Cooperar o agrietarse
Por Sergio Sinay
Charles
Darwin, el célebre naturalista inglés que en el siglo diecinueve revolucionó y
transformó el paradigma sobre la evolución con su libro El origen de las
especies, señaló que la necesidad de cercanía y pertenencia son un instinto
prioritario en nuestra especie. Para él aquellos dos atributos se anteponen a
la agresividad. Ésta y el miedo aparecen como reacción contra lo que amenaza la
vida. Según Darwin, el objetivo inicial del ser humano en el planeta es el de
cooperar para vivir.
Para
lograr este propósito cada humano necesita de sus congéneres. No sobrevive en
la soledad absoluta, del mismo modo que una planta no sobrevive sin riego. Nos
regamos con nuestra mutua presencia. Es imposible pensar en valores esenciales
como la sinceridad, la confianza, la honestidad, la empatía, la generosidad o
la responsabilidad sin la presencia de otro. Se manifiestan siempre hacia y
desde otro, si no se expresan en una interacción y en una relación pierden
sentido, dejan de existir. Lo mismo ocurre con el amor. Esto es tan obvio y
natural que no pensamos en ello y olvidamos que se trata de un hecho
constitutivo de la existencia.
La
palabra primordial
Solo
podemos ser a partir de vincularnos. Como afirmó Martín Buber (1878-1965),
filósofo existencialista israelí nacido en Austria, no hay un yo sin un tú. En
su esencial ensayo titulado precisamente “Yo y Tú”, Buber señala que no se
trata de dos términos, sino de una sola palabra, a la que llama “palabra
primordial” por considerarla fundadora de la experiencia humana. Soy en
relación con otro. Soy en tanto, ante mí, otro es. Y llegados a este punto,
todos los vínculos imaginables y posibles entre los más de 8 mil millones de humanos
que poblamos la Tierra, así se trate de vínculos íntimos y privados hasta
públicos y colectivos, serán siempre relaciones entre seres diferentes. Entre
individuos únicos. Desde que hubo dos humanos en la superficie del planeta ha
sido siempre así y así siempre será.
“Ellos”
y “Nosotros”
Si bien las similitudes nos acercan, facilitan
las elecciones entre unos y otros y nos permiten reconocernos como congéneres,
hay más diferencias que semejanzas entre todos nosotros. Es lógico y natural.
Por eso cada uno es original y único. Y en las diferencias se basa el potencial
de todo vínculo, porque lejos de restar suman. Ningún individuo es completo y
autosuficiente, a todos nos falta algo que otro tiene, todos tenemos algo que a
otro le falta.
Cuando
se pierde la capacidad de pensar (un don humano poco apreciado en la práctica)
dejamos de comprender y apreciar el valor de las diferencias. Vemos lo distinto
en el otro como una amenaza, como un obstáculo. Solo confiamos en quienes
piensan como nosotros, en quienes tienen nuestros mismos gustos, en quienes ven
todo del mismo color en que lo vemos. Y creamos con ellos una tribu en la que
solo pueden entrar los semejantes. Todos los demás son adversarios o enemigos.
El mundo se divide a partir de ahí en “ellos” y “nosotros”. En “nosotros”
contra “ellos”. “Nosotros”, por supuesto, somos mejores que ellos, las virtudes
son propias, los defectos son ajenos. Así será hasta que, dado que no hay dos
seres humanos iguales, descubramos que también entre nosotros hay diferencias y
comiencen los enfrentamientos dentro de la tribu.
Diferencias
y diferencias
Esto no
es otra cosa que la génesis de las grietas. Y puede verificarse, como de hecho
ocurre, en todos los órdenes de la vida en sociedad. Las grietas no son solo
políticas, las hay en el deporte, en la economía, en las organizaciones, en las
familias, en los grupos de trabajo, en las universidades, entre profesionales y
trabajadores de un mismo ámbito, hay grietas de género, de nacionalidad, de
religión, de raza. Se da hoy la patética ironía de que, en una era en que se
habla hasta por los codos de globalización y se la presenta como la panacea
universal, vivimos en un mundo fragmentado y agrietado por donde se lo mire.
En su
libro El cerebro moral la filósofa canadiense Patricia Churchland,
autoridad en el campo de la neurofilosofía (disciplina que cruza la filosofía
con la neurociencia) advierte que cuanto más crecen los grupos sociales y
cuanto más complejas se hacen su organización y sus interacciones, más
difíciles de resolver son los problemas que se presentan, y que precisamente
por ese motivo resultan más necesarias la cooperación, la confianza, la
búsqueda de propósitos comunes, el establecimiento de códigos y normas de
convivencia y de relación y el respeto de estos.
Nada de
esto quita que no todas las diferencias son conciliables. Las de valores no
admiten concordancia, y quien la proponga erra el camino en nombre de una
“corrección” o un “buenismo” estériles. Pero salvo las diferencias de valores
(o las que nacen de la intolerancia religiosa), las hay que son naturalmente
complementarias y otras, acaso las más numerosas, que, aunque no se
complementen naturalmente, entregan una rica materia prima para construir
relaciones sólidas, con cimientos firmes. Son las diferencias abordables,
aquellas en las que se aprende a dar para recibir, a resignar para engrandecer,
a escuchar y mirar para comprender. Las que, aceptadas, se convierten en
puentes para atravesar grietas.
(Este artículo
es una síntesis de la columna Cómo abrir y cerrar grietas, que publiqué
en el diario El Día, de La Plata, el 30/4/2023)