El fracaso de los exitistas
por Sergio Sinay
En una sociedad exitista el fracaso es el infierno. Vivimos en
una sociedad exitista, lo que significa que mientras algo sea exitoso no
importa de qué se trata, cuáles son sus fines, sus contenidos y sus aristas
morales. El éxito se mide a través del dinero, la fama (no confundir con gloria
o prestigio), el dinero, las posesiones, el rating, el centimetraje, las
cantidades (de público, de “me gusta”, de puntos de rating, de entradas, productos
o ejemplares vendidos, de funciones, de menciones, de parejas coleccionadas, etcétera).
El (o lo) exitoso existe, no importa por qué medios, no importa a qué precio.
El (o lo) fracasado no.
Sin embargo, Víktor Frankl (padre de la logoterapia, gran
médico y pensador humanista y existencial) trazó unas coordenadas que, a la luz
de este fenómeno, conviene recordar. A una vida, decía, se la puede observar
sobre una línea que en un extremo tiene al éxito y en la otra el fracaso (cada
quién dirá qué considera una y otra cosa). Es una visión unidimensional. Pero se
puede cruzar sobre aquella línea otra, que en un extremo tiene al vacío y en el
otro al sentido. Así, habrá vidas exitosas y plenas de sentido o, por el
contrario, arrasadas por el vacío y la angustia existencial. O vidas que, según
la mirada externa, resulten fracasadas, serán vividas con plenitud,
trascendencia y sentido por quien las transita. Encontrar el sentido de la
propia vida y experimentar el modo en que ese sentido se convierte en una
huella dejada en el mundo para mejorarlo es, quizás, el mayor éxito posible. Un
éxito que no necesita de grandes titulares, ni de pantallas, ni de ser trending topic, ni medirse en puntajes o
cifras de ningún tipo.
Desde esta perspectiva, es posible que haya una enorme
cantidad de exitosos y de éxitos silenciosos y que las sombras más oscuras tiñan
el interior de otros tantos éxitos y exitosos que sonríen en las primeras
planas, levantan los dedos en señal de victoria, exhiben sus conquistas
materiales o carnales y atraen masivamente a quienes, como las urracas, corren
detrás de lo que brilla sin examinar las razones de ese brillo.
Estas ideas vienen a cuento a raíz de un reciente libro de
la historiadora de arte y curadora estadounidense Sarah Lewis. En The Rise, Lewis sostiene que la historia
de la Humanidad ha avanzado gracias a los numerosos fracasos que reorientaron
marchas y esfuerzos, que permitieron ver las cosas desde perspectivas no
consideradas, que condujeron a buscar caminos inexplorados, que movilizaron a
personas y a pueblos sacándolos de sus zonas de confort. De hecho, a menudo son
más valientes los fracasados, porque se atreven a innovar, a recrear, a avanzar
hacia otros horizontes, mientras los exitosos se atrincheran en el confort de
lo conseguido, no arriesgan, caen en la paranoia, temerosos de que quien se
acerca pretenda despojarlos de sus medallas.
“Cada fracaso le enseña a la persona algo que aún le faltaba
aprender”, decía Charles Dickens (1812-1870), un escritor inmortal que, con
obras como Oliver Twist o Historia en dos ciudades, entre tantas,
era capaz de bucear en las honduras de las experiencias humanas. Claro que
cuando los individuos o las sociedades se ciegan con lo aparente, eligen estacionarse
en la superficie de la vida y evitan la profundidad (en donde habitan las
verdades) no sólo no evitan el fracaso, que es parte natural y necesaria de la
vida, sino que lo repiten hasta el hartazgo sin aprender nada. Es inútil que
repitan entonces preguntas como “¿Qué nos
(me) pasa?”, “¿Por qué siempre nos (me) ocurren estas cosas?” y otras
parecidas. La respuesta de otro creador lúcido y sensible, Samuel Beckett
(autor de Esperando a Godot y El innombrable) sería contundente y
genial: “Da igual. Prueba otra vez. Fracasa otra vez. Fracasa mejor."
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