lunes, 29 de febrero de 2016

La verdad desaparecida
Por Sergio Sinay

Cuando los relatos y la intolerancia remplazan a la discusión, la verdad parte hacia el exilio, como ocurre
 ahora con el tema de los desaparecidos.



¿Finalmente cuántos desaparecidos hubo durante los años siniestros de la dictadura? Por decir que no fueron 30 mil el Ministro de Cultura de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires podría perder su puesto (si estuviéramos algunas décadas o un par de siglos atrás acaso hubiera perdido la cabeza). Así lo exige un grupo de artistas e intelectuales para quienes la persona que osó discutir aquella cifra no merece conservar su trabajo. Curiosa actitud autoritaria de quienes dicen honrar a las víctimas de un régimen sangrientamente autoritario. Retomemos la palabra “discutir”. Hasta donde es posible entender, Darío Lopérfido (un hombre de notable habilidad para renacer de sus cenizas políticas y reubicarse bajo cualquier paraguas cercano al poder) propuso discutir una cifra que incluso personalidades intachables, como la señora Graciela Fernández Meijide, no han dado por probada. Pero no negó que hubiera desaparecidos ni que haya existido la dictadura (lo que habría sido imperdonable).     
         Discutir, confrontar argumentos, escuchar las ideas y testimonios del otro sigue siendo en la Argentina una práctica utópica más allá del tema que se trate y a pesar de las trágicas, dolorosas e irreversibles consecuencias que esto viene provocando desde hace décadas en la vida de nuestra sociedad. Se instalan los relatos y no queda lugar para explorar la realidad. En El arte de pensar, el ensayista suizo Rolf Dobelli (fundador de Zurich Minds, una comunidad que incluye a científicos, intelectuales y pensadores de diversas áreas) estudia los sesgos cognitivos, atajos de la mente que distorsionan la lógica y conducen a conductas erróneas. Uno de ellos es el que llama “Sesgo del relato” que, en el caso de la historia, induce a meter los datos a presión en un relato inobjetable y previamente construido. Se supone que gracias a eso “entendemos” todo y podemos explicarlo, y no hay nada que discutir ni se permite hacerlo. “Los relatos tergiversan y simplifican la realidad, dice Dobelli, apartan todo lo que no encaja bien”. Entonces sucede lo que advertía otro suizo, el gran novelista Max Frisch (1911-1991), autor de obras notables como Homo Faber o No soy Stiller: “Nos probamos historias como quienes se prueban prendas de vestir”. Solo que en la Argentina contemporánea no se trata de prendas de vestir sino de modos de vivir, de vincularse, de asumir y expresar valores.     
     ¿Merecen los desaparecidos que se los reivindique por su número? ¿Será más horrible el crimen si es mayor el número de víctimas? ¿No bastaba con un solo desaparecido para que fuera imperdonable? ¿El nazismo hubiera sido menos espantoso si en lugar de 6 millones de judíos hubieran perecido 3 millones, y algo similar hubiese ocurrido con otras minorías, como los gitanos, los homosexuales, los enfermos? ¿Pone un gramo de justicia en la cuestión el hecho de despedir a Lopérfido (quien no me despierta simpatías desde que integraba la generación de “militantes sushi”, ese aporte del radicalismo al muestrario de jóvenes holgazanes que usufructúan el poder a la sombra de sus mayores, como ocurre con gobiernos de todos los signos)? Quizás su estimación sea un error grosero. Quizás no. Habría que discutirlo, aportar pruebas de un lado y otro. Investigar de buena fe. Tomar el tiempo necesario.
     Pareciera que no es de los desaparecidos de lo que se trata, sino de saldar alguna cuenta más reciente, alguna derrota electoral que no se termina de aceptar. Desde cierto “correctismo” político (una manera de eludir debates y relativizar todo) se dice que “no era el momento” para que Lopérfido dijera lo que dijo. ¿Cuál sería el momento para que la sociedad argentina empiece a revisar sus temas pendientes, a dejar de lado sus relatos, a cambiar autoritarismo e intolerancia por debate? ¿Cuál será el momento en que el disenso no se resuelva eliminando al otro, ya sea haciéndolo desaparecer física o simbólicamente? El momento es cuando las cosas ocurren. Lo contrario es postergarlas hasta que (con o sin calzador) quepan en el relato. Y la verdad siga desterrada. O desaparecida.

miércoles, 17 de febrero de 2016



El hombre que no dejó huérfanos
(Del libro La sociedad de los hijos huérfanos)
por Sergio Sinay 



 Cuando lo conocí, él tenía 37 años y yo 16. En realidad lo vi y supe de él varios años antes, pero fue entonces (a mis 16, a sus 37) cuando entró en mi vida. Era un tipo sólido, ni gordo ni excesivamente robusto. Lucía una calva resplandeciente, rodeada de un cabello oscuro cortado y ordenado con cuidado. Sus cejas eran gruesas y oscuras, como su bigote. Tenía una mirada que tanto podía ser inquieta, como curiosa, desafiante o acariciadora. Sus ojos estaban vivos y luminosos, como él. Su voz era clara, fresca, varonil. Hacía mucho bien escucharla. Nunca llegaba inadvertido. Su presencia era precedida por un silbido armónico o por el canturreo de algún aria de ópera o de alguna canzonetta. Entonces aparecía él. Caminaba erguido, con un andar levemente chaplinesco.

Yo cursaba el bachillerato en el Colegio Nacional Absalón Rojas, de Santiago del Estero (colegio inmortal, como rezaba el himno que cantábamos con enjundia). El hombre que describo era nuestro profesor de Italiano y de Educación Física. Lo fue en cuarto y en quinto año. Nacido como José Presti, para nosotros era, simplemente El Pelado Presti. O, mejor, El Pelado. Cuando llegaba al aula, mandaba a cerrar la puerta y los postigos de las ventanas que daban a la galería y al patio central del Colegio (una suerte de hermosa plaza con sus bancos y canteros). Así evitaba miradas indiscretas, sobre todo las de la rectora, el vicerrector u otros. Entonces solía abrir un enorme portafolios que lo acompañaba y extraía de allí libros como un mago saca palomas de una galera encantada. Los libros surgían vivos y palpitantes, impregnados de la energía que el Pelado les había transmitido al leerlos y explorarlos. Traía marcadas páginas y párrafos. Empezaba a repartirlos, luego nos sentábamos en círculo, sobe los pupitres, y el Pelado decía: “A ver, Meneco, leé eso que tienes ahí”, “Ruli, seguí vos”; “Morro, leénos lo tuyo”. Leíamos en voz alta textos tan variados como la vida. Educación sexual (¡en 1963 y 1964!), cuentos de Jack London, reflexiones espirituales, un poema. Discutíamos, contábamos lo que sentíamos o pensábamos sobre esos textos. El Pelado estimulaba la conversación con brío, con entusiasmo, con picardía, con comentarios lúcidos.

No era todo. El Pelado sabía exactamente qué le pasaba a cada uno de nosotros. Sabía de los amores y desamores, de las esperanzas y desencantos, de las dificultades más íntimas y de los logros más preciados de cada uno de esa treintena de muchachos en preparación para la vida. Y nos preguntaba, y nos escuchaba, y nos ayudaba a pensar y, si lo pedíamos, nos aconsejaba, y nos acompañaba. Nadie se hacía la rata en sus clases. Y nunca un grupo de estudiantes de secundaria debe de haber acudido con tanta urgencia  entusiasmo a la hora de Educación Física. Porque allí, a la tarde, vestidos de fajina, la seguíamos. Para el Pelado Presti cada uno de nosotros era un ser único, nos diferenciaba y nos hacía sentir distintos, nos remitía a nuestra originalidad esencial Fuimos saludable y gozosamente discriminados. Tenía tiempo, oídos, ojos, mente y corazón para cada uno. Y actuábamos como cachorros que seguían confiados y jubilosos a ese magnifico ejemplar de macho alfa. Y además aprendimos italiano (porque bien que lo aprendimos) y, en Educación Física, dejamos los bofes tras agotadoras carreras, flexiones, sesiones de barra y cajón. Porque el Pelado cumplía sobradamente con los programas y nosotros no chistábamos. Y era nuestro referente, nuestro guía en las zonas oscuras, nuestro proveedor de valores y el celoso guardián de nuestras confesiones más íntimas.

Hoy me parece increíble que ese tipo tuviera apenas 37 años cuando hacía todo aquello (y lo hacía año tras año, con cada nueva camada y lo había hecho antes, siendo aún más joven, y lo siguió haciendo después por muchos años y no abandonó la actitud ni aún jubilado). Tan sólo 37 años. La edad en la que hoy tantos andan enredados, sin rumbo y sin un propósito, en los balbuceos de una adolescencia eterna, interminable, patética.

  José Presti (Pepe, El Pelado) nació el 18 de agosto de 1926, en Santiago del Estero. Hacía apenas tres meses que sus padres habían llegado de Italia, desde un pequeño pueblo cercano a Sicilia llamado Pettineo. Venían, como tantos, a dar una dura batalla por la supervivencia. A esta altura de los hechos sólo Dios sabe, dado que ya no quedan otros testigos, por qué fueron a parar a Santiago del Estero, un lugar tan lejano y tan diferente, para iniciar una aventura tan incierta y tan hostil. La misma pregunta cabe para mis abuelos maternos, que venían de la helada Lanowce (en lo que alternativamente fue Polonia y Rusia) y aparecieron en tierras santiagueñas. “¿Qué es esto, África?”, dicen que preguntaba repetidamente mi abuelo Manuel, mientras apenas podía respirar y trataba inútilmente de secarse el sudor en aquellos primeros tiempos de su inmigración.

Lo cierto es que José Presti nació en Santiago el 18 de agosto de 1926. Compartimos el signo astrológico. Él es un leonino de los mejores, generoso, noble, capaz de iluminar su entorno con una luz que permita resaltar los más bellos colores y todos los volúmenes de cada cosa, cada paisaje y cada persona. Un rey empático, de veras preocupado por cada uno de quienes lo rodean, un hombre merecidamente orgulloso de sus propios esfuerzos y de sus logros, una fuente de calor fecundante. Su padre, apenas desembarcados, sin hablar una palabra de castellano y con una mínima instrucción, se inició en lo que pudo. Fue vendedor de vino a domicilio. Pepe tuvo, según cree recordar, catorce hermanos. No conoció a todos y sólo sobrevivieron seis. Su madre, una analfabeta sacrificada, amorosa y tenaz, le contó cómo, a lo largo de la Primera Guerra, los hermanos que él no conoció murieron de paludismo, de malaria, murieron, en fin, como tanta gente pobre moría entonces, como tantos excluidos, postergados, olvidados y desvalorizados siguen muriendo hoy: fácilmente, sin oportunidad de defenderse, víctimas de lo evitable. Y ni bien empezó a caminar, Pepe marchaba junto a su padre, ayudándolo en la tarea. Iba descalzo, curtiendo dolorosamente  las plantas de sus pequeños pies sobre la parrilla de esas calles calcinadas por un sol de veras infernal.

“No recuerdo haber tenido infancia”, me confiesa ahora, adultos los dos, mientras nos recuperamos, mientras yo, sobre todo, lo recupero a él. Se hizo cargo de criar a sus hermanos, aun cuando él era el menor de todos, de los sobrevivientes, especialmente de sus dos hermanas solteras, a las que, con sus magros ingresos, les costeó la carrera docente. El les buscó escuelas, les sacó los documentos de identidad. ¿Qué sabían sus padres de eso? Héroes silenciosos y empecinados, bastante hacían con garantizar la supervivencia de todos los que quedaban en pie. Eso fue la infancia de Pepe: trabajar, ayudar a criar hermanos, estudiar. Estudiar empeñosa y tozudamente, como un náufrago que, azotado por el viento y revolcado por las olas furiosas, sabe que aferrarse a ese madero significa la única oportunidad. Quizás es una historia como cientos. Y, sin embargo, como esos cientos de historias, es única, es intransferible y, para que el mundo exista, es absolutamente imprescindible.

Terminó la escuela primaria en 1940 y estaba dispuesto a continuar. ¿Qué elegir, entonces? “No eran buenas épocas para mi familia”, dice mientras sus ojos miran un punto lejano en el horizonte, un punto en el que yo acaso no descubriré nada pero en el cual él ve imágenes de su vida. “Entré en la escuela normal, me recibiría de maestro y eso sería una salida laboral. El magisterio, en aquel momento y en aquel lugar, era lo más apetecible para un desafortunado como yo”. Cuando llegó a tercer año, se encontró con una disposición del ministro de Educación (“El doctor Jorge Coll, debe haber sido el mejor que hubo desde entonces a hoy”). Faltaban profesores de Educación Física en el país, de manera que los alumnos de tercer año del magisterio que tuvieran siete puntos de promedio general, buena salud y algunos otros requisitos, podrían continuar con el cuarto año en la Escuela Normal de San Fernando, Buenos Aires, y, sucesivamente, iniciarse en el Instituto de Educación Física de esa localidad, una institución modelo. Pepe tomó esa opción.

No fue fácil, recuerda. Educación Física era considerada una materia inútil y esa era la herramienta con la que ese muchacho de 18 años iba a contar para iniciar su camino de independencia en la vida. “Sin embargo, en el Instituto recibí una formación extraordinaria y desde ahí nacen mis inclinaciones a actuar como actuaba ya en el ejercicio de la profesión”, recuerda ahora. Le creo, pero hay algo que no dice. Sin duda, por lo que cuenta, la formación que recibió debió de ser magnífica. Pero hay mucho, acaso lo esencial, que es suyo, que viene de su sensibilidad, de su espíritu, de su consciencia.

Viví en Santiago mi infancia y mi adolescencia. Apenas terminé el secundario me mudé, solo, a Buenos Aires para estudiar y empezar a buscar y construir mi destino. Desde ese momento, no volví a ver a Pepe Presti ni a saber de él. Nunca lo olvidé, había aprendido mucho con él, había aprendido cosas esenciales. A mí y a mis compañeros Pepe nos enseñó que éramos valiosos, que éramos personas, que merecíamos tiempo de parte de un adulto, que para ese adulto era importante orientarnos (y, por lo tanto, valorábamos y agradecíamos la orientación, como el tiempo, la mirada y la escucha). Pepe nos transmitió valores y lo hizo a través de su conducta, de sus actos y gestos. Era una enseñanza homogénea, activa, sólida, nutricia. Pepe se ocupaba de nosotros, con nosotros, y lo hacía simplemente porque éramos nosotros, porque le importábamos y no porque lo ordenaran la currícula, el protocolo, el ministro (que nunca dice estas cosas) o porque lo pidieran nuestros padres. Nuestra simple existencia nos hacía importantes para él. Lo que yo aprendí con Pepe se me pegó a la piel, se hizo parte de mí, me constituyó como persona. Al lado de un adulto como Pepe Presti, el querido Pelado, ningún chico puede ser ni sentirse huérfano.

Hablé cientos de veces de Pepe. Con mi mujer, con amigos, lo nombré en diferentes lugares, ante diferentes auditorios. Durante años, cada vez que padres o docentes me preguntaban cómo educar, cómo criar, cómo acompañar, como orientar a los chicos en un mundo y una época tan difíciles como los que vivimos, cada vez que me preguntaron sobre cómo educar con valores, conté mi experiencia como alumno de Pepe Presti. Conté cómo lo hacía él. Transmití lo que nos pasaba a nosotros, sus alumnos, sus hijos adoptivos. Y una y otra vez dije: “No lo vi más desde mis 17 años, pero lo suyo quedó en mí para siempre, es lo más importante que aprendí en el Colegio. No sé qué habrá sido de él, sólo sé que, en lo que a mí respecta, cumplió su misión”.

Esto mismo repetí a fines de marzo de 2007 mientras me entrevistaban en el programa Los Notables, en la radio LT8, de Rosario, a dónde me invitó su productor general Oscar Secini. Faltaban tres minutos para que terminara el programa cuando pusieron a alguien al aire. “¿Quién llama?”, preguntó el conductor. “José Presti”, dijo una voz inconfundible desde el otro lado. Hacía cuarenta y dos años que no escuchaba esa voz. Enmudecí. Se paralizó mi corazón. Sólo alcancé a balbucear: “Pelado…¿sos vos?”.Cuando me dijo que sí, comencé a llorar y ya no pude hablar.

Era él. Estaba en Santiago, no en Rosario como creí. En apenas cinco o seis minutos Secini había logrado tender redes informáticas y localizarlo y, hombre generoso, misterioso ángel de la comunicación, nos había puesto en contacto. En ese momento, desbordado por la emoción y el llanto, no pude decirle mucho más que “Gracias, Pelado”. Pero pocas semanas después llegué a Santiago y le di un abrazo que él correspondió como siempre: con fuerza, con amor, con calidez, con presencia. En los días que siguieron me di un verdadero festín de Pepe Presti auténtico, genuino e inconfundible. Lo encontré vital, lúcido, cuestionador de las estupideces y perversiones de los modelos sociales vigentes, visionario, lleno de ímpetu, de conocimientos, de iniciativas, de ideas y de amor. Anda en bicicleta, pasea en bermudas por las calles santiagueñas, su calva es la de siempre, su bigote también, sólo que ahora es blanco, como el pelo que rodea a la pelada, y lo acompaña una barbita candado, también blanca. Camina a buen ritmo, y me hizo mucho bien sentir su mano tomando mi brazo (como si aún me guiara) mientras andábamos por las viejas y queridas veredas de siempre. Y está su mente. Una mente de 81 años funcionando a pleno, dando lecciones de empatía, de claridad. Y su corazón, amplio y profundo como siempre o más.

Compartimos recuerdos, compartimos nuestro disconformismo innegociable contra lo que la sociedad y la cultura light, materialista, irresponsable y egoísta propone cada día y contra los frutos de ese modelo. Nos asombramos de las innumerables coincidencias que había entre nuestras lecturas, nuestras ideas, nuestros sentimientos, nuestras utopías, nuestras certezas de estos 42 años en el que no nos vimos y, sin embargo, estuvimos tan cerca, tan entramados. Coincidencias significativas, diría Jung y repetiría con gusto Pepe, que es un fanático de Jung, como lo es de Frankl, de Jesús, de Buber, de la Madre Teresa. Tanta coincidencia es explicable. No hay azar en este caso. Coincidimos porque Pepe Presti siempre estuvo adentro de mí, en mis pensamientos, en lo que aprendí de él y en lo que llevé a mis propias iniciativas, acciones y visiones.

Hoy es el terror de los médicos, quiere ser, como él dice, “un paciente horizontal”, no una sombra muda aplastada por la soberbia omnipotente de un médico. Se informa, pregunta, discute, hace sus propias propuestas, exige que le expliquen. “Soy yo el que pone el cuerpo, después de todo”, sonríe malicioso con esa mirada inconfundible. Gracias a eso evitó operaciones innecesarias, encontró caminos nuevos y alentó a sus médicos a que los recorrieran con él. En algún momento, y por una cuestión puntual, un psiquiatra intentó encasillarlo con alguna de las etiquetas del DSM-IV (un manual muy parecido al de ciertos electrodomésticos con el cual el establishment psiquiátrico estadounidense pretendió clasificar y explicar, con valor de dogma, a las conductas humanas y que muchos creyentes de todo el mundo usan sin discernimiento, sin cuestionamiento ni reflexión, como ocurre con cualquier dogma).  Pepe se desembarazó rápidamente del profesional (que le auguraba los peores desastres si se atrevía a hacerlo) no sin antes dejarle, “para que lea y aprenda”, un libro de Víktor Frankl.

Sigue cuestionando la infatuada soberbia de quienes apostrofan sobre docencia, educación y crianza sin mancharse las yemas de los dedos tocando a un niño de carne y hueso. Propone ideas sencillas, profundas y revolucionarias (muchas de ellas un homenaje a la sabiduría del sentido común) que aquellas luminarias reciben con el mismo pánico con que el conde Drácula ve la salida del sol o la presencia de un espejo. Es todavía hoy un referente para jóvenes docentes, para religiosos, para intelectuales. Si alguna vez lo entrevistan en el diario o la radio, sus palabras producen un terremoto de mediana intensidad. Ha tomado en sus manos la causa de los jubilados del magisterio y está listo para cualquier otra causa que merezca su atención y su compromiso. La edad está lejos de ser una excusa para abdicar de sus convicciones y de sus acciones.

Lo encontré tal como lo recordaba. A través del club colegial Pepe Presti, un profesor de Italiano y de Educación Física (“¿Cómo puede ser que este tipo cobre lo mismo que nosotros?”, se preguntaban algunos de sus colegas, titulares de materias “prestigiosas”) había llegado a influir en casi todas las actividades del Colegio. Nada se le escapaba. Iba a nuestras casas, generalmente en horas de la siesta, cuando en Santiago del Estero todo el mundo está en su refugio, tocaba el timbre y juntaba a los padres con los hijos para dirimir cuestiones que tanto podían referirse a conducta, como a rendimiento en el estudio o a temas personales de los chicos. Después de cuarenta años, gracias a ese viaje que me reunió con Pepe, me volví a encontrar con la mayoría de mis compañeros del Colegio. Todos recordaban esto, la mayoría tenía una anécdota personal al respecto. Varios le dijeron “Vos me salvaste la vida” o “Gracias a aquella vez que fuiste a mi casa, hoy soy lo que soy”. Cuando se encuentra con quienes fueron sus alumnos por las calles de Santiago (¡fuimos tantos a lo largo de tantos años!), Pepe les da un beso en la mejilla (“Aunque se avergüencen, semejante grandotes”, dice) y les recuerda (como me lo recordó a mí) que son sus hijos adoptivos. O espirituales, como también gusta decir. Nosotros, los hijos, lo tratamos con cariño, lo desafiamos con bromas, nos las responde. Una noche de hace pocos meses, reunido con una veintena de aquellos compañeros y con Pepe, en Santiago, compartiendo charla, vino, recuerdos, palmadas, abrazos y asado, me abstraje por un momento, ocupé el papel de observador, nos contemplé y pensé: “Fuimos bendecidos”. Y agradecí a quien hubiera que agradecer. Luego, volví a la charla.

No somos sus únicos hijos. Pepe se casó con Alicia Vignau, profesora como él, fervorosa cultora de la literatura, amante silenciosa de las palabras, a las que honra, cuida y protege, una mujer suave y sabía. Tuvo con ella cinco hijos: Alicia Inés, abogada; Rafael, médico; Pablo, contador; Gabriela profesora de Inglés; Alejandro, abogado. Y dieciséis nietos. Una noche recibí uno de los privilegios más hermosos de mi vida: estuve en la casa de Pepe (la misma casa de la calle Rioja en la que vive desde hace medio siglo) con todos ellos. Flotando en esa atmósfera reparadora, dejándome mimar, me di cuenta de que todo lo que Pepe hacía en el Colegio era la continuidad de cómo vivía en su casa, de cómo trataba a sus hijos. En la casa de Pepe percibí lo mismo que había en el aula: amor en actos. Es decir el amor como verbo, no como sustantivo.

Aquella noche del reencuentro con mis compañeros, entre tantos episodios recordados volvió uno, emblemático. Pepe, cuando su función era la de profesor de Educación Física, nos exigía que las zapatillas estuvieran limpias. A alguno de nosotros se le ocurrió la estratagema de frotar tiza blanca sobre las zapatillas y el ejemplo cundió. Entonces, un día, como inicio de la clase Pepe dio, con aquella voz resonante, una orden clara y precisa: “Señores, ¡a zapatear!”. Primero nos ganó el estupor y después nos tapo la nube de polvo blanco que subía desde nuestros pies mientras estábamos allí, zapateando como si se tratara de aplastar hormigas. Cuando mandó a parar, las zapatillas mostraban la misma suciedad de antes. “Lo que quiero es que las laven, no que las tiñan, dijo Pepe. Quiero que se esmeren por cuidar sus cosas, que conozcan el esfuerzo. Así que, señores, la próxima vez esas zapatillas deben estar lavadas: Y lavadas por ustedes, no por sus mamás”. Y así estuvieron. Sabíamos que Pepe se iba a enterar de si lo habíamos hecho con nuestras propias manos o no. Iría casa por casa a investigarlo si fuera necesario.

Así, también, una mañana, cuando sus hijos eran chicos y tras descubrir que desobedecían la regla de no mirar televisión más allá de cierta hora, se levantó, se vistió, cargó en sus brazos el pesado televisor familiar que había comprado con esfuerzo, fue hasta el comercio donde lo había adquirido y, sin más trámite, lo devolvió. Pasaría un tiempo antes de que el artefacto regresara y fue en otras condiciones.

Ni sus hijos le perdieron amor o respeto por aquello, todo lo contrario. Ni nosotros, sus hijos espirituales, le tuvimos un gramo menos de cariño y de agradecimiento por episodios como el de las zapatillas. Todo lo contrario.

¿Cómo es que vino a aparecer Pepe Presti en este libro? Confío en que las razones estén claras. Pepe Presti dedicó su vida y lo mejor de sí a educar, a criar, a formar, a transmitir, a legar, a guiar, a trasfundir valores e instrumentar, a sus hijos propios y a los chicos que la vida puso en su camino, para que pudieran crecer como seres autónomos, valorados, con confianza en sí, capacitados para encontrarle un sentido a la propia vida. Nada fue fácil para Pepe. Fabricó tiempo donde no lo tenía, aprendió lo que no sabía, se animó en los territorios que le eran desconocidos, se hizo cargo, asumió su responsabilidad, no delegó, no miró para otro lado, no hizo la plancha, jamás le tuvo miedo a sus hijos, ni a los de sangre ni a los que fue adoptando. No temía a quienes amaba. Aprendió de ellos lo que tuvo que aprender y les  enseñó lo mucho que tuvo y tiene para enseñar.

En una sociedad cada día más huérfana de trascendencia, de espiritualidad, de consistencia emocional, de respeto, y honra hacia el otro, en una sociedad en la que quienes deben criar y educar dejan, cada vez más, a los chicos a la deriva o en manos de auténticos depredadores sedientos de lucro, sin ética y sin moral, Pepe Presti es un emergente que genera esperanza. Uno de tantos, sin duda. El que, afortunadamente, estuvo en mi vida. Hay, estoy seguro, muchos Pepe Presti. Pero son muchos más los necesarios.

En la sociedad de los hijos huérfanos, Pepe Presti no dejó huérfano a nadie, jamás. ¿Qué otra cosa se le puede pedir a un padre, a un Maestro? Querido Pepe: misión cumplida.

lunes, 15 de febrero de 2016



La maleza criolla

Por Sergio Sinay

Para que haya verdaderos cambios sociales y culturales, la viveza criolla (que es solo una forma de estupidez) deberá olvidarse. Sin embargo, en estos días dio una muestra de estar muy presente. 

 



En la primera semana de este caluroso febrero, bajo un sol devastador, larguísimas filas de personas se calcinaban en las veredas ante las oficinas de las empresas Edenor y Edesur, en Buenos Aires, para cambiar la titularidad de su servicio eléctrico poniéndolo a nombre de algún beneficiario de tarifa social. Quienes lo hayan logrado pensarán que son muy astutos. Verdaderos ejemplos de la viveza criolla. Sin embargo, considerado a la luz de Las leyes fundamentales de la estupidez humana, breve y extraordinario ensayo del historiador y economista italiano Carlo Cipolla (1922-2000), esa multitud de supuestos avispados responden perfectamente a la que el autor denomina Tercera Ley Fundamental o Ley de Oro. Es esta: “La persona estúpida es la que causa un daño a otra persona o a un grupo de personas sin obtener, al mismo tiempo, un provecho para sí, o incluso obteniendo un perjuicio”.

¿Qué lograrán estos individuos con su acción? Se ufanarán de seguir pagando migajas por un pésimo servicio a cambio de mantener un consumo alto y derrochador de energía a través de artefactos electrónicos cuyo uso no están dispuestos a moderar. Se diferenciarán así de los “giles” que acepten la actualización de las tarifas irresponsablemente subsidiadas durante una década por un gobierno populista y depredador que dejó al país en estado de indigencia energética, entre otras indigencias.

Todos conocemos el resultado del subsidio clientelista. Cortes, escasez de energía y altísimos costos para importar la que se consiga. Un país que se autoabastecía pasó a ser dependiente. La avivada de poner la cuenta de luz a nombre de un falso titular para rapiñar lo que luego se gastará sin miramientos en otros rubros, confirma una de las leyes de la estupidez humana. A la larga estos “vivos” sufrirán los mismos cortes y escasez que todos, cortes y escasez que podrán ser justificados por la insuficiencia de recursos para inversión. Y esa vivada también ejemplifica otra categoría citada por Cipolla en su libro. La de los malvados: aquellos que se benefician mientras dañan a otros. Quedan aún dos categorías según la observación del pensador italiano: la de los ingenuos (que pierden mientras otros ganan) y la de los inteligentes (que logran que todos ganen). Esta última, sobre todo, está muy lejos de la larga fila de vivos criollos que eligieron cocinarse al sol. Por supuesto, hay quienes cumplen con los requisitos de la tarifa social, pero no eran mayoritarios en las filas de aquellos días. Porque quienes tienen  derecho a esa tarifa ya contaban con ella.
Mucho de esto deberá cambiar en la sociedad argentina para que se pueda empezar a hablar de transformaciones sociales y culturales profundas. Cuando surge la clásica pregunta hacer de qué nos pasa a los argentinos, cuál es la razón por la que estamos cada día más lejos del mundo y de una mediana normalidad (es decir, una vida con reglas consensuadas y aceptadas, con leyes que se cumplen y se respetan, con una justicia confiable y gobiernos honestos aunque sean mediocres), una respuesta podría ser que hemos cultivado durante demasiado tiempo la viveza criolla. Y esa viveza ya es maleza. Es plaga y a menudo no deja crecer otra cosa. Hay que cambiar de cultivo. Y esto es responsabilidad de cada uno.

martes, 9 de febrero de 2016

¿Viejos son los trapos?

Por SERGIO SINAY

Esta columna fue publicada el domingo 7 de febrero en el diario El Día, de La Plata
¿Viejos son los trapos?

“Si no tuviéramos nada que aprender no habría viejos”. La afirmación del prestigioso neurólogo catalán Nolasc Acarin (autor de “El cerebro del rey” y miembro de la Real Academia de Medicina de Cataluña y de la Real Academia de Medicina de Gran Bretaña) podría haberse tomado como una obviedad en otros tiempos, pero no en los actuales. En el presente la palabra “viejo” aterra, provoca estampidas de fuga, se evita pronunciarla, se la reemplaza por complicados malabarismos verbales del tipo “persona mayor”, “individuo de cierta edad”, “tercera edad”, “abuelo” y demás. A lo sumo se concede que “viejos son los trapos”. Como si se tratara de un exorcismo, y al no invocar la palabra se la hiciera desaparecer (y con ella también a lo que significa).

Pero los viejos existen, son parte de la humanidad. En 2013 un informe de las Naciones Unidas daba cuenta de que la franja de personas mayores de 60 años es el grupo de población de más rápido aumento en el mundo. De hecho en 2014, la tasa de crecimiento anual de ese sector de la población casi triplicó la tasa de la población en su conjunto. Y en términos absolutos, el número de personas mayores de 60 años prácticamente se duplicó entre 1994 y 2014. Hoy las personas de ese grupo superan en número al de los menores de 5 años. Malas noticias para quienes desprecian a lo viejo solo por serlo y valoran lo joven solo por su edad. Mientras se machaca con la adoración de la juventud, de lo “nuevo”, del cambio por el cambio, y se declara obsoletas por simple portación de edad a personas, ideas, objetos, hábitos y hasta valores, hay una cuestión que se soslaya. Qué tipo de juventud o qué tipo de vejez se vive.

UN PRESENTE INMOVIL

A este punto crucial apuntaba el médico, psiquiatra y profundo pensador austriaco Víktor Frankl (1902-1997) en una de las muy difundidas charlas radiales que sostuvo entre 1951 y 1955 por una emisora vienesa y que se recogieron en un libro bajo el título “La psicoterapia al alcance de todos”. Decía Frankl: “No importa que uno sea joven o viejo, no importa la edad que tenga. Lo decisivo es la cuestión de si su tiempo y su conciencia tienen un objetivo al que esa persona se entrega y si ella misma tiene la sensación, más allá de su edad, de vivir una existencia valiosa y digna de ser vivida; en una palabra, si es capaz de realizarse interiormente, tenga la edad que tenga”.

Simone De Beauvoir rescata en su ensayo “La Vejez” una antigua leyenda de la isla de Bali, en Indonesia, según la cual en una aldea montañesa a los ancianos se los sacrificaba y comía. Así hasta que no quedó ninguno y con ellos se perdieron las tradiciones y muchos conocimientos y habilidades.

Si ya es aberrante desde todo punto de vista (económico, cultural, ecológico) que cada vez más productos y artefactos salgan al mercado con una fecha de vencimiento fijada a espaldas del usuario y del consumidor (tema que se trató en esta columna el 17 de enero último), lo es mucho más que se declare la obsolescencia de las personas. En general quienes lo hacen parecen padecer de una curiosa deformación en la percepción del tiempo. Creen que los viejos nacieron viejos y que ellos, más jóvenes, nacieron a su vez con la edad que cuentan, y que unos y otros habitan un presente inmóvil. Una percepción contra natura, como es obvio. El tiempo fluye, no admite ser congelado, y la vejez es una etapa de la vida que espera a todos quienes no vean interrumpida la secuencia por cuestiones inesperadas. Vista así, la negación de la vejez, tanto como su descalificación, resulta un modo de matar al mensajero. El mensaje es claro: todos seremos viejos. Y la pregunta continúa abierta: ¿qué tipo de viejos seremos o somos ya? La respuesta se construye, como apuntaba Frankl, a lo largo de la vida.

Desde el fanatismo “juvenilista” (algo que no solo padecen los jóvenes sino también muchos adultos en falsa escuadra con su propia edad) se ve a los viejos como a estorbos que entorpecen el camino de los que están ansiosos por la velocidad y la juventud. Algo parecido a lo que ocurre en las rutas cuando un conductor impaciente e irrespetuoso coloca la nariz de su auto a centímetros del que va adelante y lo acosa con luces y bocinazos sin contemplar que el otro marcha a una velocidad sensata y legal mientras es él quien viola normas y reglas sin otro objetivo que la simple y alocada premura. Sin embargo el que va adelante es quien mejor ve el camino, quien mejor advierte las curvas y los obstáculos y el que mejor puede dar cuenta de lo ya transitado, porque pudo percibirlo. Tiene cosas para contarle, transmitirle y advertirle al que viene detrás.

UN MENU SIN VIEJOS

Al respecto de todo esto viene a cuento lo que describe la escritora y pensadora francesa Simone De Beauvoir (1908-1986) en su invalorable ensayo “La vejez”. Rescata allí una antigua leyenda de la isla de Bali, en Indonesia, según la cual en una aldea montañesa a los ancianos se los sacrificaba y comía. Así hasta que no quedó ninguno y con ellos se perdieron las tradiciones y muchos conocimientos y habilidades. En ese momento se necesitó construir un edificio para el Consejo que gobernaba la aldea. Las construcciones se hacían con troncos y había que saber muy bien cómo cortarlos y cómo disponerlos. Pero nadie sabía. Un joven dijo que tenía la solución, pero que sólo la daría si el pueblo entero se comprometía a no comerse más a los viejos. Una vez hecha la promesa, el muchacho fue hasta el bosque en el que había escondido durante varios años a su abuelo y regresó con el viejo, que les enseñó a todos las viejas técnicas para cortar los árboles y para construir con ellos. Desde entonces, aun cuando hay quienes niegan la leyenda, en el país se respeta a los viejos.

En ese mismo libro pregunta De Beauvoir: “¿Qué debería hacer una sociedad para que en su vejez una persona siga siendo tratada como persona?”. Y no deja el interrogante en el aire. “La respuesta es sencilla: sería necesario que siempre lo hubiese tratado como una persona”. Como señala la filósofa francesa, en la actitud que tiene hacia los viejos una sociedad se desenmascara. Y una sociedad, hay que recordarlo, no es algo abstracto, una nube. Es la suma e integración de los miembros que la componen. Por lo cual la actitud de cada uno cuenta y mucho. No solo la actitud ante los viejos, sino ante la misma idea de vejez y ante la inexorable verdad de que cada persona, por muchas piruetas que haga para olvidarlo o para negarlo, será vieja, del mismo modo en que fue bebé, niña, adolescente, joven adulta y madura. Son estaciones en el viaje de la vida. Quien viaja pasará por ellas.

En cada una de esas estaciones hay un propósito a desarrollar, una idea con la cual comprometerse, un modo de amar, algo para crear, algo para dar y algo para recibir. En cada una de ellas podemos (y debemos) hacer algo para dejar el mundo un poco mejor de cómo lo encontramos. Haber causas ajenas a nuestra voluntad y a nuestra posibilidad que lo impidan. Pero importa mucho lo que depende de nosotros, no solo ante los viejos que nos preceden, sino también como los viejos que somos o seremos.

Los trapos son trapos y las personas son personas. Hay trapos rotos e inservibles y hay vejeces íntegras.