Crónicas de la peste 12
La posibilidad de la esperanza
Por Sergio Sinay
En estos días me puse a revisar algunos
antiguos textos míos y fui a parar a un prólogo que había escrito, allá por
2013, para un bello e iluminador libro del sociólogo y pensador italiano
Francesco Alberoni. El título del libro es La
esperanza. Probablemente nunca como en estos días la palabra esperanza haya
sido tan dicha, pensada y repetida, despertada de un largo sueño, reivindicada luego
de haber sido reducida a sinónimo menor de ilusión, de ingenuidad, de
inocencia.
Pero, como dice Alberoni, no se puede entender
la esperanza si no se transita su opuesto, la desesperación. En un mundo que se
fue deslizando hacia la desesperación (ausencia de esperanza) a fuerza de
adorar nuevos becerros, ya no de oro sino de plástico o de siliconas, después
de haberse remitido solo a lo inmediato, a lo fugaz, a lo perecedero, en un
mundo que de pronto, sorprendido por un virus, terminó de caer, ahora sin
disimulo, en aquella desesperación que procuraba ocultar (la desesperación del
corazón que extravío el sentido existencial), se desempolva la esperanza. La
ley del momento, del primero yo, la ley del fin que justifica los medios, la
ley del poder por el poder, la ley del éxito económico, de la especulación
financiera y del vacío espiritual, la ley, en fin, de los valores de la bolsa
por sobre los valores morales, está suspendida por un tiempo (no sabemos qué
vendrá). Esa era la ley imperante en un mundo de puro presente sin raíz, donde
no se vive el momento (algo en sí recomendable), sino el instante. Y si todo
nace y muere en el instante, no hay memoria, no hay noción de haber recibido
algo que debe cuidarse y legarse, no hay proyecto que vaya más allá del propio
ombligo. No hay esperanza.
La esperanza se tiende en el tiempo. Es
bastante más que el deseo de que a mí me vaya bien, de que yo me salve aunque
otros perezcan. Es más que esperar el cumplimiento de un deseo. Es la voluntad
de ser parte de un todo, de cuidar ese todo, de trascender a través del
encuentro con el semejante y de la huella, así sea pequeña y anónima, que se
deja en el mundo, como agradecimiento por haber estado en él. Somos los únicos
seres que tenemos noción del tiempo, que nos sabemos hechos de él y, por lo
tanto, finitos. Por eso la esperanza. Ella apunta a la búsqueda del sentido que
nos permite trascender la finitud. Esa finitud que ahora se nos presenta como
innegable.
Confrontados a la incertidumbre, a la
vulnerabilidad, a nuestra mortalidad, despertamos de una peligrosa y oscura
modorra en la que habíamos llegado a creer que la intolerancia, la discordia,
el abandono, el egocentrismo, el individualismo, el materialismo constituyen la
naturaleza de la vida. Una naturaleza sin opción. En esa modorra fermenta fácilmente
la desesperación Para todos los seres humanos hay un límite en común. La
muerte. Y la esperanza no es ajena a este límite insuperable. Ignoramos en qué
punto del camino de la vida nos aguarda. Eso nos rebela tanto como su misma
existencia. Nada se puede hacer ante este límite. O sí. Elegir de qué modo
hemos de vivir. Es mejor no saber cuándo será nuestro final, dice Alberoni en
su libro, porque en ese caso viviríamos obsesionados con él. Mientras lo
ignoramos, el futuro nos aguarda. Y ante eso, escribe: “La vida se construye
sobre la posibilidad de actuar en el futuro y, por lo tanto, sobre la
esperanza”. Frente a eso, nada puede
atentar con mayor alevosía contra la esperanza que ser condenados a una espera
sin fin, una espera sin promesa, sin visión, a esperar sin saber qué, sin saber
cuánto, sin saber para qué. La libertad última del condenado, es en ese caso,
la de apropiarse de su destino, y recuperar la esperanza a través de la actitud
y de la acción.
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