sábado, 25 de julio de 2020


LAS DOS PREGUNTAS
por Sergio Sinay

El caminante | Consultario

Existen dos preguntas que toda persona debe plantearse en ciertas instancias decisivas de la vida, recomienda el filósofo Sam Keen, autor, entre otras obras, de La vida apasionada, El dios de la danza y Amar y ser amado. Son éstas:

¿Hacia dónde voy?
¿Quién me acompaña?

            Hay un requisito básico: las preguntas deben hacerse en ese orden. Si lo inviertes, te verás en problemas.
          Parece sencillo y, sin embargo, solemos invertir el orden con mucha frecuencia y con demasiada facilidad. Cuando mi compañía es más importante que mi destino estoy preparando las condiciones para la frustración, para el desengaño y para el reproche. Si necesito de alguien que haga realidad mis sueños, entonces están dejando ser mis sueños. Será el otro quien decida qué hacer con ellos. Suele ocurrir que nos encandilamos con la compañía y olvidamos la dirección de la marcha o, lo que es peor, la ignoramos. Es más importante "quién vendrá conmigo" y no "hacia dónde estoy yendo".
            Responder a la primera pregunta no es cosa fácil, pero de ello depende vivir de una manera o de otra. Aspirar a una vida auténtica o resignarse a un simple "como si" se viviera en plenitud, un simulacro más o menos exitoso. Saber hacia dónde estoy yendo significa preguntarme quién soy, que sé y qué ignoro de mí, cuáles son mis capacidades y mis limitaciones, no confundir mis deseos con mis necesidades (deseo un castillo, necesito una casa), reconocer cuáles son mis prioridades íntimas en este momento de mi vida y separarlas de las prioridades que me imponen desde afuera. Discernir mis certezas de las expectativas que otros tienen sobre mí. No confundir lo que puedo, quiero y necesito con lo que "debería".
            Descubrir a dónde estoy yendo significa, al mismo tiempo, aceptar las condiciones del camino y sus circunstancias. Habrá momentos en los que la marcha será más rápida y otros en los que será lenta. Habrá tramos llanos y fáciles y trechos escarpados y riesgosos. Habrá períodos en los que mi marcha será solitaria y épocas en las que muchos estaremos orientados hacia la misma dirección. En algún momento deberé ir adelante de mi compañía y en momentos quedaré atrás. Nadie garantiza que esta marcha atravesará un jardín de rosas. Pero hay algo seguro: la compañía será, en este caso, verdadera.

JUNTOS, NO ENCIMADOS
            Todo encuentro, de cualquier tipo, forzado por la compulsión de contestar primero a la segunda pregunta, no se habrá producido en las mejores condiciones. Cuando estoy confuso acerca de mí, estoy propenso a depositar mi confusión en otro y, todavía más, a pretender que el otro la entienda y la resuelva. Que me acompañe, no importa para ir a dónde. Pero quien camina cargando a otro corre el riesgo de tropezar, de caer o sencillamente de cansarse pronto.
            Distinto es el caso cuando el encuentro se produce en una natural confluencia del camino que cada uno está transitando. En ese caso, con seguridad, nadie tendrá que hacerse cargo de nadie, la marcha será conjunta y paralela, gozosa y nutritiva. Son los encuentros que ayudan a crecer. Los que significan estar con otro: ser con el otro y no ser para el otro ni del otro.
Lo cierto es que no hay por qué esperar a los grandes acontecimientos o crisis o decisiones para hacerse las dos preguntas. Por lo demás, las respuestas requieren tiempo, y responsabilidad. Y llevan integrado en sí el compromiso. Todo camino se hace en el tiempo, conocer es materia de tiempo. Responsabilidad es hacerse cargo de los propios actos y de sus consecuencias, por lo tanto no hay pregunta que pueda responderse sin responsabilidad. Y el compromiso es la consecuencia de un camino transitado en conjunto, no su origen.
La costumbre de acudir periódicamente a estas preguntas puede resultar un modo de mantenerse actualizado acerca de uno mismo y de su compañía. Quienes busquen estas respuestas con sinceridad y con asiduidad tendrán, seguramente, buenas posibilidades de marchar juntos por un largo tiempo, porque sabrán quiénes son ellos, quién es el otro y a dónde van. No correrán el riesgo, en fin, de despertar solos en una playa desierta.

viernes, 17 de julio de 2020

Crónicas de la peste (17)

Pandemia y default de inteligencia 

emocional

Por Sergio Sinay


 Cerebro, Corazón, Cerebro Icono

En una de sus frecuentes intervenciones mediáticas el presidente de la Nación manifestó su temor a las “cuarentenas inteligentes”, como las llamó. Trajo así la cuestión de la inteligencia al complejo terreno de la pandemia de coronavirus y las cuarentenas. No es simple definir a qué nos referimos al hablar de inteligencia. Durante mucho tiempo se zanjó la cuestión afirmando que inteligencia es la capacidad para resolver problemas. Una definición incompleta a la que se agregó la confusión de conocimiento con inteligencia y la creencia de que quien acumula títulos y lecturas es inteligente.
Desde mediados del siglo veinte en adelante ya no se puede reducir la definición de inteligencia a un solo concepto. Y menos desde que, a comienzos de los años 80, el psicólogo y pedagogo estadounidense Howard Gardner presentó su teoría de las inteligencias múltiples, conclusión de un proyecto iniciado hacia 1967, a partir de su participación en el proceso educativo de varias generaciones de niños. Gardner, que hoy tiene 79 años, no dejó de profundizar desde entonces en su tesis, según la cual las personas no tenemos una única y excluyente forma o capacidad de inteligencia para aplicar a todos los campos de nuestra vida. En cada esfera en que nos movemos aplicamos diferentes recursos. No son los mismos para el deporte que para la cultura, la economía, las relaciones interpersonales, el arte, las matemáticas, la ciencia, la cocina o las actividades manuales. Según los cursos que siguen nuestras vidas y las situaciones que se nos presentan ejercitamos más intensamente y con más frecuencia algún tipo de inteligencia que otro. Así es posible que un gran campeón de ajedrez, que dedica horas y años de su vida al estudio y práctica de esa disciplina, sea bastante precario en las relaciones humanas o en la comprensión de una poesía. O que un brillante ingeniero fracase en sus emprendimientos económicos. Comentario al margen: a partir de las inteligencias múltiples sería higiénico para la salud mental de la población abandonar la creencia de que una persona exitosa en un área está habilitada para sentar cátedra sobre cualquier cosa, algo tan común en los medios y tan extendido en la opinión pública, dispuesta a creer que su ídolo futbolístico está a la altura filosófica de Sócrates o que una destacada figura política podría resultar excelente director técnico de fútbol (y viceversa).

LAS DOS MENTES
A todo lo anterior se sumó en 1995 el doctor en filosofía, psicólogo y divulgador científico Daniel Goleman con la formulación de la inteligencia emocional. El concepto se viralizó de inmediato y resultó pandémico, para usar palabras al uso. Desde entonces se usó, abusó, aplicó, comprendió y malinterpretó de mil y una maneras. Goleman partió de la idea de que estamos constituidos por dos mentes, una emocional que gobierna nuestros sentimientos, nuestras reacciones instintivas, nuestras sensaciones y afectos, y otra racional, que nos permite planificar, calcular, entender, modular el lenguaje. Emoción sin razón nos puede llevar a continuos naufragios, choques e incluso tragedias. Razón sin emoción nos convierte en seres incapacitados para los vínculos, analfabetos sentimentales. El cerebro emocional, planteó Goleman, introduce la emoción y el sentimiento, en tanto el cerebro racional los dirige y adecua. Quienes más y mejor consigan integrar y coordinar ambos aspectos serán las personas con mayor inteligencia emocional. Una inteligencia imprescindible en todos los aspectos de la experiencia humana, a menos que se pretenda pasar por la vida rozándola apenas, sin la menor comprensión o profundización en ninguno de sus aspectos.
 La inteligencia emocional es más que una teoría. Es un atributo esencial en la política, en la educación, en el arte, en la familia, en la pareja, en la amistad, en el trabajo, en la profesión, en la economía, en la relación con la naturaleza (medio ambiente, fauna, flora, recursos naturales). Su ausencia acarrea altos costos de todo tipo, que van desde los psicológicos y afectivos hasta los económicos y sociales. Quienes desprecian la razón en nombre de la emoción o minimizan la emoción en nombre de la razón demuestran carecer de inteligencia emocional. Juegan en el mismo equipo, aunque parezcan adversarios.

LA EMPATÍA VERDADERA
La empatía es evidencia de inteligencia emocional. Pero no la empatía declarada, sino la encarnada, experimentada y demostrada en conductas. La empatía se construye sobre la conciencia de uno mismo, escribe Goleman en su libro inicial; y cuanto más abiertos estamos a nuestras propias emociones, más hábiles seremos para interpretar y comprender los sentimientos de otros.
Uno de los pioneros de la psicología conductista, Edward Lee Thorndike (1874-1949), había planteado hacia los años 20 una idea en la que abrevó Goleman. La “inteligencia social”, a la que definió como capacidad para comprender a los demás y actuar prudentemente en las relaciones humanas. Decía que es muy distinta de las capacidades académicas y que es clave para el éxito en la vida. Tras ahondar en aquella idea y expandirla, Goleman concluyó que “la capacidad de saber lo que siente el otro entra en juego en una alta gama de situaciones en la vida, desde las ventas y la administración hasta el idilio y la paternidad, pasando por la compasión y la actividad política”.
Cuando se trata de gobernar y de guiar a una sociedad, a una organización o cualquier grupo humano en situaciones críticas y complejas la experiencia emocional es una herramienta fundamental, que no puede ser remplazada por lo que se suele llamar “cintura política”, olfato para los negocios, habilidad para las componendas o aplicación ciega de la autoridad. No es una inteligencia muy cultivada en ese terreno, e incluso suele ser despreciada por quienes, en funciones de mando, se pavonean de que no necesitan conectar con la psicología ni con la filosofía porque ellos son sus propios y mejores psicólogos. Temerle a lo inteligente o sospechar de ello, no es un buen indicio de inteligencia emocional. Tampoco usar el temor como herramienta fundamental de gestión en una situación como la que actualmente vivimos. La gente que está sin trabajo, los que perdieron sus emprendimientos de años, los confinados y distanciados de sus seres queridos, los que ya ofrecen síntomas de depresión y otros dolores de la mente y del alma, hubieran necesitado, y siguen necesitando, menos jerga científica, menos expertos en estadísticas y virus, menos analfabetismo emocional y más inteligencia de esa calidad. Porque el default de inteligencia emocional puede resultar tan grave como el económico con el agregado que, de él, sí, no se vuelve.  

miércoles, 8 de julio de 2020


Crónicas de la peste (16)

Sobre el vuelo de los patos

Por Sergio Sinay


Silbón, Pato, Aves De Agua, Animales

Una cosa es mandar y otra cosa es liderar. Los jefes mandan. Los líderes guían. El jefe puede obtener obediencia y hacer que se cumplan sus órdenes a través del miedo. Los líderes convencen, argumentan, comunican con claridad y sensatez, honrando el valor de la palabra y sosteniéndola con el ejemplo. Donde los jefes a menudo despliegan autoritarismo, los líderes recogen autoridad. La autoridad es un punto de llegada tras un camino compartido, en el cual el líder demostró integridad, coherencia entre sus dichos y sus hechos, valores convertidos en conductas, empatía, capacidad de escucha. El autoritarismo es una prótesis que viene a remplazar la carencia de todos aquellos atributos que conducen a la autoridad. La autoridad echa raíces y crece desde abajo, el autoritarismo se impone desde arriba, sin cimientos. Autoridad es respeto. Autoritarismo es miedo.
Cualquiera puede sostener el timón cuando el mar está en calma, decía Publilio Siro en el siglo I antes de Cristo. Se trataba de un hombre nacido en Siria, esclavizado en Roma y liberado y educado por su amo, que premió así el talento que veía en él. Publilio se convertiría en un afamado escritor y orador, del que solo queda un tomo de sentencias. La del timón aplica bien en estos tiempos complejos para el mundo, en el que saltan dramáticamente a la vista la ausencia de líderes y el exceso de jefes desorientados, asustados, ofuscados, obnubilados o extraviados. Contando con los dedos de una mano apenas se encuentra a la consecuente Ángela Merkel, canciller alemana, a Jacinda Arden (primera ministra de Nueva Zelanda) y a Katrín Jakobsdóttir (primera ministra de Islandia) como líderes que, en mares tormentosos, supieron mantener el rumbo, generar confianza, apaciguar paranoias, inspirar rumbos. Las une, en países distintos, con especificidades diferentes, un mismo gen estadista.
Estadista es quien, en su manera de gobernar, articula diferencias sin negarlas ni descalificarlas y genera consensos como consecuencia de inspirar en la sociedad un propósito convocante. El estadista, además de mantener como guía el bien y los intereses comunes, no gobierna con la meta de las próximas elecciones o de poner al Estado a su servicio y al de sus familiares, sus socios y sus cómplices. Lo hace con una visión trascendente. No solo llama a marchar en un sentido (como dirección), sino hacia un sentido (como anhelo existencial). Todo esto falta hoy, mientras sobran los que son simples gestores de la función presidencial o ministerial. Personajes grises, chatos, de mínimo espesor moral e intelectual, especuladores, manipuladores, algunos delirantes, otros autoritarios, la gran mayoría de ellos militantes marxistas de la línea Groucho: hoy tienen unos principios, pero si no te gustan los cambian por otros.
Napoleón Bonaparte afirmaba que un líder es un vendedor de esperanza. En estos días y en estas circunstancias sobran los vendedores de desesperanza, de miedo, de paranoia, de amenazas, de indecisión. Cuando Winston Churchill prometió a los ingleses solo sangre, sudor y lágrimas, lo hizo después de haber tenido contacto real con los ciudadanos, después de haberse codeado con ellos (no con otros políticos en busca de transas miserables) y lo hizo a cambio de una visión y una esperanza: la libertad, la vida. No la supervivencia gris, deprimente, agobiante, sin horizonte. Hoy no hay promesa ni esperanza, solo amenaza. Quien sale a correr, a “ver vidrieras” (¿vidrieras de negocios definitivamente cerrados o quebrados?), a visitar a un hijo, un padre o un nieto, a ganar un peso para comer o para pagar impuestos que a la hora de la hora no fueron a fortalecer el sistema sanitario, quien sale, en fin, a respirar un poco de vida lo hace amenazado por un jefe iracundo.  Lo hace en un escenario desierto de liderazgo. Triste consuelo pensar que, al menos en esa carencia, estamos a la altura del resto del mundo. Según un proverbio chino, “los patos siguen al líder de su parvada por la forma de su vuelo y no por la fuerza de su graznido”. Hoy nos atruenan los graznidos desafinados y el vuelo es bajo y torpe.