MI PADRE
Por Sergio Sinay
(A propósito del Día del Padre)
Mi padre se llamaba
Moisés. Era hijo de Miguel y de Lea. Fue hermano de Marcos y de Rubén. Fue el
marido de Miriam. Fue el padre de Horacio y de mí. Era el abuelo de Iván y de
Javier. Cuando murió, hace dos días, tenía 85 años.
Mi padre no fue un
gran hombre. Pero hacía el más sabroso café con leche que jamás probé. Nos los
preparaba cada mañana a Horacio y a mí, cuando íbamos al colegio, y nos lo
servía con unos enormes panes con manteca y dulce.
Mi padre no fue un
gran hombre. Pero pelaba las naranjas como nadie. Las dejaba sin un rastro de
ollejo, brillosas, lisas, tentadoras. Yo no quería comer naranjas si no las
pelaba él.
Mi padre no fue un
gran hombre. Pero llenó de libros nuestra casa de la infancia y los dejó absolutamente
a nuestro alcance. Nunca dijo “ese libro no es para vos”. Y así aprendimos a
amar la lectura desde chicos. Todavía hoy leo como entonces, como él. Con
voracidad, con desorden, con placer. Mi casa está llena de libros, las
bibliotecas son los muebles principales.
Mi padre no fue un
gran hombre. Pero a los 84 años aprendió a hacer señaladores de cuero, con sus
dedos agarrotados, y me regaló uno, simple, bello y austero, con el que hoy
guío mis lecturas.
Mi padre no fue un
gran hombre. Pero cuando yo tenía 10 años y Horacio 7 y vivíamos en La Banda,
Santiago del Estero, compró entradas y un 9 de julio nos llevó a la cancha del
Club Mitre a ver a River, que venía de gira. Seguimos el partido subidos a un
sulky, porque no había lugar para nadie. Fue la primera vez que vi a River, y
lo vi con Carrizo, con Lostau, con Labruna, con Pérez, con Pipo Rossi. Mi padre
era hincha de Independiente, nosotros nos hicimos de River.
Mi padre no fue un
gran hombre. Pero nos llevaba cada domingo a la cancha a ver a Central
Argentino, de La Banda, a pesar de que él era hincha del eterno rival,
Sarmiento. Y hasta se alegraba con nosotros si ganaba Central.
Mi padre no fue un
gran hombre. Pero una tarde de mi adolescencia, en la trastienda de la farmacia
que él y mi madre tenían en La Banda, me explicó cómo se hacían los chicos.
Tartamudeaba y estaba rojo y sudoroso. Yo ya sabía, pero me fascinó su
explicación.
Mi padre no fue un
gran hombre. Pero cuando hice mi viaje de egresado, en tren desde Santiago a
Mendoza con mis compañeros del Colegio Nacional Absalón Rojas, me llamó aparte
en el andén y me dio tres preservativos. “Tomá, por si los necesitás”, me dijo.
Y otra vez estaba rojo y sudoroso.
Mi padre no fue un
gran hombre. Pero un día, cuando cumplí doce años, se apareció en casa con el
curso de dibujo de Los Doce Famosos Artistas como regalo. Y yo, que amaba las
historietas, tuve como profesores a Hugo Pratt, a Alberto Breccia y a otros
así.
Mi padre no fue un
gran hombre. Pero cuando me acariciaba, y me acariciaba mucho, tenía las manos
tibias; y cuando me besaba, y me besaba mucho, tenía los labios suaves y
húmedos.
Mi padre no fue un
gran hombre. Pero un día, cuando un chico más grande que yo, uno de los pesados
de la cuadra, me estaba dando una paliza en plena calle, él apareció de la nada
y cagó a patadas en el culo a mi enemigo.
Mi padre no fue un
gran hombre. No me enseñó a manejar, pero resultó lo bastante confiado como
para dejar las llaves del auto a mi alcance, de manera que una siesta las
agarré, subí al Fiat 1500 verde y debuté por mi cuenta paseando durante dos
horas, maravillado de que semejante artefacto respondiera a mis movimientos.
Cuando se lo conté, mi padre sonrió casi complacido, casi aliviado.
Mi padre no fue un
gran hombre. Pero venía a verme cuando yo jugaba al básquet en los infantiles y
en los cadetes del Club Olímpico, de La Banda, y, al principio, me llevaba a
los entrenamientos, y a mi hermano también. Y aunque él era un patadura, yo,
creo, jugaba para él, para que él me admirara.
Mi padre no fue un
gran hombre. Pero, aunque jamás aprendió a andar en bicicleta, me sostuvo en la
mía y no me soltó hasta que pude mantener el equilibrio por mí mismo. Y yo
sabía que no me iba a dejar caer.
Mi padre no fue un
gran hombre. Pero lagrimeaba de orgullo cuando nos presentaba a Horacio y a mí
y decía “Estos son mis hijos”. Lo decía con el mismo énfasis cuando éramos
chicos y cuando nos hicimos hombres.
Mi padre no fue un
gran hombre. Pero nadie sabía contar “El patito feo” como él. Y nadie tuvo su
paciencia para narrármelo una y otra vez, siempre con el mismo entusiasmo, cada
siesta y cada noche de mi niñez temprana, respetando mi necesidad de volver a
oír mi cuento favorito.
Mi padre no fue un
gran hombre. Pero todavía a sus ochenta y pico era capaz de poner inyecciones
como nadie, sin que sintieras ni el pínchazo ni el dolor. Muchas veces preferí
inyecciones a otro remedio, porque sabía que estaba él para ponerlas.
Mi padre no fue un
gran hombre. Pero descubría siempre los mejores chocolates.
Mi padre no fue un
gran hombre. Pero hasta el último domingo de su vida leyó el diario de pe a pa
y era un interlocutor informado y apasionado de los sucesos del mundo y de la
vida.
Mi padre no fue un
gran hombre. Pero amaba el cine y las películas y nos enseñó a amarlas junto a
él; nos llevaba a las matinés del cine Renzi y a los estrenos del Petit Palais,
del Grand Splendid, del Select o del 25 de Mayo. Disfrutaba como un chico de
las de cowboys y hacía el sacrificio de llevarnos cinco días seguidos a ver “La
Cenicienta” o “Sansón y Dalila, con Víctor Mature y Hedy Lamarr. Ahora, en sus
últimos tiempos, seguía contando escena por escena, como un personaje de Manuel
Puig, cada película que veía en el cable, y lloraba de emoción o de bronca,
según fuera una escena de amor o de injusticia.
Mi padre no fue un
gran hombre. Pero era el mejor público para contarle un chiste. No había que
hacer grandes esfuerzos narrativos, él se descomponía de risa por el sólo hecho
de saber que era un chiste.
Mi padre no fue un
gran hombre. Pero cada vez que mi madre se lo pedía era el mejor ayudante de
cocina. Nunca vi a nadie batir claras a nieve, como él. A mano.
Mi padre no fue un
gran hombre. Pero tenía la letra más bella y firme que yo conozca. Me fascinaba
ver cuando escribía cartas, cuando firmaba boletines o cuando hacía los
discursos que después leía en las reuniones de la colectividad judía
santiagueña; yo observaba hipnotizado cómo iba surgiendo sobre el papel el
dibujo de su caligrafía y cómo él mismo disfrutaba mientras su mano cobraba
velocidad, calor e inspiración.
Mi padre no fue un
gran hombre. Pero me enseñó, con sus actos, que un hombre sí puede llorar. Él
lloraba de emoción o de dolor.
Mi padre no fue un
gran hombre. Pero supo despedirse antes de partir. El domingo a las cinco de la
mañana me desperté y no pude volver a dormir por un largo rato. Era una hora
silenciosa y quieta. De marea en baja. Entonces supe que, en la sala de terapia
intensiva del hospital, él estaba muriendo. Que me despertaba suavemente, como
cuando en las mañanas frías del colegio se acercaba a mi cama, me tocaba
suavemente el hombro y me decía, en un susurro, “Pichu...arriba”. Y que esta
vez lo hacía para despedirse. En mi cama, en la oscuridad, no luché contra el
insomnio, simplemente me despedí de él, le deseé buen viaje, le agradecí lo que
tenía que agradecerle y le hice saber que, por mi parte, no había cuentas
pendientes entre nosotros. Ninguna. Me dormí nuevamente a las siete y el
teléfono sonó a las ocho para pedirnos que fuéramos con urgencia al hospital.
Entonces le dije a Marilén: “Mi Viejo murió hoy a las cinco y media, es eso lo
que nos van a informar”. Un par de horas después, nos entregaron un certificado
de defunción que decía: “hora del fallecimiento: 5:30”.
Mi padre no fue un
gran hombre. Pero enfrentó a la muerte entero y vivo. Peleó con sabiduría,
conocedor de que la batalla sería posible mientras hubiera equivalencia. Cuando
sintió que ya estaba, que había hecho lo suyo, que las reglas de juego habían
dejado de ser parejas, dijo basta. No lo dijo como un derrotado. Había comido
una porción de las grandes (como a él le gustaban) de la vida; su último año y
medio había sido de placer, de reivindicación y de buena vida. Entonces decidió
que estaba a punto y murió. En su muerte, fue un modelo. Y no es poca cosa.
Mi padre no fue un
gran hombre. Pero murió como un señor. Sin degradarse, sin deterioro, sin
corromperse, como una persona íntegra y consciente. No huyó, no tuvo miedo,
llegó vivo a su muerte. Y cuando lo vimos, antes de ocupar su cajón, su rostro
era plácido, pacífico, como quien sueña sueños íntimos y felices o como quien
observa deslumbrado algo que lo hará feliz pero de lo que no quiere hablar.
Era, en ese momento y en ese lugar, en la morgue del hospital, nada menos, un
viejo hermoso y sereno. Así nos despidió. Soltándose, soltándonos.
Mi padre no fue un
gran hombre. Pero fue honesto.
Mi padre no fue un
gran hombre. Pero fue amoroso.
Mi padre no fue un
gran hombre. Y no importa. Los grandes hombres ocupan, a veces, demasiado lugar.
Asfixian. Y son acreedores de deudas que nos hacen la vida más pesada. Visto
así, por suerte, mi padre no fue un gran hombre. En muchas cosas fue sólo un
pequeño hombre. Pero más allá de todo fue algo más difícil y más importante. Mi
padre fue un buen hombre.
Agradezco eso.
Gracias, papá, por tu
vida.
(1 de
junio de 1999, día siguiente al entierro de mi padre)