La procesión de los
ciegos
Por Sergio Sinay
La tragedia de Olavarría es un síntoma más de la deriva que aqueja a una sociedad en donde la transgresión es una práctica mortífera y la ausencia de límites, guía y figuras orientadoras acentúa un extendido vacío existencial
“Los medios están vendiendo pescado
podrido, no crean lo que se dice”. Con estas palabras Carlos Indio Solari se deshizo de su
responsabilidad en la tragedia de Olavarría. Dos muertos, un número
indeterminado de desaparecidos y varios heridos vendrían a ser “pescado
podrido”. Poco respeto por los fanáticos que ciegamente lo siguen tras un
estéril mesianismo “antisistema” (?) que nada cambia y que termina una y otra
vez en gigantescos, histéricos y violentos pogos. El mesías pide que crean en
su palabra, no en los hechos. Que abandonen una vez más su razón, su capacidad
de pensar, su discernimiento y los remplacen por una genuflexa aceptación de su
relato. Es lo que digo, no lo que hago.
En su extraordinario ensayo El complejo de Telémaco el psicoanalista
italiano Massimo Recalcati señala que hoy no se puede hablar de complejo de
Edipo porque no hay padre con el cual competir, al cual oponerse o matar. El
padre ha desertado de su lugar simbólico (muchos, demasiados, también del
físico) y con él desaparecieron el legado, la norma, la guía y, dice Recalcati,
la Ley de la Palabra. Esta pone normas, orientación, modelo y propósito
existencial. Señala límites y alienta una noción de sentido. No es necesario
para ello un padre perfecto ni uno autoritario. Nada de eso. Sí un padre
presente que, con sus imperfecciones, se ponga a sí mismo como ejemplo bajo la
Ley de la Palabra. Ausente el padre, en nuestra cultura nace el complejo de
Telémaco. El hijo de Ulises, que otea el mar ansiando el regreso de su padre
que partió hacia la guerra de Troya. Telémaco lo espera para que restaure el
Cosmos, la armonía, en donde se impuso el Caos. Los pretendientes de su madre, Penélope,
cometen todo tipo de desmanes y atropellos, devastan el reino de Itaca mientras
Ulises no está. Y para regresar deberá sortear todo tipo de peligros y
tentaciones, pero lo guía la misma ansia de reencuentro que hace a su hijo
salir a buscarlo. Este es el tema de La
Odisea, fundante poema épico cuyos ecos resuenan hoy con potencia.
Los hijos actuales piden restaurar
la filiación perdida, esperan al padre pero este se niega a ocupar su lugar. En
una cultura sin padre y sin la ley que representa, no hay nada a qué aspirar,
no hay legado para hacer propio a través de una vida guiada por la Ley de la
Palabra, no hay límite orientador. El padre de hoy, dice Recalcati, es incapaz
de expresar el sentido del bien y del mal, de la vida y la muerte. Es un hijo
más. Un hijo extraviado. En Olavarría, como en Cromagnon, había padres y madres
con bebés. Sobran los padres adolescentizados, sin ejemplo ni autoridad (por
favor, leer bien: autoridad, no autoritarismo)..
Sin padre nace la ilusión de que
todo está permitido, de que todo es posible. De la Ley de la Palabra se salta a
la Ley del Goce. Solo gozar. Y si algo se opone, transgredir. El goce ilimitado
enferma los corazones y las almas, es compulsivo, insaciable y vacío de
sentido. Crea una falsa sensación de libertad. Donde no hay ley ni límite no
hay libertad, porque no hay que elegir. Y es eligiendo ante el límite, y respondiendo
a los efectos de la elección, como se nace a la responsabilidad y a la
libertad.
Creyéndose libres, apunta el autor de El complejo de Telémaco, las personas se
licúan en las masas y, manipuladas por falsos profetas, sin pasiones ni ideales
se arrojan a un goce vacío y mortífero. Quizás para el mesías de turno, ese que
juega al misterio y la ausencia desde la comodidad de su Olimpo artificial, ese
que arrea y fideliza a sus fanáticos con la repetida amenaza de su posible retiro,
ese que no se responsabiliza de las consecuencias que desata, esto sea “pescado
podrido”. Pero no es pescado. Son vidas a la deriva, son tragedias repetidas,
son postales de una época oscura. Recalcati remite a La parábola de los ciegos, una impresionante pintura del holandés
Pieter Brueguel, El Viejo,
(1525-1569). En ella un ciego conduce a otros en una patética fila india hasta
que todos caen a un profundo hoyo. No es el pescado lo que está podrido en la
sociedad, sino otras cosas más graves y más tóxicas, arriba y abajo.