Crónicas de la peste (14)
La
peor y la mejor noticia
Por Sergio Sinay
Quizás la peor noticia que ha traído el
coronavirus es la de que somos mortales. No es una obviedad, o al menos había
dejado de serlo en el mundo prehistórico que feneció en el verano de este año
(invierno para el hemisferio norte). En aquel tiempo, tan cercano en el
calendario y tan lejano en las sensaciones y en la memoria emocional, habíamos
llegado a vivir como si nunca fuésemos a morir. Podíamos permitirnos no
encontrarnos por largos períodos con seres queridos, podíamos postergar
proyectos trascendentes para correr detrás de deseos tan imperiosos como
banales, podíamos depredar el medio ambiente como si no fuera esencial para
nuestra existencia, podíamos consumir de manera bulímica, descartar objetos,
artefactos, prendas y personas con absoluta facilidad, podíamos aplazar lo
importante hasta eliminarlo para dedicarnos a lo urgente, que casi siempre
tenía que ver con apetencias o cuestiones materiales, podíamos desentendernos
de necesidades y dolores ajenos para evitar que nos distrajeran, podíamos
aislarnos del prójimo y del mundo como si no los necesitáramos. La tecnología
nos proponía diariamente nuevos objetos de deseo mientras nos mandaba mensajes
directos o subliminales en los cuales nos aseguraba que pronto seríamos
definitivamente inmortales, que cualquier componente de nuestro cuerpo podría
ser remplazado una y otra vez hasta el infinito, que pronto bastaría con pensar
algo para tenerlo, que moveríamos el mundo a nuestro antojo con el poder de la
mente. La neurociencia nos anunciaba que estábamos a punto de dominar a nuestro
cerebro y manejarlo como si fuera una simple aplicación y como si no fuéramos
él, y desde otros ámbitos de la ciencia nos llegaban promesas de que no faltaba
mucho para que todas las enfermedades, aún las más terribles, fueran vencidas.
LO DEMÁS PODÍA ESPERAR
Es cierto que, mientras tanto, la desigualdad
económica y social en el mundo se ahondaba, que no cesaban las guerras, que un
1% de la población mundial había llegado a acaparar el 99% de las riquezas
producidas por el resto, que el hambre azotaba a una de cada nueve personas en
el planeta (más de 800 millones de seres humanos) según la FAO (Organización de
las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura), un número similar
al de obesos también de acuerdo con cifras oficiales, y que numerosas
enfermedades “de pobres”, como el mal de Chagas, el dengue, la malaria, el
colera, la tuberculosis, entre otras, seguían cobrando víctimas por decenas de
millares sin que a nadie (autoridades políticas, economistas, industria
farmacéutica, medios de comunicación y opinión pública) se le moviera un pelo.
Es cierto, pero todo eso podía esperar. El ser inmortales permitía posponerlo
todo. El problema no advertido (o que no se quería advertir) era que aquella
inmortalidad no era para todos, sino para quienes pudieran acceder a ella,
comprar la promesa y seguir disfrutando de la utópica perpetuidad. Siendo
inmortal ya no se necesitaba de nadie para vivir. Cobraban inusitada actualidad
aquellos versos que el gran poeta y dramaturgo español Luis de Góngora
(1561-1627) escribiera durante el Siglo de Oro: “Ándeme yo caliente/ Y ríase la
gente./ Traten otros del gobierno/ Del mundo y sus monarquías,/ Mientras
gobiernan mis días/ Mantequillas y pan tierno,/ Y las mañanas de invierno/
Naranjada y aguardiente,/ Y ríase la
gente”.
Hasta que el Covid-19 trajo la mala noticia. Somos
mortales, y no solo eso. La muerte es democrática, no repara en sexo, género,
nacionalidad, localización geográfica. Revolotea con mayor cercanía alrededor
de los pobres, pero no deja de llevarse también a ricos y famosos. En un ensayo
reciente publicado en la revista digital “Aeon”, el médico y psiquiatra Warren
Ward, catedrático en la universidad australiana de Queensland, cuenta que él
mismo tardó en darse cuenta de que la enfermedad y la muerte son partes
ineluctables de la existencia. A fuerza de estudiar el organismo humano y sus
mecanismos había llegado a creer, como tantos, que era posible dominarlo todo
al respecto y llegar a prolongar indefinidamente la vida.
Ward despertó de esa ilusión diez años atrás,
cuando le fue diagnosticado un melanoma (cáncer de piel), tumor cutáneo que
suele ser agresivo y rápidamente fatal. Afortunadamente, dice, la cirugía lo
salvó, pero considera que su fortuna mayor fue “haberme dado cuenta de algo que
había dejado de lado; que iba morir. Y si no fue de melanoma será de otra cosa,
pero voy a morir. Desde entonces fui más feliz. Esta aceptación, el darme
cuenta de que voy a morir, fue para mí tanto o más importante que los avances
de la medicina, porque me recordó que debo vivir una vida significativa cada
día”. Por esos días, en 2011, apareció el libro “Los principales cinco
arrepentimientos de los moribundos”, de la especialista australiana en cuidados
paliativos Bronnie Ware, cuyas charlas TED sobre el tema tienen millones de
seguidores en el mundo. La lista de arrepentimientos que recogió Ware a través
de cientos de entrevistas a enfermos terminales en sus últimas doce semanas de
vida, se resumen en estas frases: 1) “Hubiera querido tener el coraje de vivir
mi verdadera vida, y no la vida que otros esperaban de mí”; 2) “Hubiera deseado
no trabajar tanto ni tan duro”; 3) “Hubiera deseado tener la valentía de
expresar mis sentimientos”; 4) “Hubiera querido estar más en contacto con mis
seres queridos y mis amigos”; y 5) “Hubiera deseado permitirme ser más feliz”.
“Como médico, escribe Ward, compruebo cada día la
fragilidad del organismo humano y lo cerca que está la muerte, a la vuelta de
la esquina. Y como psicoterapeuta compruebo lo vacía que está una vida cuando
carece de sentido y de propósito”. Y piensa que la conciencia de esa “preciosa
finitud” (así la llama) debería impulsarnos cada día, en cada acto, a encontrar,
o crear, el sentido de nuestra vida.
LO QUE NO CAMBIA
De regreso a aquí y ahora, podríamos pensar que,
después de todo, la noticia de nuestra irreversible mortalidad, portada por el
Covid-19, es también una buena noticia. Esto siempre y cuando no nos empeñemos
en sobrevivir por el solo hecho de sobrevivir, que no nos contentemos,
escondidos y asustados, con no ser parte del informe diario de infectados y
fallecidos, ese informe que por momentos se desparrama con morbosa insistencia,
como si hubiese una intención de mantenernos inmovilizados, como pequeñas
criaturas aterrorizadas. El propósito final de los cuidados que dicen
prodigarnos y de los que responsablemente tomamos por nuestra cuenta no debiera
ser prolongar la vida un día más, sino conservar la vida para hacer de ella una
experiencia plena de sentido, para dejar una huella de nuestro paso. Está claro
que al final de nuestras vidas moriremos. ¿Obvio? No lo parecía hasta hace
poco. Lo que importa es para qué vivir. Y eso determinará cómo hacerlo. Mientras
tanto, vale citar algo que el doctor Warren Ward escribe en su ensayo: “Un día
mi amigo Jason, con quien estudié medicina, me recordó que a pesar de todos los
avances médicos y científicos la tasa de mortalidad permanece constante: es de
un muerto por persona”.
Sergio excelente reflexion ! En 2016 tuve, luego de 48 dias en terapia intensiva y unos 4 meses de internacion domiciliaria, la oportunidad de vivir en carne propia mucho de lo escribis
ResponderBorrarAprendi lo vulnerable que soy, y eso me permitio hacerme mas fuerte. Hoy transitando esta cuarentena colectiva, siento que muchos juegan a la escondida con la muerte, sin entender que siempre nos va a terminar encontrando, y se olvidan de honrar cada minuto de vida ..
Excelente aeticulo
ResponderBorrarexcelente , me encanto!
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