La verdad
desaparecida
Por Sergio Sinay
Cuando los relatos y la intolerancia remplazan a la discusión, la verdad parte hacia el exilio, como ocurre
ahora con el tema de los desaparecidos.
¿Finalmente
cuántos desaparecidos hubo durante los años siniestros de la dictadura? Por
decir que no fueron 30 mil el Ministro de Cultura de la Ciudad Autónoma de
Buenos Aires podría perder su puesto (si estuviéramos algunas décadas o un par
de siglos atrás acaso hubiera perdido la cabeza). Así lo exige un grupo de
artistas e intelectuales para quienes la persona que osó discutir aquella cifra
no merece conservar su trabajo. Curiosa actitud autoritaria de quienes dicen
honrar a las víctimas de un régimen sangrientamente autoritario. Retomemos la
palabra “discutir”. Hasta donde es posible entender, Darío Lopérfido (un hombre
de notable habilidad para renacer de sus cenizas políticas y reubicarse bajo
cualquier paraguas cercano al poder) propuso discutir una cifra que incluso personalidades
intachables, como la señora Graciela Fernández Meijide, no han dado por
probada. Pero no negó que hubiera desaparecidos ni que haya existido la
dictadura (lo que habría sido imperdonable).
Discutir,
confrontar argumentos, escuchar las ideas y testimonios del otro sigue siendo
en la Argentina una práctica utópica más allá del tema que se trate y a pesar
de las trágicas, dolorosas e irreversibles consecuencias que esto viene
provocando desde hace décadas en la vida de nuestra sociedad. Se instalan los
relatos y no queda lugar para explorar la realidad. En El arte de pensar, el ensayista suizo Rolf Dobelli (fundador de
Zurich Minds, una comunidad que incluye a científicos, intelectuales y
pensadores de diversas áreas) estudia los sesgos cognitivos, atajos de la mente
que distorsionan la lógica y conducen a conductas erróneas. Uno de ellos es el
que llama “Sesgo del relato” que, en el caso de la historia, induce a meter los
datos a presión en un relato inobjetable y previamente construido. Se supone
que gracias a eso “entendemos” todo y podemos explicarlo, y no hay nada que
discutir ni se permite hacerlo. “Los relatos tergiversan y simplifican la
realidad, dice Dobelli, apartan todo lo que no encaja bien”. Entonces sucede lo
que advertía otro suizo, el gran novelista Max Frisch (1911-1991), autor de
obras notables como Homo Faber o No soy Stiller: “Nos probamos historias
como quienes se prueban prendas de vestir”. Solo que en la Argentina
contemporánea no se trata de prendas de vestir sino de modos de vivir, de
vincularse, de asumir y expresar valores.
¿Merecen los
desaparecidos que se los reivindique por su número? ¿Será más horrible el
crimen si es mayor el número de víctimas? ¿No bastaba con un solo desaparecido
para que fuera imperdonable? ¿El nazismo hubiera sido menos espantoso si en
lugar de 6 millones de judíos hubieran perecido 3 millones, y algo similar
hubiese ocurrido con otras minorías, como los gitanos, los homosexuales, los
enfermos? ¿Pone un gramo de justicia en la cuestión el hecho de despedir a Lopérfido
(quien no me despierta simpatías desde que integraba la generación de “militantes
sushi”, ese aporte del radicalismo al muestrario de jóvenes holgazanes que usufructúan
el poder a la sombra de sus mayores, como ocurre con gobiernos de todos los
signos)? Quizás su estimación sea un error grosero. Quizás no. Habría que
discutirlo, aportar pruebas de un lado y otro. Investigar de buena fe. Tomar el
tiempo necesario.
Pareciera
que no es de los desaparecidos de lo que se trata, sino de saldar alguna cuenta
más reciente, alguna derrota electoral que no se termina de aceptar. Desde cierto
“correctismo” político (una manera de eludir debates y relativizar todo) se
dice que “no era el momento” para que Lopérfido dijera lo que dijo. ¿Cuál sería
el momento para que la sociedad argentina empiece a revisar sus temas
pendientes, a dejar de lado sus relatos, a cambiar autoritarismo e intolerancia
por debate? ¿Cuál será el momento en que el disenso no se resuelva eliminando
al otro, ya sea haciéndolo desaparecer física o simbólicamente? El momento es
cuando las cosas ocurren. Lo contrario es postergarlas hasta que (con o sin
calzador) quepan en el relato. Y la verdad siga desterrada. O desaparecida.
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