jueves, 21 de mayo de 2015

En el país de las excusas

Por Sergio Sinay

Nos ametrallan impunemente con argumentos que distorsionan la realidad. ¿Por qué aceptarlos?


Cuando la responsabilidad agoniza las excusas se reproducen como plaga. Se disparan como un gatillo fácil. Nos rodean hasta asfixiarnos. Veamos algunas de las que tuvimos que escuchar últimamente: 

Dos jueces favorecen cínicamente a un abusador de menores y desamparan al chico de 6 años que fue víctima de ese canalla imperdonable. Como excusa dicen que el chico (¡6 años!) era homosexual. En la oscura mente de estos jueces un homosexual goza al ser violado. Y como muestra de ignorancia supina atribuyen sexualidad definida a un niño cuando se sabe que a esa edad hay órganos sexuales pero no se ha desarrollado la sexualidad (les recomendaría a estos sombríos magistrados la lectura de la gran Alice Miller, la más sólida y comprometida estudiosa del abuso infantil en todas sus formas, pero dudo que la lectura sea parte de sus prácticas). Siguiendo el peregrino argumento de estos peligrosos impartidores de injusticia se podría llegar a decir que el hecho de que una mujer tenga vagina habilita que sea violada. O se podría acusar a la víctima de un asesinato de haberse cruzado en el camino de la bala que la mató.
Sigamos. Dos chicos mueren en el incendio sospechoso de un taller clandestino en el que no solo vivían sino que trabajaban como esclavos. El taller había sido denunciado con todos los datos necesarios para cerrarlo. Pero la connivencia policial, judicial y gubernamental deja que esos antros de esclavitud sigan existiendo bajo la excusa (sostenida sotto voce por funcionarios y candidatos a altísimos cargos) de que cerrarlos dejaría a mucha gente sin trabajo. Con la misma excusa (nunca dicha de frente, porque la cobardía lo impide) se deja seguir avanzando a mafias como las de los trapitos, los manteros o los prostíbulos. Además de inmoral, este argumento permitiría, siguiendo la línea, decir que terminar con las guerras dejaría sin trabajo a los traficantes de armas y a quienes trabajan en las fábricas que las producen (por lo tanto mejor es aumentar las guerras para crear trabajo), que perseguir el robo privaría de empleo a los ladrones, que terminar con el contrabando fomentaría el desempleo entre contrabandistas. Un día alguno de los canallas que esgrime estas excusas podría ser nuestro presidente.
Hay más. Cada vez que el podrido fútbol argentino produce un nuevo crimen o asesinato, un masivo coro de oportunistas que viven de este deporte le atribuye el hecho a diez “idiotas” o “loquitos”. De esa manera se exime a los responsables de la pudrición: dirigentes, gobernantes que manipulan e intoxican este deporte, los jugadores y sus “códigos”, y los hinchas que multitudinariamente aplauden a las barras bravas o las avalan con su silencio. Siguiendo este falaz argumento se podría decir que la corrupción que carcome al país hasta el hueso es obra de “diez corruptitos”, la inseguridad es producto de “diez asesinitos”, los 8 mil muertos anuales en rutas donde no se respeta ninguna norma se deberían a “diez loquitos al volante” y mientras el país entero se hunde sin remedio en una decadencia de retorno, no habría ningún responsable para ninguna cuestión y el desmadre podría seguir porque sería siempre obra de diez tipos que “no nos representan”. Pero ocurre que no son diez y que sí son exactos representantes de la sociedad.
Todas estas excusas, y tantas más, son las máscaras de los cobardes. Cada una de ellas sale de la boca de un irresponsable que no se hace cargo de las consecuencias de sus actos, de un hipócrita incapaz de argumentar sobre la evasiva que acaba de excretar, de un cínico que habita en los márgenes de la moral. Y todas estas excusas son posibles por una sola razón: porque se aceptan.

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