lunes, 27 de abril de 2015

Una sociedad de hijos virtuales

por Sergio Sinay


Los riesgos de una generación de adolescentes conectados al mundo virtual e incomunicados con el mundo real


Se puede vivir con tecnología o vivir para la tecnología. Es decir, darle un espacio en la vida o darle la vida. Según una reciente encuesta encargada por Microsoft y coordinada por la especialista en cultura juvenil Roxana Morduchowicz, el 40% de los adolescentes en la Argentina permanece conectado a Internet durante las 24 horas por día. Esto significa que esos chicos siguen conectados mientras duermen. No hay un solo segundo de sus vidas en el que no estén “enredados”. ¿De dónde sale este tiempo dedicado al mundo virtual? Solo puede tomarse del mundo real. Es decir, el de las cosas tangibles, el de las relaciones personales cara a cara, voz a voz, cuerpo a cuerpo, el de los vínculos familiares, el de las experiencias físicas en la realidad física. Como el tiempo cronológico en el que se organizan nuestras vidas no es infinito, las horas que se suman a Internet (y esto vale también para adultos) se restan de otra parte. Sutil e inexorablemente la realidad virtual desplaza a la real y la conexión a la comunicación.
La comunicación es siempre artesanal. Requiere mirar (no solo ver), escuchar (no simplemente oír), hablar (más que emitir sonidos) y percibir emocionalmente (pues en todo acto de comunicación se pone en marcha lo emocional no verbal, con un precioso cúmulo de información). Todo esto se adereza con significativos silencios, modulaciones, experiencias co creadas o compartidas (algunas gozosas, otras dolorosas). Como cualquier pieza de artesanía la comunicación entre personas reales y distintas, no mediatizada por artilugios tecnológicos unificadores y masificadores, requiere, además, de un ingrediente esencial: el tiempo. No hay inmediatez y fugacidad en la comunicación, sino proceso y construcción. Un acto de comunicación es siempre único, es un punto de llegada. Y nos comunicamos con la totalidad de nuestro ser. Mente, cuerpo, espíritu.
Las herramientas de conexión no son, necesariamente de comunicación. Los seres humanos se comunicaban antes de Internet, antes del teléfono, antes del telégrafo y aun antes de la escritura. Comunicarse es una necesidad existencial. Los avances tecnológicos estuvieron siempre al servicio de esa necesidad y aportaron además otras cuestiones, como la información. Pero una cosa es la herramienta al servicio del hombre y otra muy diferente el hombre al servicio de la herramienta. En el primer caso el instrumento es convocado para cuestiones puntuales y por un tiempo específico. En el segundo se corre detrás de su evolución, se posponen y postergan vínculos, afectos, actividades, necesidades, atención e incluso vocaciones, sacrificándolos a la urgencia de la conexión, que se impone hasta crear la ilusión de que es imposible vivir sin ella, con el consecuente síndrome de abstinencia cuando algo la impide o la interrumpe.
Todo esto sin entrar en un tema más dramático y complejo, como es la pérdida de habilidades y el empobrecimiento de funciones cerebrales esenciales. El cerebro va siendo conformado de manera permanente (gracias a su plasticidad) por las experiencias que vivimos. Estas generan nuevos circuitos, habilidades, memoria, intuición capacidad de anticipar, de comparar, de comunicarse (artesanal y existencialmente), de resolver en situaciones de incertidumbre, de crear, de imaginar, de cuestionar (base del esencial pensamiento crítico) y de vivir en un mundo en el que lo aleatorio es parte indisoluble y central de la vida. Justamente esto es algo que la tecnología pretende negar ofreciendo un universo digitalizado en el cual el azar no entra, la incertidumbre tampoco, el otro encarnado mucho menos y, desde ya, tampoco el tiempo. La menor dilación entre estímulo (el “clic”) y respuesta provoca crisis de ansiedad, es inadmisible. Sin embargo, el cerebro necesita de las experiencias físicas y temporales como del oxígeno. Son ellas las que enriquecen su funcionalidad emocional, nuestra sensorialidad, las habilidad sociales, la inteligencia práctica y todas las demás inteligencias, como la emocional, espacial, intuitiva, etcétera.
Cuatro de cada diez adolescentes están en riesgo de convertirse en simples accesorios de artefactos tecnológicos. De vivir al servicio de estos, en una carrera de adecuación servil, de actualización por la actualización y, finalmente, de adicción. Todo esto con sus consecuencias de inadecuación para vivir en el mundo real, ese en el que, con los lógicos y naturales cambios evolutivos, se construyó desde siempre la experiencia humana.

Y, por fin lo más inquietante, lo que abre serios interrogantes: estos adolescentes tienen padres (se supone). ¿Esos padres no han advertido que sus hijos son apenas presencias “virtuales” en la vida real? ¿Qué no están allí, donde el vínculo se construye y se enriquece? ¿O acaso estos mismos padres desecharon ya la comunicación, que exige responsabilidad y compromiso, prefiriendo la conexión, que viene servida? Las respuestas atañen al tipo de sociedad en el que queremos vivir.

martes, 21 de abril de 2015

El cerebro mágico

El cerebro es la gran novedad, mientras el ser humano pasa al olvido

Por Sergio Sinay



De pronto los seres humanos parecen haber descubierto que tienen cerebro. Y en una era en la que no hay lugar para la incertidumbre y en la que se exigen certezas absolutas e inmediatas, se buscan en el cerebro todas las respuestas y explicaciones. Si son certeras o no, es lo de menos. De ahí la moda de las neurociencias. Y la creencia de que todo se puede explicar como un simple proceso cerebral (abonada por muchos que hacen de la neurociencia una oportunidad de negocios al calor de la credulidad generalizada y la agonía del pensamiento crítico). El amor, las emociones, los sueños, los sentimientos, las conductas, los recuerdos, las intuiciones, las deducciones, las ideas, las ideologías, los vínculos, las relaciones con la naturaleza y con otras especies, la misma vida tal como la experimentamos sería reducible a un juego de neurotransmisores, sinapsis, estriados, callosidades, hipotálamo, neocortex y amígdala.
La densidad de lo humano la complejidad de la identidad, la dimensión de la moral y sus valores, los profundos misterios de la conciencia, quedarían reducidos a una explicación plana, a un juego de imágenes en colores y 3D, a un pavloviano ejercicio de estímulo y respuesta. Todo servido en bandeja en una era en la cual la tecnología se convierte en amo del hombre y no en su servidora, una era en la que prima la pereza mental y en la que, cada vez más, las vidas transcurren en un estado de inconsciencia y esterilidad que muchos llaman felicidad aunque su verdadero nombre es vacío. Nada que no hubiera adelantado Aldous Huxley en esa inspirada distopía (escrita en 1931) llamada “Un mundo feliz”.
Stanislas Dehaene pasó por Buenos Aires para presentar sus obras “El cerebro lector”, “La conciencia en el cerebro” y “Aprender a leer”. Es francés, neuropsicólogo y una de los más reconocidos neurocientíficos actuales. Además, alguien que no cree en espejos de colores. Tras sorprenderse por el hecho de que haya personas que pagan entrada para que les cuenten cómo funciona el cerebro, Dehaene, entrevistado por el diario “Perfil”, señaló: “Hay una gran distancia entre la neurociencia y sus aplicaciones. Yo estoy muy interesado en aplicarla en educación, por ejemplo; pero no creo que sea una receta mágica. Ya sabemos bastante acerca de cómo hace el cerebro para leer, pero cómo traducir eso y llevarlo al aula es algo que se debe evaluar con mucho cuidado”. Dehane está contra el mito de que los chicos de hoy son más “inteligentes” porque desarrollan varias tareas a la vez y desmitificó el “multitasking” con el que muchos se deslumbran: “Tampoco es cierto que los niños sean mejores haciendo dos cosas a la vez. Hay limitaciones básicas del cerebro; el sistema global de la conciencia se limita a una operación por vez. La gente que trata de entrenarse para hacer multitareas lo que va a lograr es distraerse más. Es muy importante que las escuelas continúen enseñando las cuestiones básicas: a concentrarse, las letras, los números… Hacer muchas cosas a la vez estresa el cerebro. Literalmente, se lo fuerza a ir más allá de lo que puede procesar”. Tampoco se deja hipnotizar por las neuroimágenes, aunque las valora como adelanto tecnológico: “Existe una creencia errónea de que las imágenes cerebrales son más confiables que los experimentos psicológicos. Y es al revés, sin un buen experimento, la imagen que se obtiene no significa nada. La gente debería ser un poco escéptica acerca de lo que se le dice a partir de una neuroimagen”.

Como advierte el pcisólogo y filósofo Miguel Benasayag en su reciente ensayo “El cerebro aumentado, el hombre disminuido”, cuando el cerebro se toma a sí mismo como objeto de estudio, el mundo, nuestra relación con él y los amplios campos de nuestra identidad y nuestra conciencia pasan a segundo plano. Si todo el misterio del amor reside en la oxitocina, dice Benasayag, ¿qué hacemos con tantos siglos de poesía? Si la neurotecnología va a resolver todo y la neurociencia lo va a explicar, ¿hemos llegado al fin de la historia? Quizás, después de todo, haya que salir de la modorra y seguir existiendo como humanos, con todas nuestras incertidumbres a cuestas.

viernes, 17 de abril de 2015



Introducción al libro Pensar, de Sergio Sinay

Atrevernos a ser personas


Terminaba yo de corregir este libro cuando dos fundamentalistas asesinos entraron en la redacción del semanario satírico francés Charlie Hebdo y exterminaron a doce personas (dibujantes, escritores, correctores, asistentes). ¡Alá es grande!, chillaron mientras cometían su crimen deleznable, injustificable, imperdonable. Es imperdonable porque no hay perdón sin arrepentimiento. Y el arrepentimiento es una expresión del pensamiento. En la redacción de Charlie Hebdo fue asesinado el pensamiento, encarnado en esos doce cuerpos martirizados. Los canallas que lo hicieron encarnaban a su vez, de un modo atroz, la incapacidad de pensar, la imposibilidad de expresar una idea y argumentar por ella, la horrible y trágica consecuencia del oscurecimiento y la degradación de un atributo humano esencial, la conciencia, y de su fruto más excelso: el pensamiento. Quienes cultivan este fruto se elevan por sobre el mero hecho de ser individuos de una especie, la humana, y alcanzan la condición de personas. Quien mata al que piensa, no sólo porque piensa sino porque expresa ideas y cosmovisiones ajenas a las propias, es humano. Por eso es asesino. No hay animales asesinos, el animal mata por hambre, no por odio. Los animales ni odian ni tienen noción de bien y mal. No son morales. El que mata una idea en el otro asesinándolo, es humano, lo repito, no animal. Pero no es persona, dimite de esa condición, y no por falta de atributos, ya que una característica de los humanos es que venimos al mundo equipados para pensar.
No sólo se deja de hacerlo asesinando a personas indefensas en una redacción. Lamentablemente hay muchas maneras de no pensar o de hacerlo de modos tan disfuncionales que arrojan resultados trágicos. Hay maneras de no pensar que se disfrazan de pensamiento. Hay maneras sofisticadas, hipócritas, sutiles, engañosas de no pensar. Y ninguna es inocua. Se pagan altos costos por la pereza mental, por el temor a tomar las herramientas del pensamiento y adentrarse con ellas en el mundo, en los vínculos, en las incertidumbres que nos acompañan, en la búsqueda y comprensión del sentido de nuestra vida. Lamentablemente vivimos en una sociedad y en un tiempo que facilitan las coartadas para quienes no quieren pensar y desean evitar que se note.
Desgraciadamente los costos de la pereza y de la cobardía mental no sólo alcanzan a quienes desertan de este esencial atributo humano, sino que comprometen, empobrecen y lastiman a toda la sociedad. Esto se refleja en la política, en la economía, en la cultura, en el deporte, en la tecnología, en la ciencia, en las relaciones humanas, en la vida familiar, en la pareja, en los vínculos de padres e hijos, en la relación con el medio ambiente. Pensar asusta, cansa, requiere esfuerzo, salir del redil, convoca a compromisos que no se quiere asumir, lleva a recorrer el mundo interior, a percibir el mundo externo y a cumplir en él con los deberes morales que se nos plantean desde que existimos, a salir del egoísmo, a mirar al prójimo, a comprender los propios sentimientos y emociones para acceder a la empatía, a escuchar y entender ideas y cosmovisiones diferentes.

Pensar es un desafío. Aceptarlo nos compromete a vivir como personas, a asumirnos como agentes morales, a emprender una vida que deje en el mundo una huella que lo mejore. Negarse al desafío tiene un precio. El de vivir como objetos, pasar por la superficie de la vida apenas rozándola, aunque se pretenda, acudiendo a fórmulas prefabricadas, haber vivido “intensamente”, haberse “divertido”, haberla “pasado bien”. Hoy y aquí, en nuestra sociedad, en nuestro tiempo, el desafío de pensar se ha hecho omnipresente e ineludible. Nadie puede pensar por cada uno de nosotros. Como toda responsabilidad, también ésta es personal e intransferible. Y como toda responsabilidad, nos pone de frente al otro, a los otros, a la comunidad de la que somos parte. Este libro explora con la mayor honestidad y sinceridad de la que me siento capaz el escenario doloroso que deja el pensamiento vacante. Es un análisis de lo que significa pensar y de lo que significa no hacerlo. Es una evaluación de los daños de la desidia mental y del pensamiento oportunista, así como de las múltiples formas de manipulación del pensamiento débil. Es también, por oposición y por afirmación, una invitación a pensar. A volver a pensar antes de que sea tarde y ya no sepamos cómo hacerlo. Y, quiero aclararlo, no es una invitación a que pensemos igual, a que estemos de acuerdo, a que nos guardemos argumentos para evitar desacuerdos. Es una invitación a todo lo contrario. Es decir, a pensar.

viernes, 10 de abril de 2015

¿Por qué roban?

Por Sergio Sinay

La vieja diferencia entre ser y parecer aplicada a la imagen de los políticos




Si un político llega al gobierno con fortuna económica personal previa, una vez en funciones no roba. Esto me decía un conocido hace algunos días, y parecía muy convencido. Y esto es lo que Daniel Khaneman, psicólogo del comportamiento que ganó el premio Nobel de Economía en 2002, llama efecto halo. Un atajo del pensamiento debido al cual se toma una característica de un individuo y de allí se sacan conclusiones sobre la totalidad de su persona. Por ejemplo: “Si es bueno no miente”, “Si es gordo come mucho”, “Si lee mucho es inteligente”, etcétera. Así tenemos, en este caso, “Si es rico no roba”. Y su contrapartida inmediata, inconsciente, oculta: “Si es pobre, roba (o tiene más posibilidades de hacerlo)”. Los atajos de este tipo simplifican, eximen de pensar, instalan una peligrosa pereza mental.
Muchos nuevos millonarios que deben su casi obsceno patrimonio a la política empezaron siendo pobres. Sin embargo, llegar a ricos no hizo que dejaran de robar, de corromper y de corromperse. Y mucha gente pobre (la mayoría acaso, en un país en donde hay 12 millones de pobres según cálculos de organismos confiables, como el Observatorio de la Deuda Social de la Universidad Católica) no roba.
Que un funcionario o un gobernante lleguen a la política primero y al gobierno después siendo portadores de un excelente pasar económico no garantiza su honestidad en el desempeño del cargo. Y tampoco todo político pobre sale enriquecido del poder. Ahí están los ejemplos de Arturo Illía, de Raúl Alfonsín, de Arturo Frondizi o, entre otros, de Elpidio González, vicepresidente Irigoyen, que murió en la pobreza extrema.
¿Por qué, entonces, roban y se corrompen quienes lo hacen? No por una cuestión económica, sino moral. Carecen de valores, ven a las personas como simples medios para sus fines, desconocen la empatía. No roban por hambre ni por necesidad. Alguna “abogada exitosa” que llegó a la presidencia dijo alguna vez, según un político cercano a ella, que “para hacer política se necesita platita”. Roban lisa y llanamente por inmoralidad. No ven la política como una actividad de servicio a la comunidad a la que pertenecen sino como un medio del cual servirse. No les importa el hecho de que no sólo roban dinero, sino que ese dinero significa educación, salud, seguridad, sueños, proyectos, tiempo y vidas de seres (mujeres, niños, hombres, ancianos) reales. Al robar matan (poco importa si es de manera directa o indirecta, una muerte es siempre una muerte y la corrupción provoca muertes masivas en trenes inseguros, en barrios desprotegidos, en hospitales vaciados de recursos, en rutas intransitables, en comunidades hambreadas).
Llegar con dinero previo no los hace menos ladrones. Besar bebés o abrazar ancianos durante la campaña, tampoco. En todo caso sólo los hace más inmorales de lo que ya eran, con o sin plata. Con plata se les nota mucho más, esa es la diferencia, porque una vez cebados ya ni siquiera disimulan. Pueden lucir un millón de dólares en joyas y seguir hablando de los pobres.

En todo momento, pero mucho más en tiempos electorales, es importante no caer en la simplificación mental del efecto halo. Hay mucho marketing perfecto dedicado a generarlo.  Los valores que importan son los morales y no los económicos. Y esos valores solo se demuestran viviéndolos. Justamente por esto no es posible aquello de que “roban pero hacen”. El que roba es siempre un ladrón. Y lo que hace es robar.

lunes, 6 de abril de 2015

Números delatores

Por Sergio Sinay 


Como los espejos, algunas encuestan muestran lo que no queremos ver


Algunas encuestas conocidas en la última semana hablan con crudeza sobre el estado actual de la sociedad argentina. Según tres de ellas (realizadas por Ibope y Adimark) los índices de popularidad de las presidentes de Chile, Michelle Bachelet, y de Brasil, Dilma Rousseff, han caído al 31% y 12% respectivamente, mientras el de la presidente argentina es del 40%. De acuerdo con la otra investigación, realizada por Poliarquía y el Institute for Democracy and Electoral Assistance (IDEA) para el diario La Nación, el 79% de los argentinos considera que el país vive al margen de la ley y el 43% está dispuesto a violarla si cree que tiene razón.

Si una gran parte de los que integran el 79% de quienes describen la anomia generalizada no estuvieran ellos mismos en la ilegalidad, probablemente las cifras serían diferentes. De lo contrario, no cierran. Sobre todo si, por lo demás, tenemos a ese 43% dispuesto a vivir bajo la ley de la selva, a no respetar normas y a considerar su versión de la realidad como única válida. Se trata, para decirlo técnicamente, de individuos inmorales. Y son, posiblemente, más de un 43%, ya que en las encuestas los consultados suelen mentir bastante. El filósofo Immanuel Kant sentó una de las bases de la moral al proponer su imperativo categórico: actúa de tal manera que tus acciones puedan convertirse en leyes universales (solo roba, mata, miente, falsea o corrómpete si estás de acuerdo en que todos lo hagan, y después hazte cargo de las consecuencias de tus actos). Para ese 43% el ir contra la ley sería, en términos kantianos, aceptar que el 100% lo haga. Con lo cual no tardaríamos en descender a una etapa previa a la civilización y a la cultura. Un camino que la sociedad argentina parece empeñada en recorrer mientras se aleja del mundo, de la modernidad y de la moral.
A esto agreguemos que la vertical caída de las imágenes de Bachelet y Rousseff está motivada por los actos de corrupción a los que se vieron ligados sus nombres (en el caso de la chilena por un negociado del que participaron su hijo y su nuera, ya expulsados del gobierno, y en el de la brasileña por las coimas obscenas recibidas en la petrolera oficial Petrobras, por las cuales ya hay investigación y juicios en marcha). Siguiendo esta línea, el 40% de aceptación de la mandataria argentina, vendría a demostrar que a una porción grande y decisiva de la sociedad argentina la corrupción no le mueve un pelo, posiblemente porque (como lo indica el tétrico 43% de la encuesta sobre anomia) o participa de ella o lo haría con gusto a pequeña o gran escala, según se presente.
Una vez más se llega a la conclusión de que las sociedades producen gobiernos a su imagen y semejanza, aunque algunas de ellas (las que no han sido carcomidas hasta el hueso por años de populismo) conservan anticuerpos. En el país regido por un gobierno corrupto y corruptor, que a la vez actúa repetidamente en los márgenes de la ley, casi la mitad de los consultados están dispuestos a violar la ley y otro tanto tiene buena imagen de quien, sin metáforas, busca impunidad para cuando deba abandonar el cargo que hasta ahora consideró como propiedad privada.

A veces un par de cifras dicen mucho más que mil palabras. 

miércoles, 1 de abril de 2015


Germanwings, la contracara de Nisman

por Sergio Sinay

Dos sociedades, dos modos de encarar la justicia

Solo cuarenta y ocho horas después de la catástrofe del avión de Germanwings en los Alpes, ocurrido el 24 de marzo pasado, Brice Robin, fiscal general de Marsella, reunió a los familiares de las víctimas y les contó con detalles, con sensibilidad y con respeto cuáles habían sido las causas del pavoroso evento. Al tiempo que mitigaba en parte la angustia de esas personas(hasta donde eso fuera posible), la información de Robin ponía en duda la actuación de organizaciones poderosas, comenzando por la compañía Lufthansa, que más allá de su imagen parece haber tenido mecanismos muy laxos y distraídos respecto de la salud mental de sus pilotos, y por otra parte del mismo sistema alemán de control y supervisión de la actividad aérea, que había olvidado poner como obligatoria la presencia de dos personas calificadas en la cabina de un avión durante todo el vuelo y había permitido que fuera el propio afectado (en este caso el copiloto, con serios indicios de perturbación mental) el que portara el certificado médico para entregarlo a quien seguramente lo daría de baja. ¿Quién encarga al ahorcado la compra de la soga y espera que este lo haga? Los intereses que su información afectaba no detuvieron al fiscal.
Robin empezó por donde debía. Los primeros en ser informados tienen que ser siempre los dolientes. Es un acto de compasión, de comprensión y de empatía. Y pocas horas después hizo pública, puntillosa, sólida y específica la información. Apenas tres días después del desastre se conocían las causas y se las informaba con abundante argumentación. "Simplemente cumplí con mi deber", comentó Robin (según cuenta el diario español El País) entre sus allegados. Estos afirman que lo hace siempre, y con idéntica hidalguía y sensibilidad. Cumplir con su deber en este caso significa seguir las indicaciones del artículo 11 del Código Penal Francés, que aconseja dar información oficial para que no se propaguen versiones parciales, incompletas o tendenciosas. La idea de ese artículo es proteger a quienes, como en este caso, son víctimas.Todo el Código francés apunta a valorar, impulsar y fortalecer la información pública.
En contraste, en la Argentina transcurrieron dos meses y medio desde la misteriosa muerte del fiscal Alberto Nisman y la información al respecto sólo se ha oscurecido cada día, ha sido escamoteada y tergiversada, la memoria del muerto fue ensuciada de manera miserable por una banda de cobardes con cargos oficiales y por algunos otros cobardes vestidos de escribas o escondidos en las sombras, mientras los intereses de quienes podrían ser afectados por la denuncia que llevó a Nisman a la muerte han sido blindados, y la desconfianza y el desaliento se extendieron en la sociedad en tanto crece la sospecha de que, como una mayoría de los casos que se suceden día a día en una sociedad invadida por el crimen y el delito, tampoco esta vez se sabrá la verdad.
Pueden ocurrir catástrofes dolosas aún en las sociedad más avanzadas. Lo aleatorio es parte inevitable de la vida y acecha a cada paso (lean, si no, el extraordinario ensayo El cisne negro, de Nassim Nicholas Taleb y, ojo, no lo confundan con la película de Nicole Portman porque no tienen nada que ver entre sí). Pero en donde las instituciones republicanas están instaladas y son parte real de la vida cotidiana, los ciudadanos cuentan con derechos y seguridades mínimas que en otras sociedades el populismo pisotea, desvirtúa y mancha con cada acto y cada palabra.