lunes, 28 de diciembre de 2015

Pollos en el shopping
Por Sergio Sinay

Manipuladas por perversas estrategias de marketing, miles de personas, enceguecidas por una fiebre consumista, se asemejan en los shoppings a los pollos en los criaderos




     “Lejos de los tribunales porteños, en las granjas de la empresa tratan de que las aves no se maten entre ellas por falta de comida y que la valiosa matriz genética, uno de los principales activos de lo que fue Rasic Hermanos, sobreviva”. Esta noticia, publicada en La Nación, hacía referencia, en estos días a la avícola Cresta Roja. Pocos días antes en el mismo diario se podía leer lo siguiente: “´¡Atención! A partir de este momento y por cinco minutos empieza el happy hour con 30, 40, 50 por ciento en el local…´, esta fue la frase mágica que dio inicio a la locura que se desató anoche en centros comerciales de la Capital y el Gran Buenos Aires”. Esta vez la noticia se refería a esa perversa estrategia de marketing que los shoppings mantienen desde hace cinco años para estas fechas, consistente en ofrecer cinco minutos de descuentos fabulosos y repetir incesantemente el estímulo (o carnada) entre las 18 horas de un día y las 4 de la madrugada del siguiente.
     Entre los pollos de criadero matándose por un gramo de alimento y los exasperados consumistas empujándose, codeándose e insultándose por cinco minutos de descuentos ilusorios (jamás se confesará cuál fue el aumento antes del descuento) hay tres similitudes: una es la desesperación, la ceguera, el vale todo. Otra es que ambos son manipulados desde afuera de las jaulas. La tercera es que a unos y otros los manipuladores de conductas les mantienen las luces encendidas sin pausa para que no dejen de comer en un caso y de comprar en el otro. Y hay varias diferencias: los pollos lo hacen por la necesidad imperiosa de comer para vivir; los consumistas no necesitan la mayoría de las cosas por las que se apiñan, compran por comprar, porque los estimulan, por adicción. Llamarle “ahorro” a esa obsesión es un eufemismo inaceptable; el que de veras quiere ahorrar se queda en su casa, o regala tiempo, sonrisas, escucha, algo hecho con sus manos, compañía, una caricia o simplemente amor.
     Otra gran diferencia es que los pollos carecen de lóbulo prefrontal y por lo tanto no pueden pensar críticamente, evaluando, deduciendo, recopilando y organizando datos e ideas. Los humanos contamos con todo eso, pero cuando desertamos de su uso nuestro pensamiento se convierte en lo que el psiquiatra inglés Steve Peters llama “pensamiento de chimpancé”. Es, según demuestra exhaustivamente en su libro “La paradoja del chimpancé”, un pensamiento reactivo, emocional, instintivo, primitivo, lineal, carente de lógica y generador, habitualmente, de conductas disfuncionales.
     Mientras avanzan hacia los locales de los shoppings como muertos vivientes (si pudieran verse comprobarían que esa es su imagen) y en lugar de “¡Brains, brains!” (“¡Cerebros, cerebros!”) claman “¡Descuentos, descuentos!”, ni se les ocurre pensar que las luces y los aires acondicionados que permanecen encendidos durante toda la noche no significan ahorro sino derroche. Y un derroche mucho más alevoso cuando en el país se ha declarado la emergencia energética. De paso, no habría estado de más la intervención de alguna autoridad del gobierno nacional o del gobierno de la ciudad para tomar alguna medida al respecto. ¿O mientras haya consumo no importa a qué precio y tampoco si es a costa de la solidaridad con los que pasan días enteros sin luz, además de otras solidaridades y valores olvidados?
     Una persona querida y cercana me decía durante la Nochebuena, mientras observábamos cómo miles y miles de pesos eran despilfarrados impunemente en el cielo bajo la forma de artefactos pirotécnicos: “Solo sin consumismo la vida en este mundo podrá ser sustentable”. Cambiar para mejor es modificar hábitos y conductas nocivos no solo para uno sino para el entorno en el que se convive. Es levantar la vista y ver a los otros, ver más allá del propio ombligo y del deseo inmediato. Cambiar para mejor es recuperar la capacidad de pensar en términos humanos, recapacitar, reflexionar. Los pollos del criadero no pueden hacer esto y por eso generan lástima, dolor. Los pollos de los shopping sí pueden, por eso no conmueven. Decepcionan, desalientan, exasperan.

lunes, 21 de diciembre de 2015

La justicia que construimos día a día
Por Sergio Sinay

El sistema judicial no es confiable y sobran los motivos para ello, pero para una mejor justicia también importa la actitud de los ciudadanos ante la ley

     El 73% de las personas que acaba de encuestar la consultora Isonomía asegura que tiene poca o ninguna confianza en el Poder Judicial. El 62% aseguró que nos les cree a sus integrantes. Y apenas un 30% considera creíble a ese poder. Los porcentajes son dramáticos de por sí, y lo son todavía más si se los compara con un trabajo de hace una década realizado por la Asociación Argentina de Derecho Constitucional e IDEA Internacional. Se titulaba Encuesta de Cultura Constitucional: Argentina una sociedad anómica y fue publicado por Instituto de Investigaciones Jurídicas de la Universidad Nacional Autónoma de México. En ese entonces un 41% de los consultados consideraba a los jueces como los principales violadores o incumplidores de la ley. La mitad de hoy.
     No debería extrañar que la última década haya sido perdida también en el orden de la justicia. Cuando una sociedad entra en un profundo cono de sombra y la corrupción se derrama desde el máximo poder como una metástasis no sólo no funcionan la economía, las fuerzas de seguridad, la educación, el parlamento y las instancias republicanas y constitucionales. Tampoco, es lógico, la justicia. Casi la mitad de los encuestados (45%) cree que una justicia independiente tendrá efectos en sus vidas y actividades, un 48% piensa que el sistema judicial mejoraría si fuera más veloz y transparente, si no hiciera diferencia entre los ciudadanos (32%), si bajara su presupuesto (7%), si hubiera más honestidad (2%). Otros temas se reparten el restante porcentaje.
      Sin duda el sistema judicial se han ganado a pulso esta percepción de la ciudadanía, por mucho que a algunos de sus integrantes les pueda doler con toda razón. Pero la anomía no nace solamente desde arriba ni es unidireccional. En aquel trabajo de 2005 un 86% de los entrevistados afirmaba que el país vive al margen de la ley y el 88% definía a los argentinos como desobedientes y transgresores. Pero cuando les preguntaban si ellos lo eran decían que no. Curiosamente, el país se convertía así en una comarca donde los transgresores eran fantasmas.
      Este es un punto clave. Cae de maduro que el sistema judicial es ineficiente, que está atravesado por la corrupción, que se amolda de modo oportunista a conveniencias políticas, que hace de la ley un medio de transacción para intereses corporativos o personales y que por estas y otras razones se convierte en un foco de injusticia. Quien vive en este país no necesita que se lo cuenten. Lo ha experimentado de manera directa o indirecta. Y ahí están las cifras de la encuesta. Pero a menudo las encuestas son también ejercicios de proyección, mediante los cuales se echa sobre otros la sombra que no se quiere ver en uno. Permiten ver la paja en el ojo ajeno y no la viga en el propio.
     Si se invirtiera el enfoque y los encuestados respondieran con honestidad absoluta a   la pregunta acerca de cuánto se han beneficiado de la venalidad, inoperancia y corrupción de la justicia, y cuál es su propia actitud respecto del respeto de la ley y de las normas así como del cumplimiento de los deberes cívicos (que realmente son deberes morales, porque tienen como fin al otro, al prójimo, al conviviente, al conciudadano), los resultados podrían ser igualmente alarmantes. Es que los contratos morales que conducen a sociedades con gobiernos confiables y responsables (lo que no significa ni perfectos ni ideales) y con una justicia respetable y equitativa empiezan a suscribirse en buena medida desde las acciones cotidianas de los ciudadanos en su familia, en su barrio, en su consorcio, al volante de sus vehículos, en sus conductas profesionales, en sus transacciones comerciales, en sus cumplimientos fiscales, en sus interacciones personales. 
      En definitiva, las sociedades terminan por tener los gobiernos y la justicia que se les parecen. Si realmente se han iniciado tiempos de cambio, es mucha y decisiva la tarea que aguarda a los ciudadanos para que encuestas como la de 2005 o esta última arrojen resultados diferentes.

martes, 15 de diciembre de 2015

Una grieta moral
Por Sergio Sinay

Muchas diferencias se integran creando nuevas realidades. No ocurre así con las diferencias de valores. Estas son irreconciliables.

   
 Toda relación humana nace en la diversidad. No existen dos personas iguales. Complementar e integrar diferencias, crear desde ellas nuevas realidades, aprender a vivir con lo disímil son desafíos constantes, un requisito de existencia. Lo contrario, e imposible, sería vivir encerrado en una sala cuyas paredes fueran espejos. Una invitación a la psicosis.
     Hay diferencias que son naturalmente complementarias y existen otras que invitan a una tarea constante y consciente para alcanzar el punto en el cual del blanco y el negro nace el gris con todos sus matices. Estas piden la construcción de puentes, trabajo que se debe emprender desde ambas orillas. En la pareja, en la amistad, en los negocios, en el deporte, en las ciencias, en las familias, en los grupos de trabajo, en los consorcios, en todos los ámbitos donde los seres humanos se nuclean las diferencias están en el aire que se respira. Alimentan ideas, amplían horizontes, estimulan nuevos paradigmas.
     Pero no todas son complementarias ni integrables. Las hay irreconciliables. Se puede diferir en formas de llevar adelante proyectos conjuntos, en gustos, en preferencias literarias, musicales y cinematográficas, en costumbres cotidianas, en ritmos, en ideas futbolísticas, en pertenencias políticas partidarias, en el enfoque de fenómenos sociales y culturales y hasta en prioridades a la hora de convivir. En eso y en varias cosas más. Ello no necesariamente significa la ruptura de un vínculo, el fin de una historia compartida. Convivir en el desacuerdo es una experiencia enriquecedora, a la que solo los humanos podemos acceder, porque nuestra condición incluye la razón, la conciencia y, a partir de ellas, la capacidad de pensar de un modo no determinista, es decir libre.
     Las diferencias irreconciliables son pocas. Pero son irreconciliables. Aparecen cuando las ideas se convierten en dogmas, cuando no se aceptan las disimilitudes naturales, cuando no se respeta lo ancestral del otro. Y, sobre todo, cuando se trata de valores. Los valores morales están más allá de modas, de épocas, de preferencias, de teorías, de gustos, de creencias, de cálculos. No son relativos. Al menos, no cabe plantearlos así. Matar, mentir, robar, corromper, difamar, dañar conscientemente, abusar, cosificar a las personas no son actos que se justifican a voluntad del que los comete o del que los avala. La coexistencia humana exige un pacto moral de base por el cual ninguna de esas acciones será cometida, con la muy delicada excepción de que con ello se preserve una vida. Y esto no le cabe a la corrupción, a la difamación, al abuso, a la cosificación ni a la manipulación perversa. Ningún fin justifica los medios, y siempre los medios deberían justificar el fin.
     Habría que contemplar esto cuando se habla con cierto voluntarismo y liviandad de cerrar la grieta que el gobierno derrotado en noviembre produjo y alentó en la sociedad argentina durante años de corrupción e intolerancia extremas. Esa grieta fue un precipicio y produjo dolorosas rupturas, hirientes injusticias, irreparables difamaciones. Se sostuvo y amplió con mentiras desvergonzadas que se dispararon dese la cima del poder y se recogieron y ratificaron hacia abajo con ceguera y fanatismo, más irresponsables cuanto más recursos informativos e intelectuales se disponía para no convertirse en cliente o en cómplice (ya fuera rentado o gratuito). Quienes se pararon en ese lado de la grieta avalaron una corrupción exhibicionista, prepotente, letal e imperdonable que dejó muertos (los de Once y tantos más), pobres, indefensos, desnutridos, y enfermos. No hay inocencia en ese aval.
     La grieta no fue política. Fue moral. Incluyó la mala fe (la sigue incluyendo en algunos autoritarios trasnochados, ignorantes cívicos, que hablan de “resistencia”, como si el país hubiese sido invadido, o que envían cartas abiertas al nuevo presidente vanagloriándose de una pureza que no tuvieron a la hora de masticar las migas que el poder les arrojaba). Las grietas morales son irreconciliables, no hay pegamento que las cierre. Acaso haya que vivir con esta durante un largo tiempo, hasta comprender cuál fue el mecanismo (y la pasividad social) que la produjo y crear el antídoto para que no se repita. 

jueves, 10 de diciembre de 2015

Dos plazas
Por Sergio Sinay

Ya no es sólo la plaza del fanatismo y la intolerancia, ahora puede ser también la del consenso y el futuro. Y eso es un cambio de paradigma.



      Dos plazas, dos discursos, dos actitudes, dos miradas. La plaza de la despedida fue fiel al estilo y al espíritu de la sombría década perdida. Un discurso atravesado por la autorreferencia, por el resentimiento, por la ingratitud, por la manipulación emocional. Convocando al insulto, desplegando la grosería como marca de fábrica, recitando el relato que niega lo obvio, que escapa a la responsabilidad y que evidencia una paranoia exasperada. Todo eso que, a fuerza de repetirse día a día durante doce años largos y brumosos, se había convertido en “normal”. Grandes tragedias colectivas del siglo XX se cocinaron al calor de la naturalización del fanatismo y de la intolerancia. El discurso de la despedida anidó el huevo de esa serpiente. Será necesaria mucha memoria y mucha justicia para que ese huevo se pierda sin que su cascarón (que quedó resquebrajado) se rompa y de nacimiento al monstruo. Quizás buena parte del discurso de la despedida (a cargo de una voz que afortunadamente ya no escucharemos en abusivas cadenas nacionales) haya estado teñido por el miedo a la justicia.
      Fuera de eso, el discurso incluyó una última promesa incumplida, una más: “A las doce de la noche me convertiré en calabaza”. No lo hizo.
     La plaza de la bienvenida se fue llenando de a poco, hasta colmarse, a partir de la voluntad de quienes aspiran a respirar nuevos aires, limpios de amenazas, de descalificaciones, de mentiras seriales, de autoritarismo, de corrupción criminal y asesina. Una plaza en la que ningún ausente fue insultado. En la provincia de Buenos Aires y en la nación los discursos propusieron nuevos paradigmas, apuntaron a cambios culturales. “Ustedes, ciudadanos, son nuestros jefes, por eso les pido que nos avisen cuando nos equivocamos”, dijo la gobernadora. “No les voy a mentir” aseguró el presidente. Parecen frases sencillas, casi naifs. No en este país. En la Argentina, esas y otras frases de ambos discursos, significan enormes compromisos, son en sí mismas el anuncio de transformaciones culturales. El riesgo de pronunciarlas es enorme. Si no se cumplen los precios serán altos.
     El discurso de bienvenida habló del futuro, planteó visiones. El de despedida volvió a falsear el pasado, se basó en intereses egoístas y personales. El discurso de despedida volvió a excluir, como durante doce años se excluyó a los pobres ocultándolos y manoseándolos, se ocultó el fracaso educativo, la crisis energética, la complicidad con el narcotráfico, la ausencia de políticas contra la trata de personas, la inflación. Lo único que no se pudo ocultar fue la corrupción, porque es imposible esconder un elefante en un dedal.
     El discurso de bienvenida fue inclusivo, convocó a todos (empezando por los adversarios políticos) con fecha y hora, para tareas concretas. Y empezó por lo que todos sabemos, salvo los necios: esto arranca con un país económicamente quebrado, cívicamente fracturado, internacionalmente aislado y moralmente arrasado. Justamente por eso aumenta el valor de la plaza de la bienvenida, su clima, la voluntad de futuro y de participación, la disposición al respeto, la predisposición a la escucha mutua. Todo eso en los ciudadanos. Y habrá que agregarle paciencia, constancia, generosidad. Y memoria, mucha memoria, para que los responsables no se evadan por las ventanas y las puertas traseras (algunas de las cuales quedan lejos, en Santa Cruz). O para que no adopten nuevos disfraces y traten de pasar inadvertidos.  
     La plaza de la bienvenida se pareció mucho a la de cualquier país que hace de la democracia una forma natural de vida y no un relato desquiciado. Ojalá se haga costumbre hasta que ya no nos cause asombro ni temblor. La plaza de la bienvenida fue de todos los que quisieron ir. Esa plaza, de larga historia, dejó de ser el feudo exclusivo de la intolerancia y el fanatismo. Ya no tiene dueños. Todo un símbolo.  Y esa sí es una buena nueva.

martes, 8 de diciembre de 2015

Sola
Por Sergio Sinay

La soledad que sigue al poder será el espejo de la forma en que se lo ejerció. Simplemente se cosecha lo sembrado.



     Hay soledades que se sufren y soledades que se eligen. Soledades necesarias y soledades humillantes. Soledades reparadoras y soledades trágicas. Soledades transitorias y soledades eternas. Hay soledades que son aprendizajes y soledades que desnudan un vacío existencial profundo y sin fondo.
     El ejercicio del poder es, para quien sepa entenderlo y cuente con recursos emocionales e intelectuales para asumirlo, preámbulo de soledad, a veces momentánea, a veces permanente. Qué tipo de soledad, será en cada caso una elección. Y esa elección se habrá hecho a lo largo de los años en que se ejercitó el poder. Cuando se lo hizo con soberbia, con prepotencia, con impiedad, sin el menor rasgo de empatía, con avaricia, sin escrúpulos, por encima de las instituciones y de las normas que lo regulan, con desprecio por los otros, con egoísmo, con autoritarismo, todo eso revestido de grosería y sin el menor rasgo del estilo y de la cortesía que requiere cualquier vínculo humano, la inevitable soledad posterior acaso llegue a ser lo más parecido al infierno en la tierra. Es difícil afirmarlo, las experiencias humanas más íntimas son intransferibles e inenarrables. Pero una ley de la vida dice que se cosecha lo que se siembra. No hay quejas válidas, ni culpables al respecto. Sólo responsabilidad. La responsabilidad es siempre individual y llama a hacerse cargo de las consecuencias de los propios actos y de las propias decisiones, y a responder por esas secuelas. La respuesta es ineludible y no se puede limitar a la palabra. Se responde con todo el ser.
     Las consecuencias llegan a veces como una recompensa no buscada. Así ocurre con las acciones morales, centradas en el respeto por el otro y por su dignidad, en el enaltecimiento de los valores de la convivencia y de la cooperación para mejorar el mundo compartido, en el ejercicio de la humildad, la gratitud, la generosidad. No será este el caso de quien, en el cierre de una de las décadas más oscuras de la reciente historia argentina, y clausurando su ciclo al frente del gobierno más corrupto y autoritario desde la recuperación de la democracia, exhibió sin restos de pudor y casi con altivez, una clara ignorancia de las reglas de la democracia, desprecio por las instituciones y normas republicanas, ultraje a las pautas elementales de la comunicación, del lenguaje y de la sintaxis (ahí quedan para la historia sus innumerables tuits, que a medida que pasen los años se leerán posiblemente con incredulidad, con carcajadas o con horror). La última y póstuma semana de mandato fue pródiga en delirios paranoicos, en necedad, en narcisismo desbordado, en negación de la realidad y en recargado resentimiento.
    Resultó tarde para victimizarse como “mujer sola”. Sobre todo si quien lo hacía ejerció el poder con los peores rasgos del machismo. Y si nunca mostró empatía y solidaridad de género (o simplemente humana) con miles de mujeres golpeadas y asesinadas por ser mujeres, con madres del dolor, con madres de la pobreza (bajo su mandato los pobres se reprodujeron y al mismo tiempo se ocultaron), con las hijas, las madres y las viudas de quienes murieron en accidentes viales y ferroviarios producto de la corrupción que ella acaudilló, con las madres cuyas hijas fueron devoradas por la trata de personas, con las madres de hijos destruidos por la droga mientras el narcotráfico crecía ante su indiferencia cómplice, con las madres, hijas y esposas  víctimas de la inseguridad que canallescamente se denominó “sensación”. Hay demasiadas verdaderas mujeres solas por múltiples motivos que no le son ajenos a ella. Pretender ser una de ellas es ofenderlas. Una ofensa más en la despedida.
     Otras mujeres requieren y requerirán atención, acompañamiento, empatía, oportunidades. Hay que mirarlas a ellas, estar a su lado. El mundo está lleno de mujeres que han sabido y saben rodearse de amores, de amigas, de cariño. Mujeres que avanzan por una vida plena de sentido, en hermosas compañías. Cada quien cosecha lo que siembra.