lunes, 24 de agosto de 2015

La mentira, esa forma de violencia

Por Sergio Sinay

Mentir desde el poder es alentar peligrosamente el fuego donde se cuece el caldo de la violencia. Y nadie escapa a los costos.

  

Quien miente desde una posición de poder ejerce una forma sutil y soterrada de violencia. Violenta la verdad, violenta la dignidad de sus oyentes, violenta la confianza. Y cuando la semilla de la violencia cae en tierra fértil (como la credulidad, la obsecuencia, la conveniencia, el oportunismo, la necedad, el fanatismo, la ignorancia, la pereza mental, el simple desconocimiento o también la buena fe del oyente) germina en frutos tóxicos y peligrosos. Así ocurre con el poder de padres sobre hijos, de jefes sobre subordinados, de fuertes sobre débiles, de expertos sobre inexpertos, de gobernantes sobre gobernados. La mentira tuerce, oculta, deforma, deshonra. Es un modo de maltrato. Instala como norma el vale todo, anuncia que no hay más reglas de juego, que se puede apelar a lo que fuere. Y habilita así a la violencia. Tanto la violencia del que pretende seguir imponiendo la mentira a cualquier precio, como la del que se indigna al descubrirla, y al descubrirse estafado, traicionado.
    ¿Para qué mentir? El psiquiatra vienés Alfred Adler (1870-1937), que ahondó en el estudio de los efectos traumáticos del complejo de inferioridad, sostenía: “Una mentira no tendría sentido si la verdad no fuera percibida como peligrosa”. Hay algo en la verdad que el mentiroso no puede confrontar, algo que lo desnuda, que lo deja en evidencia, que lo amenaza. Algo que no puede soportar y ante lo cual carece de argumentos frente a su interlocutor.
        En lo que va del año se produjeron más de treinta cadenas nacionales, casi todas ellas arbitrarias y emitidas contra las prescripciones del artículo 75 de la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual, según el cual "el Poder Ejecutivo nacional o los poderes ejecutivos provinciales podrán, en situaciones graves, excepcionales o de trascendencia institucional, disponer la integración de la cadena de radiodifusión nacional o provincial, según el caso, que será obligatoria para todos los licenciatarios". En esas cadenas la mentira apareció una y otra vez bajo distintas formas. Como estadísticas, como anuncios no cumplidos, como difamación de personas que no podían defenderse, como dislates pseudocientíficos o pseudotecnológicos, como reescritura caprichosa de la historia, como argumentos detectivescos, como sal sobre las heridas de enfermos, de pobres, de personas que perdieron a seres queridos en tragedias promovidas por la ineficacia, la desidia y la corrupción del mismo poder propietario del micrófono.
   La historia reciente de la humanidad (y la más lejana también) es pródiga en ejemplos de las consecuencias virulentas, dolorosas y también sangrientas de la mentira y de la manipulación de la verdad.  No se puede ni se debe jugar irresponsablemente con ella. La mentira no es gratuita ni para quien la emite ni para quien la recibe. Pero los costos no son los mismos. En el primer caso, aunque tarden, son justos y caben. En el segundo son injustos. Quien miente y miente, con la seguridad de que algo quedará, bien podría recordar aquella suerte de poema de Gandhi: "Cuida tus pensamientos, porque se convertirán en tus palabras/. Cuida tus palabras, porque se convertirán en tus actos/. Cuida tus actos, porque convertirán en tus hábitos/. Cuida tus hábitos, porque se convertirán en tu carácter/. Y tu carácter será tu destino." Y más aún debería cuidarlas cuando en el aire se respira el espeso tufo de la violencia.

miércoles, 19 de agosto de 2015

Hay menos ciudadanos que votantes

Por Sergio Sinay

La ciudadanía es una construcción que va más allá del simple hecho de votar y que requiere responsabilidad y conciencia, tanto en la sociedad como en sus gobernantes y candidatos


   La inyección de dinero, en forma de subsidios, planes y prebendas clientelistas no remplaza al desarrollo social y personal. Tampoco respeta la condición de ciudadanos de aquellos sobre quienes se derrama. El sociólogo británico Thomas Humphrey Marshall (1893-1982),    reconocido estudioso de la cuestión de la ciudadanía, sostenía que se alcanza esta condición cuando a las libertades legales formales se le agrega el cumplimiento efectivo (y no sólo declamado) de derechos sociales como la salud, la educación, la vivienda y un ingreso mínimo digno. Sólo esto hace de un individuo un miembro real de la sociedad en la que vive, decía. Marshall abundó en esta cuestión en su célebre ensayo Ciudadanía y clase social, publicado en 1949. La filósofa política Debra Satz recoge estas nociones en su reciente y sustancioso trabajo Por qué algunas cosas no deberían estar en venta. Recuerda allí que el derecho al voto, aun cuando se ejerza, tiene importancia relativa si una proporción significativa de votantes no recibió la educación suficiente como para leer en las boletas algo más que los nombres y para entender lo que se juega en un acto eleccionario.
  Si tanto Satz como Marshall vivieran hoy en la Argentina observarían que tampoco alcanza la educación formal (un buen nivel de instrucción) o una plausible comodidad económica para hacer del voto una verdadera herramienta democrática cualitativa y no sólo cuantitativa. Habría que incluir el aprendizaje y puesta en práctica de ciertos valores morales, la percepción de que no hay bienestar o salvación individual en medio de un naufragio colectivo, la comprensión de lo que significan el bien común y el destino comunitario además del interés propio. Sin esto, el egoísmo, la hipocresía, la indiferencia   ante el futuro y la miopía existencial se tornan “democráticas” (es decir, se distribuyen profusamente entre diferentes sectores y capas económicas, sociales y culturales). Y eso se nota de manera dramática y socialmente patológica a la hora de elegir gobernantes.  Una sociedad de votantes y de consumidores (en este consumen productos de marketing envasados como candidatos) no es, necesariamente, una sociedad de ciudadanos.
  La ciudadanía no se regala. Se construye. Y es una construcción colectiva. Requiere voluntades integradas, vectores que confluyan en el diseño de un porvenir comunitario alentador, en el cual el sentido de las vidas individuales pueda despuntar en un contexto estimulante y dejar huella en el presente y futuro de otras vidas. Construir ciudadanía exige buena fe, reclama respeto por la diversidad (y no la utilización oportunista de minorías postergadas o discriminadas), convoca al diálogo, y no a la suma de monólogos, ante los inevitables desacuerdos de la vida colectiva. Sólo es posible construir ciudadanía en donde hay un ejercicio responsable del poder. Es decir en donde se lo pone al servicio de la sociedad representada y en donde se da cuenta a los mandantes (deber inexcusable de toda mandatario) acerca de las decisiones tomadas y de sus consecuencias.

  Todos estos aspectos y requisitos parecen lejanos y extraños cuando se avecinan elecciones con candidatos que dan muestras de una irresponsabilidad, una ineficiencia y una capacidad de genuflexión tan inocultables como el oficialista, o de un oportunismo, una volubilidad o una superficialidad tan descorazonadoras como las de sus principales            adversarios. Así será mientras quienes aspiren a ser ciudadanos (personas con derechos y deberes reales y activos, que conviven en un escenario de respeto actuando con responsabilidad y compromiso en la construcción de riquezas comunes) actúen como simples votantes que solo especulan con el plazo corto e individual.

lunes, 10 de agosto de 2015

Candidatos al vacío

Por Sergio Sinay

En el cuarto oscuro encontramos candidatos que nos devuelven patéticas imágenes de nuestra sociedad

     
       Pocas veces habrá habido, en la grisácea historia democrática de nuestro país, candidatos tan carentes de sustancia, candidatos de vocabulario tan elemental y raquítico, de imaginación tan escasa, de principios tan frágiles, de valores tan volátiles o indemostrables, de formación cultural tan elemental, de cosmovisiones tan miopes como los que aparecieron en las boletas del cuarto oscuro el domingo 9 de agosto de 2015 ante nosotros, los ciudadanos (a quienes ellos llaman “la gente” y tratan como consumidores, como clientes o como simples datos de encuesta).
     Pocas veces, si es que hubo alguna, nos habremos encontrado con candidatos tan huérfanos de visiones convocantes, tan incapaces de promover una utopía, tan alejados de toda noción de pasión. Candidatos monitoreados por asesores de marketing, de imagen, de publicidad. Carne de encuestadores. Candidatos incapaces de elaborar un discurso propio, de alimentarlo con argumentos elaborados por sí mismos, de someter sus ideas a debate, de hablar mirando a los ojos y de convencer con los atributos del pensamiento.
      Pocas veces, si es que hubo alguna, habremos estado ante candidatos tan cobardes, temerosos de perder un voto en caso de mostrar quiénes son, de decir una palabra fuera del guion, olvidados de su propia identidad. Candidatos tan oportunistas, tan ventajeros, tan insulsos, tan vacuos. Tan dramáticamente ajenos a toda noción de lo que es la verdadera política: o sea, debate de los temas de interés común, negociación de buena fe en torno de esos temas, exploración y atención de las necesidades de la comunidad, integración y articulación de la diversidad de intereses de la sociedad, anteposición de los intereses sociales comunes a las urgencias y prioridades propias. Esto por nombrar solo algunas cosas de las muchas a las que son indiferentes, que les resultan incomprensibles y que jamás de los jamases estarán en su horizonte político ni existencial.
       Pocas veces un candidato oficialista habrá demostrado hasta el hartazgo, como el actual, su capacidad de obsecuencia, su genuflexión que bordea la indignidad, su nulidad conceptual, su insultante negación a pronunciarse sobre cualquier tema de interés comunitario. Y pocas veces habrá tenido como principal rival a un opositor tan superficial, tan incapaz de ponerle sustancia, músculo e identidad a las volátiles propuestas que repite como la lección aprendida de memoria por un alumno almidonado que aspira a ser abanderado si las repite en orden y se porta bien. Ni mencionar (porque estremece) a algún candidato que aletea en los vientos del crimen. Más allá de lo que se pruebe, o no, al respecto el solo hecho de que una acusación así sea plausible describe en qué país se dan estas elecciones.
     Candidatos producidos y envasados al vacío. Candidatos, además, al vacío.
Pocas veces como en estos días, mientras esos candidatos desnudaban su pobreza, se habrá escuchado como música de fondo (amplificada en cadenas nacionales presuntamente ilegales), el relato desquiciado de una realidad falsa, cuya sola descripción ofende a los pobres, a las víctimas de la inseguridad, a los que pierden algo cada día (trabajo, vidas, bienes, derechos reales, hijos succionados por la drogadicción).
      Las sociedades tienen los candidatos que se les parecen. Es lógico y natural. Los candidatos no pueden llegar de otro planeta. Nacen y echan raíces aquí, son acompañados, apañados, aceptados, alimentados y reproducidos por una masa crítica de la sociedad a la que representan. Esa masa crítica es tan indiferente como ellos, tan anémica de pasiones y utopías como ellos, tan cortoplacista como ellos, tan ombliguista y egoísta como ellos, tan usufructuaria del bien común como ellos, tan anómica como ellos, tan permisiva como ellos ante la corrupción, tan farandulesca como ellos, tan desentendida como ellos del interés y del futuro común.

      Dime en qué sociedad vives y te diré qué candidatos tienes. Y no te quejes de la imagen que te devuelve el espejo, porque los espejos reflejan lo que tienen enfrente. Lo real y tangible es eso. Lo que se ve espejado es apenas un fenómeno de la luz, algo inasible, impalpable. Como estos candidatos. Se podrá decir “Es lo que hay”. Pobre consuelo si no se aspira a producir algo mejor.

martes, 4 de agosto de 2015

La redención de los perdedores

Por Sergio Sinay

Una reflexión sobre cómo la novela negra acoge a los fracasados y, de la mano de ellos, explora las profundidades del alma humana y las sombras de la sociedad

(Texto presentado en el Festival Buenos Aires Negra, agosto de 2015)


     

     Uno de los comienzos más potentes, breves y significativos de la literatura universal de todos los tiempos es el de Anna Karenina, de León Tolstoi. Se dice allí: “Todas las familias felices se parecen entre sí, las infelices lo son cada una a su manera”. El gran maestro ruso declaraba entonces quiénes le interesaban, a quiénes se iba a dedicar. A los infelices. Ana Karenina fue publicada en entregas desde 1873 hasta 1877 y en ella Tolstoi acompaña la caída de sus personajes en una parábola inevitablemente trágica.

   Medio siglo más tarde, el crack económico del año 29, con epicentro en Estados Unidos, terminaría de hacer añicos lo que ya se había empezado a derrumbar con la Gran Guerra de 1914 a 1918. El ensueño de un mundo feliz, en continuo progreso hacia la luminosidad, que se había comenzado a gestar en el siglo XVIII con el Iluminismo y se consolidaría con la Revolución Industrial en el siglo XIX. Con ese ensueño había echado raíces profundas el capitalismo. La Gran Crisis con bancarrotas bancarias, embargos masivos, pérdidas de empleos y de propiedades y suicidios seriales (nada que resulte ajenos a millones de ciudadanos del mundo en las décadas iniciales del siglo XXI), puso en evidencia la cara más impiadosa del capitalismo, pero no terminó con él. Simplemente lo impulsó a nuevas formas organizacionales y empresariales. Estas cobraron impulso, extensión y poder: el crimen organizado y el gangsterismo. Hoy sabemos que llegarían para quedarse y no solo en Estados Unidos. Mientras ese fenómeno corroía los mecanismos de la economía, de la política, y de la justicia, también envilecía las relaciones humanas y fogoneaba formas primitivas de la supervivencia. Un caldo de cultivo propicio para que se cocieran en él las pasiones más oscuras.
     La novela negra nació en ese lecho. Vino a dar cuenta de los paisajes sociales en general y humanos en particular que surgían de aquella erupción. Donde la novela policial clásica había brindado héroes eruditos, ingeniosos, imbatibles en el arte de la deducción, al que dedicaban casi todo el tiempo de sus vidas acomodadas, la novela negra parió, como bien lo dijo Ross MacDonald, uno de sus más entrañables cultores y padre del detective Lew Archer, antihéroes desclasados, insomnes, desesperanzados, desechos de la democracia, que hablaban el lenguaje áspero de la calle.
Trajo a los que ganaban jugando por fuera de todos los reglamentos. Pero sobre todo   trajo a los perdedores. A los que se hunden aferrados a una ética, su único capital, los que, condenados a un final infeliz, que marchan hacia ese final abrigados por los principios morales de los que carecen los vencedores. Dorothy Uhnak, autora de La investigación y El crimen del Bronx, que basó su carrera de escritora en su experiencia de 15 años como detective de la policía de Nueva York, explicaba cómo intentaba establecer una conexión entre la vulnerabilidad de sus personajes y la de sus lectores. Es decir, entre aquello que ambos tenían de humanos. Y no escribía desde la teoría. En 2006, a los 76 años, fue encontrada muerta a causa de una sobredosis.
      Ella, como tantos autores del género, podrían glosar a Tolstoi y decir: “Todos los ganadores se parecen. Los perdedores, en cambio, lo son cada uno a su manera”. Los ganadores son unidimensionales, emiten un brillo cegador, se mueven en una claridad que aplana los colores y los matices, como el sol del mediodía en pleno desierto. Se rodean de espejos y cuando observan alrededor no miran a nadie, solo ven el reflejo de su propia imagen.

La negrura de la sombra
     La novela negra es negra porque sus historias transcurren en la oscuridad de los escenarios reales de la vida. Y es negra porque se nutre de aquello que Carl Jung definió tan bien como la sombra. Esa parte de cada uno de nosotros que permanece en la penumbra (o a menudo en la absoluta cerrazón) mientras nuestra máscara, eso que llamamos personalidad, carácter o identidad, sale al escenario. Pero, así como en el teatro griego la máscara (que en ese idioma se llamaba persona) ocultaba al actor, en la vida real la verdad de cada individuo se esconde detrás de la personalidad conque sale al mundo y actúa en él.
     En la sombra habitan las pasiones, los deseos, los sueños y pesadillas, las ambiciones, los miedos, los terrores, que a veces  amenazan con emerger al plano de la conciencia antes de ser acallados, derivados, transvestidos y muchas otras veces, acaso las más, solo dicen presente cuando ya es tarde. Cuando hemos cedido a la ambición, cuando nos hemos corrompido, cuando hemos huido, cuando hemos robado, cuando hemos traicionado. Cuando hemos asesinado. Todo en el afán de huir de nuestra sombra.
Pero también en la sombra, como las pepitas de oro ocultas en el barro, hay aspectos y fortalezas de nosotros mismos que desconocemos, que no nos concedemos, que apreciamos en otros y no advertimos en nosotros. Y también suelen anunciarse (para nuestra propia sorpresa) en situaciones extremas, desesperadas, sin mañana. Con ellos, en un acto supremo, en un instante que es apenas un destello en la infinita negritud, dejamos una huella en la vida, salvamos otra vida, imponemos la dignidad en donde ella es una clamorosa ausencia, convertimos el miedo en valentía, la miserabilidad en esperanza.

Nuestros perdedores
      De todo ese material, de todo ese magma que es la sombra se nutre la novela negra. Sus perdedores nos representan. No porque pierdan, sino porque en el doloroso camino hacia su derrota muestran a su manera, su manera única, esa que suele hacerlos inolvidables, nuestra propia oscuridad. Sus derrotas nos duelen. Pero también nos alivian. Son nuestros héroes, porque se hacen cargo de bucear por nosotros en las aguas más profundas del alma humana, las aguas infestadas por emociones y deseos que tememos, las aguas que están en nosotros y a las que no nos atrevemos a descender  por miedo a no ser capaces de regresar a la superficie. Ellos lo hacen, ellos se hunden y nos muestran, cada uno a su manera (no dejemos de honrar a Tolstoi) lo que hay allí.
     Algunos lo hacen como detectives que van por las banquinas de la ley y del orden. Son los Spade, los Marlowe, los Archer y todos sus hijos y hermanos, que llegan siempre hasta el final, hasta la verdad. Se los podría llamar ganadores por ese hecho. Pero sus victorias son amargas derrotas, porque lo que de veras descubren es que esa odisea, la proeza de haber braceado en aguas infectas hasta alcanzar la orilla, no tiene premio, que lo que se llama justicia es el paraguas protector de los ricos, los bellos y los poderosos, que la sanción moral no es una práctica social, como si lo son la obsecuencia y la genuflexión, y que el crimen y la corrupción sí pagan. Y muy bien.
     Cuando se hace contacto con la propia sombra en el mar de la sombra social, no hay cinismo, dureza ni otra coraza que proteja de la caída. Las criaturas de cualquiera de las novelas de James Ellroy lo atestiguan sin piedad. Como las de Horace McCoy (¿Acaso no matan a los caballos?, Luces de Hollywood, Olvida el mañana) o David Goodis (Disparen sobre el pianista, Viernes 13) denuncian que lo más descartable que hay en la maquinaria brutal del capitalismo es el ser humano. Incluso en lo que aparenta ser la historia de un ascenso hay a menudo una caída, como ya se advertía en novelas primigenias, entre ellas El pequeño César, de William Burnett.
     Y hay caídas que, cuando tocan lo más profundo, encuentran la luz del amor. Ahí está como prueba el policía Fred Underhill, protagonista de Clandestino, de James Ellroy, quien tras un rápido ascenso por la escalera de la corrupción se hunde en la negrura más absoluta para emerger redimido, con profundas heridas y visibles cicatrices en el cuerpo y en alma. Entonces descubre, según sus propias palabras, cuán estrecho era su corazón cuando estaba intacto. Ahora se ha ensanchado. Donde el corazón de tantos ganadores glamorosos se contrae, el de los perdedores suele expandirse.

Dar testimonio
     Mientras los gobiernos rescatan a banqueros estafadores que siguen de banquete en banquete después de sus estafas a la sociedad, nadie vela por esas vidas han sido sacrificadas para el menú. ¿Quién se hace cargo de ellas? Siempre habrá un Petros Márkaris atento a rescatar tal memoria a través de una mirada y una presencia gris como la del comisario Kostas Jaritos. Cuando Markaris pinta a Grecia, su aldea, pinta al mundo. Y cuando en la novela negra se hecha luz en el alma de los perdedores, se ilumina la sombra de cada uno de nosotros.
      Los personajes que, como Jaritos, Marlowe, Archer, Montalbano o el periodista Germán, de la saga de Osvaldo Aguirre, no están allí para hablar de sí mismos en primer lugar. Como dice Ross MacDonald, están para testimoniar el compromiso emocional del autor con sus criaturas. El buen investigador y el buen escritor, afirma el autor de El martillo azul, El caso Galton, El otro lado del dólar y La piscina de los ahogados, entre otras, por momentos se olvidan de sí mismos, se hacen transparentes y se concentran en las personas cuyos problemas investigan. “Esa gente es para mí la cuestión principal, enfatiza MacDonald, porque con frecuencia están íntimamente relacionados conmigo y con mi vida”. Esa proyección hace emerger el contenido, el significado de otras vidas. Esto hace atractivos a los perdedores. Lo que dicen del que lee y del que escribe.
     Sus voces son necesarias hoy más que nunca, porque estamos en un mundo en el que no se admite perder. En el que para no ser sospechoso de haber sufrido una derrota se llega incluso a comprar victorias de cotillón, victorias que duran cinco minutos (los que la cámara o la duración de un trending topic brinden), victorias vacías que abonan el vacío existencial de quienes las protagonizan y de quienes las celebran. Estamos en el mundo de hay que ganar cueste lo que cueste o hay que ganar sea como sea. Esto se escucha a través de gritos estentóreos en las voces de políticos y deportistas, y se susurra en la intimidad de las relaciones personales. Este mensaje se transmite de arriba hacia abajo, se esparce a través de la publicidad y el marketing, tiñe la cultura, llega incluso a los oídos de muchos hijos desde las voces de sus padres. Un mundo feliz de ganadores que son como árboles sin raíces, porque las raíces de muchas de las victorias más reales, trascendentes y significativas están a menudo hundidas en las derrotas que las precedieron y las abonaron.
     A pesar de ser perdedores los personajes que portan la sombra en la novela negra, se resisten a la derrota del olvido. Su victoria es permanecer en la memoria, en la emoción de quienes los conocieron en la trama o en la lectura. Su victoria es defender, junto a sus colegas de las tragedias clásicas (como las de Shakespeare) ese espacio en el que el alma baja de las pasarelas luminosas y se hunde en donde palpita el espesor de las pasiones en las que podemos reconocernos y entendernos. 
     Mientras otras novelas se validan a través del género que las categoriza (románticas, históricas, políticas, fantásticas, eróticas) y terminan por parecerse unas a las otras dentro de su género, cada novela negra es universal a su manera. Escucho a personas que preguntan qué es “eso de novela negra”, uniendo en su expresión el temor y la sospecha. Otras dicen “a mí la novela negra no me gusta”, como esos chicos que afirman que tal alimento no les gusta aun sin haberlo probado jamás. No faltan críticos y aún escritores que la admiten como “género menor”, como quien da una moneda a ese pobre hombre sentado en la escalera del subte. Todos ellos ignoran que permanentemente leen y escriben novela negra. Y hay editores que publican novela negra sin saberlo o sin decirlo. Porque la novela negra es según los casos novela de amor (Mi ángel tiene alas negras, de Elliot Chaze), es novela erótica (”, de James Cain), es profunda crítica del capitalismo (El gran reloj, de Kenneth Fearing), es finísima comedia (Triste, solitario y final, de Osvaldo Soriano), es una exploración de lo sobrenatural (como en la serie de Charlie Bird Parker, de John Connolly), es histórica (Sólo una muerte en Lisboa, de Robert Wilson), puede ser un profundo y conmovedor tratado sobre la obsesión (Eva de James Hadley Chase). Y un clásico como El largo adiós, de Raymond Chandler, puede ser mucho de eso, y más, al mismo tiempo.

Ellos se cuentan
     Para concluir el caso que nos ocupa, quiero compartir algo de mi propio quehacer. Mi última novela, Noruega te mata (que en lo personal cierra una dolorosa brecha de 20 años de ausencia en el género) gira alrededor de un perdedor, Jimmy Flaherty, al que aprendí a amar como a un viejo amigo. Quizás porque fue amasado con las derrotas de varios amigos queridos y con mis propias derrotas. Jimmy me abrió las puertas de su sombra y me condujo por esos laberintos a medida que yo describía su odisea. Ocurre así, al menos en mi experiencia. Creemos conocer al personaje y tener una hoja de ruta de su historia, pero esta ilusión termina en cuanto escribimos la primera frase. A partir de ahí nuestras herramientas narrativas están a su servicio, como bien dice MacDonald.

     Los personajes se narran y al hacerlo nos confrontan con nuestra propia sombra y con las del mundo en que vivimos. Algo que a veces no logran los mejores psicoterapeutas, los mejores analistas políticos, los mejores sociólogos. Por eso los leemos, por eso los escribimos. Por eso, cada uno a su manera, estos perdedores, aunque son mortales, son eternos.