Las voces
del silencio
Por
Sergio Sinay
Cage
proclamó entonces una sentencia. “El silencio no existe”, afirmó. Y basándose
en su experiencia creó la más célebre de sus obras. Se titula “4´33´´”. (Cuatro
minutos, treinta y tres segundos). El tiempo que él permaneció en la cámara. No
hay forma de incluir a esa pieza en una categoría específica. Y su ejecución es
muy particular. Un músico (en el estreno, ocurrido en 1952, fue el propio
compositor) se ubica frente a un piano y permanece quieto y en silencio durante
el tiempo que da nombre a la obra. El público (a menudo inquieto, agobiado, alterado,
desconcertado) es desafiado de ese modo a registrar los sonidos que le son más
desconocidos y con los que está menos familiarizado. Los de su propio interior.
SORDERA
SOCIAL
Que el
silencio no existe es algo obvio en el mundo y en la época en que vivimos. La
contaminación auditiva es una de las más graves y paradójicamente silenciada de
las muchas que nos aquejan. Bocinas, gritos, eventos musicales atronadores en
los que el volumen del sonido es más importante que la calidad de la música
generalmente pobre, motores, escapes libres, aviones (ya están de regreso),
martillos neumáticos (también volvieron), martillazos, amoladoras, auriculares
incrustados todo el día en los oídos para mortificar a los tímpanos con la
parafernalia que emiten los celulares. Las fuentes contaminantes sobran y hay
para todos los gustos y disgustos. Estudios específicos determinaron que el
nivel máximo soportable para el oído humano es de 70 decibeles, pero la cifra resulta
largamente superada en todos los casos mencionados. Y con un costo alto: la socioacusia.
Un fenómeno por el cual dejamos de escuchar (ya sea por falta de atención o por
disfunciones orgánicas) los ruidos habituales de la vida urbana. Esta es una
variación de la hipoacusia, que es la disminución de la capacidad auditiva, un
mal que afecta a porcentajes cada vez más altos y crecientes de personas
menores de 40 años.
Un
efecto no planeado y probablemente no percibido de las interminables e
improbables cuarentenas a las que estamos sometidos desde comienzos de este año
es la disminución del bullicio generado por todas las actividades del enjambre
humano enumeradas en el párrafo anterior. Sin recitales, con un tránsito
vehicular reducido en parte, con la obra pública y la construcción paralizadas,
sin turbinas atronando desde el espacio aéreo (entre otras fuentes atenuadas o
enmudecidas) se generaron bolsones de silencio poco experimentados o
directamente desconocidos. Que hayan sido registrados de manera consciente, o
no, es algo difícil de saber. Pero como este fenómeno no fue elegido, sino que
se produjo a contrapelo de la voluntad y conciencia del soberano, es muy
posible que muchos hayan perdido la posibilidad de disfrutarlo, que tantos otros
no hayan aprovechado para escuchar sus sonidos interiores, y que a bastantes
más esto les haya provocado desazón, fastidio y síndrome de abstinencia.
Habrían preferido seguir cooptados por las fuentes de bullicio y fandango
externo, eludiendo cualquier contacto con las voces del propio ser interno,
fieles a la descripción que Paul Simon y Art Garfunkel hacían en la letra de su
bella canción “Los sonidos del silencio”. En ella decían: “Y en la luz desnuda
ví / Diez mil personas. / Quizás más. / Gente hablando sin conversar. / Gente
oyendo sin escuchar. / Gente escribiendo canciones / que las voces jamás
compartirán. / Y nadie osó molestar a los sonidos / Del silencio.”
Es en
los sonidos del silencio en donde se puede escuchar verdaderamente la voz de
los reales profetas y no en los carteles de neón en los que se expresan
fariseos y oportunistas, terminaban diciendo aquellos inspirados músicos en
esta conmovedora plegaria que compusieron el 19 de febrero de 1964, reflejando
el sentimiento colectivo provocado por el asesinato del presidente John
Fitzgerald Kennedy, ocurrido tres meses antes, el 22 de noviembre de 1962. Han
pasado sesenta años y, como ocurre con los clásicos, “Los sonidos del silencio”
sigue hablando en tiempo presente.
LA
ESCUCHA INTERIOR
Quizás
aun resulte posible conectar con el silencio y experimentar la riqueza de sus
sonidos. No solo los de nuestro sistema nervioso y de la circulación de nuestra
sangre, sino también, y más aún, las voces de nuestras necesidades postergadas
(no las materiales), de nuestros aspectos internos ignorados, las voces que nos
habitan y piden atención, escucha, respeto. Estamos habitados por un enorme
elenco de versiones de nosotros mismos y apenas si reconocemos superficialmente
a ese que llamamos “personalidad”, y que nos hace decir “Yo soy así (o asá)”,
mientras ignoramos, por desidia, miedo o por falta de escucha hacia adentro,
todo lo demás que somos y tenemos.
En su
libro “El cuidado del alma en la medicina” (una obra de lectura vital para
profesionales de la salud y para pacientes), el psicoterapeuta y escritor
Thomas Moore se detiene especialmente en la función del silencio en los
procesos terapéuticos. “La cultura moderna, escribe, todavía ha de descubrir el
poder sanador de la tranquilidad, por no decir del silencio (…) Si bien es
cierto que el sonido de la vida y la vitalidad puede animar a un paciente que
está triste, el ruido excesivo puede convertir un centro médico o un hospital
en un lugar de tortura en lugar de uno de sanación”. El silencio bien habitado
baja la presión arterial, serena la mente, aquieta el alma, interrumpe la
disociación en que vivimos, nos permite reintegrarnos. Moore llega a proponer
que se creen cursos de silencio. Y no es un dislate. Debemos esa materia:
aprender a estar en silencio. Moore insiste en que silencio no es ausencia de
sonido (coincide con Cage) ni pasividad mortuoria, sino “un espacio tranquilo
en el que puedes escuchar tus pensamientos y sentir tus emociones”. En cambio,
el ruido es una puerta de escape por la cual muchas personas intentan huir de
la experimentación de su propia vida. Acaso la experiencia singular que estamos
viviendo nos esté proponiendo, entre otras cosas, que escuchemos los sonidos
del silencio. Hay en ellos un mensaje para cada uno de nosotros.
Excelente, como siempre. Me ayudás a pesar. Gracias!
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