jueves, 23 de abril de 2020


Crónicas de la peste (9)

No es la bolsa o la vida

Por Sergio Sinay



   En sus “Fábulas fantásticas” (también traducidas como “Fábulas feroces”), el escritor y periodista estadounidense Ambrose Bierce (1842-1914), cuenta la historia de un forajido que asalta a un viajero al grito de “¡La bolsa o la vida!”. El hombre responde: “Según usted mi dinero salvará mi vida o mi vida salvará mi dinero. Tomará una de las dos cosas, pero no ambas. Le ruego entonces que tome mi vida”. Desconcertado el asaltante dice: “No puede salvar su dinero renunciando a su vida”. Y el viajero replica: “Tómela de cualquier modo, porque si no sirve para salvar mi dinero, no sirve para nada”. Sin su vida no necesitaba el dinero y sin dinero no encontraba razón para vivir. Fascinado por este razonamiento, el ladrón le perdonó la vida, se hicieron socios y con la bolsa fundaron un periódico.
   El breve relato de Bierce, pluma feroz e indomable, quien desapareció misteriosamente en México y fue autor prolífico de verdaderas joyas reunidas en libros como “El diccionario del Diablo”, “El club de los parricidas” o “El puente sobre el Río del Buho”, aplica en cierto modo a una antinomia que el coronavirus puso en la picota. Salud o Economía. Expresado así es un enunciado abstracto, desprovisto de todo rastro de empatía, comprensión, compasión y sentido común. Salud y economía nada significan si no se relacionan con seres humanos. Son las personas quienes padecen enfermedad o gozan de salud, son ellas quienes producen, comen, crean, proyectan y expresan capacidades y dones a través de una suma de complejos y variados procesos que se denominan economía. Si se toma en cuenta el lado humano de la dicotomía, en el caso de que haya que eliminar uno de los términos para que cuaje la ecuación lo que se estará sacrificando, en definitiva, son vidas humanas.
   El filósofo británico Nigel Warburton, de la Universidad de Bristol y doctorado en el Darwin College, de Cambridge, dedicó su libro “Pensar, de la A a la Z” a las falacias lógicas, esas trampas del razonamiento que atentan contra el pensamiento crítico. Y define a la “apelación a la autoridad” como una de ellas. Consiste, según Warburton en “tener por verdadero un enunciado simplemente porque una autoridad en la materia ha afirmado que es verdad”. Cuando no se sabe hay que recurrir a los expertos, advierte, pero aun en esos casos un grado de escepticismo puede ser saludable, dado que incluso la opinión de un especialista puede partir de premisas falsas, de un razonamiento erróneo o de intereses creados. Los expertos lo son en un área específica, dice Warburton, y hay que cuidarse de creer que porque saben de un tema saben de todo.
   El coronavirus es, en principio, cuestión sanitaria, pero los efectos de la pandemia y de la cuarentena subsiguiente son también económicos, sociales, psicológicos, vinculares, ecológicos, laborales y éticos. Cuando se apela a opiniones de especialistas en solo una de esas áreas para decretar medidas que afectan a millones de personas, y se excluye de los “comités de expertos” a quienes son conocedores de las demás facetas, es probable que se incurra en una falacia lógica. En la exhaustiva y profunda entrevista que el presidente de la Nación otorgó a Jorge Fontevecchia, el mandatario dejó una frase de fuerte poder comunicacional, pero discutible. “Prefiero un 10% más de pobres y no 100 mil muertos”. Los 100 mil muertos son una especulación incomprobable, pero los efectos de la pobreza no lo son. También provocan muertos el hambre, las enfermedades infecciosas derivadas de condiciones ambientales, la depresión, infartos y suicidios por pérdida de empleos, de ahorros, de proyectos de vida o por una caída súbita y extrema en la escalera social. ¿Alguien quiere un 10% más de eso? Las estadísticas no miden estas muertes y quienes desde sus cómodos aislamientos piden mano dura en la cuarentena (o la festejan), convirtiendo a todos los demás en sospechosos, tampoco las registran. 
   La antinomia entre salud y economía puede ser falaz, y no hay ganancia en ninguna de las alternativas si se las desgaja de las personas y de su dignidad. Por supuesto, esta historia no terminará, además, en la fundación de un periódico.

domingo, 19 de abril de 2020


Crónicas de la peste (8)

Me han ofendido

Por Sergio Sinay




   Ante todo, mi agradecimiento a todos quienes compartieron mi columna titulada “Comenzó la guerra del cerdo”, a quienes la difundieron, a quienes enviaron comentarios, y en esto incluyo a quienes supieron disentir sin insultar.
Es muy reconfortante comprobar la cantidad de reacciones indignadas que levantó entre la ciudadanía (en todas las redes y por todos los medios) la medida absolutamente impresentable, indefendible y absurda que emanó de las lumbreras del Gobierno de la Ciudad y recibió la bendición presidencial. Dos errores no hacen un acierto, dice un viejo aforismo inglés. En este caso dos errores hacen algo mucho peor, una aberración.
   El presente texto es, por ahora, lo último que escribiré sobre este tema, sobre el que ya planteé mi posición.
   Nací en 1947, cumplí en agosto pasado 72 años, pasé en mi vida por todo tipo de situaciones extremas en lo personal y en lo colectivo. Enfermedades graves propias y de seres queridos. Dictaduras, hiperinflaciones, autoritarismos, desempleo, etcétera. He sobrevivido por mis propios medios y también con la amorosa compañía y cooperación de otros. Agradezco mi vida, incluidos los tragos amargos. Y encuentro sentido y felicidad en los logros profesionales, en el amor de esposa, hijo, nietos, amigos, y también en el que recibí de quienes ya partieron y me dejaron huellas profundas y valiosas.
   Por todo esto me siento ofendido y humillado por la medida que pretende implementar un gobierno que llama cuidado al control, que llama cuidado al cercenamiento de derechos y libertades, que toma por idiotas, tontos y gente carente de inteligencia a las personas de mi edad. Si nos quieren cuidar, paguen jubilaciones dignas, no falten el respeto a los que dicen cuidar mandándolos a cobrar esas miserias en condiciones peligrosas. Si me consideran discapacitado para cuidarme y razonar, dejen de expoliarme con impuestos que van a lugares y bolsillos dudosos y no a donde deberían ir (escuelas, hospitales, alimentación, seguridad). ¿O para eso sí cuento?
   En lo personal me han ofendido de manera imperdonable. Y la palabra imperdonable significa eso: no hay ni habrá perdón de mi parte. Hoy quieren desterrar a los viejos (y digo viejos porque es una palabra digna, no una enfermedad) pero la realidad es que no tienen la menor idea de qué hacer con la situación que vivimos. Después seguirán con los diabéticos, los hipertensos, los obesos, los varones, los porteños. Seguirán con todos los que son mayoría entre los afectados por el virus. Dan palos de ciego y pretenden pasar por expertos, cuando solo exhiben ignorancia. Mañana, cuando haya elecciones (porque la pandemia pasará y habrá elecciones el año próximo) correrán a fotografiarse sonrientes con los “abuelos”. Todos. Los oficialistas y los opositores. Porque al final no son tan diferentes en el plano moral. Antes de mandar “abuelos” a prisión domiciliaria dejen de hacer negociados con alimentos y con barbijos. Aunque sé que este es un pedido ingenuo e inútil. Los seguirán haciendo. Lo harán con otras cosas. Como en el viejo cuento de la rana y el escorpión, el escorpión no cambia su naturaleza.
   Y no admito que me llamen “abuelo”. No sus bocas oportunistas e hipócritas. La palabra abuelo es demasiado hermosa para que la use cualquiera. En mi caso solo se las permito a mis nietos y me llena de felicidad y de sentido existencial escucharla de ellos.
   No voy a llamar a un teléfono que no funciona, como el 147 (que se “cae” como todas las plataformas y teléfonos oficiales). No lo voy a hacer porque no admito que me traten de bobo e inútil. Me sé cuidar mucho mejor que quien en una conferencia de prensa le estornuda en la cara a su ministro de salud mientras este aconseja tapar el estornudo con el pliegue del codo. Me cuido mejor que quien desde la más alta investidura nacional no usa barbijo, pero se lo impone a los demás. Me he cuidado muy bien a lo largo de mi vida y me esperan todavía sueños y proyectos importantes (para los cuales afortunadamente cuento con salud, lucidez y capacidad), de manera que no me iré al destierro (la ley y la Constitución me cuidan de eso) ni pondré mi vida en manos de quienes no me respetan y me ofenden.

viernes, 17 de abril de 2020

Crónicas de la peste (7)

Empezó la guerra del cerdo

Por Sergio Sinay



Según datos de la Organización Mundial de la Salud en la Argentina mueren 123 personas por día a causa de enfermedades vinculadas al tabaco. Son 44.895 por año. La adicción al tabaco se inicia alrededor de los 14 años y el pico de consecuencias se da entre los 18 y 35 años. Son adultos menores.
Cada año mueren alrededor de 350 mil personas en el país, y de acuerdo con estadísticas oficiales, casi la tercera parte de ellas perecen por enfermedades cardiovasculares, muchas de ellas apenas superan los 50 años. En segundo lugar, figuran los tumores. Por una lógica ley de la vida, y salvo en casos de accidentes viales y de trabajo, guerras o enfermedades súbitas, las primeras en morir en todo el mundo, y desde siempre, son las personas mayores. No es una anomalía. Repitámoslo: es la ley de la vida. Mueren, aun sin enfermedades graves, porque llegan al final de su trayecto vital. Cuando esta ley se altera el dolor de las pérdidas es mayor.
La decisión del Gobierno de la Ciudad de discriminar a los adultos mayores confinándolos en algo así como campos de concentración domésticos, aislándolos definitivamente de todo contacto humano y prohibiéndoles vivir como seres sociales violenta las leyes de la lógica y ni siquiera aplica al sentido común. Mueren más adultos mayores hoy porque mueren más adultos mayores siempre. Si se quiere protegerlos habría que aislar a los que contagian y no a las víctimas de esos vectores. Los que contagian no son los adultos mayores. ¿Qué pasará una vez que se los destierre de la vida?  ¿Las autoridades irán por los varones, puesto que la mayor cantidad de infectados y muertos por coronavirus son varones? ¿Y después quién? ¿Así hasta acabar con todo sospechoso?
Por lo demás cada día miles de personas cumplen 70 años, de manera que el target de discriminados aumentará incesantemente. Otra ley de la vida. ¿Cómo se controlará que salgan de su presidio? ¿Irá la policía a la caza de adultos mayores, en una suerte de guerra del cerdo ideada por quienes se valen del poder con criterios más que discutibles y riesgosos?
¿Y si una masa crítica de adultos mayores lúcidos, capacitados para trabajar, para pensar, para relacionarse y para vivir decidiera protagonizar un movimiento de desobediencia civil respecto de esta decisión desquiciada, qué se haría contra ellos? ¿Una limpieza etaria? Ya decía Albert Camus que en nombre de las buenas intenciones se toman las más horribles decisiones. Pero en este caso ni siquiera se pueden detectar las buenas intenciones. Por momentos asusta pensar quiénes y cómo toman algunas medidas. Cuanta más sensatez se necesita en el liderazgo más duele su carencia.

martes, 14 de abril de 2020


Crónicas de la peste (6)

Cuidado con el cuidado

Por Sergio Sinay





   En la calle, fuera de casa, las miradas se han vuelto huidizas. Los cuerpos esquivos. Detrás de los barbijos, los gestos son ceñudos. Salís lo estrictamente necesario, te cruzás con alguien, otro peatón, amagás una sonrisa, una pequeña celebración de ese encuentro fugaz entre desconocidos, y la mirada de la otra persona te esquiva, su cuerpo se aleja, como si aun ese efímero cruce fuera peligroso y resultara necesaria una lejanía de un par de metros como mínimo. Las colas ante los comercios son silenciosas. Parecen antesalas de quién sabe qué tormentos. Sobrevuela el temor de hablar con ese prójimo próximo, acaso previendo que la palabra sea portadora del flagelo.
   Cuidémonos, sí. Es necesario. Pero no nos cuidemos del otro. Cuidémonos con el otro, fortaleciendo las redes visibles e invisibles, sutiles y explícitas, ocasionales y cotidianas que nos hacen parte de un mismo todo. Si empezamos a temer a nuestro congénere, si nos convertimos todos en sospechosos, solo lograremos quedar aislados, desconocernos. Así estábamos, en buena medida, antes de la pandemia. Con una falsa ilusión de contacto, que solo era conexión fantasmagórica en un universo de pantallas, de imágenes trucadas, de escenarios irreales. Así estábamos. Convertidos en seres virtuales. Así veníamos aprendiendo a desconocernos. Por eso, acaso, hoy resulta tan fácil desconfiar, eludir, evadir.
   Cuidémonos con el otro. Mirándonos. Saludándonos. Sonriéndonos. Hablándonos. Escuchándonos. Cuidémonos del virus. No del prójimo. No sea que, al final de esta historia llena de absurdos, ya no sepamos reencontrarnos.

domingo, 12 de abril de 2020


Crónicas de la peste (5)

Descubrimientos

Por Sergio Sinay





   De pronto descubrieron el azul. El verdadero, no el velado y neblinoso al que se habían acostumbrado. Ni siquiera el de Van Gogh. No. El azul verdadero. El del cielo liberado. El cielo sin pestilencias. El cielo sin basura. Y, como en el principio de todo, cuando lo descubrieron los ganó el asombro.
   Descubrieron también el aire. Simplemente el aire, no esa turbia densidad que hasta entonces aspiraban. El aire, esa liviandad balsámica, sutil, inatrapable. Los mareó la desconocida tersura del oxígeno acariciando sus pulmones. A la par de ellos, también las plantas del planeta respiraron, abandonaron el encogimiento con el que se defendían, dejaron de sobrevivir, se elevaron, desplegaron hojas, frutos y frondas. Vivieron.
   Fue entonces cuando descubrieron el silencio. Esa vasta y suave cavidad en la que el universo deja gotear notas y melodías imperceptibles que solo se captan en quietud y con paciencia. Y al principio ese descubrimiento lastimó sus oídos abstinentes de bullicio y de maltrato. Pero luego los acunó y les devolvió el sueño y los sueños. Porque habían dejado de soñar y de ensoñar.
   En eso estaban cuando descubrieron el tiempo. No el que los atrapaba y sometía en relojes y calendarios, en segundos, minutos, días, semanas, meses y años. Descubrieron el tiempo del que estaban hechos, en el que no habían reparado, en el que se tejían su memoria, sus anhelos, sus sensaciones, sus sentimientos. El tiempo quieto, infinito. El que no se mide, ni se pierde, ni se ahorra.     El inmenso mar en el que flotaban desde siempre, ese círculo perfecto. Círculo, no flecha, no recta. Y se abandonaron sin temor en el tiempo. Reposaron al fin, sin alerta. Sin urgencias. Dejaron de vivir en el instante fugaz y comenzaron a vivir en el eterno presente.
   Y fue esa la hora en que descubrieron que había a su lado presencias encarnadas. Presencias con volumen, temperatura, olor, textura. Seres vivientes. Prójimos. Habían usado mucho esta palabra, pero sin comprenderla. Y ahora dejó de ser un sonido más. Fue presencia. Contacto significaba ahora existir con otros. Ya no más una lista irreal en una pantalla en donde la vida había sido hasta entonces un simulacro. Una virtualidad.
   Sus mascotas, según descubrieron, no eran juguetes. Eran seres vivientes, con necesidades. Eran presencias. Eran compañía. Eran interlocutores. Eran seres necesarios.
   De pronto, en cada día de la larga cadena de días, descubrieron pequeñas cosas que, enlazadas con hilos invisibles y misteriosos, terminan por ser la vida. La vida. Ese territorio que solían sobrevolar sin pisar. Ese escenario que se había hecho ajeno, sin que les importara.
   Todo eso, y más, descubrieron. Tuvieron tiempo para hacerlo. Y a medida que lo descubrían pasaban del asombro al agradecimiento. Se juraron cada uno a sí mismo y cada uno a los demás que no volverían a olvidarlo. Que no necesitarían volver a descubrirlo, porque lo habían aprendido para siempre.
Y cuando la suma de los descubrimientos los alcanzó a todos, cuando nadie quedó al margen del asombro, de la portentosa revelación, llegó el final.
   Ellos, los asombrados, los maravillados, se extinguieron, como antes se habían extinguido otras especies.
   No los eliminó esa minúscula molécula contra la que se habían declarado en guerra. Ocurrió, simplemente, que no pudieron sobrevivir a lo que habían descubierto. No estaban preparados para vivir con los pequeños y extraordinarios fenómenos que se habían desplegado ante ellos. Habían desarrollado defensas contra el pequeño enemigo, pero no contra esto. Como peces fuera del agua, no podían existir en el entorno ahora liberado de la devastación que ellos mismos supieron sembrar durante tanto tiempo.          Indefensos ante lo simple y maravilloso, se extinguieron. No eran inmortales, como alguna vez creyeron.

miércoles, 8 de abril de 2020


Crónicas de la peste (4)

Portadores asintomáticos

Por Sergio Sinay



En la vida anterior al coronavirus podían engañar. Se los veía como personas normales. Trabajan, tienen familia, amigos, viven solos o en pareja, saludan a los vecinos, hacen compras, viajaban en transportes públicos o conducían sus autos. En las reuniones de consorcio de los edificios o de los country donde viven eran activos y participantes (algunos más que otros). Incluso durante la cuarentena, hasta ahora, pasaban inadvertidos, disimulados entre centenares de miles de personas recluidas en sus casas. Pero eran portadores asintomáticos. Solo necesitaban de un disparador, un motivo para que se manifestaran los virus que anidaban en ellos. Virus destructivos como pocos, devastadores. Los virus de la intolerancia, de la ignorancia auto infligida, de la miserabilidad extrema. Virus de los que nunca se curarán, porque una vez que salieron a la luz lo hicieron a través de acciones imperdonables, de las que no se vuelve.
Estos portadores asintomáticos ya no son asintomáticos. Su peste interna salió a la luz. Son esos que amenazan a médicos, enfermeras, farmacéuticos o trabajadores de la salud que viven en sus edificios o en sus barrios. Estúpidos irrecuperables que un día quizás podrán necesitar de esos mismos a quienes hoy atacan y discriminan. Cobardes que no dan sus nombres, que actúan en manada. Quizás haya que agradecer al Covid-19 que los haya puesto a la luz. Que nos permita saber de ellos, porque su cobardía de hoy no los mantendrá en el anonimato mañana, cuando la pandemia haya pasado y se sepa quienes son (sus propios vecinos ya lo saben).
No hay que olvidar, sin embargo, que estos canallas son emergentes. Así como en tantas personas emerge hoy la solidaridad, la empatía, la generosidad, la compasión, la comprensión, la confraternidad y la aceptación, esta escoria representa a otros que aun siguen asintomáticos. Porque la condición humana está hecha de miseria y grandeza, de canalla y santidad, de coraje y cobardía, de entrega y egoísmo, de altruismo y mezquindad, de luz y de sombra. Toso eso nos habita. En cada acción de nuestra vida, en cada elección o decisión, elegimos una cosa o la otra. No hay inocencia. Hay responsabilidad.

lunes, 6 de abril de 2020

Transar no es donar
Por Sergio Sinay

Sobre donaciones engañosas a la sombra del coronavirus



   Algunas marcas y empresas hacen donaciones en estos días. Las hacen tanto en dinero como en productos, para colaborar en las acciones contra el coronavirus. Y aprovechan la oportunidad para publicitarse al divulgar esas donaciones, a través de la televisión, en primer lugar, y otros medios (Unidos por Argentina operó como una gran vidriera en ese sentido). Parecen “noticias”, pero es publicidad. Y, hay que decirlo, no son donaciones. Una cosa es una donación y otra muy diferente es una transacción.
   Donar es dar algo propio a cambio de nada. Donación es desprendimiento, es ceder algo de uno mismo para bien de otro, sin la espera de una contraprestación, sea monetaria o de cualquier tipo. Hay parentesco entre la donación y la generosidad, aunque, como decía Aristóteles, es generoso quien da lo que él mismo necesita, mientras en el caso de la donación lo entregado puede o no ser algo que quien dona necesita para sí.
   Si estas marcas y empresas realmente donaran, lo harían en silencio, sin acciones publicitarias y de comunicación que las hagan visibles. Pero lo que están haciendo es una transacción. Donar a cambio de que se sepa, de que se haga público, de que les genere reputación y visibilidad. No lo inventaron ahora, es parte de eso que se suele llamar RSE (Responsabilidad Social Empresaria), un concepto bastante engañoso y discutible por lo demás. Pero ocurre que ahora no parece ser el mejor momento para acciones de marketing subliminal. Alguna vez hay que parar la mano, desempolvar algún valor moral y ponerlo en práctica. No se puede transar siempre. Esta es una gran oportunidad para donar. Donar de verdad, en silencio, pensando en el bien del otro y no en el provecho propio.
   Claro está que no se puede pedir actitud moral a las marcas y empresas, porque ellas son abstracciones. Pero sí a sus responsables, porque son seres reales, encarnados.

jueves, 2 de abril de 2020


Crónicas de la peste (3)

No estamos en guerra

Por Sergio Sinay




   En la sociedad en que vivimos se naturalizó el lenguaje bélico. Estamos siempre en guerra. Contra el miedo, contra el cáncer, contra el hambre, contra la obesidad, contra la edad, contra el desempleo, contra el refugiado, contra el insomnio, contra la ansiedad, contra la inflación. Contra lo que sea. Ese lenguaje lo usan todos. Gobernantes, científicos, publicitarios, políticos, y los ciudadanos rasos. Todos. Parece que no podemos vivir sin un enemigo. Y que no concebimos la solidaridad, la cooperación, la compasión o el amor si no es uniéndonos para ese combate. Siempre tiene que haber algo o alguien enfrente, algo o alguien que nos amenaza. Lo peor es que la mayoría de esas guerras son contra fantasmas. Y las perdemos. Pero no aflojamos, seguimos declarándonos en guerra.
   Ahora es contra el coronavirus.
   Pero no. No estamos en guerra. Terminemos con esa estupidez que solo sirve para crear paranoias y paranoicos, sospechados y sospechosos, enemigos imaginarios, fantasmas. Y además es una falta de respeto a quienes viven o vivieron guerras reales, con bombas destruyendo sus hogares, confinados en campos de exterminio, huyendo sin destino, carentes de alimentos, presas del horror. No estamos en guerra. Nadie bombardea nuestras casas, salimos a hacer compras, tenemos internet, cable, nos conectamos (no quiero decir comunicamos) con amigos y familiares. ¿Qué guerra? Apareció un virus que demostró hasta qué punto un mundo de industrias, mercados y gobiernos que viven de negocios como las armas, la enfermedad, el lujo, el turismo depredador, la destrucción ecológica y el consumo desenfrenado habían descuidado la salud y la vida. Esos mismos gobernantes irresponsables desenvainan ahora, una vez más, el lenguaje bélico. Ellos, los cobardes que cuando declaran guerras verdaderas mandan a otros a morir en los frentes.
No estamos en guerra. La inmensa mayoría de nosotros (salvo las honrosas y dolorosas excepciones de quienes sobrevivieron a guerras verdaderas) no tiene la menor idea de lo que es una guerra. Solo la vio en películas. Entonces, paremos la mano. No estamos en guerra, ni somos héroes.