Hay menos ciudadanos que votantes
Por Sergio Sinay
La ciudadanía es una construcción que va más allá del simple hecho de
votar y que requiere responsabilidad y conciencia, tanto en la sociedad como en
sus gobernantes y candidatos
La inyección de dinero, en forma de subsidios, planes y
prebendas clientelistas no remplaza al desarrollo social y personal. Tampoco respeta
la condición de ciudadanos de aquellos sobre quienes se derrama. El sociólogo
británico Thomas Humphrey Marshall (1893-1982), reconocido estudioso de la cuestión
de la ciudadanía, sostenía que se alcanza esta condición cuando a las
libertades legales formales se le agrega el cumplimiento efectivo (y no sólo
declamado) de derechos sociales como la salud, la educación, la vivienda y un
ingreso mínimo digno. Sólo esto hace de un individuo un miembro real de la
sociedad en la que vive, decía. Marshall abundó en esta cuestión en su célebre
ensayo Ciudadanía y clase social,
publicado en 1949. La filósofa política Debra Satz recoge estas nociones en su reciente
y sustancioso trabajo Por qué algunas
cosas no deberían estar en venta. Recuerda allí que el derecho al voto, aun
cuando se ejerza, tiene importancia relativa si una proporción significativa de
votantes no recibió la educación suficiente como para leer en las boletas algo
más que los nombres y para entender lo que se juega en un acto eleccionario.
Si tanto Satz como Marshall vivieran hoy en la Argentina
observarían que tampoco alcanza la educación formal (un buen nivel de
instrucción) o una plausible comodidad económica para hacer del voto una
verdadera herramienta democrática cualitativa y no sólo cuantitativa. Habría que
incluir el aprendizaje y puesta en práctica de ciertos valores morales, la
percepción de que no hay bienestar o salvación individual en medio de un
naufragio colectivo, la comprensión de lo que significan el bien común y el
destino comunitario además del interés propio. Sin esto, el egoísmo, la
hipocresía, la indiferencia ante el
futuro y la miopía existencial se tornan “democráticas” (es decir, se
distribuyen profusamente entre diferentes sectores y capas económicas, sociales
y culturales). Y eso se nota de manera dramática y socialmente patológica a la
hora de elegir gobernantes. Una sociedad
de votantes y de consumidores (en este consumen productos de marketing
envasados como candidatos) no es, necesariamente, una sociedad de ciudadanos.
La ciudadanía no se regala. Se construye. Y es una
construcción colectiva. Requiere voluntades integradas, vectores que confluyan
en el diseño de un porvenir comunitario alentador, en el cual el sentido de las
vidas individuales pueda despuntar en un contexto estimulante y dejar huella en
el presente y futuro de otras vidas. Construir ciudadanía exige buena fe,
reclama respeto por la diversidad (y no la utilización oportunista de minorías
postergadas o discriminadas), convoca al diálogo, y no a la suma de monólogos,
ante los inevitables desacuerdos de la vida colectiva. Sólo es posible
construir ciudadanía en donde hay un ejercicio responsable del poder. Es decir
en donde se lo pone al servicio de la sociedad representada y en donde se da
cuenta a los mandantes (deber inexcusable de toda mandatario) acerca de las
decisiones tomadas y de sus consecuencias.
Todos estos aspectos y requisitos parecen lejanos y extraños
cuando se avecinan elecciones con candidatos que dan muestras de una
irresponsabilidad, una ineficiencia y una capacidad de genuflexión tan inocultables
como el oficialista, o de un oportunismo, una volubilidad o una superficialidad
tan descorazonadoras como las de sus principales adversarios. Así será mientras
quienes aspiren a ser ciudadanos (personas con derechos y deberes reales y
activos, que conviven en un escenario de respeto actuando con responsabilidad y
compromiso en la construcción de riquezas comunes) actúen como simples votantes
que solo especulan con el plazo corto e individual.
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