martes, 10 de noviembre de 2020

 

Las voces del silencio

Por Sergio Sinay




 

 

 John Cage (1912-1992) fue un hombre múltiple y difícil de clasificar, cosa que seguramente a él le satisfizo. Se lo considera como músico, compositor, poeta, ensayista, filósofo, pintor, experto en cultivo de hongos y uno de los principales vanguardistas en el arte contemporáneo. Todo esto entre tantas otras cosas. En 1951 Cage se encerró, en la Universidad de Harvard, en una cámara anecoica. Así se denomina una habitación construida de tal modo que ningún sonido entra o sale de ella ni se propaga en su ámbito. El propósito de Cage era escuchar el silencio. Abrió su atención y sus sentidos a esa experiencia. Y descubrió entonces los sonidos del silencio. En efecto, una vez instalado en la cámara no tardó en percibir dos sonidos, uno agudo y otro grave. Al salir se lo comentó al técnico que monitoreaba la experiencia. El operador le explicó que no había ningún error en la cámara, que el silencio era físicamente total en esa sala, pero que también los sonidos que Cage escuchaba eran reales. El sonido agudo correspondía a la actividad del sistema nervioso del compositor, mientras el grave provenía de la circulación de su sangre.

Cage proclamó entonces una sentencia. “El silencio no existe”, afirmó. Y basándose en su experiencia creó la más célebre de sus obras. Se titula “4´33´´”. (Cuatro minutos, treinta y tres segundos). El tiempo que él permaneció en la cámara. No hay forma de incluir a esa pieza en una categoría específica. Y su ejecución es muy particular. Un músico (en el estreno, ocurrido en 1952, fue el propio compositor) se ubica frente a un piano y permanece quieto y en silencio durante el tiempo que da nombre a la obra. El público (a menudo inquieto, agobiado, alterado, desconcertado) es desafiado de ese modo a registrar los sonidos que le son más desconocidos y con los que está menos familiarizado. Los de su propio interior.

 

SORDERA SOCIAL

Que el silencio no existe es algo obvio en el mundo y en la época en que vivimos. La contaminación auditiva es una de las más graves y paradójicamente silenciada de las muchas que nos aquejan. Bocinas, gritos, eventos musicales atronadores en los que el volumen del sonido es más importante que la calidad de la música generalmente pobre, motores, escapes libres, aviones (ya están de regreso), martillos neumáticos (también volvieron), martillazos, amoladoras, auriculares incrustados todo el día en los oídos para mortificar a los tímpanos con la parafernalia que emiten los celulares. Las fuentes contaminantes sobran y hay para todos los gustos y disgustos. Estudios específicos determinaron que el nivel máximo soportable para el oído humano es de 70 decibeles, pero la cifra resulta largamente superada en todos los casos mencionados. Y con un costo alto: la socioacusia. Un fenómeno por el cual dejamos de escuchar (ya sea por falta de atención o por disfunciones orgánicas) los ruidos habituales de la vida urbana. Esta es una variación de la hipoacusia, que es la disminución de la capacidad auditiva, un mal que afecta a porcentajes cada vez más altos y crecientes de personas menores de 40 años.

Un efecto no planeado y probablemente no percibido de las interminables e improbables cuarentenas a las que estamos sometidos desde comienzos de este año es la disminución del bullicio generado por todas las actividades del enjambre humano enumeradas en el párrafo anterior. Sin recitales, con un tránsito vehicular reducido en parte, con la obra pública y la construcción paralizadas, sin turbinas atronando desde el espacio aéreo (entre otras fuentes atenuadas o enmudecidas) se generaron bolsones de silencio poco experimentados o directamente desconocidos. Que hayan sido registrados de manera consciente, o no, es algo difícil de saber. Pero como este fenómeno no fue elegido, sino que se produjo a contrapelo de la voluntad y conciencia del soberano, es muy posible que muchos hayan perdido la posibilidad de disfrutarlo, que tantos otros no hayan aprovechado para escuchar sus sonidos interiores, y que a bastantes más esto les haya provocado desazón, fastidio y síndrome de abstinencia. Habrían preferido seguir cooptados por las fuentes de bullicio y fandango externo, eludiendo cualquier contacto con las voces del propio ser interno, fieles a la descripción que Paul Simon y Art Garfunkel hacían en la letra de su bella canción “Los sonidos del silencio”. En ella decían: “Y en la luz desnuda ví / Diez mil personas. / Quizás más. / Gente hablando sin conversar. / Gente oyendo sin escuchar. / Gente escribiendo canciones / que las voces jamás compartirán. / Y nadie osó molestar a los sonidos / Del silencio.”

Es en los sonidos del silencio en donde se puede escuchar verdaderamente la voz de los reales profetas y no en los carteles de neón en los que se expresan fariseos y oportunistas, terminaban diciendo aquellos inspirados músicos en esta conmovedora plegaria que compusieron el 19 de febrero de 1964, reflejando el sentimiento colectivo provocado por el asesinato del presidente John Fitzgerald Kennedy, ocurrido tres meses antes, el 22 de noviembre de 1962. Han pasado sesenta años y, como ocurre con los clásicos, “Los sonidos del silencio” sigue hablando en tiempo presente.

 

LA ESCUCHA INTERIOR

Quizás aun resulte posible conectar con el silencio y experimentar la riqueza de sus sonidos. No solo los de nuestro sistema nervioso y de la circulación de nuestra sangre, sino también, y más aún, las voces de nuestras necesidades postergadas (no las materiales), de nuestros aspectos internos ignorados, las voces que nos habitan y piden atención, escucha, respeto. Estamos habitados por un enorme elenco de versiones de nosotros mismos y apenas si reconocemos superficialmente a ese que llamamos “personalidad”, y que nos hace decir “Yo soy así (o asá)”, mientras ignoramos, por desidia, miedo o por falta de escucha hacia adentro, todo lo demás que somos y tenemos.

En su libro “El cuidado del alma en la medicina” (una obra de lectura vital para profesionales de la salud y para pacientes), el psicoterapeuta y escritor Thomas Moore se detiene especialmente en la función del silencio en los procesos terapéuticos. “La cultura moderna, escribe, todavía ha de descubrir el poder sanador de la tranquilidad, por no decir del silencio (…) Si bien es cierto que el sonido de la vida y la vitalidad puede animar a un paciente que está triste, el ruido excesivo puede convertir un centro médico o un hospital en un lugar de tortura en lugar de uno de sanación”. El silencio bien habitado baja la presión arterial, serena la mente, aquieta el alma, interrumpe la disociación en que vivimos, nos permite reintegrarnos. Moore llega a proponer que se creen cursos de silencio. Y no es un dislate. Debemos esa materia: aprender a estar en silencio. Moore insiste en que silencio no es ausencia de sonido (coincide con Cage) ni pasividad mortuoria, sino “un espacio tranquilo en el que puedes escuchar tus pensamientos y sentir tus emociones”. En cambio, el ruido es una puerta de escape por la cual muchas personas intentan huir de la experimentación de su propia vida. Acaso la experiencia singular que estamos viviendo nos esté proponiendo, entre otras cosas, que escuchemos los sonidos del silencio. Hay en ellos un mensaje para cada uno de nosotros.

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