lunes, 29 de febrero de 2016

La verdad desaparecida
Por Sergio Sinay

Cuando los relatos y la intolerancia remplazan a la discusión, la verdad parte hacia el exilio, como ocurre
 ahora con el tema de los desaparecidos.



¿Finalmente cuántos desaparecidos hubo durante los años siniestros de la dictadura? Por decir que no fueron 30 mil el Ministro de Cultura de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires podría perder su puesto (si estuviéramos algunas décadas o un par de siglos atrás acaso hubiera perdido la cabeza). Así lo exige un grupo de artistas e intelectuales para quienes la persona que osó discutir aquella cifra no merece conservar su trabajo. Curiosa actitud autoritaria de quienes dicen honrar a las víctimas de un régimen sangrientamente autoritario. Retomemos la palabra “discutir”. Hasta donde es posible entender, Darío Lopérfido (un hombre de notable habilidad para renacer de sus cenizas políticas y reubicarse bajo cualquier paraguas cercano al poder) propuso discutir una cifra que incluso personalidades intachables, como la señora Graciela Fernández Meijide, no han dado por probada. Pero no negó que hubiera desaparecidos ni que haya existido la dictadura (lo que habría sido imperdonable).     
         Discutir, confrontar argumentos, escuchar las ideas y testimonios del otro sigue siendo en la Argentina una práctica utópica más allá del tema que se trate y a pesar de las trágicas, dolorosas e irreversibles consecuencias que esto viene provocando desde hace décadas en la vida de nuestra sociedad. Se instalan los relatos y no queda lugar para explorar la realidad. En El arte de pensar, el ensayista suizo Rolf Dobelli (fundador de Zurich Minds, una comunidad que incluye a científicos, intelectuales y pensadores de diversas áreas) estudia los sesgos cognitivos, atajos de la mente que distorsionan la lógica y conducen a conductas erróneas. Uno de ellos es el que llama “Sesgo del relato” que, en el caso de la historia, induce a meter los datos a presión en un relato inobjetable y previamente construido. Se supone que gracias a eso “entendemos” todo y podemos explicarlo, y no hay nada que discutir ni se permite hacerlo. “Los relatos tergiversan y simplifican la realidad, dice Dobelli, apartan todo lo que no encaja bien”. Entonces sucede lo que advertía otro suizo, el gran novelista Max Frisch (1911-1991), autor de obras notables como Homo Faber o No soy Stiller: “Nos probamos historias como quienes se prueban prendas de vestir”. Solo que en la Argentina contemporánea no se trata de prendas de vestir sino de modos de vivir, de vincularse, de asumir y expresar valores.     
     ¿Merecen los desaparecidos que se los reivindique por su número? ¿Será más horrible el crimen si es mayor el número de víctimas? ¿No bastaba con un solo desaparecido para que fuera imperdonable? ¿El nazismo hubiera sido menos espantoso si en lugar de 6 millones de judíos hubieran perecido 3 millones, y algo similar hubiese ocurrido con otras minorías, como los gitanos, los homosexuales, los enfermos? ¿Pone un gramo de justicia en la cuestión el hecho de despedir a Lopérfido (quien no me despierta simpatías desde que integraba la generación de “militantes sushi”, ese aporte del radicalismo al muestrario de jóvenes holgazanes que usufructúan el poder a la sombra de sus mayores, como ocurre con gobiernos de todos los signos)? Quizás su estimación sea un error grosero. Quizás no. Habría que discutirlo, aportar pruebas de un lado y otro. Investigar de buena fe. Tomar el tiempo necesario.
     Pareciera que no es de los desaparecidos de lo que se trata, sino de saldar alguna cuenta más reciente, alguna derrota electoral que no se termina de aceptar. Desde cierto “correctismo” político (una manera de eludir debates y relativizar todo) se dice que “no era el momento” para que Lopérfido dijera lo que dijo. ¿Cuál sería el momento para que la sociedad argentina empiece a revisar sus temas pendientes, a dejar de lado sus relatos, a cambiar autoritarismo e intolerancia por debate? ¿Cuál será el momento en que el disenso no se resuelva eliminando al otro, ya sea haciéndolo desaparecer física o simbólicamente? El momento es cuando las cosas ocurren. Lo contrario es postergarlas hasta que (con o sin calzador) quepan en el relato. Y la verdad siga desterrada. O desaparecida.

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