domingo, 14 de agosto de 2016

Una tarea para hombres

Por Sergio Sinay

Las aberrantes declaraciones de Gustavo Cordera sobre las mujeres no deben ser usadas como un árbol que oculte el oscuro bosque de un machismo cuya extinción es tarea masculina.




Al diagnosticar la histeria y recetar la violación como tratamiento para su curación el músico Gustavo Cordera fue desprotegido por su superyó que quizás se había tomado el día franco. Según lo definió Sigmund Freud, el superyó es la función de la psiquis que activa los preceptos morales, impone normas, reglas, conductas y mandatos socialmente aceptables y bloquea y redirige los impulsos instintivos e inconscientes del ello. Es decir, nos hace callar a tiempo, no decir inconveniencias, adaptarnos al contexto social, no actuar como bestias salvajes. Desactivado ese termostato, Cordera (para quien muchas mujeres sexualmente inhibidas acceden al placer cuando la violación las libera de culpa y responsabilidad), quedó ante un pelotón de fusilamiento social que no tardó en ejecutarlo. El pelotón incluyó a funcionarios, diversas instituciones y organizaciones, el Inadi (instituto Nacional contra La Discriminación, la Xenofobia y el Racismo), la emisora Rock & Pop, los organizadores de varios de sus shows (cancelados de plano) e incluso el presidente de la Nación, además, como no podía faltar, de las redes sociales.
Las líneas que siguen no son una exculpación de Cordera, que se ganó un bien merecido repudio y una igualmente meritoria condena al ostracismo, sino una invitación a pensar sin caretas. El ex solista de La Bersuit (banda rockera a la que perteneció entre 1988, cuando fue fundada, y 2009) no dijo nada que cientos y miles de varones no piensen y digan en reuniones de vestuario, oficina, after hours, boliches, cafés, talleres, consultorios, tribunas, despedidas de soltero, programas de radio y TV que funcionan  como clubes de amigos machistas, y tantos otros espacios de interacción masculina. No dijo nada novedoso respecto de tanto chiste machista en circulación o que los sitios porno (millones de veces visitados incluso por muchos que niegan conocerlos) no muestren en imágenes explícitas hasta el aburrimiento.
Cordera no es el creador de su elemental y grosera teoría. Apenas resultó el vocero de una creencia extendida y, lamentablemente, muchas veces convertido en acto brutal. Sinceró sin metáfora un pensamiento que, como tantas otras aberraciones, el machismo instaló a través de generaciones en el inconsciente colectivo masculino. Y se ofreció torpemente como chivo expiatorio para que, al quemarlo en la hoguera, el colectivo del cual como varón él forma parte oculte sus propias miserias. Es típico de la hipocresía social que padecemos encontrar cada tanto un culpable que permita deshacerse de responsabilidades propias (ocurre en todos los ámbitos y a todo nivel social, económico y cultural).
Hace un par de semanas el educador, capacitador, activista social y ensayista estadounidense Jackson Katz  expresaba en la revista Noticias (Nº  2066, 30 de julio de 2016), una idea inapelable. La violencia masculina sobre las mujeres, afirmaba Katz, no es un problema de ellas y no son quienes deben abordarlo. Es un problema de los hombres y es deber de estos encararlo y ponerle fin. Y para que nadie se haga el distraído agregaba que el hecho de no ser violento con su mujer, sus hijas u otras mujeres y de no haber violado jamás a alguna, no es razón para un hombre piense que puede desentenderse de la cuestión.
La propuesta de Katz está brillantemente expuesta en una charla Ted (https://www.ted.com/talks/jackson_katz_violence_against_women_it_s_a_men_s_issue/transcript?language=es) y en sus libros The macho paradox y Man enough? (en el que, a partir de Donald Trump, estudia el machismo en política). Y no es solo un teórico. Fundó en 1993 el Mentors in Violence Prevention (MVP), programa de prevención de la violencia que, desde entonces, aplica en colegios, universidades, instituciones deportivas y sociales y también en el ejército estadounidense.
Así, no es tarea de ningún varón “curar” la histeria femenina con el método Cordera, a menos que no sean muchas mujeres las que necesitan ser violadas sino muchos varones los que necesitan violar. Pero sí es cosa de hombres afrontar, detener y resolver la violencia machista tanto en pensamiento como en acto. Y para eso es necesaria mucha testosterona espiritual. No se trata de hacerse feminista (eso es cuestión de mujeres), sino de hacerse hombre, que no es sinónimo de macho. 

miércoles, 3 de agosto de 2016

La empatía como virtud política

Por Sergio Sinay

Un gobernante que no camina con los zapatos del prójimo es apenas un mal actor.




La capacidad de reconocer las emociones de los demás está comprendida dentro de una  de las inteligencias múltiples (la interpersonal) que, de acuerdo con Howard Gardner (neuropsicólogo, investigador de Harvard) podemos desarrollar los seres humanos. Desde este enfoque enriquecedor (bajo cuya luz la inteligencia ya no es un bloque rígido y unitario) Daniel Goleman desarrolló luego el concepto de inteligencia emocional. En todos los casos la inteligencia es la aptitud que demostramos para aplicar en respuesta a las situaciones que la vida nos plantea las  herramientas cognitivas y emocionales de las que venimos dotados. Más las que adquirimos. Y se desarrolla con entrenamiento, con estímulo, con referencias y guías, en interacciones personales donde el otro es visto como un semejante y no como un objeto. No hay inteligencia emocional donde no hay registro del otro y donde no se capta la necesidad de él para nuestra propia existencia.
Empatía se llama, justamente, la capacidad de reconocer las emociones ajenas, de comprenderlas, de compartirlas y de acompañarlas. Esta no es una capacidad innata o genética. Requiere una previa experiencia en el conocimiento del propio mundo emocional, cosa que no siempre es fácil y agradable, y en la exploración, aceptación y transformación de ese mundo. Este no es un ejercicio intelectual. Se trata de una inmersión profunda, con un importante componente intuitivo, es un viaje que a menudo no tiene mapas previos, estos se dibujan mientras se avanza.
Quien desarrolla la empatía deja de ver a los otros como siluetas, como instrumentos para sus fines, como obstáculos a apartar o como objetos descartables. Cuando una tragedia golpea a una sociedad o cuando esta atraviesa momentos difíciles como cuerpo colectivo, la empatía de sus dirigentes es un atributo esencial, cuyo ejercicio fortalece, aún medio del dolor, los lazos comunes, la noción de pertenencia, la identidad compartida. No se trata de saltar de inmediato al ruedo a prometer soluciones o vendettas casi bíblicas (que acaso cueste cumplir). Eso tiene más de oportunismo que de otra cosa. Lo primero es conectar con el dolor ajeno desde el propio y tejer así una red de sostén ante el tremendo impacto inicial. Y no es este un ejercicio en el que políticos y gobernantes se comprometan con la persistencia, el compromiso y la sinceridad que resultan esenciales. La empatía no se declara, se siente y se actúa. Por eso, cuando queda solo en palabras su falsedad se evidencia rápidamente.
Quien se dedica a la política sin este atributo no la honrará, estará cada vez más lejos de la humanidad de sus representados, más propenso a desentenderse de sus dolores y necesidades verdaderas y a hacer de esos gobernados meros factores funcionales a sus intereses personales y/o privados.
Cada país carga con sus propios logros y sus propios dramas y tragedias. En los Estados Unidos los crímenes seriales son un síntoma ineludible, que mientras más se tarde en atender (en tanto los grupos armamentistas sean intocables, se facilitará la repetición del síntoma) más tragedias causarán. La Argentina tiene su propio talón de Aquiles. Una vez se llama Cromagnon, otra vez es el tren de Once, cada día son tragedias en rutas intransitables, que ni se mantienen, ni se mejoran ni se amplían, al punto que al final de cada año se cuentan tantas bajas como en una larga e interminable guerra. También hay trágicos derrumbes, perfectamente evitables, que la corrupción ha hecho posibles. Y hospitales carenciados que no ofrecen respuesta al dolor. Y si bien no hay asesinatos colectivos, la inseguridad sin freno provoca un goteo cotidiano de crímenes que deja su propio reguero de dolor, de familias destruidas, de vidas que no cumplirán sus proyectos y sus ciclos.
Frente a esto, y a tantas fuentes de sufrimiento, no hay empatía, salvo, claro está, la de familiares, vecinos, seres queridos y cercanos. A veces, de manera tardía y patética, aparece una puesta en escena mediante la cual un gobernante intenta convencer de que sufre dolores ajenos. Pero son malos actores. Y esto es independiente de quien gobierne. La verdadera política versa sobre la literal y real preocupación por los temas de la polis, de la comunidad. Sus dolores, sus necesidades verdaderas, sus esperanzas. Por supuesto, la empatía no cambia realidades, pero ayuda mucho a transitarlas, porque lo más valioso que tenemos las personas son las otras personas. Siempre y cuando las reconozcamos como tales.

La empatía no se compra, no se adquiere de la noche a la mañana y no existe sola. Sin ella la generosidad, al altruismo, la solidaridad son apenas declaraciones de ocasión. Quienes creen que la tragedia de otros es merecida y la justifican con rústicos argumentos ideológicos harían bien en preguntarse por su propia empatía, en pensarse como hijos, como hermanos, como padres, como amigos. Como humanos. La empatía requiere caminar al menos cien metros con los zapatos del otro. Un requisito que ninguna Constitución fija, pero que todo gobernante debería cumplir.