El Estado, un bien necesario
Por Sergio Sinay
Un viejo y peligroso malentendido lleva a confundir Estado con Gobierno y a verlo como obstáculo para la libertad, cuando en verdad es el garante del bien común
“Yo al Estado no
le tengo el menor respeto”. El pasado martes en un programa nocturno de
entrevistas por cable, su conductor repetía enfáticamente esta afirmación ante
la mirada curiosa de su entrevistado. Si una función (y responsabilidad) del
periodismo es disipar confusiones y ayudar a entender, integrando información y
opinión, las circunstancias que vivimos y los escenarios que transitamos, aquella
rotunda declaración, casi un arrebato emocional, no contribuye con la misión.
Con el mismo enfado y la misma ausencia de argumentos, muchos ciudadanos de a
pie podrían haber espetado la misma frase. Y habrían revelado idéntico embrollo
conceptual respecto del objeto de su rechazo.
Aunque ya desde
las aulas, por no mencionar la tarea política o los canales informativos, se
suele hacer muy poco por recordarlo y explicarlo, Estado y Gobierno no son lo
mismo. Pero aun así prevalece una y otra vez la tentación de convertirlos en
sinónimos. En la colectividad humana llamada país o nación (que tampoco son
sinónimos) el Estado es permanente y los gobiernos son transitorios, aunque
algunos se sueñen eternos. Estado es el nombre de un contrato social por el
cual una comunidad se compromete a perpetuarse, convivir y proveer a sus
miembros condiciones justas para que cada uno desarrolle sus potencialidades y
proyectos de vida respetando el bien común. Sin ese contrato se malentiende la
libertad, cada quien se dedica a imponer lo suyo a expensas de los demás y
prevalece, con costos altos y trágicos, la ley del más fuerte hasta que, en su
soledad final, incluso el más fuerte sucumbe.
Las instituciones
del Estado, a través de las cuales este garantiza educación, salud, seguridad,
justicia, normas de convivencia y un entorno de dignidad, no son abstracciones.
Necesitan de quien las gestione. Ese es el gobierno. Sin las personas reales
que son elegidas para conducirlo, el Estado resulta apenas una idea, un
propósito que no encarna. Como todos los miembros de una comunidad no pueden
gobernar al mismo tiempo, se elige a un grupo de ellos para que lo haga, en
representación del colectivo y supeditado a él. Otro malentendido consiste en
confundir mandatario con mandante. El mandante subordina al resto. El
mandatario, en cambio, es un subordinado y debe dar cuenta de lo cumplido o
incumplido. Antes que jefe es empleado.
Los gobernantes
suelen confundir Estado con pertenencia personal y usan a la institución en
beneficio propio o de su grupo. Los gobernados, a su vez, convierten su
indignación por un mal gobierno en furia contra el Estado. Esta confusión es
tan repetida como grave. Deriva en el serial incumplimiento de leyes, la
transgresión de normas como modo de vida, la evasión impositiva, la depredación
del espacio público, la destrucción de bienes comunes. En la creencia de que
están castigando al gobierno de turno, los ciudadanos terminan por dañar así al
Estado y por perjudicarse a sí mismos. El perro se muerde la cola creyendo que
es de otro.
La corrupción, el
autoritarismo, la imposición a menudo inmoral de intereses corporativos, entre
otras causas, generaron en la segunda mitad del siglo XX, y en lo que va de
este, lo que John Gray, filósofo político y acérrimo crítico del capitalismo,
del comunismo y de otros fundamentalismos, señala en Contra el progreso y otras ilusiones, como un derrumbe generalizado
del Estado en todo el mundo. “El resultado es que miles de millones de personas
carecen de condiciones de vida dignas”, apunta Gray. Y sostiene, contra los
dogmas de cierto liberalismo mal masticado y peor digerido, que no se trata de
eliminar el Estado o reducirlo a una ridícula expresión, sino de devolverle su
esencia, su función y su misión en la vida de las sociedades.
Se le puede
perder el respeto a un gobierno que incumplió sus mandatos, que traicionó y
humilló a sus mandantes, que degradó los lazos y los cimientos comunitarios y
que no honró sus compromisos. Pero perderle el respeto al Estado suena a
berrinche infantil y a una peligrosa invocación de la anomia, del anarquismo
más destructivo y del tribalismo más primitivo y depredador.
Esta confusión es permanente y en muchos casos es ignorancia. Tuve una profesora de Educación Democrática - si, existía eso - y lo primero que nos dijo fue: "Recuerden esto: el gobierno es el gobierno; el Estado somos todos." Un abrazo.
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