viernes, 29 de mayo de 2020

Crónicas de la peste 12

La posibilidad de la esperanza

Por Sergio Sinay



 Hierba, Pavimento, Ladrillo, Poesía, Piedra

 

En estos días me puse a revisar algunos antiguos textos míos y fui a parar a un prólogo que había escrito, allá por 2013, para un bello e iluminador libro del sociólogo y pensador italiano Francesco Alberoni. El título del libro es La esperanza. Probablemente nunca como en estos días la palabra esperanza haya sido tan dicha, pensada y repetida, despertada de un largo sueño, reivindicada luego de haber sido reducida a sinónimo menor de ilusión, de ingenuidad, de inocencia.

Pero, como dice Alberoni, no se puede entender la esperanza si no se transita su opuesto, la desesperación. En un mundo que se fue deslizando hacia la desesperación (ausencia de esperanza) a fuerza de adorar nuevos becerros, ya no de oro sino de plástico o de siliconas, después de haberse remitido solo a lo inmediato, a lo fugaz, a lo perecedero, en un mundo que de pronto, sorprendido por un virus, terminó de caer, ahora sin disimulo, en aquella desesperación que procuraba ocultar (la desesperación del corazón que extravío el sentido existencial), se desempolva la esperanza. La ley del momento, del primero yo, la ley del fin que justifica los medios, la ley del poder por el poder, la ley del éxito económico, de la especulación financiera y del vacío espiritual, la ley, en fin, de los valores de la bolsa por sobre los valores morales, está suspendida por un tiempo (no sabemos qué vendrá). Esa era la ley imperante en un mundo de puro presente sin raíz, donde no se vive el momento (algo en sí recomendable), sino el instante. Y si todo nace y muere en el instante, no hay memoria, no hay noción de haber recibido algo que debe cuidarse y legarse, no hay proyecto que vaya más allá del propio ombligo. No hay esperanza.

La esperanza se tiende en el tiempo. Es bastante más que el deseo de que a mí me vaya bien, de que yo me salve aunque otros perezcan. Es más que esperar el cumplimiento de un deseo. Es la voluntad de ser parte de un todo, de cuidar ese todo, de trascender a través del encuentro con el semejante y de la huella, así sea pequeña y anónima, que se deja en el mundo, como agradecimiento por haber estado en él. Somos los únicos seres que tenemos noción del tiempo, que nos sabemos hechos de él y, por lo tanto, finitos. Por eso la esperanza. Ella apunta a la búsqueda del sentido que nos permite trascender la finitud. Esa finitud que ahora se nos presenta como innegable.

Confrontados a la incertidumbre, a la vulnerabilidad, a nuestra mortalidad, despertamos de una peligrosa y oscura modorra en la que habíamos llegado a creer que la intolerancia, la discordia, el abandono, el egocentrismo, el individualismo, el materialismo constituyen la naturaleza de la vida. Una naturaleza sin opción. En esa modorra fermenta fácilmente la desesperación Para todos los seres humanos hay un límite en común. La muerte. Y la esperanza no es ajena a este límite insuperable. Ignoramos en qué punto del camino de la vida nos aguarda. Eso nos rebela tanto como su misma existencia. Nada se puede hacer ante este límite. O sí. Elegir de qué modo hemos de vivir. Es mejor no saber cuándo será nuestro final, dice Alberoni en su libro, porque en ese caso viviríamos obsesionados con él. Mientras lo ignoramos, el futuro nos aguarda. Y ante eso, escribe: “La vida se construye sobre la posibilidad de actuar en el futuro y, por lo tanto, sobre la esperanza”.  Frente a eso, nada puede atentar con mayor alevosía contra la esperanza que ser condenados a una espera sin fin, una espera sin promesa, sin visión, a esperar sin saber qué, sin saber cuánto, sin saber para qué. La libertad última del condenado, es en ese caso, la de apropiarse de su destino, y recuperar la esperanza a través de la actitud y de la acción.


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