domingo, 12 de abril de 2020


Crónicas de la peste (5)

Descubrimientos

Por Sergio Sinay





   De pronto descubrieron el azul. El verdadero, no el velado y neblinoso al que se habían acostumbrado. Ni siquiera el de Van Gogh. No. El azul verdadero. El del cielo liberado. El cielo sin pestilencias. El cielo sin basura. Y, como en el principio de todo, cuando lo descubrieron los ganó el asombro.
   Descubrieron también el aire. Simplemente el aire, no esa turbia densidad que hasta entonces aspiraban. El aire, esa liviandad balsámica, sutil, inatrapable. Los mareó la desconocida tersura del oxígeno acariciando sus pulmones. A la par de ellos, también las plantas del planeta respiraron, abandonaron el encogimiento con el que se defendían, dejaron de sobrevivir, se elevaron, desplegaron hojas, frutos y frondas. Vivieron.
   Fue entonces cuando descubrieron el silencio. Esa vasta y suave cavidad en la que el universo deja gotear notas y melodías imperceptibles que solo se captan en quietud y con paciencia. Y al principio ese descubrimiento lastimó sus oídos abstinentes de bullicio y de maltrato. Pero luego los acunó y les devolvió el sueño y los sueños. Porque habían dejado de soñar y de ensoñar.
   En eso estaban cuando descubrieron el tiempo. No el que los atrapaba y sometía en relojes y calendarios, en segundos, minutos, días, semanas, meses y años. Descubrieron el tiempo del que estaban hechos, en el que no habían reparado, en el que se tejían su memoria, sus anhelos, sus sensaciones, sus sentimientos. El tiempo quieto, infinito. El que no se mide, ni se pierde, ni se ahorra.     El inmenso mar en el que flotaban desde siempre, ese círculo perfecto. Círculo, no flecha, no recta. Y se abandonaron sin temor en el tiempo. Reposaron al fin, sin alerta. Sin urgencias. Dejaron de vivir en el instante fugaz y comenzaron a vivir en el eterno presente.
   Y fue esa la hora en que descubrieron que había a su lado presencias encarnadas. Presencias con volumen, temperatura, olor, textura. Seres vivientes. Prójimos. Habían usado mucho esta palabra, pero sin comprenderla. Y ahora dejó de ser un sonido más. Fue presencia. Contacto significaba ahora existir con otros. Ya no más una lista irreal en una pantalla en donde la vida había sido hasta entonces un simulacro. Una virtualidad.
   Sus mascotas, según descubrieron, no eran juguetes. Eran seres vivientes, con necesidades. Eran presencias. Eran compañía. Eran interlocutores. Eran seres necesarios.
   De pronto, en cada día de la larga cadena de días, descubrieron pequeñas cosas que, enlazadas con hilos invisibles y misteriosos, terminan por ser la vida. La vida. Ese territorio que solían sobrevolar sin pisar. Ese escenario que se había hecho ajeno, sin que les importara.
   Todo eso, y más, descubrieron. Tuvieron tiempo para hacerlo. Y a medida que lo descubrían pasaban del asombro al agradecimiento. Se juraron cada uno a sí mismo y cada uno a los demás que no volverían a olvidarlo. Que no necesitarían volver a descubrirlo, porque lo habían aprendido para siempre.
Y cuando la suma de los descubrimientos los alcanzó a todos, cuando nadie quedó al margen del asombro, de la portentosa revelación, llegó el final.
   Ellos, los asombrados, los maravillados, se extinguieron, como antes se habían extinguido otras especies.
   No los eliminó esa minúscula molécula contra la que se habían declarado en guerra. Ocurrió, simplemente, que no pudieron sobrevivir a lo que habían descubierto. No estaban preparados para vivir con los pequeños y extraordinarios fenómenos que se habían desplegado ante ellos. Habían desarrollado defensas contra el pequeño enemigo, pero no contra esto. Como peces fuera del agua, no podían existir en el entorno ahora liberado de la devastación que ellos mismos supieron sembrar durante tanto tiempo.          Indefensos ante lo simple y maravilloso, se extinguieron. No eran inmortales, como alguna vez creyeron.

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