viernes, 17 de febrero de 2017

Mucho timbreo, poca calle
Por Sergio Sinay

 Cuando a la sucesión de errores groseros y las excusas inaceptables se le suma una falta total de empatía, el gobierno pone en riesgo el principal capital que le confió buena parte de la sociedad: la confianza.



“No nos van a correr por veinte pesos”, dijo suelto de cuerpo, y de lengua, el Vice Jefe de Gobierno Mario Quintana. Se refería a las críticas al nuevo error del gobierno, que esta vez perjudicaba a millones de jubilados. En efecto, la diferencia en lo que los jubilados cobrarían a partir de marzo era de unos 20 pesos. Pero Quintana no pensó ni por asomo que 20 pesos significan mucho más que eso: tras esa cifra (que le iba a hacer ahorrar al gobierno unos 3 mil millones de pesos), hay personas. Personas. Per-so-nas. Son difíciles de ver para quien reduce su mirada a números y, sobre todo, a números que “cierren”. Cuando uno solo ve cifras y rentabilidad es imposible que desarrolle empatía. Tampoco la demostró el presidente cuando, sobre llovido mojado, declaró en San Luis: “"Estamos construyendo futuro a partir del amor y el respeto que les damos [a los jubilados]”. A veces es mejor callar a tiempo. Sobre todo cuando se viene de errores groseros, continuados y no forzados en los que siempre los perjudicados son los que andan de a pie, los que no son CEOs, los que pierden trabajos, los que son carcomidos por la inflación. Los que viven la vida real y no la de despachos endogámicos donde todos se autocelebran y celebran al macho alfa.
Sin duda el gobierno K fue una repugnante olla de corrupción, inmoralidad, clientelismo y criminalidad, y contó con la complicidad de buena parte de la sociedad (algunos de esos cómplices hoy ni siquiera aparecen para reconocer lo que se huele a distancia). Pero Cambiemos lleva un largo año y tres meses en el gobierno y ya no hay justificación para tanta torpeza, tanto CEO ineficiente (al que en una empresa privada lo hubieran echado hace rato) y tanto discurso sin fundamento.
“Nos equivocamos pero corregimos” es una excusa reiterada que ya suena a tomadura de pelo. Y hay hechos que no son equivocaciones y corroen el principal capital que sus votantes pusieron en Cambiemos. Es decir, la confianza en que algo iba a cambiar, que la corrupción no sería aceptada, que se hablaría con la verdad (promesa presidencial del día de la asunción), que se cambiarían los ejes culturales que enfermaron, y enferman, gravemente al país. El caso Arribas, el caso Panamá Papers, el caso Correo, la aparición de amigos y parientes del presidente ganando licitaciones serialmente, el caso (o los casos) Angelici, la intromisión sospechosa del gobierno en el negocio del fútbol son algunos ejemplos de cómo se consigue empobrecer y dilapidar ese capital de manera peligrosa. No es cosa de broma, porque ese capital representa acaso lo último que le queda a esta sociedad antes de la decadencia final.

Poca empatía, poca comprensión de lo que realmente ocurre, errores   grotescos (por ahora llamémosles así, y esperemos que no sean algo peor que eso) y excusas burdas son una consecuencia de tener, además, poca calle.  Mucho timbreo en casas previamente seleccionadas (con rápidas subidas de fotos a Instagram), mucho colectivo escenográfico con pasajeros elegidos  de antemano   para la aparición “espontánea” del presidente, mucho futbol semanal en la quinta de Olivos, pero poco potrero, poca caminata real por calles reales entre gente real. Por este camino el despertar puede ser duro, pero no imprevisible.

jueves, 2 de febrero de 2017

Manchester frente al mar: en el cine como en la vida

Por Sergio Sinay

Cuando una película se convierte en una epifanía que ilumina las zonas dolorosas de la vida





Luis Buñuel, director de Viridiana, El ángel exterminador, El discreto encanto de la burguesía, un auténtico genio (palabra devaluada por su uso banal y excesivo), decía que una vez apagada la luz en una sala cinematográfica, el espectador queda a merced de lo que emite la pantalla. No hay tiempo para la reflexión (sí, quizás, al final de la proyección), las emociones mandan. Una gran diferencia con la literatura (podemos poner pausa en la lectura, pensar, regresar), con la pintura (nos alejamos de la obra, la miramos en perspectiva) o del teatro (los actores están en tamaño real, también sus voces lo son, no hay primer plano, podemos reflexionar). Por este motivo el cine se presta también a la manipulación emocional, a que un director tramposo nos acose con golpes bajos que no tenemos tiempo de esquivar, a que se nos abrume con chantajes emotivos.
Manchester frente al mar, película con cinco nominaciones al Oscar de este año, es una muestra de cómo se puede evitar todo eso y producir una obra de profunda sensibilidad y de enorme honestidad moral. Está mil veces demostrado que estos premios se deciden a menudo por razones oportunistas, por cálculo económico o político, o incluso por torpeza para diferenciar lo artístico de la chabacanería sentimental. Cualquiera de esas razones podría llevar el premio hacia un film que no sea este, dirigido por Keneth Lonergan y protagonizado por Casey Afleck, Michelle Williams, Kyle Chandler y Lucas Hedges. Más allá de esa eventualidad Manchester es un profunda, respetuosa, serena y empática incursión en el dolor que produce la más terrible de las pérdidas: la de los seres más cercanos, más queridos y más indefensos. En este caso, pérdidas físicas y afectivas. Confieso que pocas veces he visto en el cine un acercamiento a ese dolor hecho de un modo más honesto, más comprometido y más virtuoso en el plano de la narración, puesta en escena y actuación, que en esta película.
En la era del ¡pum para arriba!, de la liviandad como consigna, de la diversión boba e infatigable, de la superficialidad emocional, de los vínculos descartables, Manchester frente al mar es una joya rara, una piedra preciosa. El relato es pausado, no hay un solo golpe bajo (en un tema que invita a propinarlos), no hay catarsis prefabricadas, de esas en que los personajes entienden todo en un segundo y lo recitan con una sabiduría que ni por asomo mostraron en sus conductas previas, no hay esas confesiones del final que le permiten al espectador salir del cine tranquilo y listo para cenar o para la pizza, no hay redenciones utilitarias. No hay concesiones fáciles. Hay una historia real de seres reales, que pueden lo que pueden (a veces muy poco), que caminan a tientas con culpas y dolores a cuestas, que no son ni héroes, ni villanos, que se dañan sin saberlo y se aman a tientas.
Hay algo que me hizo recordar, aunque parezca insólito, a La rosa púrpura del Cairo, de Wody Allen. Y es que aquí, de veras, los personajes parecen abandonar la pantalla, echar andar por la vida real, a nuestro lado, entre nosotros, y observándolos no queda otra cosa que seguirlos en silencio, a su ritmo, respirando con ellos, recibiendo en silencioso y hospitalario silencio su padecimiento. Si alcanzan esa carnadura es porque las actuaciones de Afleck, Hedges y Williams semejan epifanías, obedecen a momentos de inspiración que solo pueden explicarse porque (especialmente Afleck) estuvieron iluminados al abordar este trabajo. Sin adelantar el argumento, quiero marcar una secuencia (la de un entierro) y una escena (la del encuentro casual y el diálogo de una pareja que circunstancias trágicas separaron tiempo atrás). Solo esas dos gemas, entre tantas, honran al lenguaje del cine como arte, a los actores como mensajeros de ese arte y al director Lonergan como un artista que, como Miguel Ángel, quitando con talento lo que sobra, deja a la vista la belleza profunda de su creación.
Si hay obras de arte que pueden dejar huellas perennes en sus espectadores y modificar algo en el interior de ellos, Manchester frente al mar es una de ellas, sin duda.