domingo, 29 de noviembre de 2020

 

Nuestra propia distopía

Por Sergio Sinay




 

 

 

Una distopía es un relato que imagina un futuro cercano e impreciso en el cual el mundo tal como lo conocemos se ha transformado en un escenario peor, pesadillesco. Ya nada es como era, aunque la realidad conserva abundantes rasgos de lo que nos resultaba familiar. Los protagonistas de las distopías son habitualmente sobrevivientes dispuestos a mantener esa sobrevida a cualquier precio. Ya no creen en los antiguos valores porque los consideran inútiles. La solidaridad y la empatía les suelen parecer pueriles y no vacilarán en matar (cuando los vemos por primera vez en el relato en general ya lo han hecho) para seguir vivos en un mundo que ya no ofrece esperanzas. “Mad Max”, “Minority report”, “V por Vendetta”, “Hijos de los hombres”, “Matrix”, “Blade runner”, “Doce monos”, “Los juegos del hambre” son algunos ejemplos cinematográficos de distopías. Las series televisivas “Black Mirror” y “Te walking dead” entran en la categoría. En la literatura se cuentan “1984”, de George Orwell, “Un mundo feliz”, de Aldous Huxley, “El cuento de la criada”, de Margaret Atwood, “Fahrenheit 451”, de Ray Bradbury, “El hombre en el castillo”, de Philip Dick, “La naranja mecánica”, de Anthony Burguess, como algunos ejemplos literarios entre decenas de ellos.

De alguna manera los humanos de estos tiempos nos sentimos protagonistas de una distopía. En apenas once meses el mundo que conocíamos dejó de existir, pero aun está aquí, agonizando junto a los brotes de una “nueva normalidad”, que no alcanzamos a definir y mucho menos a comprender. Como en los relatos distópicos los gobernantes del mundo anterior hicieron mucho (con sus malas praxis de todo tipo, su indiferencia, su ignorancia de las señales de alerta) para que se produjera la catástrofe, y los que se mantienen en sus cargos durante el post apocalipsis resultan patéticos y corren como hamsters en una rueda que no los lleva a ningún lado y en la que creen estar en control de la situación. Mientras tanto, los sobrevivientes descreen de ellos y tratan de salvarse por cuenta propia.

 

LA TORTILLA SE VUELVE

 En este contexto comenzó a circular en las últimas semanas (a través de diferentes canales virtuales, ya que los cines continúan cerrados) una pequeña película distópica que merece atención por los puntos de vista que propone. Es un film de bajo costo y alto contenido creativo titulado “Love and monsters” (con ese título debe buscarse, hay versiones subtituladas y dobladas al castellano). Su director es Michael Matthews (realizador de una sola película anterior, la muy bien evaluada “Five fingers for Marseilles”), quien también escribió el guion junto a Brian Duffield). Y su protagonista es Dylan O´Brien, un joven actor más visible en series de televisión que en películas.

Como todas las distopías, “Love and monsters” se inicia luego del fin del mundo (conocido). Un asteroide estaba a punto de terminar con el planeta, pero fue destruido gracias a la más reconocible de las capacidades humanas, según la describe Joel, el personaje central de la película. Esa capacidad es la de arrojar misiles cargados de sustancias químicas. Tales sustancias acabaron con el asteroide y también con la normalidad terrestre. Las sustancias químicas arrojadas eliminaron también a la mayoría de los humanos, en colaboración con orugas, sapos y variados animales e insectos convertidos de pronto en gigantescos y voraces monstruos. Escondidos en refugios subterráneos los pocos humanos sobrevivientes sienten ahora lo que antes sentían esas especies, sometidas a ellos y a su capacidad destructiva del medio ambiente.

Joel, el protagonista perdió a sus padres y a toda su familia y convive con un pequeño grupo de personas en un refugio en el que él oficia de cocinero y es apreciado por su minestrón y subvalorado por su nula habilidad para la lucha. Llevan siete años escondidos allí. Joel sueña con reencontrarse con Aimée, su novia, que está en otro refugio, ubicado a 85 millas (170 kilómetros) de allí. Un día decide emprender la aventura, salir a la superficie e ir en busca de la chica. Aunque sus compañeros lo despiden con los mejores deseos y consejos, nadie da un centavo por él. A partir de entonces vemos a Joel atravesar peligros extremos, incorporar como compañero a un perro de notables habilidades, recoger sabios consejos y entrenamiento de una pareja compuesta por una niña de ocho años que perdió a sus padres y un hombre que perdió a su hijo (lo que demuestra que las heridas emocionales más profundas pueden suturarse con la presencia de inesperadas fuentes afectivas, siempre que se las sepa detectar y aceptar). Con esa pareja compartirá un tramo del camino y luego él seguirá su rumbo y su propósito.

Lo que vamos descubriendo a medida que seguimos esta historia es que se trata de un relato mítico. El viaje del héroe, cuyo ejemplo más icónico es la partida de Ulises hacia la guerra de Troya y su posterior regreso a su reino en la isla de Ítaca. Este mito se cuenta una y otra vez en la literatura de todos los tiempos, siempre bajo diferentes apariencias y argumentos. Habla de lo que significa en la vida humana el propósito y el sentido, de la importancia de no apartarse de ese norte, y de no anteponer la compañía al rumbo. Quien tiene un para qué encuentra un cómo, dijeron en diferentes momentos el filósofo alemán Friedrich Nietzsche y el médico y pensador austriaco Víktor Frankl. Y el viaje del héroe es siempre, por lo tanto, la travesía de una vida hacia el descubrimiento de su sentido. Nunca el viaje es fácil, nunca está libre de riesgos, y acaso a veces no alcance a completarse, pero hay sentido en haberlo emprendido, aunque el final se adelante. El héroe nunca es un luchador súper poderoso e invicto. Es un ser común que busca respuesta a su propia existencia.

 

A SALVO DE LA VIDA

En su viaje de crecimiento e iniciación el joven Joel descubre y pone en juego sus propios recursos, madura emocionalmente, recoge experiencias que transformará en sabiduría y aprende que quien vive escondido creyendo que así está a salvo de todos los peligros, de lo único que está a salvo es de la vida. Porque la vida, emprendida como travesía existencial, es siempre una inversión de riesgo. Lo que Joel trae como una revelación a compartir al cabo de su viaje es que afuera de los refugios, en la superficie, hay mucha vida, mucha belleza, mucha luz y, sí, también peligros graves. Pero que salir vale la pena.

El coronavirus, la pandemia son riesgos de la vida. Nadie nos prometió al nacer que estaríamos a salvo de algo así. Se trata de un desafío al héroe que habita en cada humano. Un héroe que puede dormir sin despertar jamás o que puede incorporarse e iniciar su viaje. Un aspecto destacable de “Love and monsters” es que, a diferencia de lo usual en las utopías, en el mundo desastrado en que transcurre, su protagonista encuentra maneras de vislumbrar luz a través de la oscuridad. Y que es allí hacia donde pone el rumbo. Y no lo hace desde el voluntarismo ni desde el optimismo banal e irresponsable, sino desde la experiencia vivida, desde lo afrontado, y a pesar de lo perdido. Hoy estamos viviendo una distopía. Es responsabilidad de cada uno decidir si será desesperanzada o si tendrá sentido.

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