lunes, 14 de diciembre de 2020

 ¿Basta la salud?

Por Sergio Sinay




 

 

“La salud es un recurso para vivir, no un fin en la vida. Vivir solo para tener salud es una enfermedad”. Esta tajante definición pertenece a dos médicos, los españoles Juan Gérvas y Mercedes Pérez-Fernández, quienes además son marido y mujer. No improvisan en lo suyo. Han dedicado casi toda su vida profesional, más de cuatro décadas, a la medicina general, lo hicieron en hospitales, como médicos rurales, en barrios carenciados. Gérvas posee 22 matrículas de honor, accésit al Premio Extraordinario de fin de carrera, y “honoris causa”, fue coordinador de Seminarios de Innovación en Atención Primaria, profesor visitante del Departamento de Salud Internacional de la Escuela Nacional de Sanidad (Madrid) y docente en Suecia y en la Universidad John Hopkins de los Estados Unidos. Pérez Fernández, con 22 matrículas de honor y especialización en Medicina del Trabajo, fue docente en la Universidad Autónoma de Madrid y estuvo en primera línea en el tratamiento de adicciones en barriadas pobres, además de ser una activa luchadora por los derechos de las mujeres.

Juntos, Gérvas y Pérez Fernández despliegan sus convicciones acerca de la función del médico y su concepción de la salud en “La expropiación de la salud”, un libro urticante, que desde su aparición, cinco años atrás, no deja de incomodar al establishment médico, a las autoridades sanitarias y a los voceros de la industria farmacéutica en su país. Su definición de la salud merece ser atendida, revisada y profundizada en tiempos en que, en nombre de su protección, se han puesto en juego cuestiones esenciales, vinculadas a libertades, derechos, intereses económicos y políticos, prácticas científicas y, en definitiva, a de qué se habla cuando se menciona esa palabra: salud.

Para precisar qué es salud, según Gérvas y Pérez Fernández, hay que comenzar por definir qué es enfermedad. Y la describen así: “Es la dificultad para afrontar los inconvenientes, los problemas, las adversidades y los sinsabores de la vida. Puede serlo en el sentido físico, psíquico o social”. Entonces, sí, se puede definir a la salud como un estado en el cual aquellos tres aspectos están en relación y en equilibrio y permiten afrontar con ánimo las adversidades, los problemas, la incertidumbre de cada día. Salud no es ausencia de enfermedad, sino capacidad para enfrentarla y resolverla.

 

EL VALOR DE LA AUTOPERCEPCIÓN

Al enfocar la salud desde esta perspectiva se acentúa la importancia de la autopercepción. Gérvas y Pérez Fernández citan estudios que muestran ese valor. Más allá de los resultados que ofrezcan análisis clínicos, quienes se sienten bien de salud tienen menos posibilidades de morir en un futuro próximo que las personas que se autoperciben mal de salud. Estas son hospitalizadas cinco veces más que quienes se sienten bien: 675 frente a 136 por mil. Pese a todo el conocimiento acumulado, insisten estos autores, “sabemos poco del sufrimiento humano”, y menos de los verdaderos sentimientos de otra persona. Y llaman a tener en cuenta esta ignorancia, a hacerlo con humildad y respeto hacia quienes consideran dolientes y no pacientes. Una concepción autoritaria de la medicina, advierten, invalida la autopercepción de la salud y produce en las personas una verdadera incapacidad de sentirse sanas. Gérvas y Pérez Fernández son muy asertivos en este punto. Señalan que cuando se convierte el “estar sano” en una obligación moral de los ciudadanos (“es por tu bien y por el bien de todos”, etcétera) se termina por generar a mediano plazo una indignación colectiva que deviene en transgresiones y conductas que terminan en una salud empeorada.

¿Qué es lo que se prioriza, entonces, cuando se dice, desde esferas políticas y científicas, que se da prioridad a la salud? ¿A qué salud? Para empezar a responder a estas inquietudes es aconsejable regresar a la idea de que la salud no es un fin, sino un medio. Y que tomarla como fin puede tener efectos iatrogénicos. Iatrogenia es el fenómeno por el cual lo que se prescribe como remedio empeora la enfermedad o produce una nueva. Si se reduce la salud a estadísticas y durante una pandemia se pretende tener una población sana midiendo los porcentajes de infección, mortandad y mortalidad, se estará usando una frazada corta, que tapa la cabeza y destapa los pies o viceversa. Porque no hay salud en el sentido amplio y profundo de la palabra (como la entendían hace siglos los hoy olvidados Hipócrates y Paracelso, entre otros precursores que invitaban a sus discípulos a tratar a sus pacientes de manera integral, como personas y no solo como órganos), mientras exista vacío existencial, pérdida del sentido de la vida. Y cuando en nombre de una visión limitada de la salud se cancelan o desestiman fuentes de sentido, como son el trabajo, la cercanía de los afectos, la posibilidad de proyectar y soñar, aparece ese sufrimiento humano del que la ciencia (y ni hablar de la política) sabe poco, y a menudo descree mucho, el cual se traduce en enfermedades.

 

EL DOLIENTE AUSENTE

Gérvas y Pérez Fernández llaman expropiación de la medicina al proceso por el cual se diseñan políticas de miedo a la enfermedad (como si esta fuera una falla de la vida y no parte de esta). Esas políticas anulan la autopercepción de salud, mantienen a las personas en un estado de permanente de sospecha sobre sus propias sensaciones, las hacen dependientes de constantes análisis, estudios y diagnósticos y son absolutamente funcionales a intereses políticos, económicos y empresariales, especialmente en el campo de la industria farmacéutica y sus poderosos lobbies. Lamentan que así se enseña a la población a vivir como enfermos, aunque no lo sean, y que se pierda de ese modo la construcción social de la salud y de la enfermedad. Hay diagnósticos y estadísticas, pero no pacientes (dolientes, personas). Y se establecen protocolos que terminan de sellar esa situación, porque, afirman los médicos españoles, los protocolos son respuestas automáticas que se aplican de manera imperativa y terminan convertidas en murallas que aíslan definitivamente a los médicos de las personas que acuden a ellos.

Los autores de “La expropiación de la medicina” citan a su compatriota Gregorio Marañón (1887-1960), gran médico, historiador y ensayista, quien supo decir que “el que solo sabe de medicina ni siquiera de medicina sabe”. Breve y profunda reflexión que bien puede aplicarse a todas las profesiones, especializaciones y oficios. Y que resulta especialmente significativa cuando se trata de y con seres humanos. Es que un ser humano no es un artefacto al que puede considerarse “sano” mientras funcione. Es un ser complejo y maravilloso que merece ser respetado en toda su dimensión. Si se insiste en “priorizar la salud” (y se lo hace además con resultados dudosos) sin pensar en realidad en ella, se está priorizando el funcionamiento, pero no necesariamente la vida, que es algo mucho más vasto, profundo y preñado de significado y propósitos.

martes, 1 de diciembre de 2020

 

La mansedumbre social

Por Sergio Sinay





 

 

¿Por qué motivo animales y personas permanecen pasivos, sin reacción, ante situaciones adversas, dolorosas, generadoras de intenso sufrimiento? Esta pregunta acosaba durante los años 70 a Martin Seligman, docente e investigador de la Universidad de Pennsylvania, que presidió la American Psychologist Association (Asociación Americana de Psicología), desde donde impulsó la corriente conocida como psicología positiva. Seligman se propuso investigar aquel fenómeno, y sus conclusiones lo llevaron a plantear el Síndrome de Indefensión Aprendida (o Adquirida). Se trata de un síntoma psíquico y emocional que se presenta en quienes, sometidos reiteradamente a situaciones abusivas o agresivas, adquieren la sensación de que no hay defensa posible y se someten dócil y mansamente a la repetición del maltrato. Se puede arribar a esa posición ya sea por haber intentado defensas disfuncionales, que no surtieron efecto, o por haber recibido promesas de recompensas que, de todas maneras, no fueron tales o no se cumplieron. Seligman vio un nexo entre este Síndrome y la depresión. La Indefensión Aprendida puede ser preámbulo de la depresión o fruto de ella.


¿CUÁL ES EL LÍMITE?

Cabe tomar el interrogante inicial y ampliarlo, aplicándolo a una sociedad. ¿Cuántas veces puede una sociedad ser engañada, maltratada por sus gobernantes, despojada de sueños y proyectos, obligada a vivir en un ámbito carente de justicia y en donde Constitución e instituciones republicanas son meras fachadas sin contenido? ¿Durante cuánto tiempo puede aceptar que derechos básicos, como la salud, la educación, la seguridad, el alimento, la justicia le sean negados o presentados como migajas asistencialistas? ¿Durante cuánto tiempo puede esa sociedad agradecer a sus maltratadores por las postergaciones y falacias a las que es sometida? ¿Cuál es el punto en el cual desiste de la dignidad y la remplaza por el conformismo? ¿En qué grado de maltrato la indefensión la lleva a admitir que cada generación viva peor que la anterior, y a resignarse a una vida vegetativa, sin aspirar a la búsqueda de un sentido existencial?

Seligman y quienes estudiaron desde entonces los aspectos del Síndrome de Indefensión Aprendida detectaron que este se establece y echa raíces en la medida en que el abuso y el maltrato se naturalizan. Entonces se asume la convicción de que “las cosas son así”, de que no van a cambiar y de que no vale la pena enfrentarlas para transformarlas. Que eso solo significaría más maltrato, más dolor, más frustración.

El filósofo, ensayista y activista social Franco “Bifo” Berardi sostiene en su vibrante ensayo titulado Futurabilidad que el cuerpo conjuntivo de las sociedades (en el que había espacios físicos concretos donde se interactuaba y se generaban valores como la solidaridad social y la empatía, impulsores a su vez de sueños y acciones colectivas) ha sido remplazado por un cuerpo conectivo. Todos tecnológicamente conectados en un enjambre virtual, a distancia, bajo una mera apariencia de comunicación que no es tal y que elimina toda acción conjunta, toda presencia real de los cuerpos y de su potencia transformadora. El desmembramiento del cuerpo conjuntivo (ahora fragmentado en lo conectivo), sumado a la precarización devastadora del trabajo, anulan la capacidad de rebelión, dice Berardi, y la reducen a simples e inoperantes ataques de ira. Espasmos sin trascendencia. Durante la presente era del capitalismo financiero no se puede concentrar la lucha por la dignidad humana enfrentando a un centro físico de dominación, porque no hay tal centro físico. El poder está en esa nube intangible llamada mercados. Allí donde la promesa incierta de una vacuna (sin pruebas científicas reales que la sustenten) genera euforia, subas en las acciones de la siempre oportunista industria farmacéutica, nuevos millonarios y patética credibilidad de los gobiernos, mientras las personas de carne y hueso (no “la gente”, esa abstracción) siguen muriendo y perdiendo trabajos y futuros.


CHISPAZOS, NADA MÁS

De la civilización industrial se pasó a la civilización digital, advierte Berardi. Y en esta, aunque se hable de “pueblo”, “masas” o entelequias similares, ya no hay tal cosa. Lo que quedan son átomos dispersos. Fragmentos que, salvo esporádicos ataques de ira (que pueden vincularse a Vicentín, a jueces desplazados, a libertades abstractas e individualistas, pero nunca al hambre, la educación o cuestiones que trasciendan la coyuntura), jamás se articulan en acciones conjuntivas que signifiquen una real reacción ante el maltrato y la indignidad, o que permitan vislumbrar proyectos de convivencia colectiva que enciendan la esperanza. Cuando calma el pequeño brote vuelven la desesperanza, la mansedumbre y la indefensión. Vuelven el maltrato cotidiano, las mentiras y las promesas falsas del maltratador. En su clásico El acoso moral, la psiquiatra francesa Marie-France Irigoyen decía que, para salir del estrés, la confusión, la depresión y el miedo que provoca el maltrato (todo esto presente hoy en la sociedad) es necesario identificar al abusador, llamar a las cosas por su nombre y actuar, saliendo del lugar pasivo de la presa. Es decir, desaprendiendo la indefensión. He aquí una asignatura pendiente.