Luz roja para periodistas y lectores
Por Sergio Sinay
La conjunción de lectores que renuncian a pensar y periodistas que renuncian a los valores de la profesión puede provocar serios daños políticos y morales a la sociedad, como lo advierte la última novela de Umberto Eco
No enunciar nunca la propia opinión, sino hacerla expresar a
otros bajo la forma de una entrevista aparentemente objetiva. Mezclar opiniones
triviales con otras más fundamentadas para crear la sensación de que se le dan al
lector dos versiones, aunque la válida es una. Usar adjetivos que disparen el
prejuicio del lector (si se pone el acento en que se atrapó a un colombiano
robando un departamento, se estará incitando a pensar que los inmigrantes son
peligrosos). Crear una noticia en donde no la hay. Disimular la información que
pueda ser perjudicial para los intereses o la ideología del diario editándola
junto a una noticia impactante (por lo general policial, deportiva o de la
farándula), que distraiga y lleve la atención del lector a otro lugar. Si no
queda más remedio que publicar una desmentida, sugerir algo oscuro sobre el
desmentidor. Insinuar siempre, dejar entre líneas aquello sobre lo que no se
tienen pruebas. No ocuparse de la cultura, y, si no queda más remedio, no
hablar del producto artístico (libro, película, obra de teatro, música, pintura
o escultura), sino del artista, husmear en su vida. Ser críticos solo hasta el
punto en el cual resulta peligroso echarse en contra algunos sectores o
intereses (policía, justicia, fisco), entonces parar ahí, no hablar más del
asunto. Confiar en que la memoria del lector es corta y su capacidad de asociar
nula, de manera de repetir cíclicamente temas ya agotados presentándolos como
nuevos (llamándolos “tendencia”, “polémica”, “sorprendente”, etc.). Tener en
cuenta que para rebatir una acusación no hay que probar su falsedad, sino
descalificar al acusador. Difundir sospechas generalizadas usando hechos
probables pero no comprobados. Enviar mensajes en código para que ciertos
personajes o personalidades entiendan que, si quisiera, la publicación podría
decir mucho más (aunque en realidad no tenga ninguna información cierta).
Estas son apenas algunos de los “trucs” (como le gustaba
decir a Horacio Quiroga al aleccionar a jóvenes cuentistas) que una media
docena de periodistas van aprendiendo de su editor mientras preparan el número
cero de un diario que no aparecerá nunca. El anuncio de su publicación es sólo
una amenaza por parte del dueño, un poderoso personaje de la política y los
negocios, para posicionarse en lugares de más poder aún. De todo esto trata Número cero, la más reciente (esperada y
anunciada) novela de Umberto Eco, sólido y agudo pensador italiano a quien se
deben Apocalípticos e integrados, El nombre de la rosa, El péndulo de Foucault, La historia de la
belleza, Construir al enemigo y El
cementerio de Praga como muestras de una larga y rica obra en la que los
géneros confluyen y se integran con gracia, armonía y eficacia.
Número cero es endeble
como novela. Sus personajes no tienen carnadura ni voces propias, funcionan
como soporte de ideas que el autor expone o confronta pero ni atraen ni
conmueven ni generan identificación, sentimientos o sensaciones como seres
posibles y verosímiles. La trama es débil, pende de una idea muy básica. No se
trata de que las tramas deban ser complicadas o retorcidas, hay ideas sencillas
que generan obras poderosas, como El
extranjero, de Albert Camus. Da la impresión de que, apurado por llegar a
la conclusión, Eco pasa rápidamente sobre el potencial humano y dramático que
tiene a mano. Aun así, la elegancia de su estilo, su vasta formación cultural,
su deliciosa e implacable ironía aletean por allí y asoman en varios tramos de
la obra, solo para provocar nostalgia por su escasez.
Con todo esto en contra, Número
cero es recomendable. Expone el lado oscuro del periodismo, sus bajezas, su
poder manipulador (y, por contraste, todo su valor cuando es ejercido con
nobleza y sentido moral) como en un claro y necesario manual. Claro y necesario
no sólo para periodistas distraídos, desatentos o sobrepasados por el maremoto
cotidiano, sino también para lectores sobrecargados de creencias y prejuicios y
despojados de pensamiento crítico. Cuando estas dos especies coinciden y se
complementan, la falacia instala su reinado, la realidad ennegrece sus
contornos y una buena parte de la sociedad, desprovista de sistema inmunológico
moral, queda a merced de graves intoxicaciones que la desorientan frente a su
presente y a su futuro. Pese a sus debilidades, la novela de Eco es una lectura
oportuna, sobre todo en este año, que estamos viviendo en peligro.
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