidad de exitosos y de éxitos silenciosos y que las sombras más oscuras tiñan el interior de otros tantos éxitos y exitosos que sonríen en las primeras planas, levantan los dedos en señal de victoria, exhiben sus conquistas materiales o carnales y atraen masivamente a quienes, como las urracas, corren detrás de lo que brilla sin examinar las razones de ese brillo.
Estas ideas vienen a cuento a raíz de un reciente libro de la historiadora de arte y curadora estadounidense Sarah Lewis. En The Rise, Lewis sostiene que la historia de la Humanidad ha avanzado gracias a los numerosos fracasos que reorientaron marchas y esfuerzos, que permitieron ver las cosas desde perspectivas no consideradas, que condujeron a buscar caminos inexplorados, que movilizaron a personas y a pueblos sacándolos de sus zonas de confort. De hecho, a menudo son más valientes los fracasados, porque se atreven a innovar, a recrear, a avanzar hacia otros horizontes, mientras los exitosos se atrincheran en el confort de lo conseguido, no arriesgan, caen en la paranoia, temerosos de que quien se acerca pretenda despojarlos de sus medallas.

“Cada fracaso le enseña a la persona algo que aún le faltaba aprender”, decía Charles Dickens (1812-1870), un escritor inmortal que, con obras como Oliver Twist o Historia en dos ciudades, entre tantas, era capaz de bucear en las honduras de las experiencias humanas. Claro que cuando los individuos o las sociedades se ciegan con lo aparente, eligen estacionarse en la superficie de la vida y evitan la profundidad (en donde habitan las verdades) no sólo no evitan el fracaso, que es parte natural y necesaria de la vida, sino que lo repiten hasta el hartazgo sin aprender nada. Es inútil que repitan entonces preguntas como “¿Qué nos (me) pasa?”, “¿Por qué siempre nos (me) ocurren estas cosas?” y otras parecidas. La respuesta de otro creador lúcido y sensible, Samuel Beckett (autor de Esperando a Godot y El innombrable) sería contundente y genial: “Da igual. Prueba otra vez. Fracasa otra vez. Fracasa mejor."

lunes, 1 de junio de 2015

Vivir en la tribu o vivir en el mundo

Por Sergio Sinay

"Nosotros" contra "ellos", la consigna para vivir en una sociedad al margen de la ley, de la norma y del respeto



 Discusiones por motivos triviales que terminan a los balazos, incidentes de tránsitos cuyo final es una puñalada, desacuerdos entre vecinos que derivan en batallas campales con muertos y heridos, linchamientos, la amenaza como forma habitual de comunicación,  padres que matan a hijos, hijos que matan a padres, femicidios cotidianos que convierten en riesgo de vida el simple hecho de ser mujer, estadios deportivos que se transforman en fosas comunes. Postales de la vida cotidiana en una sociedad que poco a poco, sin pausa, con gobernantes y dirigentes perversos que supieron manipular e incentivar lo que ya estaba en ciernes, se ha fragmentado y deja de lado toda idea de ley, de norma, de límite, de respeto para encaminarse, en pleno siglo XXI, a un estado tribal, pre cultural. La sociedad Argentina. “No existís”, “Te voy a matar”, “Sos boleta”, “Fuiste” son apenas algunas frases comunes en un lenguaje que pierde minuto a minuto su función comunicadora y pasa a ser arma. Con ese lenguaje se habla, se escribe, se sobrevive. De fondo, cada 48 horas una cadena nacional megalomaníaca delira acerca de una realidad ilusoria, idílica, habla para los creyentes. No hay alusión a la selva en que vivimos, no hay una sola palabra sobre mujeres asesinadas, sobre dolores sin consuelo, sobre caníbales asesinos a los que un día esa misma voz llamó “apasionados del paravalanchas”. Ni una palabra sobre lo que se contribuyó a generar.
En un reciente estudio titulado Moral Tribes: emotion, reason and the gap between us an them (Tribus morales: emoción, razón y la brecha entre nosotros y ellos) el connotado neurocientífico y filósofo de Harvard Joshua Greene sostiene que, a esta altura de la evolución humana, no se ha avanzado más allá de lo tribal y que los valores morales que invocamos son respetados cuando se aplican a los “nuestros” pero no a “ellos”. La cooperación, un valor esencial que sacó a los humanos del egoísmo excluyente del “yo” para conectarlos a la noción de un “nosotros” que les permitiera sobrevivir, se da esencialmente dentro del grupo de “iguales”, pero ha avanzado poco en cuanto a crear espacios cooperativos entre grupos diferentes (y de diferentes). Así podría entenderse, en nuestra sociedad, que la inclusión, la justicia social, los derechos humanos y hasta la justicia a secas, a los que se alude desde la cháchara del poder no sean valores aplicables a la comunidad entera (conteniendo también a quienes piensan distinto), sino solo a los integrantes de la  propia tribu.
Se dirá, y es cierto, que lo mismo es aplicable a la mirada de los “otros”. Pero no es igual, en cuanto a efectos destructivos para la sociedad, sesgar la moral desde el poder y con un discurso falaz que hacerlo desde la llanura. Aun así, el mal es general. La incapacidad de una moral universal real (tomando en este caso como universo a la sociedad argentina) se ve en los comportamientos de patotas juveniles, de grupos “militantes”, de barras bravas, de muchedumbres agrupadas alrededor de ídolos de cualquier actividad, de familias, de vecindades, etcétera. A nivel mundial se detecta en guerras tribales, matanzas étnicas, fanatismos religiosos criminales y demás. Todo en un mundo que estrena día a día nuevos y avanzados trucos tecnológicos y científicos, pero lo hace mientras mantiene primitivos comportamientos tribales, impenetrables a una moral universal y trascendente.

La posibilidad de dejar atrás esos comportamientos no es utópica, dado que los humanos estamos dotados de conciencia, y a partir de ella de capacidad de elección e, ineludiblemente, de responsabilidad. Podemos salir de los determinismos y eso nos permite convertirnos en personas (como quería Hanna Arendt) y alcanzar a vivir vidas con sentido. En el proceso, algunas sociedades toman la delantera. La nuestra, como en tantas cosas, se hunde en el cono de sombra. A menos que más conciencias despierten cada día.