martes, 29 de septiembre de 2015

Psicópatas corporativos

Por Sergio Sinay

Son más de los que parecen, están enquistados en las empresas que manejan a los gobiernos y los efectos de sus acciones son devastadores para la sociedad. En estos días el caso VW los puso en el tapete.


     
Más de tres millones de autos (entre las marcas Volkswagen y Audi, ambos de la misma corporación) circulan por el mundo contaminándolo debido a que la empresa trampeó con los sistemas de control de emisión de gases tóxicos. Todo lo que se le ocurrió decir a Michael Horn, director ejecutivo de la firma en EE. UU., fue: “La embarramos”. Recuerda a esos asesinos (generalmente los femicidas) que después del crimen llaman a un amigo y dicen: “Me mandé una macana”. Que haya vidas humanas destruidas o amenazadas es lo de menos. El psicópata se saltea las nociones de bien y de mal, actúa por encima de ellas. Y Horn, tanto como Martín Winterkorn, el CEO de VW a nivel mundial, que renunció tras descubrirse el delito, encajan perfectamente en la categoría que el doctor en psicología Robert Hare describió como psicópata corporativo.
     Hare se ha dedicado especialmente a estudiar la psicopatía en general (es célebre su trabajo Sin conciencia: el inquietante mundo de los psicópatas que nos rodean) y a estos especímenes en particular. Tiene sus motivos. Ya en 2002 había detectado que la mitad de las grandes economías del mundo no correspondían a países, sino a corporaciones. El porcentaje no ha variado y acaso haya aumentado en favor de las grandes empresas, que, en definitiva, deciden sobre el destino de naciones y personas en la era de la economía de mercado.
El porcentaje de psicópatas en los altos cargos de las corporaciones, advierte Hare, es notablemente superior al de los que existen en la sociedad en su conjunto. Y sus características emulan y acentúan la de tantos psicópatas camuflados en el mundo común. Son superficialmente encantadores, tienen un alto concepto de sus propios merecimientos, son patológicamente manipuladores, no conocen el remordimiento, resultan emocionalmente superficiales e insensibles, carecen de empatía y jamás asumen responsabilidad por las consecuencias de sus acciones y decisiones. En cierto modo con estas características también se podría crear la categoría del psicópata político y aplicarla a gobernantes y candidatos, ya que estamos en épocas electorales.
     Lo habitual es que estos psicópatas salgan impunes de los desastres que pueden provocar (y provocan), agrega Hare, y que se lleven incluso algún premio. Allí están como prueba los altos ejecutivos de Lemman Brothers y de toda la banca que hundió al mundo en la peor crisis económica en un siglo (con secuelas de quiebras, suicidios, vidas y futuros destruidos) y no sólo se reubicaron y siguen libres, sino que, rescatados por los gobiernos que se postran ante las corporaciones (incluido el de EE.UU.), terminaron cobrando jugosísimas indemnizaciones y bonos. Su única falla fue haber sido descubiertos. Por lo demás, cumplieron con su tarea: permitir a las corporaciones ganar dinero, así sea a costa de la salud y vida de las personas o del planeta. Para eso los contratan.
      Cuando se lee que el nuevo CEO de Volkswagen, Matthias Müeller (trasladado desde Porsche) ve en esta situación “una oportunidad” para que la empresa renazca y se fortalezca, mientras otras autoridades de VW echan la culpa del crimen a “un pequeño grupo”, se entiende por qué Robert Hare consideró necesario estudiar y dar a conocer las características de la psicopatía corporativa y sus amenazas y costos para la sociedad.
     Cada vez que oímos sobre “responsabilidad social empresaria”, sobre lo que quieren, piden y esperan los mercados, sobre la influencia de éstos en decisiones gubernamentales que afectan a países enteros y millones de vidas, es tiempo de internarse en los estudios de Hare y de preguntar si nuestros destinos como personas, como ciudadanos, como usuarios están en manos de psicópatas corporativos. Si es así, también conviene recordar que el psicópata (de cualquier tipo) no suelta su presa hasta que ésta decide abandonar su condición de tal, como bien señala Marie-France Irigoyen en El acoso moral. Y en todas las condiciones que mencioné (persona, ciudadano, usuario), siempre hay algo para hacer y escapar al papel de presa. Desde no consumir sus productos, denunciarlos, negarse a jugar con sus reglas, ejercer el derecho de elección. Y muchas más. O, por el contrario, esperar amodorrados que sus acciones nos afecten y que entonces sea tarde.

lunes, 21 de septiembre de 2015

Cuando la transgresión es ley

Por Sergio Sinay

Una sociedad que protege a los transgresores crea las condiciones para vivir bajo una única ley: la de la selva. Así estamos.




     Si la transgresión se naturaliza y se convierte en ley, la justicia como institución se pone a su servicio. Es decir, deja de velar por el cumplimiento de las leyes, normas y reglas de convivencia, se despreocupa por la vigencia de la equidad, protege al transgresor y deja librada a su suerte a la víctima de aquel. “Antes de la existencia de la ley no hay transgresión”, decía Thomas Hobbes (1588-1679), el filósofo inglés que con su extraordinario Leviatán, sentó las bases del pensamiento político occidental. Esto significa que desactivar y desbaratar la ley nos devuelve a un estado tribal, en el que se impone el más fuerte, el más astuto, el más tramposo, el más egoísta, el menos cooperativo, el menos empático, el menos compasivo.
      En la Argentina esa hipótesis se ha ido convirtiendo en una realidad cercana y palpable. Se queman urnas y se pide, desde la cima del poder, que se respete esa quema como “voluntad popular”. Un presidente violó todas las reglas de tránsito (y muchas más en todos los órdenes) conduciendo una Ferrari a velocidades prohibidas hacia Pinamar y el hecho fue festejado por la mayoría de la sociedad. Un gol con la mano se conmemora mucho más que otro tanto (en el mismo partido y a cargo del mismo jugador) que fue una obra de arte futbolística. Y su autor, transgresor serial y generador inagotable de actos irresponsables, es una figura de culto. Cualquier transgresor, en cualquier ámbito (política, deporte, farándula, música, conducta en la calle, etcétera) encuentra inmediatamente defensores capaces de promover piquetes, firmar solicitadas, engrosar raitings televisivos, escrachar a las víctimas o a quienes pudieran sancionarlo, todo en nombre de confusas concepciones de libertades y derechos creados al paso y caprichosamente. A la transgresión se la suele defender con prepotencia y hasta con violencia.
      Cuando la transgresión se naturaliza y se convierte en ley, no hay ley. Sin ley no hay justicia. Sin justicia no hay convivencia posible. Sin convivencia no hay futuro. Todo lo consume un presente en el que urge desenfundar y disparar primero para no ser víctima de un transgresor más rápido y despierto. Cuando la transgresión es la norma bajo la cual se vive, todo se puede.
     El sábado pasado el futbolista Carlos Tévez quebró la tibia y el peroné de un adversario (Ezequiel Ham) durante el partido entre Boca y Argentinos Juniors. La acción fue bastante más que “imprudente” (como rápidamente la calificó la corporación periodística que salió en defensa del victimario). Fue, evitable, irresponsable y nada inocente. Quien jugó al fútbol puede decirlo. Y quien juega profesionalmente debería hacerlo. Tevez no recibió ninguna sanción en ese momento (el juez miró hacia otro lado ante la trasgresión de la ley deportiva), mientras el relator de la televisión defendía, sin el menor rubor, al victimario con la impresentable excusa de que se le había “enganchado la media”. La transgresión estaba doblemente validada.
     Tevez jugó en las grandes ligas europeas, jugó y juega en la selección argentina en torneos internacionales. ¿Por qué no protagonizó nunca un episodio como este en aquellos escenarios y sí en la Argentina a pocos meses de haber regresado? Porque aquí puede y allá no. Como pueden tantos de sus colegas que, cada vez más, apelan a codazos, planchazos, patadas, fingimientos y demás transgresiones (cada día más brutales) que no reciben sanción ni adentro ni afuera de la cancha, pero que son aceptadas, celebradas y estimuladas. Son lo normal. Desplazaron a la ley, tomaron su lugar. Y si Tevez fuera     sancionado “de oficio” eso se considerará, muy posiblemente, una “injusticia”.
     ¿Por qué se queman urnas y se pide que se acepte el resultado eleccionario como normal? Porque se puede. ¿Por qué un vicepresidente sospechoso de delitos  sigue en ejercicio y representa al país en eventos en el extranjero? Porque se puede. ¿Por qué se pierden vidas de a miles en las rutas debido a maniobras prohibidas, consumo de alcohol y velocidades no permitidas? Porque se puede. ¿Por qué el narcotráfico se extiende como una mancha mortal sobre el país? Porque se puede. Y se puede porque una masa crítica de la sociedad ha pactado vivir así. Aunque eso acorte y empeore la vida de todos y cada uno.

miércoles, 16 de septiembre de 2015

Nadie está afuera de la política

Por Sergio Sinay

Militancia y pensamiento único son lo opuesto a la verdadera política, espacio en el que interactuamos para aportar lo propio al destino común. Quienes repudian la política como espacio público de encuentro y dicen alejarse de ella, dejan la vía libre a los autoritarios y los intolerantes


  
 Quien elimina la pluralidad o atenta contra ella, también elimina la política o atenta contra ella. La pluralidad es la esencia y la razón de ser del espacio público, ámbito en el que se desarrolla la interacción humana. Esa interacción modela las sociedades, crea sus normas, su moralidad, genera el encuentro entre lo diferente para la creación de algo nuevo, que trascienda a las personas y les permita permanecer más allá de la duración de su vida física. Ese espacio público es el que los viejos y sabios griegos llamaban polis. El espacio de la política, en donde se tratan los temas y las necesidades comunes, en donde se discuten y proponen los modos de abordarlos, en donde cada singularidad, cada subjetividad aporta lo suyo y único a lo general y compartido.
     Tanto la imposición del pensamiento único como la gestión totalitaria del poder marchan en dirección opuesta a todo esto. Ninguna interacción, y ninguna creación humana que vaya más allá de las acciones mecánicas y predeterminadas (es decir, más allá de una existencia animal) pueden nacer en un ámbito en el que todos piensan igual, en donde el “sí mismo” de cada quien se licúa en una masa chirle y uniforme, en la que desaparece la libertad de elegir y hacerse cargo de la elección y de sus consecuencias, y en donde perece la responsabilidad.
      En La condición humana (libro capital para la comprensión de estas custiones), Hanna Arendt (1906-1975) incursiona en las entrañas de tales ideas y las expone de un modo ejemplar. Regresar a ellas en este tiempo y en este lugar es una experiencia iluminadora. Durante una década (irremediablemente perdida) en la Argentina se intentó eliminar la pluralidad, se remplazó la polis (el espacio verdaderamente político) por una militancia ciega, intolerante y antipolítica y se pretendió hacer de las personas meras criaturas obedientes, manipulables, temerosas y funcionales a un modelo sostenido en la corrupción y la inmoralidad. Es necesario recordarlo tanto cuando se escuchan promesas de continuidad (a cargo de un candidato que no mostró una idea propia y, mucho menos, actos de dignidad) como cuando se hacen promesas de cambio (a cargo de candidatos incapaces de diseñar una utopía convocante y de arriesgarse a liderar un futuro que les pida coraje, convicción y volumen de ideas y visiones).
     La política (condición de supervivencia de la comunidad humana) no nace de la mente ni de los actos de este tipo de candidatos, más bien muere o se aborta allí. Nace cuando cada individuo sale de su cascarón de autorreferencia, de aislamiento calculador, de egoísmo terminal, para encontrarse con los otros en el único lugar en el que es posible crear promesas compartidas y comprometerse a respetarlas, no solo por conveniencias coyunturales e individuales, sino porque la polis se crea y se cuida para todas las generaciones. La propia es, después de todo, transitoria y efímera.
     Una elección es mucho más que un trámite burocrático, un recuento de votos o un simple acto cívico. Es la concentración de una cadena de comportamientos morales, es el reflejo del estado de una sociedad, es el llamado a la defensa (cuando existe) o a la creación (cuando no existe) de esa polis,  único espacio en el que la vida humana, más allá de que quien la vive sea artesano, operario, profesional, comerciante, agricultor o lo que fuere, puede encontrar trascendencia. Votar no es sacarse un peso de encima. Es asumir una responsabilidad por uno mismo y por muchos. Y no por hoy, sino por más tiempo del que viviremos los votantes.

martes, 8 de septiembre de 2015

La foto innecesaria

Por Sergio Sinay

Si necesitamos de una foto cruel, usada en muchos casos con oportunismo, para enterarnos de lo que ocurre en el mundo que habitamos, acaso padezcamos una penosa ignorancia


   
 ¿Realmente era necesaria la foto de Aylan Kurdi para que el mundo despertara de su hipocresía, de su ceguera moral auto infligida, de la anestesia del consumismo hedonista y pusiera el grito en el cielo? ¿En dónde vivían hasta entonces esas buenas y blancas conciencias que despertaron a los gritos? ¿Acaso dentro del impoluto Truman Show que habitaba el personaje de Jim Carrey en la filosa película de Peter Weir? ¿En ese universo de cartón piedra en el que la realidad no se filtraba mientras Carrey, víctima propiciatoria de un reality inmoral, era observado desde afuera por millones de morbosos televidentes carentes de una vida propia?
     ¿Era necesario asesinar dos veces a un chico de tres años que apenas había ingresado a la vida? ¿Había que entregarlo al morbo de una sociedad líquida, como la describe con reiterada exactitud el sociólogo polaco Zygmunt Bauman, en la cual los escándalos se suceden unos a otros a velocidad creciente y generan espasmos de inconsistente indignación que se esfuman de inmediato para dar paso al nuevo show?
     Se esgrimieron mil argumentos para justificar la publicación de la foto. Algunos desde la política, otros desde el periodismo, desde la sociología o desde la moralina instalada en distintos espacios de la sociedad. La periodista de un canal de noticias en Buenos Aires llegó a decir “Si este angelito vino para cambiar las cosas, bienvenido sea”. Representaba, posiblemente, una idea muy extendida. Dijo eso y de inmediato pasó, como es de rigor, “a otro tema”.  Casi todas las justificaciones podrían entrar en la categoría que tanto Daniel Kahneman (psicólogo del comportamiento y ganador del Premio Nóbel de Economía en 2002 por sus trabajos sobre toma de decisiones en situaciones de incertidumbre) como el ensayista libanés Nassim Nicholas Taleb  llaman posdicciones. Estas son explicaciones que se aplican a posteriori para justificar acciones o hechos sobre los cuales no se tenía la menor idea ni conocimiento a priori. Ahora parece que la publicación de la foto de Aylan Kurdi correspondió a sesudas teorías previas y a convicciones de principios largamente desarrollas durante años acerca de la imagen, el testimonio y la misión del periodismo. Si cabe un espacio para contradecir a la poderosa ola de pensamiento único y “correcto” que sobrevino a la publicación, se puede opinar que todas esas explicaciones no alcanzan a opacar cierto oportunismo, ligereza ética y ausencia de compasión y empatía que asoman detrás de la decisión. Por no hablar del morbo de los consumidores de la imagen, que si no se alimenta con esta ya encontrará otras, como las que proveen a diario los medios audiovisuales e Internet.
     Según la Agencia de Refugiados de la Organización de Naciones Unidas, ya en 2011 un promedio de diez niños menores de cinco años morían cada día en el campo de refugiados de Kobe, al este de Etiopía. Es sólo una cifra entre tantas. Todas horrorosas. Están en los diarios, se difunden mientras los que ahora se escandalizaron con la foto siguen con sus rutinas alimenticias, con sus excursiones al shopping más cercano, con su adictivo pegoteo a todo tipo de pantallas y artefactos. Bien observa el filósofo esloveno Zlavoj Zizek en Pedir lo imposible que una de las grandes falacias del “correctismo” es la pseudoactividad, la obligación de “ser activo y participar”. Decir que “hay que hacer algo”, participar “de debates sin sentido”. El poder quiere que estos espasmos se produzcan, dice, porque de esa manera consigue tener ocupados y controlados a las masas; le preocupan más ciertos silencios porque no sabe qué se cuece allí. Y por fin, Zizek dice que toda esta interactividad aparente (como la movilización, los discursos y las rasgaduras de vestiduras alrededor de la foto) no son más que interpasividad. Al final todo sigue igual, nada cambia, los poderosos saben que solo hay que esperar un par de semanas a que la cosa se aquiete. Ya habrá un nuevo motivo de espasmo y luego una nueva quietud hedonista.
      Quien dice que antes de la foto ignoraba lo que ocurría con los refugiados confiesa una ignorancia inmoral. Nada de esto es nuevo. Ya durante la Segunda Guerra la Nave de los Condenados iba de puerto en puerto con su cargamento de judíos que buscaban refugio y sólo obtenían indiferencia y rechazo. Y hubo fotos. Ante la vanagloria actual sobre el desarrollo y el poder de la información, sólo queda por decir que quien ignoraba que hay miles y miles de Aylan muriendo cada día, era la peor clase de ignorante. El voluntario. Y esa ignorancia no se cura con una foto.

viernes, 4 de septiembre de 2015

Inteligencia y amor

(Fragmento del nuevo libro de Sergio Sinay)



     Las parejas felices existen. Aunque quizás tienen menos prensa y visibilidad que las infelices o las insostenibles. Es entendible que sea así. Quienes están dedicados a construir y vivir un vínculo de buen amor tienen sus energías puestas en esa construcción, dedicadas a esa tarea cotidiana. No son felices para exhibirlo y hacer demostraciones, sino como resultado de un compromiso y una responsabilidad asumidos y experimentados. Por lo tanto nada tienen que demostrar, viven sus vidas. Como en todos los planos, también en el amor la felicidad es la huella de un camino recorrido y no la mera expresión de un deseo.     Las parejas felices no han puesto su meta en la felicidad, sino en mirarse, conocerse, llevar adelante proyectos que les permiten explorar el sentido de sus vidas. Han aprendido a escucharse y, por lo tanto, consiguen que su amor le llegue al amado o la amada de la manera en que él o ella necesitan ser amados.
     Al amar de esa manera el amante enriquece su propio mundo emocional y afectivo y conoce aspectos profundos y muy ricos de sí mismo. Esto no ha ocurrido por arte de magia ni les fue graciosamente concedido. Es producto de un trabajo cotidiano. Porque el amor verdadero, no el de las fantasías y cuentos, se erige ladrillo a ladrillo, día a día a través de pequeños gestos, de oportunas palabras y miradas, de una escucha sensible. También aprendiendo a resolver desacuerdos. Igualmente en la dificultad y en la frustración. Y, como esas flores empecinadas que asoman entre dos piedras, se templa a menudo en el dolor.
     Las parejas felices se constituyen con personas reales, es decir falibles, imperfectas, incompletas, y no con seres impolutos, coronados por un aura de santidad, heroicidad o divinidad. Personas que han aprendido a desilusionarse la una de la otra, a aceptarse y a redescubrirse en nuevos aspectos y dimensiones. Han construido confianza en el tiempo, han sido incluso mutuamente intolerantes antes de alcanzar la paciencia amorosa. 
      Las parejas felices no comen perdices o quizás solo lo hacen ocasionalmente. Se alimentan con el pan de cada día, que ellas mismas amasan. A veces se agasajan con maravillosos banquetes y otras veces ingieren solo lo que hay (y suele ocurrir que, en ocasiones, lo que hay es poco). Para comer perdices se toman el trabajo de buscarlas y cazarlas, y eso lleva tiempo, decepciones y peligros. A nadie se le regala una pareja feliz. Quienes la tienen han sido orfebres que trabajaron con constancia, presencia, responsabilidad, inspiración y voluntad en el tallado de esa joya propia y única.         
     León Tolstoi (1828-1910) abría Anna Karenina, obra maestra imperecedera, con uno de los grandes comienzos de la literatura universal: “Todas las familias felices se parecen, mientras que las desgraciadas lo son cada una a su manera”. En el caso de las parejas felices, en cambio, se puede decir que cada cual es única mientras que la infelicidad amorosa se funda habitualmente en las mismas y repetidas causas.
     Felicidad en la tierra
     El filósofo francés André Comte-Sponville brinda una bella e inspirada descripción de lo que es una pareja feliz. “No es –dice- la unión de un hombre y una mujer (o dos hombres o dos mujeres) que han hallado el secreto de la pasión perpetua (…) no es una pareja que ha sabido transformar la falta en alegría, la pasión en acción, el amor loco en amor sabio (…), es una pareja en la que cada uno se alegra de la existencia del otro, del amor del otro por él y por la alegría que hallan juntos, aunque haya días mejores que otros, alegría por habitar el mismo lugar, por vivir el mismo presente y la misma intimidad sin igual” .
     Nada de esto quita, sin embargo, que esas parejas discutan, que tengan ruidosos desacuerdos, que pierdan en algunos momentos la paciencia el uno respecto del otro, que vean naufragar proyectos. Sólo puede conocer la felicidad quien padece también el dolor y la desazón. Si no, ¿cómo reconocerla? Una pareja feliz no lo es de una vez y para siempre, como no lo es una persona. Su logro son los momentos de felicidad, que tanto pueden durar un instante, una tarde, o concentrarse en una mirada, una caricia, un encuentro de los cuerpos, o en el logro de una meta, en la superación de un momento difícil, en un período de armonía o simplemente en la comprobación de la belleza del acompañamiento.
     Las parejas felices suelen ser tan terrenales, tan corpóreas, y suelen habitar escenarios tan comunes y ordinarios, que terminan por pasar inadvertidas. No, nadie agobia a sus amigos y conocidos con interminables relatos acerca de su propia felicidad amorosa. Quien está bien con otra persona está bien consigo mismo, no necesita huir permanentemente de sí para descargar su malestar en otros oídos u otras espaldas. Esto no significa que prescinde de los otros y se encapsula en su propio bienestar de una manera egoísta. Al contrario, quien está mal, quien se siente frustrado, quien padece de un acusado malestar emocional y afectivo tiene dificultad para registrar al otro, para salir de su sufrimiento, para abrirse al relato ajeno.
     Quien se siente feliz tiene tiempo y hospitalidad para escuchar, para recibir a los otros, incluso en la aflicción que los aqueja, y puede esperar hasta el final para hablar de su estado. No será mucho lo que diga, pero será real, cargado de verdad. La verdadera felicidad es discreta, se instala en silencio y fluye. No es estentórea y superficial como la diversión, no necesita manifestarse a cada segundo perseguida por la preocupación de no ser real. Corre como un río subterráneo y emerge periódicamente sin desbordes.
     ¿Cuál es el secreto? No lo hay. No existe una fórmula a adquirir, algo externo que lo promueva. La felicidad no se compra hecha y no hay persona que llegue a la vida de otra con la felicidad debajo del brazo. Como el mismo amor, la felicidad es también una construcción. Y en todo lo que los humanos construimos empleamos la inteligencia. Las parejas felices han puesto la inteligencia al servicio del amor. De eso se trata. El amor feliz es un amor inteligente. Y existe.

martes, 1 de septiembre de 2015

Burradas históricas

Por Sergio Sinay

Cuando la ignorancia queda expuesta, la reacción de los soberbios es insultar a quien los puso en evidencia. Algo repetido en la Argentina de hoy.


     La mezcla de soberbia e ignorancia puede producir un cóctel tóxico. La última tanda de insultos presidenciales cayó esta semana a través de twitter y le tocó recibirla al Doctor en Ciencias Políticas Alejandro Corbacho, director del Departamento de Ciencias Políticas y Relaciones Internacionales de la Universidad del CEMA (Centro de Estudios Macroeconómicos de la Argentina). El huevo de la serpiente, de Ingmar Bergman, o La cinta blanca de Michael Hanecke, etcétera) que le hubieran evitado esta muestra de ligereza y la habrían sacado del desacierto. Pero si ya se tergiversó la historia nacional, ¿por qué no hacerlo con la universal? Según este esquema conceptual tan primario (y basado en un error), una humillación justificaría millones de muertes y genocidios. Una justificación, también, del resentimiento como motor del vale todo.
     El pecado de Corbacho consistió en señalar el desconocimiento de la “abogada exitosa” acerca de los reales orígenes del nazismo. Con pasmosa simpleza y pobreza de argumentos ella lo había atribuido a que Alemania se sintió humillada tras la Primera Guerra. Abunda la información proveniente de fuentes respetables (historiadores, politólogos, memorias de grandes políticos, extraordinarias películas como
     Corbacho señaló que esa interpretación de la historia es sesgada, pobre y anacrónica, y que ya fue superada por nuevos y ricos aportes. Esto le valió ser el blanco de una andanada de tuits emitidos desde lo alto del poder (tan mal escritos y faltos de sintaxis como es habitual) en que se lo tildó de burro. Acaso el catedrático podría haber hecho mención al mecanismo psicológico conocido como proyección, pero eligió una respuesta más sencilla, terminante e incontestable. Pidió a su ofensora “un poquito de humildad”. ¿Peras al olmo? Quién sabe.
   William Shirer (1904-1993), gran Periodista (uso la mayúscula porque lo merece), cubrió la Guerra desde Berlín para el New York Herald y dejó como testimonio imperdible y necesario sus Diarios de Berlin 1934-1941, reunidos en un libro apasionante y estremecedor que da cuenta de los acontecimientos (y de su génesis) en tiempo real, con notable lucidez. Quien lo haya leído jamás dispararía teorías tan antojadizas sobre el origen del nazismo. Humildad es también informarse, estudiar, leer, aceptar un error, pedir disculpas, reconocer a quienes saben más que uno y agradecerles.
     Shirer dice en sus Diarios que hay tres mentiras infaltables en tiempos de guerra: 1) los gobiernos dicen que el derecho está de su parte; 2) que su lucha sólo busca la defensa de la nación y 3) que están seguros de vencer. Es curioso que en estas pampas las mismas ficciones se apliquen en tiempos de paz. Y al servicio de intereses corruptos y perversos.
     En la entrada de su diario correspondiente al 19 de julio de 1940, después de asistir a una sesión del Reichstag (Parlamento) en la que habla Hitler, Shirer escribe: “Observé que es capaz de decir una mentira con cara de absoluta sinceridad. Es probable que algunas de esas mentiras no lo sean para él, porque cree fanáticamente en lo que está diciendo, por ejemplo cuando hace una falsa recapitulación de los últimos veintidós años o su constante reiteración de que Alemania nunca fue derrotada en la última guerra sino traicionada”. 
    Al margen de ciertos ecos estremecedores que emanan de este párrafo, el hecho de que se repita hoy la versión de Hitler, existiendo los diarios de Shirer, la obra de Ian Kershaw, de Richard Bessel, de John Toland, de Peter Fritzsche o de Eric Hobsbawm, entre otros nombres imprescindibles para comprender el siglo XX, es cuanto menos preocupante. Aunque esa justificada preocupación reciba como respuesta un insulto. Uno más.