domingo, 11 de junio de 2023

 

Un futuro sin trabajo

Por Sergio Sinay



Un futuro sin trabajo

Por Sergio Sinay

 

En los años 30 del siglo anterior la fábrica Ford era un modelo virtuoso de la segunda Revolución Industrial. La primera Revolución ocurrió en el siglo dieciocho con la aparición de la energía de vapor, y la segunda hacia fines del diecinueve con la electricidad, la línea de montaje y la producción en masa. Esto descollaba en la fábrica de automóviles creada por Henry Ford en Michigan, Estados Unidos. Y a eso apuntaban las nuevas industrias. Fin del artesanado y de las habilidades individuales, implantación de movimientos repetitivos y mecánicos en la línea de montaje, subordinación del humano (y sus decisiones) a los ritmos y los tiempos de la máquina. Lo que Charles Chaplin retrató de manera genial e imperecedera en la película “Tiempos modernos”.

A la segunda Revolución Industrial le siguió la tercera, en la mitad final del siglo veinte, con el advenimiento de la computadora, internet y la tecnología de la información. Pero la historia no termina ahí. La cuarta Revolución Industrial está entre nosotros, liderada por la robótica y la inteligencia artificial (IA). En un ensayo publicado el 2 de mayo de este año en la Harvard Business Review, W. Chan Kim y Renée Mauborgne, profesores de estrategia y codirectores del Instituto de Estrategia del Océano Azul de INSEAD (Instituto Europeo de Administración de Negocios) en Fontainebleau, Francia, advierten sobre el lado B de este fenómeno que hoy produce euforia entre los tecno adictos. “Las nuevas tecnologías están en camino de desencadenar saltos en la productividad mayores de lo que hemos visto antes. Y con estos saltos en la productividad vendrán costos cada vez más bajos y mayores eficiencias, lo cual es bueno”, admiten Chan Kim y Mauborgne. Sólo que hay un problema, agregan de inmediato.

 

FIN DE LA ESTABILIDAD

Ese problema está a la vista y ya produce consecuencias. En el modelo de producción de Ford la rutina y la repetición sometían al operario a la máquina, pero al mismo tiempo le ofrecían estabilidad laboral. Y con esa estabilidad algo de lo que alardeaba el señor Ford: gracias a ese trabajo estable, y al salario que ganaban con él, los operarios podían comprar los autos que ellos mismos fabricaban, al tiempo que eran dueños de sus puestos. En “El mundo sin trabajo”, libro escrito a dúo por el antropólogo y cineasta italiano Rudy Gnutti y el sociólogo y pensador polaco Zygmunt Bauman (1925-2017), los autores señalan la interdependencia que existía entre capitalistas y trabajadores: “Los trabajadores dependían de Henry Ford para obtener su salario, pero Henry Ford y su empresa dependían de los trabajadores para que fabricaran sus productos, y para asegurarse de eso debía ofrecer condiciones más o menos duraderas para que siguieran trabajando allí”.

La cuarta Revolución Industrial vino a quebrar esta lógica, en un mundo donde no sólo los puestos de trabajo son inestables o perecederos, sino que también lo son las marcas y las empresas, cuyos dueños ya no dan la cara con el orgullo con el que lo hacían Ford y sus contemporáneos, sino que ni siquiera se sabe quiénes son. La mayoría de las veces se trata de accionistas anónimos, fantasmáticos, o de fondos de inversión que buscan ganancias rápidas antes de desaparecer o de ir por nuevos cotos de caza. Gracias a las nuevas tecnologías y a la digitalización del mundo, existe una realidad virtual en la que, como advierten Gnutti y Bauman, los nuevos capitalistas, esencialmente financieros, “no tienen que esforzarse mucho, solo con sus dedos pueden mover sus capitales y llevarlos a cualquier lugar”. Mientras eso ocurre, quienes pierden sus trabajos debido a esos movimientos siguen fijos en sus lugares, arraigados al suelo. Y, como señalan estos autores, si bien el progreso tecnológico hace crecer el pastel (la riqueza), no existe ninguna regla ni ley económica según la cual todo el mundo se beneficiará de eso. “Las empresas más importantes del planeta crean una riqueza inmensa, afirman, pero por sus características tecnológicas emplean una cantidad ridícula de trabajadores respecto a las inmensas empresas del pasado (Facebook, Amazon o Google, respecto a la Ford, por ejemplo)”.

Se habla mucho de supuestos nuevos empleos y profesiones que nacerán al compás de las flamantes tecnologías, pero mientras permanecen en el plano de la fantasía o la suposición, se sabe con certeza el trabajo que se va perdiendo. Oxford Economics, firma global de pronóstico y análisis cuantitativo, pronostica que las máquinas inteligentes eliminarán unos 20 millones de empleos industriales en todo el mundo durante la próxima década. La Brookings Institution, centro de investigación sin fines de lucro, pronostica que el 25% de los trabajadores estadounidenses correrán el riesgo de ser desplazados en las próximas décadas. Eso se traduce en unos 36 millones de empleos en riesgo de eliminación. Apenas un reflejo de lo que puede ocurrir en el planeta. Chan Kim y Maugborne ofrecen, a su vez, estos ejemplos: Procter & Gamble aumentó sus ventas de $ 40 mil millones de dólares en 2000 a $ 67 mil millones en 2018, pero redujo su fuerza laboral en el mismo período de 110,000 a 92,000 puestos. Y aunque las ventas en General Motors, alguna vez rey automotriz del mundo, se redujeron de $ 166 mil millones en 1998 a $ 147 mil millones en 2018, el número de sus empleados se desplomó de 608,000 a 173,000, una pérdida del 71%. Parece, concluyen, que la tecnología está reduciendo la necesidad de mano de obra en todas las industrias.

 

EL PERRO SE MUERDE LA COLA

Y esto nos lleva de regreso al problema que mencionan los propios Chan Kim y Mauborgne, al que describen así: “Para comprar bienes y servicios de menor precio ofrecidos por la moderna tecnología, y disfrutar de un nivel de vida más alto, no hace falta decir que las personas deben tener empleos e ingresos sólidos. Sin ellos, no importa cuán eficientes, de bajo costo y de alta calidad se vuelvan los bienes y servicios a través de los avances tecnológicos, la gente no tendrá los medios para comprarlos. Y si no puede comprarlos, la relación establecida desde hace mucho tiempo entre una mayor productividad y un nivel de vida creciente se vuelve ilusoria”.

Más claro, agua. El perro se muerde la cola. Como apuntan Bauman y Gnutti, cuánto más tecnológica es una sociedad, más rápidamente destruye lugares de trabajo. Y el trabajo en la vida humana no es solo productividad y generación de riqueza. Es fuente de sentido existencial, escenario de manifestación de vocaciones, talentos y potencialidades, espacio de expresión de valores y reafirmación de principios, origen de vínculos importantes en la vida de las personas, capítulo trascendente en la historia de cada individuo y oportunidad de dejar una huella de su paso por la vida y por el mundo. Desde que el hombre descubrió el fuego la tecnología es parte de la historia humana. Toda la humanidad debe ser su heredera y la beneficiaria de su acción y no solo una pequeña parte a expensas de una enorme mayoría, como bien dicen Gnutti y Bauman. No es útil cuando genera más ganancias económicas, sino cuando permite a más personas trabajar, relacionarse y vivir mejor en un planeta mejor cuidado. El tema central no es hoy el del futuro del trabajo, sino el de un futuro sin trabajo. 


miércoles, 7 de junio de 2023

 

La decencia social

Por Sergio Sinay




 “La humillación es un tipo de conducta o condición que constituye una buena razón para que una persona considere que se le ha faltado el respeto”. Con esta frase se inicia La sociedad decente, inspirado libro de Avishai Margalit (profesor de filosofía israelí, que enseña en el Instituto de Estudios Avanzados de la Universidad de Princeton, Estados Unidos). El libro es tan potente como necesario por las ideas sobre las que gira y que son aplicables a todos los grupos humanos (organizaciones, familias, grupos de trabajo, consorcios, etcétera). Las sociedades y las organizaciones decentes no humillan a sus miembros, dice Margalit, los respetan. Respeto y humillación son los términos que delimitan si una sociedad o una organización es decente o no lo es. En aquellas que lo son, sus partes cumplen debidamente con la función de garantizar el respeto a las personas, a su condición de sujetos. Ese es un deber de las instituciones y un derecho de las personas. Hay humillación cuando un grupo, desde una posición de poder, excluye a otros y la sociedad o la institución queda reducida a los que comparten ideas e intereses. Donde se no se admite diversidad y disenso no hay respeto.

Existe humillación, desde esta perspectiva, cuando las instituciones invaden las vidas privadas de las personas (según el profesor Margalit una sociedad que permite la vigilancia institucional de la esfera privada, “comete acciones vergonzosas”). Hay humillación cuando la burocracia, que se financia con dinero público proveniente de los impuestos, trata a los ciudadanos como números o como medios para los fines del gobierno. Y cuando la burocracia privada hace lo mismo en su ámbito.

Las sociedades humillantes quitan autonomía a los necesitados y los acostumbran a vivir de subsidios empujándolos a dudar de su propia capacidad de auto sustentación y naturalizando así su condición. Se crea entonces una dependencia perversa. Una sociedad es humillante cuando dificulta la creación o mantención de puestos de trabajo, cuando crea condiciones para el aumento del empleo marginal (en negro) o cuando otorga trabajo como una dádiva, cuando en verdad el trabajo es un derecho. Ningún gobernante debería ufanarse de crear empleos, ya que ese es un deber y no una opción. Una sociedad es decente cuando trata con respeto (“pero no con honores”, subraya Margalit) a sus delincuentes y hace cumplir los procedimientos de castigo. Para ello, debe existir la justicia, porque si esta es funcional a los intereses del poder o a cualquier maniobra corrupta, solo contribuye a la humillación (sobre todo de las víctimas del delito).

Una sociedad no es decente porque es justa, señala el pensador israelí, sino que es justa porque es decente. Su propuesta para salir de la humillación incluye como primer paso la recuperación del respeto de cada quien por sí mismo. Esto es diferente de la autoestima. La autoestima consiste en la apreciación que cada quien tiene de sí, independientemente de la mirada ajena. El respeto a uno mismo es tal cuando el individuo hace que otros, incluidas las instituciones y los gobernantes, lo respeten como lo que es: una persona. Esto significa que no lo manipulen, que no le mientan, que no lo desprotejan, que no restrinjan sus derechos, que no violenten su intimidad y su privacidad, que no descalifiquen sus ideas.