Crónicas de la peste 15
La vida no es un envase vacío
por Sergio Sinay
“La piel frágil, lampiña y mal irrigada de los
humanos acusaba enormemente la ausencia de caricias. Una mejor circulación de
los vasos sanguíneos cutáneos, una ligera disminución de la sensibilidad de las
fibras nerviosas de tipo L permitieron, a partir de las primeras generaciones
neohumanas, mitigar el sufrimiento inherente a la falta de contacto”. En La
posibilidad de una isla, novela de 2005, el escritor francés Michel
Houellebecq narra el final de la especie humana y su remplazo por los
neohumanos, seres que se reproducen a partir del ADN conservado de los humanos.
Esto permite una clonación infinita de los especímenes originales, aunque las
reproducciones ya no son lo que eran los seres verdaderos. Desprovistos de emociones,
híper racionales, algo así como pensamiento puro envasado en cuerpos que se
suceden iguales a sí mismos, sin envejecer y sin sentir, han logrado el
aislamiento total e indoloro de cada uno. No necesitan de nadie, cada neohumano
se basta a sí mismo, sin nostalgia, sin miedo, pues la muerte es una noción de
la que carecen, así como no poseen sentimientos, aunque los comprenden
intelectualmente mediante el estudio de las memorias de los humanos originales.
La novela, una de las más estremecedoras,
desafiantes y filosóficamente audaces de un autor que pone la escritura y el
cuerpo en temas siempre desafiantes y extremos (ahí están como prueba sus obras
Las partículas elementales, Plataforma, Serotonina o Sumisión),
al punto que fue víctima de descalificaciones y amenazas de muerte, está
narrada en dos momentos. Uno es el del final de la decadencia humana, una era
hedonista, narcisista, desapasionada, consumista, que es la actual, contada por
Daniel, un famoso humorista y cineasta, y el otro momento, veinte siglos más
tarde, es narrado por la vigésima quinta reencarnación tecnológica del mismo
Daniel, con quien comparte nombre y data de hechos vividos, pero nada que de lo
que conocemos como humano.
Leída, o releída, en tiempos de coronavirus y de
cuarentenas interminables, que comenzaron siendo un medio para preservar la
vida y se convirtieron en un fin en sí mismo, al punto en que esas vidas
preservadas y encapsuladas en confinamientos, aislamientos, vigilancias y
prohibiciones podrían prolongarse eternamente, aunque empezaran a extraviar su
propósito existencial, La posibilidad de una isla es una experiencia
inquietante y remite a reflexiones sobre el presente. Aunque el tiempo final de
la especie es líquido, como diría el gran pensador polaco Zygmunt Bauman
(1925-2017), carente de arraigos, compromisos y visiones, aún quedan las
pasiones humanas, el dolor, el amor, la voluntad de sentido, incluso cuando
este se extravíe. En la inmortalidad artificialmente lograda, en esa
supervivencia que aparece como un “triunfo” de la ciencia y de la técnica, pero
vacía de sentido y propósito, algunos neohumanos empiezan a desear la muerte
real, algo que dé un significado a vidas prolongadas porque sí. Empiezan a
anhelar algo que nunca experimentarán: “la dulzura del sueño cuando llega junto
al ser que amamos”, según lamenta Daniel 25, dos mil años después del Daniel
original.
Reiteradamente justificada con filminas,
estadísticas, declaraciones oficiales patéticamente contradictorias entre sí,
promesas y explicaciones científicas abstrusas y cambiantes, y manipulación del
miedo, la retahíla de cuarentenas a que fue sometida la sociedad desde el 20 de
marzo de 2020 en adelante parecía tener como fin lo que describe la frase
inicial de esta columna, tomada de la novela de Houellebecq. El
acostumbramiento de las personas a una vida sin contacto, sin otro horizonte
que estar, permanecer, no morir. Preservar el envase de una vida prescindiendo
del contenido. Porque la verdadera vida es una aventura riesgosa. Hoy y
siempre, con y sin Covid-19. Vivir es vivir para algo. Lo contrario de
simplemente respirar y permanecer.
👏👏👏👏👏
ResponderBorrarQué bueno leer tu blog, me reinicia el día
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