lunes, 27 de julio de 2015

Peligro: están cazando votantes

Por Sergio Sinay

Es temporada de caza de votantes y se reproducen los discursos vacíos y oportunistas  a cargo de candidatos sin ideas ni principios, así como avisos manipuladores pergeñados por asesores y publicistas mercenarios. Como nunca, es necesario pensar por cuenta propia.



     De pronto las pantallas televisivas, las ondas radiales, las computadoras, tablets y celulares son invadidos por avisos políticos. No porque haya renacido la verdadera política (la de debates, participación y compromiso ciudadano reales, construcción de proyectos colectivos, fortalecimiento y defensa del bien común, integración de la diversidad con preservación de las diferencias), sino porque estamos en temporada de elecciones. Es decir, en temporada de caza de votantes. Como nunca, quedan al desnudo las carencias, los vacíos intelectuales, las dobleces morales, las serias limitaciones expresivas, la levedad terminal de los principales candidatos. Son tan inconsistentes que ni siquiera tienen nombres completos, no tienen raíces que los sostengan, pierden hasta sus apellidos. Son apenas Daniel, Mauricio, Aníbal, María Eugenia, etc. Cuando Groucho Marx expresó “estos son mis principios, pero si no les gustan tengo otros” hablaba de ellos, aunque no los conociera o no hubieran nacido.
Daniel es de pronto ultra K como antes fue ultra menemista y ultra duhaldista y será lo ultra que resulte necesario. Es un seguro servidor de quien le ladre más fuerte. Es nada. Está visto. Mauricio privatizaba todo hasta que se asustó por un resultado electoral y ahora es más estatista, más socialista y más “progre” que nadie. Sus corifeos tratan de justificar lo injustificable, quieren presentar como una estrategia fríamente calculada lo que es una improvisación torpe, oportunista y desesperada. Massa pasó de juntar intendentes corruptos a verlos huir de él en busca de mejores quesos y ahora promete palos contra la corrupción (¿no la veía cuando era jefe de gabinete?).
     Y así. Un principio para cada ocasión, un principio para cada oyente. Ningún principio traducido en conductas. Si hay archivos que los van registrando, no importa. Mientras tanto, el bombardeo impiadoso de avisos. En toda esa catarata producida por asesores de imagen y de marketing y por mercenarios de la publicidad no hay una idea, una propuesta, una explicación acerca de qué harán, cómo lo harán, para qué lo harán. Cero. Son apelaciones emocionales. Sobredosis de emoción rápida, fácil y banal que impida que se filtre el pensamiento, el argumento, la reflexión. También ellos van por todo y a cualquier precio, incluso el de su dignidad (si aceptáramos que la tienen).
     Mientras ellos manipulan la emoción, la responsabilidad de pensar queda a cargo del ciudadano. Sobre todo si quiere honrar su condición de ciudadano (persona con derechos, con información, con pensamiento propio y, lo que es esencial, con deberes). Y así debe ser. Cada uno es responsable de pensar por cuenta propia, de actuar según sus reflexiones, de no sumarse a una manada, de asumirse antes como persona y ciudadano antes que como el mero consumidor amaestrado que pretenden y necesitan los candidatos sin principios y los asesores que manipulan emociones.
     Estamos en temporada de caza de votos. Todo estamos en la mira del cazador. Serán semanas y meses peligrosos. Hay que pensar más que nunca. Frente al mensaje vacío, los antídotos son la mente alerta, los valores convertidos en actitudes, los propios principios, la propia dignidad. Eso de lo cual los cazadores carecen.

martes, 21 de julio de 2015

Mucho voto, poca democracia

Por Sergio Sinay

Votar es apenas un aspecto de la democracia, que languidece y se fosiliza cuando los ciudadanos no van más allá de eso, y los gobernantes construyen oligarquías tóxicas
 
   
El activismo (eso que por estas pampas se llama “militancia”, significativamente una palabra de resonancia militar y bélica) ya no produce transformaciones ni revoluciones. Simplemente permite que nuevos grupos, algunos de ellos marginales a la política, encuentren un lugar acogedor bajo el sol del sistema. Las elites de los partidos, burocratizadas y fosilizadas, se apropian de ellos y, llegado el caso, los convierten en guardianes del poder. Al decir esto, Jane Mansbridge, catedrática en la Escuela de Gobierno Kennedy, de la Universidad de Harvard, e influyente pensadora en el estudio de la democracia deliberativa, no habla de la Argentina, aunque pareciera que sí. En una entrevista concedida en estos días a Lluis Amiguet, periodista de La Vanguardia, de Barcelona, Mansbrige galardonada por prestigiosas universidades e instituciones del mundo, insiste en que la democracia no se agota en el voto, que se estanca y esteriliza si los ciudadanos no participan, si no hay deliberación sobre temas de interés común y si la mirada de cada uno se agota en el interés propio y no lo liga al devenir de la comunidad.
     “La ejemplaridad es fuente de legitimidad, pero muchas democracias tienen una clase política tan desprestigiada que, además, requieren procesos participativos para regenerarse”, dice esta sólida y comprometida intelectual (fue una reconocida activista contra la guerra de Vietnam). Cuando el ejemplo no llega desde los dirigentes, la democracia debe tener y usar los mecanismos necesarios para la coerción y la sanción. Si esto no ocurre, devienen fallidas.
     En una de sus declaraciones que nos tocan más de cerca Mansbridge afirma: “Un síntoma claro de que una democracia se degrada hasta la oligarquía es que aparecen dinastías y algunos apellidos mandan más que los votos”. Hace demasiados años que en la Argentina mandan apellidos, que esos apellidos (en el plano provincial y en el nacional) aplastan toda posibilidad de construir una sociedad participativa, creativa, donde la diversidad de ideas se integre en visiones compartidas. Y lo peor es que esos apellidos se apropian del Estado, alimentan cortesanías sumisas, desbaratan los mecanismos republicanos, esparcen y profundizan la corrupción como una peste letal y crean relatos impunes y perversos. No lo hacen solos, sino avalados por votantes oportunistas en unos casos y reducidos a la inopia y mantenidos en ella por un clientelismo obsceno en muchos casos más.
     Mansbridge advierte contra el voluntarismo participacionista. Una democracia deliberativa, en la cual los ciudadanos entienden como propias las cuestiones comunes y se involucran en ellas, no es cuestión de discursos, de catarsis ocasionales, de agitación superficial y fugaz, como a menudo parece entenderse. “Si los procesos participativos complejos como los presupuestos deliberativos se practican mal, los ciudadanos se vuelven cínicos y el problema empeora”, indica.
     Transitamos hoy y aquí tiempos de elecciones seriales y pareciera que cuanto más votamos más se deteriora la democracia, más aun a la luz de los patéticos discursos y actitudes de los principales candidatos, personajes de una desértica incultura política (y general), de patética incapacidad expresiva y de absoluta nulidad a la hora de proponer (desde la política y no desde el marketing) una argumento capaz de comprometer a la mayor parte de la sociedad (los egoístas y desentendidos siempre existirán) con una visión imaginativa y trascendente de la sociedad en la que vive. “Las democracias necesitan cada vez más que todos se comprometan con el bien común más allá del voto”, recuerda Mansbridge. Cuando no es así, los fósiles, los corruptos, los obsecuentes, los temerosos, los desconcertados, los oportunistas o los banales terminan por convertirse en los candidatos con más rating.

(Los interesados pueden escuchar una conversación de Jane Mansbridge con alumnos de su cátedra en Harvard en este video)




lunes, 13 de julio de 2015

Un griego universal

Por Sergio Sinay

Mientras un comisario de Atenas resuelve complejos asesinatos, lectores atentos pueden ver reflejada su propia sociedad y comprender por qué el mundo anda como anda.


    El comisario Kostas Jaritos, jefe de Homicidios de la policía griega en Atenas, es un avanzado cincuentón, tiene una hija treintañera y abogada, un yerno médico y una esposa ama de casa pragmática y de rotundo sentido común. No es un hombre de grandes luces y resuelve sus casos a fuerza de mucho ensayo y error, paciencia, capacidad de escucha y habilidad para conducir a un equipo de colaboradores mediocres. Resulta difícil no sentir cariño por él y no entender sus deslices conservadores o compadecerlo en sus continuos choques con la modernidad. Si se lo sigue atentamente en sus andanzas, lo cual es fácil y entretenido, Jaritos puede ser el mejor guía para conocer en profundidad los pliegues de una sociedad hoy martirizada por las manipulaciones, la torpeza y la corrupción terminal de políticos y economistas no solo propios sino también ajenos.
Kostas Jaritos es un personaje creado por el escritor Petros Márkaris y el protagonista de una serie que hasta hoy suma nueve títulos. Los últimos tres (Con el agua al cuello, Pan, educación y libertad y Hasta aquí hemos llegado) constituyen lo que su autor llama “La trilogía de la crisis”. Los crímenes casi siempre seriales que debe resolver Jaritós (mientras lucha contra la burocracia y los manejos políticos de sus superiores y el oportunismo de los ministros de turno) nunca son meros enigmas ajedrecísticos. Con un estilo clásico, palabras justas, descripciones jugosas, fina sensibilidad y saludable sentido de la ironía, Márkaris se vale de esas investigaciones para sumergirse en la historia griega del siglo XX, en los sedimentos que aquella deja en el presente, y, por fin, en la dolorosa actualidad de hoy. El mejor enviado especial del más prestigioso medio internacional sería incapaz de explicar con mayor claridad y con mejores viñetas de la vida cotidiana lo que ocurre en Grecia. Tampoco podría dar con una galería de personajes tan vivos, tan humanos (en cuanto a complejidad y sutileza emocional y psicológica), y tan universales. Muchos de estos griegos son perfectos argentinos. Allí están nuestros vecinos y conocidos, nuestros peores adversarios, nuestros amigos, nosotros mismos. Márkaris pinta su doliente aldea y pinta el mundo.
    Al hacer esto, el escritor (también dramaturgo y guionista del gran Teo Angelópulos en películas bellas e inolvidables como La mirada de Ulises) muestra una vez más hasta qué punto la buena literatura (en este caso, como en tantos, la novela negra) informa, da cuenta y testimonio del mundo, trasciende la anécdota, cava en la profundidad de los acontecimientos de su tiempo y los enlaza con el pasado para lanzar interrogantes esenciales hacia el futuro. La buena literatura desnuda y endereza a menudo lo que otros medios tuercen y encubren. Brinda con generosidad, lucidez y emoción una información que perdura más allá del barullo inmediato y perecedero. Ilumina la mente y nutre el alma.
    La saga de Jaritos está viva y al alcance de cualquier lector (sus primeros seis títulos son Noticias de la noche, Defensa cerrada, Suicidio perfecto, El accionista mayoritario, Muerte en Estambul y Liquidación final).  Desde sus páginas se puede ver con nitidez el mundo de hoy, el ocaso de valores esenciales, la razón de las ilusiones perdidas, la obscenidad de sus injusticias e incluso la estupidez conque las sociedades se infligen a sí mismas heridas mortales y luego, sin entender ni aprender, buscan culpables ajenos o externos. A miles de kilómetros de distancia cualquier lector argentino con ojos y mente abiertos, encontrará en la obra de Márkaris pistas para su propia realidad. Siempre que no lo cieguen preconceptos y relatos fanáticos (algún ministro de Economía o alguna jefa de Estado que hablaron de Grecia en estos días no entenderían una letra de estas extraordinarias novelas).
    Márkaris es autor también de breves ensayos recopilados en La espada de Damocles. Son imperdibles. Allí habla de lo que ocurre cuando Estado y ciudadanos compiten en irresponsabilidad, en consumo y en ver quién gasta más sin hacerse cargo de las consecuencias. Habla de las consecuencias morales y culturales de las crisis y de los hondos e irreparables resentimientos que siembra la política cuando se convierte en un negocio. Sin quererlo, los escritores suelen ser profetas. Dicen lo que todos callan, aunque duela. No es casual, seguramente, que la más reciente historia de Jaritos se titule Hasta aquí hemos llegado. Quizás el título abarque al mundo contemporáneo en su totalidad.

viernes, 10 de julio de 2015

La gran final

(un relato)

Por Sergio Sinay


Hacía años, desde el final de su adolescencia, que no veía a su padre vestido así, con la camiseta de los colores tan queridos, esos por los que tanto habían sufrido y gozado en todo tipo de canchas y bajo cualquier clima. Pero ahora, a los 81, con el paso titubeante al que lo condenan sus achaques, el viejo aparece en el living con aquella camiseta sobre la camisa y sobre la remera de mangas largas. No dice nada, solo le guiña un ojo y deja el bastón apoyado en la mesa, junto a la silla en la que se sienta para cenar.
La cosa va en serio, piensa Hugo. También el viejo se juega mucho esta noche. Buena parte de las esperanzas que aún es capaz de juntar. Él ha venido a cenar y a mirar el partido con su padre y le ha dado la noche libre a la señora que cuida al hombre. Hoy dormirá aquí. Los chicos están en un campamento y Laura, su mujer, salió con unas amigas, como corresponde a una noche de miércoles. Hace tiempo que Hugo y su padre no ven un partido juntos. En verdad, hace tiempo que no hacen algo juntos. Nunca fueron grandes conversadores, pero cuando él era chico y su padre un hombre más joven, más fuerte y, según la mirada infantil, invulnerable, solían compartir actividades en silencio. Remontadas de barrilete, excursiones en bicicleta, películas de acción en el cine, preparación del fuego para el asado y, desde que Hugo tuvo seis años, la cancha cada domingo.
Después de que él se fuera de casa, para vivir primero con dos compañeros de la facultad y después con Laura, cada vez tuvieron menos encuentros y menos intimidad. Al contrario del viejo, su madre, a medida que envejecía, parecía hablar más. Pero no duró mucho. Llegó una mala temporada de la vida que trajo, en un combo sombrío, el cáncer de la madre y la jubilación del padre. La viudez del viejo no estaba en los planes. Se supone que los hombres mueren antes y que vivimos en una sociedad de viudas. Así, los últimos diez años fueron de un eclipse lento. Sin quejas, empeñado en no molestar, como solía decir, el viejo se fue apagando sin terminar de apagarse. Él cumplía con las visitas rituales, lo sacaba trabajosamente a pasear o a comer, Laura le daba una mano y aportaba conversación con esa envidiable naturalidad con que las mujeres pueden charlar hasta con una estatua y hacerla sonreír o sollozar, pero Hugo no dejaba de vivir aquello como una larga espera. La larga espera de algo que prefería no nombrar.
Esta noche, después de años de tropiezos, fracasos y falsas ilusiones, el equipo juega una final de esas que importan, que quedan en la historia de las alegrías o de las amarguras, pero de las que no se vuelve intacto. No se juegan estas finales todos los días, de manera que eligió mirarla con el viejo. Llegó temprano, trajo algo para una picada y después él mismo preparó una salsa y la echó sobre los ravioles de ricota y nuez que compró en la vieja pastería del barrio. El partido empezará tarde porque el continente es grande y los horarios no coinciden. Allá, donde el equipo se jugará la vida contra un estadio repleto de adversarios, son dos horas más temprano.
Por esas coincidencias que nunca nadie sabrá explicar Hugo ha buscado esa tarde su propia camiseta, la que solía usar para ir a la cancha. Un modelo ya perimido, pero por eso mismo más valioso. Le costó hallarla, pero dio con ella en el fondo de un placard. La trajo como cábala, para que los colores estuvieran presentes. No esperaba encontrarse conque también el viejo había conservado el querido uniforme y conque esta noche, en un notable arresto de vitalidad, se lo pondría.
Cenaron, especularon sobre la formación y las posibilidades del equipo, rememoraron antiguas y gloriosas victorias y planteles y se fueron al dormitorio, en donde el viejo se empecinaba en tener el televisor. Su padre se ubicó en el centro, recostado contra la pared, y él ocupó una estrecha lonja en un costado, con una pierna en el piso y la otra estirada en la cama. Así están ahora. Callan. Sus respiraciones cortan el aire como un afinado bisturí. El equipo parece estar en una buena noche. Sale al frente desde el arranque, juega con fluidez y atrevimiento, sin temor ni a la multitud ni al adversario inflamado por un aliento rugiente. Ataque por ataque, como debe ser, sin especulaciones, haciéndose sentir. Hugo mira alternativamente a la pantalla y a su padre. En los ojos del hombre hay un brillo que se había esfumado hacia años, en su piel hay color y en su boca entreabierta por la emoción, una sonrisa. El partido es duro y duele la sola idea de que, cosas del fútbol, se podría llegar a perder por un error, por una matufia arbitral o por quién sabe qué. En el fútbol aunque se sepa mucho, nunca se sabe.
Pero no. Esta noche los astros están alineados. Cuando parece que se vienen los penales lo que llega es un exquisito centro del lateral derecho (un centro de esos que ya no se ven) para que el nueve cabecee abajo y a un rincón, alcanzando el Olimpo y callando para siempre las críticas que venía cosechando en los últimos meses de sequía. Gol. Gol. Gol y campeones. Porque faltan dos minutos y ya no hay forma de no ser campeones. Hugo grita como un chico, en el pecho se le abre una compuerta emocional que parecía cerrada desde hacía años. Cuando suena el silbato suelta un poderoso “¡Vaaamos, carajo, todavía!”, se vuelve y toma la mano del viejo.
La mano está inerte. Fría. No quiere mirar, pero lo hace. El viejo tiene los ojos cerrados, una sonrisa y una calma como él nunca le conoció. De fondo, en el televisor y en la calle, gritos, algarabía, bocinas. En la pantalla habla el técnico, después el goleador, después todo el equipo baila en el vestuario, semidesnudo. Mientras tanto él, con movimientos lentos, suaves, se levanta de la cama, busca su camiseta, se la pone y se acuesta junto al viejo. Le toma la mano y no hace nada más. Permanecen así hasta la mañana, flotando en una noche sin tiempo. Cuando se hacen ciertos los rumores del día, se levanta, toma el teléfono y llama a Laura.
--Amor, buen día. Tranquila, no te asustes, lo que voy a contar no es triste. Yo estoy bien…