Incertidumbre, la única certeza
Por Sergio Sinay
En la
noche del 2 de noviembre de 1975, en Ostia, un descampado cercano a Roma, Pier
Paolo Pasolini fue golpeado de manera brutal, hasta morir desfigurado. Giussepe
“Pino” Pelosi, un lumpen de 17 años, que fuera detenido, procesado y
encarcelado por el asesinato, murió a su vez el 21 de julio de 2017, a los 59
años, en el hospital romano Gemelli, víctima de un cáncer. En su tumba yace el
misterio de lo que ocurrió entre ellos aquella anoche fatídica, en la que
Pasolini lo contactó en un bar aledaño a la estación ferroviaria de Termini, en
Roma, y lo invitó primero a cenar en una trattoria y luego a dar una vuelta en
su Alfa Romeo plateado. Católico creyente, homosexual confeso, marxista
declarado, poeta, ensayista, novelista, inspirado cineasta y una de las mentes
más penetrantes y lúcidas de su época, Pasolini tenía entonces 43 años y ya
había creado algunas de las grandes obras maestras del cine universal, como “El
evangelio según San Mateo”, “Medea” (con María Callas), “El Decamerón”,
“Teorema”, “Accatone”. Y había declarado lo siguiente: “Devoro mi existencia
con un apetito insaciable. Cómo terminará todo esto, lo ignoro.”
Respecto
de la segunda parte de su declaración, a todos nos cabe el sayo. Nadie sabe
cómo terminará su propia vida, a menos que se proponga ponerle fin por su
cuenta. En cuanto al primer tramo de la declaración, cada persona es responsable
de la respuesta. Las preguntas a contestar serían estas: ¿estás viviendo tu
existencia enteramente sumergido en ella, arriesgándote a explorándola a fondo,
despierto, atento, procurando develar su sentido aún en los más simples
sucesos? ¿O simplemente tratas de conservarla, previniéndote de cualquier
riesgo, pertrechándote contra el diario acontecer, buscando anticiparte al
devenir? De ser así, ¿para qué quieres conservarla? ¿Solo para perdurar en el
tiempo?
NADA
NUEVO
Aunque
incómodos e inquietantes, como pueden resultar para muchos, los interrogantes
planteados en el párrafo anterior se acomodan perfectamente a los tiempos que
vivimos aquí y ahora. Una era de incertidumbre, de ominosa ambigüedad. Nada se
sabe, nada se puede afirmar, es posible esperar cualquier cosa, o ninguna, o la
contraria. Las predicciones más descabelladas están a la orden del día. Se
afirman y difunden cosas absurdas, sin precisar fuentes. Se desparraman
creencias delirantes. La irresponsabilidad de los líderes y dirigentes campea
en todos los ámbitos, son capitanes ineptos de un barco a la deriva. Hasta la
naturaleza con sus manifestaciones (virus, sequías, inundaciones, incendios,
tsunamis, erupciones, temblores) aporta lo suyo al muy surtido menú de lo
incierto, de la imprevisible, de lo aleatorio, de lo inesperado, de lo
desconocido, de lo temido.
Como
Pasolini, ignoramos cómo terminará todo, no solo en lo personal, sino también
en lo colectivo. Y acaso nos asalte la sospecha de ser objetos de un acontecer
inédito. Sin embargo, al revisar la historia de la humanidad podemos comprobar
que no poseemos semejante privilegio. Ya la vida era incierta para nuestros
primeros y rudimentarios antecesores “sapiens”, que estaban a merced de
predadores y fenómenos naturales capaces de eliminarlos en un instante. Y en
toda su trayectoria, incluida la actual etapa de desbocado desarrollo
tecnológico, la evolución de nuestra especie ha estado bajo la sombra de un
gigantesco signo de pregunta.
La
incertidumbre es un ingrediente esencial y definitorio de la vida. Lo que
sabemos respecto del futuro es nada respecto de lo que ignoramos, por mucho
palabrerío que gasten los futurólogos, los tecno eufóricos e incluso los celebrantes
de las disciplinas esotéricas. En todos esos campos (como en la economía, la
política, e incluso la ciencia) se verifica frecuentemente lo que el lúcido e
implacable ensayista libanés Nassim Nicholas Taleb (que alumbró la categoría de
“cisne negro” para los eventos altamente improbables que aun así ocurren)
define como “estupidez de confundir profecías con previsiones”. Al referirse a
la pretensión de predecir el futuro, y por lo tanto de controlarlo, Taleb dice
en su libro “¿Existe la suerte?” que la probabilidad, en la que tantos
“expertos” se centran, trata siempre sobre el pasado y de ahí deduce que es
posible que algo ocurra porque ya ocurrió en otro momento, pero nada puede
aportar sobre el futuro, porque lo que no ocurrió es indemostrable.
Pese a
esto, la compulsión humana a prevenirse de lo que no ocurrió, y a imaginarlo de
mil maneras posibles dándolo por cierto, no afloja. Y el resultado suele ser
una vida temerosa, empequeñecida, paranoica, de certezas ilusorias. Así, si
compramos en cuotas no se debe solo a que quizás no disponemos de del dinero
para pagar al contado sino, porque, como bien lo explica el economista,
filósofo y epistemólogo belga Christian Arnsperger en su trabajo “Crítica de la
existencia capitalista”, en un nivel inconsciente creemos estar comprando
tiempo de vida. En ese plano nos decimos que estaremos vivos durante el tiempo
que duren las cuotas para así pagarlas. Y creemos que nadie nos daría esos
plazos si no creyera que viviremos para pagarlos. Como esta, nos rodeamos de
trampas inconscientes destinadas a reforzar la ilusión de que podremos domar la
incertidumbre y lo imprevisible. Nos vacunamos todas las veces que nos
instiguen a hacerlo (aunque las vacunas estén en fase de experimentación),
compramos seguros contra todo lo que fuere, consultamos a una variada fauna de
pitonisas y pitonisos, nos desvelamos hasta el insomnio viendo programas de
televisión en donde videntes de la política o la economía describen futuros
incomprobables o buscamos respuestas “googlizadas” que calmen nuestras
ansiedades, aunque solo las aumentan porque se contradicen unas con otras.
CITA
CON EL DESTINO
Y así
seguimos, aferrándonos al “por las dudas”, al “por si acaso”, a las
prevenciones más ilógicas y delirantes. Compramos toda apariencia de
certidumbre, orden o permanencia que se nos ofrezca y una parte sustancial de
la vida se nos va en preservarla antes que en explorarla, en hacerla más larga
y no más ancha. En prevenirnos de vivir. A pesar de todo eso se sigue
cumpliendo aquello que aseveraba el gran fabulista francés Jean de la Fontaine
(1621-1695), autor de “La zorra y el cuervo” y “La cigarra y la hormiga” entre
otros relatos inmortales: “A menudo encontramos nuestro destino por los caminos
que tomamos para evitarlo.”
Desesperados
buscadores de certezas, contamos con una sola: la de que somos finitos en el
tiempo y, aunque no sepamos cuándo, vamos a morir. Es la certeza que tratamos
de ignorar a través de los medios y las conductas más absurdas y patéticas. Esta
certidumbre debería ser un estímulo para descubrir el sentido de nuestra vida,
la de cada uno, y no para inmovilizarla. “Se mide la inteligencia del individuo
por la cantidad de incertidumbres que es capaz de soportar”, apuntaba el pensador
alemán Emmanuel Kant (1724-1804), uno de los pilares de la filosofía moderna.
Obsesionados por cerrarle el camino a cada riesgo real e hipotético, lógico o
absurdo, previsible o impredecible, terminamos por olvidar que la cuestión
central, más allá de sobrevivir, es cómo y para qué vivir.
Don Sinay...tal vez hemos habitado una cultura demasiado atada a las certezas...y nos falta la famosa confianza básica en descubrir el milagro de la vida.....digamos que es la gran certeza ..abrazo María Alicia Brusco
ResponderBorrarExcelente!!
ResponderBorrarGracias por esta nota, un análisis que suelo hacer pero no tengo el don de expresarlo de modo tan brillante.
ResponderBorrarQué placer leerlo!! Gracias
ResponderBorrar