Crónicas de la peste (16)
Sobre el vuelo de los patos
Por
Sergio Sinay
Una cosa es mandar y otra cosa es liderar. Los
jefes mandan. Los líderes guían. El jefe puede obtener obediencia y hacer que
se cumplan sus órdenes a través del miedo. Los líderes convencen, argumentan,
comunican con claridad y sensatez, honrando el valor de la palabra y
sosteniéndola con el ejemplo. Donde los jefes a menudo despliegan
autoritarismo, los líderes recogen autoridad. La autoridad es un punto de
llegada tras un camino compartido, en el cual el líder demostró integridad,
coherencia entre sus dichos y sus hechos, valores convertidos en conductas,
empatía, capacidad de escucha. El autoritarismo es una prótesis que viene a
remplazar la carencia de todos aquellos atributos que conducen a la autoridad.
La autoridad echa raíces y crece desde abajo, el autoritarismo se impone desde
arriba, sin cimientos. Autoridad es respeto. Autoritarismo es miedo.
Cualquiera puede sostener el timón cuando el mar
está en calma, decía Publilio Siro en el siglo I antes de Cristo. Se trataba de
un hombre nacido en Siria, esclavizado en Roma y liberado y educado por su amo,
que premió así el talento que veía en él. Publilio se convertiría en un afamado
escritor y orador, del que solo queda un tomo de sentencias. La del timón
aplica bien en estos tiempos complejos para el mundo, en el que saltan
dramáticamente a la vista la ausencia de líderes y el exceso de jefes
desorientados, asustados, ofuscados, obnubilados o extraviados. Contando con
los dedos de una mano apenas se encuentra a la consecuente Ángela Merkel,
canciller alemana, a Jacinda Arden (primera ministra de Nueva Zelanda) y a Katrín
Jakobsdóttir (primera ministra de Islandia) como líderes que, en mares
tormentosos, supieron mantener el rumbo, generar confianza, apaciguar
paranoias, inspirar rumbos. Las une, en países distintos, con especificidades
diferentes, un mismo gen estadista.
Estadista es quien, en su manera de gobernar,
articula diferencias sin negarlas ni descalificarlas y genera consensos como consecuencia
de inspirar en la sociedad un propósito convocante. El estadista, además de mantener
como guía el bien y los intereses comunes, no gobierna con la meta de las
próximas elecciones o de poner al Estado a su servicio y al de sus familiares,
sus socios y sus cómplices. Lo hace con una visión trascendente. No solo llama
a marchar en un sentido (como dirección), sino hacia un sentido (como anhelo
existencial). Todo esto falta hoy, mientras sobran los que son simples gestores
de la función presidencial o ministerial. Personajes grises, chatos, de mínimo
espesor moral e intelectual, especuladores, manipuladores, algunos delirantes,
otros autoritarios, la gran mayoría de ellos militantes marxistas de la línea
Groucho: hoy tienen unos principios, pero si no te gustan los cambian por
otros.
Napoleón Bonaparte afirmaba que un líder es un
vendedor de esperanza. En estos días y en estas circunstancias sobran los
vendedores de desesperanza, de miedo, de paranoia, de amenazas, de indecisión.
Cuando Winston Churchill prometió a los ingleses solo sangre, sudor y lágrimas,
lo hizo después de haber tenido contacto real con los ciudadanos, después de
haberse codeado con ellos (no con otros políticos en busca de transas
miserables) y lo hizo a cambio de una visión y una esperanza: la libertad, la
vida. No la supervivencia gris, deprimente, agobiante, sin horizonte. Hoy no
hay promesa ni esperanza, solo amenaza. Quien sale a correr, a “ver vidrieras”
(¿vidrieras de negocios definitivamente cerrados o quebrados?), a visitar a un
hijo, un padre o un nieto, a ganar un peso para comer o para pagar impuestos
que a la hora de la hora no fueron a fortalecer el sistema sanitario, quien
sale, en fin, a respirar un poco de vida lo hace amenazado por un jefe
iracundo. Lo hace en un escenario
desierto de liderazgo. Triste consuelo pensar que, al menos en esa carencia,
estamos a la altura del resto del mundo. Según un proverbio chino, “los patos
siguen al líder de su parvada por la forma de su vuelo y no por la fuerza de su
graznido”. Hoy nos atruenan los graznidos desafinados y el vuelo es bajo y
torpe.
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