La redención de los perdedores
Por Sergio Sinay
Una reflexión sobre cómo la novela negra acoge a los fracasados y, de la mano de ellos, explora las profundidades del alma humana y las sombras de la sociedad
(Texto presentado en el Festival
Buenos Aires Negra, agosto de 2015)
Uno de los comienzos más
potentes, breves y significativos de la literatura universal de todos los
tiempos es el de Anna Karenina, de
León Tolstoi. Se dice allí: “Todas las familias felices se parecen entre sí,
las infelices lo son cada una a su manera”. El gran maestro ruso declaraba entonces
quiénes le interesaban, a quiénes se iba a dedicar. A los infelices. Ana Karenina fue publicada en entregas
desde 1873 hasta 1877 y en ella Tolstoi acompaña la caída de sus personajes en
una parábola inevitablemente trágica.
Medio siglo más tarde, el
crack económico del año 29, con epicentro en Estados Unidos, terminaría de
hacer añicos lo que ya se había empezado a derrumbar con la Gran Guerra de 1914
a 1918. El ensueño de un mundo feliz, en continuo progreso hacia la
luminosidad, que se había comenzado a gestar en el siglo XVIII con el
Iluminismo y se consolidaría con la Revolución Industrial en el siglo XIX. Con ese
ensueño había echado raíces profundas el capitalismo. La Gran Crisis con
bancarrotas bancarias, embargos masivos, pérdidas de empleos y de propiedades y
suicidios seriales (nada que resulte ajenos a millones de ciudadanos del mundo
en las décadas iniciales del siglo XXI), puso en evidencia la cara más
impiadosa del capitalismo, pero no terminó con él. Simplemente lo impulsó a
nuevas formas organizacionales y empresariales. Estas cobraron impulso,
extensión y poder: el crimen organizado y el gangsterismo. Hoy sabemos que
llegarían para quedarse y no solo en Estados Unidos. Mientras ese fenómeno
corroía los mecanismos de la economía, de la política, y de la justicia,
también envilecía las relaciones humanas y fogoneaba formas primitivas de la supervivencia.
Un caldo de cultivo propicio para que se cocieran en él las pasiones más
oscuras.
La novela negra nació en ese
lecho. Vino a dar cuenta de los paisajes sociales en general y humanos en
particular que surgían de aquella erupción. Donde la novela policial clásica
había brindado héroes eruditos, ingeniosos, imbatibles en el arte de la deducción,
al que dedicaban casi todo el tiempo de sus vidas acomodadas, la novela negra
parió, como bien lo dijo Ross MacDonald, uno de sus más entrañables cultores y
padre del detective Lew Archer, antihéroes desclasados, insomnes,
desesperanzados, desechos de la democracia, que hablaban el lenguaje áspero de
la calle.
Trajo a los que ganaban
jugando por fuera de todos los reglamentos. Pero sobre todo trajo a los perdedores. A los que se hunden
aferrados a una ética, su único capital, los que, condenados a un final infeliz,
que marchan hacia ese final abrigados por los principios morales de los que
carecen los vencedores. Dorothy Uhnak, autora de La investigación y El crimen
del Bronx, que basó su carrera de escritora en su experiencia de 15 años
como detective de la policía de Nueva York, explicaba cómo intentaba establecer
una conexión entre la vulnerabilidad de sus personajes y la de sus lectores. Es
decir, entre aquello que ambos tenían de humanos. Y no escribía desde la
teoría. En 2006, a los 76 años, fue encontrada muerta a causa de una
sobredosis.
Ella, como tantos autores del
género, podrían glosar a Tolstoi y decir: “Todos los ganadores se parecen. Los
perdedores, en cambio, lo son cada uno a su manera”. Los ganadores son
unidimensionales, emiten un brillo cegador, se mueven en una claridad que aplana
los colores y los matices, como el sol del mediodía en pleno desierto. Se
rodean de espejos y cuando observan alrededor no miran a nadie, solo ven el
reflejo de su propia imagen.
La negrura de la sombra
La novela negra es
negra porque sus historias transcurren en la oscuridad de los escenarios reales
de la vida. Y es negra porque se nutre de aquello que Carl Jung definió tan
bien como la sombra. Esa parte de cada uno de nosotros que permanece en la
penumbra (o a menudo en la absoluta cerrazón) mientras nuestra máscara, eso que
llamamos personalidad, carácter o identidad, sale al escenario. Pero, así como
en el teatro griego la máscara (que en ese idioma se llamaba persona) ocultaba
al actor, en la vida real la verdad de cada individuo se esconde detrás de la
personalidad conque sale al mundo y actúa en él.
En la sombra
habitan las pasiones, los deseos, los sueños y pesadillas, las ambiciones, los
miedos, los terrores, que a veces
amenazan con emerger al plano de la conciencia antes de ser acallados,
derivados, transvestidos y muchas otras veces, acaso las más, solo dicen
presente cuando ya es tarde. Cuando hemos cedido a la ambición, cuando nos
hemos corrompido, cuando hemos huido, cuando hemos robado, cuando hemos
traicionado. Cuando hemos asesinado. Todo en el afán de huir de nuestra sombra.
Pero también en la
sombra, como las pepitas de oro ocultas en el barro, hay aspectos y fortalezas
de nosotros mismos que desconocemos, que no nos concedemos, que apreciamos en
otros y no advertimos en nosotros. Y también suelen anunciarse (para nuestra
propia sorpresa) en situaciones extremas, desesperadas, sin mañana. Con ellos,
en un acto supremo, en un instante que es apenas un destello en la infinita
negritud, dejamos una huella en la vida, salvamos otra vida, imponemos la
dignidad en donde ella es una clamorosa ausencia, convertimos el miedo en
valentía, la miserabilidad en esperanza.
Nuestros perdedores
De todo ese
material, de todo ese magma que es la sombra se nutre la novela negra. Sus
perdedores nos representan. No porque pierdan, sino porque en el doloroso
camino hacia su derrota muestran a su manera, su manera única, esa que suele
hacerlos inolvidables, nuestra propia oscuridad. Sus derrotas nos duelen. Pero
también nos alivian. Son nuestros héroes, porque se hacen cargo de bucear por
nosotros en las aguas más profundas del alma humana, las aguas infestadas por
emociones y deseos que tememos, las aguas que están en nosotros y a las que no
nos atrevemos a descender por miedo a no
ser capaces de regresar a la superficie. Ellos lo hacen, ellos se hunden y nos
muestran, cada uno a su manera (no dejemos de honrar a Tolstoi) lo que hay
allí.
Algunos lo hacen
como detectives que van por las banquinas de la ley y del orden. Son los Spade,
los Marlowe, los Archer y todos sus hijos y hermanos, que llegan siempre hasta
el final, hasta la verdad. Se los podría llamar ganadores por ese hecho. Pero
sus victorias son amargas derrotas, porque lo que de veras descubren es que esa
odisea, la proeza de haber braceado en aguas infectas hasta alcanzar la orilla,
no tiene premio, que lo que se llama justicia es el paraguas protector de los
ricos, los bellos y los poderosos, que la sanción moral no es una práctica
social, como si lo son la obsecuencia y la genuflexión, y que el crimen y la corrupción
sí pagan. Y muy bien.
Cuando se hace
contacto con la propia sombra en el mar de la sombra social, no hay cinismo,
dureza ni otra coraza que proteja de la caída. Las criaturas de cualquiera de
las novelas de James Ellroy lo atestiguan sin piedad. Como las de Horace McCoy (¿Acaso no matan a los caballos?, Luces de
Hollywood, Olvida el mañana) o David Goodis (Disparen sobre el pianista, Viernes 13) denuncian que lo más
descartable que hay en la maquinaria brutal del capitalismo es el ser humano.
Incluso en lo que aparenta ser la historia de un ascenso hay a menudo una
caída, como ya se advertía en novelas primigenias, entre ellas El pequeño César, de William Burnett.
Y hay caídas que,
cuando tocan lo más profundo, encuentran la luz del amor. Ahí está como prueba
el policía Fred Underhill, protagonista de Clandestino,
de James Ellroy, quien tras un rápido ascenso por la escalera de la corrupción
se hunde en la negrura más absoluta para emerger redimido, con profundas
heridas y visibles cicatrices en el cuerpo y en alma. Entonces descubre, según
sus propias palabras, cuán estrecho era su corazón cuando estaba intacto. Ahora
se ha ensanchado. Donde el corazón de tantos ganadores glamorosos se contrae,
el de los perdedores suele expandirse.
Dar testimonio
Mientras los
gobiernos rescatan a banqueros estafadores que siguen de banquete en banquete
después de sus estafas a la sociedad, nadie vela por esas vidas han sido
sacrificadas para el menú. ¿Quién se hace cargo de ellas? Siempre habrá un
Petros Márkaris atento a rescatar tal memoria a través de una mirada y una
presencia gris como la del comisario Kostas Jaritos. Cuando Markaris pinta a
Grecia, su aldea, pinta al mundo. Y cuando en la novela negra se hecha luz en
el alma de los perdedores, se ilumina la sombra de cada uno de nosotros.
Los personajes que,
como Jaritos, Marlowe, Archer, Montalbano o el periodista Germán, de la saga de
Osvaldo Aguirre, no están allí para hablar de sí mismos en primer lugar. Como
dice Ross MacDonald, están para testimoniar el compromiso emocional del autor
con sus criaturas. El buen investigador y el buen escritor, afirma el autor de El martillo azul, El caso Galton, El otro
lado del dólar y La piscina de los
ahogados, entre otras, por momentos se olvidan de sí mismos, se hacen transparentes
y se concentran en las personas cuyos problemas investigan. “Esa gente es para
mí la cuestión principal, enfatiza MacDonald, porque con frecuencia están
íntimamente relacionados conmigo y con mi vida”. Esa proyección hace emerger el
contenido, el significado de otras vidas. Esto hace atractivos a los
perdedores. Lo que dicen del que lee y del que escribe.
Sus voces son
necesarias hoy más que nunca, porque estamos en un mundo en el que no se admite
perder. En el que para no ser sospechoso de haber sufrido una derrota se llega
incluso a comprar victorias de cotillón, victorias que duran cinco minutos (los
que la cámara o la duración de un trending
topic brinden), victorias vacías que abonan el vacío existencial de quienes
las protagonizan y de quienes las celebran. Estamos en el mundo de hay que
ganar cueste lo que cueste o hay que ganar sea como sea. Esto se escucha a
través de gritos estentóreos en las voces de políticos y deportistas, y se
susurra en la intimidad de las relaciones personales. Este mensaje se transmite
de arriba hacia abajo, se esparce a través de la publicidad y el marketing,
tiñe la cultura, llega incluso a los oídos de muchos hijos desde las voces de
sus padres. Un mundo feliz de ganadores que son como árboles sin raíces, porque
las raíces de muchas de las victorias más reales, trascendentes y
significativas están a menudo hundidas en las derrotas que las precedieron y
las abonaron.
A pesar de ser
perdedores los personajes que portan la sombra en la novela negra, se resisten
a la derrota del olvido. Su victoria es permanecer en la memoria, en la emoción
de quienes los conocieron en la trama o en la lectura. Su victoria es defender,
junto a sus colegas de las tragedias clásicas (como las de Shakespeare) ese
espacio en el que el alma baja de las pasarelas luminosas y se hunde en donde
palpita el espesor de las pasiones en las que podemos reconocernos y
entendernos.
Mientras otras
novelas se validan a través del género que las categoriza (románticas,
históricas, políticas, fantásticas, eróticas) y terminan por parecerse unas a
las otras dentro de su género, cada novela negra es universal a su manera.
Escucho a personas que preguntan qué es “eso de novela negra”, uniendo en su
expresión el temor y la sospecha. Otras dicen “a mí la novela negra no me
gusta”, como esos chicos que afirman que tal alimento no les gusta aun sin
haberlo probado jamás. No faltan críticos y aún escritores que la admiten como
“género menor”, como quien da una moneda a ese pobre hombre sentado en la
escalera del subte. Todos ellos ignoran que permanentemente leen y escriben
novela negra. Y hay editores que publican novela negra sin saberlo o sin
decirlo. Porque la novela negra es según los casos novela de amor (Mi ángel tiene alas negras, de Elliot
Chaze), es novela erótica (”, de James Cain), es profunda crítica del
capitalismo (El gran reloj, de
Kenneth Fearing), es finísima comedia (Triste,
solitario y final, de Osvaldo Soriano), es una exploración de lo
sobrenatural (como en la serie de Charlie Bird Parker, de John Connolly), es
histórica (Sólo una muerte en Lisboa,
de Robert Wilson), puede ser un profundo y conmovedor tratado sobre la obsesión
(Eva de James Hadley Chase). Y un
clásico como El largo adiós, de
Raymond Chandler, puede ser mucho de eso, y más, al mismo tiempo.
Ellos se cuentan
Para concluir el caso
que nos ocupa, quiero compartir algo de mi propio quehacer. Mi última novela, Noruega te mata (que en lo personal cierra
una dolorosa brecha de 20 años de ausencia en el género) gira alrededor de un
perdedor, Jimmy Flaherty, al que aprendí a amar como a un viejo amigo. Quizás
porque fue amasado con las derrotas de varios amigos queridos y con mis propias
derrotas. Jimmy me abrió las puertas de su sombra y me condujo por esos
laberintos a medida que yo describía su odisea. Ocurre así, al menos en mi
experiencia. Creemos conocer al personaje y tener una hoja de ruta de su
historia, pero esta ilusión termina en cuanto escribimos la primera frase. A
partir de ahí nuestras herramientas narrativas están a su servicio, como bien
dice MacDonald.
Los personajes se
narran y al hacerlo nos confrontan con nuestra propia sombra y con las del
mundo en que vivimos. Algo que a veces no logran los mejores psicoterapeutas,
los mejores analistas políticos, los mejores sociólogos. Por eso los leemos,
por eso los escribimos. Por eso, cada uno a su manera, estos perdedores, aunque
son mortales, son eternos.
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