lunes, 18 de abril de 2016

MUERTES ANUNCIADAS Y HORRORES SOBREACTUADOS

por Sergio Sinay




¿Cuánto tiempo pasará antes de que el episodio de los jóvenes (no son “chicos”, sino jóvenes adultos) muertos por sobredosis en la fiesta electrónica de Costa Salguero, sea desplazado de la atención pública por una nueva tragedia juvenil, como, por ejemplo, muerte de un grupo de adolescentes alcoholizados en una ruta, enfrentamiento de grupos juveniles con final sangriento, o cosas por el estilo? ¿Cuánto tiempo más la “opinión pública” seguirá haciéndose la sorprendida y horrorizada, como si esto fuera algo inusual, una fatalidad, una catástrofe natural inesperada? ¿Hasta cuándo seguirá la epidemia fatídica de deserción, irresponsabilidad y cobardía paternas y maternas en la función indelegable de criar, educar y orientar existencialmente a sus hijos? ¿Hasta cuándo seguirá impune ese impúdico e inmoral empresariado de la noche que lucra con orgías mortales sin importar los medios? ¿Hasta cuándo la imperdonable desidia de funcionarios corruptibles y corruptos y de un Estado ausente, indiferente y cómplice por acción o por omisión?
Esta generación de adolescentes eternos, inmaduros emocional y psíquicamente, que tienen como único objetivo de vida “divertirse”, “la buena onda”, el “pum para arriba”, “la previa”, “ la fiestita” y otras versiones de la nada y el vacío, no nació de repollos. Son el espejo cruel y dramático del mundo de adultos que los rodea, los apaña, los estimula, los celebra y les propone o facilita (nuevamente, por acción o por omisión) modelos de vida o de vínculos en los que la norma, los límites, los valores y el propósito no existen. ¿Cuánto durará, entonces, el sobreactuado horror público por el episodio perfectamente previsible de Costa Salguero?  Solo hasta el próximo capítulo. O hasta que los medios guíen la atención hacia el nuevo romance de algún gobernador con alguna figura de la farándula, o hacia la nueva “polémica” por algún tema que distraiga y permita seguir fumando, haciendo la plancha y mirando hacia otro lado.

lunes, 11 de abril de 2016

Psicópatas al natural
Por Sergio Sinay

Cuando latrocinio y psicopatía se funden en el poder, los costos para la sociedad y la convivencia son devastadores. Lo estamos comprobando una vez más.




En enero de 2009 la revista venezolana Zeta publicó una entrevista de la periodista Laura Di Marco al psiquiatra Hugo Marietan (ambos argentinos). Marietan es una reconocida autoridad en el estudio de la psicopatía. En esa entrevista decía: “Los políticos de fuste generalmente son psicópatas, por una sencilla razón: el psicópata ama el poder. Usa a las personas para obtener más y más poder, y las transforma en cosas para su propio beneficio. Esto no quiere decir, desde luego, que todos los políticos o todos los líderes sean psicópatas, ni mucho menos, pero sí que el poder es un ámbito donde ellos se mueven como pez en el agua".  El psiquiatra agregaba que “el psicópata siempre trabaja para sí mismo, aunque en su discurso diga todo lo contrario”. Desconoce la empatía, es incapaz de ponerse en el lugar del otro. Todo tiene que estar a su servicio, y eso incluye “personas, dinero, la famosa caja, para comprar voluntades”.
Este diagnóstico de Marietan armoniza con la visión del psiquiatra canadiense Robert Hare, célebre especialista en el tema y creador del test PCLR, usado internacionalmente en la clínica, la justicia e incluso la policía para detectar la personalidad psicopática. En una conversación con José Manuel Nieves, del diario madrileño ABC, publicada el 19 de marzo de 2007, Hare señalaba que los psicópatas alcanzan al 1% de la población mundial y que están mayoritariamente enquistados en la política, en los negocios y, desde ya, en el crimen organizado. “Docenas de políticos de alto nivel deberían claramente estar en la cárcel”, afirmaba Hare. Según su descripción, los psicópatas saben controlar a los demás, tienen carisma y suelen convertirse en líderes. Agregaba un aspecto significativo: “Te van a engañar y a chupar la esencia, pero resultan atractivos, aún a costa de ese precio tan alto. Al final, cuando ya no les sirves, te dejan. Los psicópatas son esponjas emocionales y absorben todo lo que tengamos”.
Acaso esta última sea la razón por la que suelen captar voluntades, incluso de personas que se suponen lúcidas e informadas. “Una característica del psicópata, advertía al respecto Marietán, es la manipulación que hace de la gente. Alrededor del dirigente psicópata se mueven obsecuentes, gente que, bajo su efecto persuasivo, es capaz de hacer cosas que de otro modo no haría. Es gente subyugada, e incluso puede ser de alto nivel intelectual”.
A la luz de los últimos episodios judiciales y policiales, la mirada de Marietán y la de Hare permitirían confirmar que la última década no fue “ganada”. Fue, quizás como nunca, la década de los psicópatas en el gobierno. Ahora desfilan por los tribunales y empiezan a alojarse en celdas. Habían constituido una vasta asociación ilícita dedicada a saquear el erario público y los bienes comunes de la sociedad argentina mientras declamaban consignas vacías sobre derechos, soberanía y otros temas que desvirtuaron y degradaron. La psicopatía se extendió como una mancha desde el nivel más alto hasta el zócalo. La creencia de que eran impunes los hizo torpes. Sabemos quiénes son. No lo sabe quien no quiere o quien (aun a pesar de su supuesto nivel intelectual) fue subyugado, como dice Marietan. “Sus banderas pueden ser la apelación al hombre nuevo, el proyecto nacional, la liberación, la raza superior, la Nación, la patria. El psicópata siempre necesita buscar un enemigo, para aglutinar”, señala este especialista. Y la realidad lo confirma.
También es importante saber que nunca estaremos a salvo de los psicópatas, y menos en el poder. Según Hare, lleva tiempo identificarlos, no hay patrones fijos, como, por ejemplo, con la esquizofrenia. Tampoco tienen cura. Jamás reconocen que son psicópatas. Necesitan que haya crisis o situaciones extremas en las cuales aparecer como salvadores. En la calma no tienen lugar.
Los antídotos posibles frente a estos individuos son la información, la atención, el pensamiento crítico, la autonomía intelectual. Una sociedad puede defenderse de ellos a través de la normalidad, no de la excepción. Pensando y mirando antes de elegir. Reflexionando, aprendiendo de sus experiencias. “Están en todas partes, viven entre nosotros y tienen formas mucho más sutiles de hacer daño que las meramente físicas”, apunta Hare. “La sociedad no los ve, o no quiere verlos, y consiente”.

No verlos o consentir tiene costos muy altos. Los hemos pagado. Los seguimos pagando. Razón suficiente para no dejar de estar atentos. El poder los atrae, de manera que, ante cualquier gobierno, la vigilia debe ser permanente.

miércoles, 30 de marzo de 2016

Lo que no tiene perdón

Por Sergio Sinay

En nuestra sociedad la vida perdió su valor y vivimos entre asesinos en potencia, ajenos a toda conciencia moral



Perdonar no es una obligación. Hay hechos imperdonables. ¿Cuál sería el valor del perdón si fuera obligatorio? ¿No resultaría una ventaja para el ofensor? Lastimo, hiero, ofendo y a continuación pido perdón. Si no se me concede paso a considerarme ofendido. Negocio redondo. La obligación de conceder perdón es un pasaje directo a la impunidad. ¿Puede haber mejor noticia para un violador, un asesino, un abusador, un pedófilo o un corrupto que la imposición del perdón?
Para el herido, el ofendido, el maltratado, el abusado, el perdón es una opción. Pero para el ofensor es una obligación. Una obligación moral. Y más cuando la herida está a la vista, es inocultable, sangra a los ojos de todos. Negar la existencia de esa herida, negar el dolor del otro, negarse a reconocer el daño cometido no sólo es inmoral. Y una suprema muestra de irresponsabilidad. Puede ser también un rasgo psicopático (el psicópata no distingue el bien del mal y no registra el dolor ajeno).
El miércoles 30 de marzo, Silvio Guillermo Martinero, un abogado y militar retirado, asesinó de un tiro en pleno centro de Buenos Aires al cerrajero Daniel Fernando De Negris, un hombre que como tantos caminaba por la calle Maipú mientras ejercía su oficio. El asesino adujo como excusa la “defensa propia”. Dos motochorros, dijo, le habían intentado robar una mochila con dólares. El cerrajero no era un motochorro, sino un transeúnte más entre los cientos que a las 9 de la mañana transitan por el lugar. Martinero llevaba una pistola Glock 9 mm. Quien porta un arma de ese calibre sabe lo que hace, sabe que puede matar, se prepara para ello. Las armas no están hechas para acariciar. El asesino tiró a matar. Se equivocó de blanco, mostró su torpeza, su falta de puntería, su irresponsabilidad, su desprecio por la vida de los otros, los que no tenían nada que ver. Pero confirmó la eficacia del arma. Que, además, portaba con un permiso que, según fuentes de la investigación confiaron a la prensa, había vencido en 2012. Así como estaba dispuesto a matar debía saber que, si se daba el caso, lo haría fuera de la ley.
De Negris tenía 55 años y una hija de 11, ahora huérfana. Según sus vecinos de Berazategui era un buen hombre, servicial, colaborador. Resulta siempre doloroso que muera uno de los buenos, sobre todo cuando es silencioso y casi anónimo.  Pero incluso podría no haberlo sido y el crimen no resultaría menos aberrante ni menos imperdonable.
Sin embargo, un día después del asesinato la mujer de Martinero afirmaba que no pediría perdón a la familia destruida de la víctima. “Fue un hecho fortuito”, adujo. Fortuito es que un rayo mate a una persona, que un tsunami arrase con la vida de miles en una playa, que se desprenda la rueda de un vehículo en marcha e impacte en una persona. Pero que alguien lleve una poderosa Glock 9 mm encima en plena ciudad sin estar en servicio en ninguna fuerza de seguridad, es imprudente, es irresponsable y, llegado el momento, puede ser, como lo fue, criminal.  Y no pedir perdón por la consecuencia trágica de esa acción es un acto inmoral.
La terapeuta y escritora vienesa Elisabeth Lukas (discípula dilecta de Víktor Frankl) sostiene en su trabajo Felicidad en la familia: “Lo más difícil es perdonar cuando el otro no muestra arrepentimiento o prosigue comportándose de manera ofensiva”. Es ofensivo negarse a pedir perdón cuando se ha segado una vida de una manera inadmisible e intemperante. Y aun si se lo hubiera pedido, es posible imaginar la dificultad de la familia De Negris para perdonar. Una dificultad entendible. “Perdonar no es olvidar, dice Lukas, porque entonces no se sabría qué se perdonó”. Sólo se puede perdonar (aun no siendo obligatorio) cuando se comprenden los abismos del alma humana, agrega la autora. Aunque, a la luz de los hechos, hay abismos incomprensibles.

La actitud del asesino y la indiferencia posterior de su mujer no son, sin embargo, más que síntomas. Estremecerán durante unos días, después los ecos se apagarán y, con buenas influencias, hasta es posible que todo termine en una condena leve. No sería la primera vez. Y confirmaría el grado de enfermedad de una sociedad en donde la vida no vale nada y casi uno de cada diez habitantes (hay 3,4 millones de armas en negro, según la Red Argentina para el Desarme) es un asesino potencial que solo espera su oportunidad.

martes, 22 de marzo de 2016

Asuntos legales vs. asuntos morales
Por Sergio Sinay

Las leyes ofrecen fisuras y resquicios gracias a los cuales algunos robos pueden no parecerlo. Por eso  lo moral es más importante que lo legal.



Tras haberse quedado con 8 mil millones de pesos del erario público (es decir, dinero que tras salir del bolsillo de los ciudadanos no llegó a escuelas, hospitales, rutas, seguridad y otras áreas en las que se concentran las necesidades comunes de la sociedad), tanto el empresario Cristóbal López como su socio Fabián De Sousa, arguyeron que no había nada ilegal en su acto. Ricardo Echegaray, con cuya complicidad en la AFIP pudieron hacer lo que hicieron, insistió en el tema de la presunta legalidad. Fuera de tecnicismos jurídicos, el Diccionario Panhispánico de Dudas de la Real Academia define con la palabra robar al acto de “tomar para sí algo ajeno sin conformidad del dueño”. Y en su imprescindible Diccionario de Uso del Español, la filóloga y lexicóloga María Moliner (1900-1981) propone como primera acepción de la palabra robar, lo siguiente: “Quitar una cosa de valor considerable a su dueño con violencia o engaño, lo que constituye un delito”.
Abogados bien pagos y especializados en encontrar fisuras, sofismas y filtraciones por donde las leyes puedan ser sorteadas se encargarán posiblemente de defenderlos y  argumentar que quienes se quedaron con lo que pertenecía al bien común actuaron “legalmente”. Pero una cosa es lo legal, que tiene que ver con la letra fría, siempre falible e incompleta de la ley, y otra cosa es lo legítimo. Muchas, demasiadas, cosas son legales y no son legítimas. La legitimidad remite a lo moral, y lo legal no siempre es moral.
Desde los primeros filósofos griegos en adelante la moral ha sido tema de estudio, discusión y análisis en la filosofía, en el derecho, en la literatura, en la teología y, aunque los ciudadanos de a pie no tomen conciencia de ello, en diversas circunstancias de lo cotidiano. La pregunta esencial de la moral es sencilla: ¿cómo debemos actuar? La respuesta parece no serlo. ¿Actuar para qué?, se repregunta de inmediato. Immanuel Kant, que dedicó su vida y obra al tema, ponía a la razón como herramienta esencial de la moral (al razonar, los humanos no tenemos excusa ni podemos fingir ignorancia) y proponía lo que llamó imperativo categórico: “Actúa de tal modo que tus acciones puedan convertirse en ley universal”. Robá si aceptás que todos roben. Matá si aceptás que todos maten. Mentí si aceptás que todos mientan. De lo contrario, abstente. Y siempre, agregaría un existencialista, hacete cargo de las consecuencias de tus actos.
¿Qué pensarán de esto los señores López, De Sousa, Echegaray (podríamos agregar Bodou, Jaime y seguir la línea hasta el pináculo de la pirámide)? Ocupados en lo que suelen ocuparse, quizás estas lucubraciones estén muy lejos de su entendimiento. Mientras tanto, el activo y estimulante filósofo inglés Anthony C. Grayling (entre muchas otras cosas, presidente de la British Humanistic Association) propone en su libro “¿Qué es lo bueno?”, la siguiente respuesta a esa pregunta fundacional de la moral: “Lo bueno es la mejor vida humana en un mundo humano, vivida humanamente”.
Parece sencillo. Pero es complejo. Los llamados valores morales apuntan a garantizar esa vida. Y, como señala Adela Cortina (primera mujer en ocupar un sillón en Real Academia Española de Filosofía), las ficciones morales útiles ayudan a ordenar un mundo caótico en el que la injusticia y la desigualdad son evidencias permanentes e innegables. ¿Por qué ficciones? Porque nos brindan una trama, un horizonte, algo en que creer, herramientas para luchar por “la victoria de la justicia, la reivindicación del héroe y la eficacia de la lógica”. Así lo dice en su ensayo “Ética sin moral”.

El título del libro de Cortina permite un oportuno señalamiento. Mientras la moral nos dice a todos qué es lo bueno (considerado como medio para la convivencia verdaderamente humana), la ética de cada persona muestra cómo elige actuar, al margen de si lo hace en línea con lo bueno o no. También las acciones de muchos jueces deslindan ética de moral. En definitiva, hay éticas que no son morales. Y hay operaciones que, aun cuando encuentren un ropaje legal, tampoco lo son. Quedarse con lo que es de todos desentendiéndose del daño causado a otros nunca puede ser moral. Y avalarlo y defenderlo, mucho menos.

martes, 8 de marzo de 2016

Una hermosa sensación

Por Sergio Sinay

Una novela que honra a sus personajes, a una ciudad y a la literatura




Se podría definir rápidamente a Turquía con un lugar común: país fascinante y complejo. Y, se podía agregar, lejano. Pero deja de ser esto último cuando se ha estado allí. Después de la experiencia, queda cercana y presente. Es la puerta que une dos mundos dentro del mundo, Oriente y Occidente. Es refinada y salvaje. Es milenaria y moderna. Guarda memoria de toda la historia de la civilización y expresa de un modo a veces brutal las contradicciones más trágicas, la intolerancia más aguda del tiempo presente. En ese territorio extenso y variado la Naturaleza despliega una belleza insospechada, de formas inesperadas (como en Capadocia) y también la implacable crueldad del invierno y del verano en los desiertos y en las montañas. Es una cultura con expresiones refinadas en la literatura, en las artes, en la música, en el pensamiento, y son comportamientos atávicos, previos a toda noción de ley. Es una experiencia inagotable, misteriosa, por momentos apabullante.
Estambul, con 14 millones de habitantes, resulta una síntesis viviente y vibrante de todo eso. Con un pie a cada lado del Bósforo (uno en Oriente el otro en Occidente) esta ciudad cosmopolita y moderna, al mismo tiempo que provinciana y detenida en el tiempo (ambas cosas impresionan con fuerza al recorrerla) es acaso la más grande de Europa y contiene todas las tensiones y la energía alimentadas por la historia y por el presente del país. Un país regido hoy por un gobierno autoritario que mira hacia lo más oscuro del pasado mientras en su vientre pujan por nacer sueños, proyectos y fuerzas que buscan la libertad, la convivencia, las posibilidades luminosas de la razón. Estambul fue capital del Imperio Romano de Oriente (amada por el emperador Constantino El Grande, que le legó su nombre, Constantinopla, hasta su caída, en 1453, que marcó el final de la Edad Media), fue capital del Imperio Bizantino y del Imperio Otomano, cuyo ocaso dio lugar al nacimiento de la República, fundada por Kemal Ataturk en 1923. Toda esa historia está presente en palacios, tumbas, mezquitas de arquitectura refinada, siempre imponentes, como la historia que narran.

Volver a narrar
Orhan Pamuk
Y junto a esa hay otras historias. Las de los seres anónimos, pequeños, cotidianos, sufrientes, soñadores, empecinados que labraron sus vidas en Estambul al ritmo de los espasmos, los partos, las transformaciones a veces brutales de la ciudad, y también de su resistencia al avance a veces depredador de una modernidad en muchos casos empujada por ambiciosos, manipuladores, corruptos (como suele ocurrir con el crecimiento de las ciudades en la era del capital). Orhan Pamuk, nacido en 1956 en Estambul, Premio Nobel de Literatura 2006, se ubica junto a esas vidas, las acompaña desde las vísceras, y narra desde ellas las transformaciones (y también las permanencias) de Estambul desde los años 60 del siglo pasado hasta hoy. Toma como nave insignia para esa navegación a Mevlut Karatas que llega de niño a la megalópolis acompañando a su padre, quien busca un horizonte más luminoso que el que le ofrecía su pequeña aldea de Anatolia. La parábola existencial de Mevlut, desde ese final de la infancia hasta su actual madurez sesentona, es la médula de una novela inolvidable, de esas que echan raíces en la memoria y el corazón de sus lectores, de esas que se agradecen para siempre y enaltecen el arte de narrar. Su título es Una sensación extraña.
Esta es la obra de un humanista con todas las letras. En una época en la cual la posmodernidad manda a no comprometerse, a no tomar partido por ninguna verdad, a relativizarlo todo, incluyendo valores y moral, a escaparle a la prueba más difícil y decisiva para cualquier escritor (la de ser capaz de narrar una historia desde la A hasta la Z sin desertar en el camino en nombre de caprichosas experimentaciones), Pamuk se juega. Él está de parte de sus personajes (en primer lugar de Mevlut), les da vida, espacio y voz a todos. De hecho les cede por momentos el lugar del narrador omnisciente para que sean ellos, en primera persona, quienes aporten su punto de vista y sus razones. Los ama y no teme demostrarlo. Está de su lado cuando los acometen las oscuras piruetas del destino o las perversas manipulaciones humanas. Homenajea a sus criaturas y, a través de sus peripecias, a la literatura de siempre, aquella que hizo decir a Elie Wiesel (escritor rumano sobreviviente de los campos de concentración y Premio Nobel de la Paz en 1986) que “Dios creó a los hombres porque le gustan los cuentos”. Si Dios, o quien fuere, necesita quien lo emocione, lo cautive, lo conmueva, lo comprometa, con historias poderosas, verosímiles, apasionantes, Pamuk, con esta novela, es el candidato ideal.

Escribir en el mundo
El Nobel turco ha sido (y es) perseguido por el gobierno de Recep Erdogan, un lobo que se vistió en su momento de cordero progresista para empujar después paulatinamente a su país hacia las cavernas de un pasado oscuro, denigrando a las mujeres y a los librepensadores, a los defensores de la República y a las etnias que se resistieran a su proyecto de poder. Pamuk, entonces, no escribe desde una torre de marfil, aislado del mundo, sino en las entrañas palpitantes de la sociedad en la que vive y de la ciudad que ama y de la que conoce hasta sus últimos intersticios. Toma partido político, intelectual y literario, pero no permite jamás que esa actitud aplaste a sus personajes ni a sus historias. Ellos son sagrados.

Una extraña sensación es una novela para los que aman las novelas, los que aman las palabras, los que aman los avatares de este mundo (los dolorosos y los gozosos), los que aman conocer lugares y personas (nunca se conoce tanto como cuando se lee). Una novela reconfortante para quienes aman leer. Y una novela ideal para iniciar en la lectura a quienes aún no se han iniciado en esta maravillosa experiencia humana. La sensación que deja no es extraña: es de agradecimiento.

viernes, 4 de marzo de 2016

La tragedia y sus autores

por Sergio Sinay

(Prólogo a la nueva edición corregida y aumentada del libro La sociedad de los hijos huérfanos, de reciente aparición)


 Tres chicos de entre 12 y 14 años murieron en accidentes de cuatriciclos en el mes que fue de mediados de diciembre de 2015 a mediados de enero de 2016. Uno de ellos en Hualfin (Catamarca), otro en Tres Lomas (Buenos Aires) y el restante, y más difundido por los medios, en el balneario de Cariló. No fueron casos excepcionales, sino apenas la repetición de una tragedia que se cumple en cada verano. Desde que Esquilo, Sófocles y Eurípides, grandes autores griegos, perfeccionaran los mecanismos de este género (en los siglos IV y V antes de Cristo), sabemos que la tragedia se refiere a mecanismos que los dioses ponen en marcha, generalmente como castigo a los excesos de los humanos, y que esos mecanismos marcharán hacia un terrible final sin que nadie pueda detenerlo. Al contrario, cada acción de los protagonistas durante la trama conduce inexorablemente a ese final.
Cuando los padres abandonan sus funciones de liderazgo, cuando dejan de poner norte y propósito a la crianza de sus hijos, cuando pretenden tercerizar sus funciones procurando que las asuman el colegio, los gobernantes, Internet, la televisión, las niñeras, los psicólogos, cuando se desentienden de sus responsabilidades, cuando aspiran a  convertirse en pares (falsos amigos) de sus hijos, cuando transforman las relaciones con ellos en simples transacciones comerciales (“Te compro esto o lo otro a cambio de tu cariño, o de que te portes bien o de que no te lleves materias”), cuando esas y otras conductas parentales se naturalizan y se convierten en norma, se desencadenan en la vida real (y no ya en los escenarios en que se representan Edipo, Antígona, Medea o incluso las grandes e inmortales obras de Shakespeare, como Macbeth o Hamlet) los mecanismos de la tragedia.
Las muertes que cada año sufren o provocan los chicos en cuatriciclos son perfectas tragedias. Como lo es la epidemia de comas alcohólicos que cada fin de semana se registra en clínicas y hospitales, de los cuales dan cuenta los médicos de guardia, resultado previsible de las “previas” que la publicidad de los vendedores de alcohol alientan bajo eufemismos como “encuentro” u otros parecidos. Frente a esa “moda” y frente al dogma de que no hay diversión si no hay alcohol, una mayoría de padres muestra indolencia, pasividad, desidia y hasta un temor pusilánime a intervenir y poner normas y límites. En el mejor de los casos esta actitud puede llamarse irresponsable y en el peor criminal (porque acaso le quepa la figura de abandono de persona).
Los mecanismos de la tragedia aletean también en la violencia escolar, en las muertes de chicos que conducen alcoholizados los autos que sus padres les prestan o les regalan sin condiciones (estas catástrofes aumentan año a año y son noticia rutinaria los fines semana en todo el país); hay tragedia, además, en la dramática dimensión que alcanza la drogadicción juvenil (ante padres que insisten en no ver o  en decir imperdonablemente que eso les ocurre a otros chicos pero no a los propios). Y aunque no lo parezca, los ingredientes de la tragedia se cuecen incluso en el voraz consumismo infantil, fogoneado por un marketing que carece de escrúpulos éticos (aunque se llene la boca con excusas en las que aparecen palabras como “motivación”, “aspiración”, “tendencias”, etc.) y cuenta con la complicidad de padres a quienes no les cabe la justificación de la ingenuidad.

El peor mensaje
Son todas tragedias, porque desde el comienzo se sabe cómo será el final y porque ese final nunca es, ni puede ser, feliz. Además tiene un nombre: hijos huérfanos.  Ellos son las víctimas. Hijos que sufren la peor de las orfandades, aquella que se padece cuando los padres están vivos pero ausentes de sus funciones. Hijos dejados a la deriva, sin límites, con mensajes confusos acerca de las coordenadas para guiarse en la vida, sin liderazgo moral, sin una educación en valores que sea provista por los padres desde sus propias actitudes. Un chico que maneja un cuatriciclo a una edad en que no puede hacerlo, en un lugar en el que no puede hacerlo y carente de toda protección (la más elemental, un casco) es un chico al cual el padre que le proveyó ese cuatriciclo le transmitió un mensaje claro: las leyes están para violarlas, todo se puede (sólo basta con desearlo), la vida de aquellos a quienes puedas dañar no vale nada (los otros no importan) y la tuya tampoco. Vivir no es encontrar un sentido y dejar el mundo un poco mejor de cómo lo encontraste, dice ese mensaje. Vivir es simplemente pasarla bien y no importa cómo.
La primera edición de este libro (varias veces reeditado luego) es del año 2007. Lo escribí en aquel momento guiado por una profunda preocupación y, lo confieso, por una acentuada indignación provocadas por el panorama de desolación, riesgos y desamparo en el que veía transitar sus infancias y adolescencias a la mayoría de los niños y adolescentes de esta sociedad. Una sociedad de hijos huérfanos, independientemente de su ubicación en el espectro social y económico. Este no es un problema de chicos pobres (aunque la pobreza aporta sus ingredientes) ni de chicos ricos (aunque la riqueza aporta también sus ingredientes). No es un problema de chicos cuyos padres trabajan mucho (esa no es excusa), o son demasiado jóvenes y “no saben” (esta otra excusa no es válida a partir de que se tienen hijos). Es un problema de chicos nacidos y criados en una cultura que en todas sus capas sociales es hoy individualista, hedonista, donde cada quien (aun cuando la paternidad o la maternidad le recuerden que es responsable de otras vidas) está sumergido en el ejercicio egoísta de pasarla bien, de usar al otro o descartarlo, de transar económica, afectiva o sexualmente.
Desde aquella primera edición (que para mi sorpresa y esperanza fue el inicio de una fecunda vida para el libro, que interesó y movilizó a muchas más personas de las que hubiera imaginado), las cosas no cambiaron demasiado. Y acaso empeoraron. Porque una cosa es estar enfermo y no saberlo (motivo por el cual uno puede actuar de maneras que empeoran su enfermedad) y otra mucho más grave es conocer el diagnóstico y acelerar las conductas que lo agravarán. Y creo que viene ocurriendo esto último. Las noticias y datos sobre la orfandad funcional que es el tema de este libro están a la vista a cada minuto en los medios, en la realidad, en nuestro entorno cercano, en los espacios que habitamos y transitamos, en el mundo en que vivimos. Son innegables, resultan imposibles de esquivar, no es necesario que vayamos en su búsqueda, vienen hacia nosotros. Nos interpelan. Sin embargo una masa crítica de padres los sigue ignorando o continúa eludiendo y desviando responsabilidades.

Luminosas minorías
Una masa crítica es, en la física, la cantidad de combustible a partir de la cual se puede producir una reacción nuclear en cadena. Y traducido a la sociología se refiere al número de personas alcanzado el cual se desata un fenómeno social. En el caso del que me ocupo en este libro, la conducta evasiva de unos pocos padres respecto de sus responsabilidades y funciones no hubiera generado una sociedad de hijos huérfanos. Pero cuando el número de padres que manifiesta esa actitud supera al de aquellos otros que se abocan a sus roles y funciones con compromiso, responsabilidad, presencia y atención, el resultado es predecible y comprobable. La tragedia está a la orden del día.
En este relanzamiento de La sociedad de los hijos huérfanos he renovado unas pocas cifras pero no he modificado conceptos. En verdad, más que una actualización se trata de agregados. En general elegí dejar algunas pasmosas cifras de 2007 que cito en el libro para pintar el panorama de la violencia adolescente, de la drogadicción, de la mala alimentación, del uso tóxico de medios electrónicos y nuevas tecnologías, del consumismo desmadrado y de otras disfuncionalidades y opté por agregarle datos actualizados a fin de que se pueda observar la permanencia y el avance del fenómeno. El profesor José Pepe Presti (quien afortunadamente se incorporó a mi vida durante mi educación secundaria) marcha hacia sus 90 años de edad con la misma lucidez y el mismo fervoroso compromiso que entonces con la causa de la educación y de los hijos, por lo cual el apéndice de este libro que lo incluye se repite sin modificaciones y con toda su vigencia ejemplar.
Este prólogo, que se agrega ahora, ratifica, y acaso aumenta, mi preocupación, mi inquietud, mi dolor y mi indignación ante la indiferencia, la reiterada y pétrea indolencia de tantos padres en el abandono de sus funciones de educadores, de transmisores de valores, de líderes éticos, de orientadores existenciales en la vida de sus hijos. Padres vivos de hijos huérfanos.

Semana a semana, mes a mes, año a año, viajo por el país doy charlas, hablo con docentes doloridos por esta misma cuestión y con padres que, en minoría, con tesón, con coraje moral, se mantienen firmes como faros en la tormenta y honran su maravillosa condición. Son esos padres y esos docentes los que mantienen encendidas fogatas de esperanza en los oscuros e impenetrables bosques de la indiferencia y la irresponsabilidad. Muchos de ellos extienden su función parental más allá de sus propios hijos y cubren con ella a algunos de los tantos huérfanos que nos rodean. Son una brújula, indican la dirección y el camino. Pensé en ellos durante mi nueva inmersión en estas páginas y espero que de alguna manera les ayude a continuar en la tarea de dejarle a la sociedad hijos que mañana sean padres nutrientes, presentes, guías confiables, educadores de generaciones que no queden huérfanas. Mientras otros padres (una mayoría) se desentienden, esta vigorosa minoría persiste en hacer del mundo un lugar mejor.

lunes, 29 de febrero de 2016

La verdad desaparecida
Por Sergio Sinay

Cuando los relatos y la intolerancia remplazan a la discusión, la verdad parte hacia el exilio, como ocurre
 ahora con el tema de los desaparecidos.



¿Finalmente cuántos desaparecidos hubo durante los años siniestros de la dictadura? Por decir que no fueron 30 mil el Ministro de Cultura de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires podría perder su puesto (si estuviéramos algunas décadas o un par de siglos atrás acaso hubiera perdido la cabeza). Así lo exige un grupo de artistas e intelectuales para quienes la persona que osó discutir aquella cifra no merece conservar su trabajo. Curiosa actitud autoritaria de quienes dicen honrar a las víctimas de un régimen sangrientamente autoritario. Retomemos la palabra “discutir”. Hasta donde es posible entender, Darío Lopérfido (un hombre de notable habilidad para renacer de sus cenizas políticas y reubicarse bajo cualquier paraguas cercano al poder) propuso discutir una cifra que incluso personalidades intachables, como la señora Graciela Fernández Meijide, no han dado por probada. Pero no negó que hubiera desaparecidos ni que haya existido la dictadura (lo que habría sido imperdonable).     
         Discutir, confrontar argumentos, escuchar las ideas y testimonios del otro sigue siendo en la Argentina una práctica utópica más allá del tema que se trate y a pesar de las trágicas, dolorosas e irreversibles consecuencias que esto viene provocando desde hace décadas en la vida de nuestra sociedad. Se instalan los relatos y no queda lugar para explorar la realidad. En El arte de pensar, el ensayista suizo Rolf Dobelli (fundador de Zurich Minds, una comunidad que incluye a científicos, intelectuales y pensadores de diversas áreas) estudia los sesgos cognitivos, atajos de la mente que distorsionan la lógica y conducen a conductas erróneas. Uno de ellos es el que llama “Sesgo del relato” que, en el caso de la historia, induce a meter los datos a presión en un relato inobjetable y previamente construido. Se supone que gracias a eso “entendemos” todo y podemos explicarlo, y no hay nada que discutir ni se permite hacerlo. “Los relatos tergiversan y simplifican la realidad, dice Dobelli, apartan todo lo que no encaja bien”. Entonces sucede lo que advertía otro suizo, el gran novelista Max Frisch (1911-1991), autor de obras notables como Homo Faber o No soy Stiller: “Nos probamos historias como quienes se prueban prendas de vestir”. Solo que en la Argentina contemporánea no se trata de prendas de vestir sino de modos de vivir, de vincularse, de asumir y expresar valores.     
     ¿Merecen los desaparecidos que se los reivindique por su número? ¿Será más horrible el crimen si es mayor el número de víctimas? ¿No bastaba con un solo desaparecido para que fuera imperdonable? ¿El nazismo hubiera sido menos espantoso si en lugar de 6 millones de judíos hubieran perecido 3 millones, y algo similar hubiese ocurrido con otras minorías, como los gitanos, los homosexuales, los enfermos? ¿Pone un gramo de justicia en la cuestión el hecho de despedir a Lopérfido (quien no me despierta simpatías desde que integraba la generación de “militantes sushi”, ese aporte del radicalismo al muestrario de jóvenes holgazanes que usufructúan el poder a la sombra de sus mayores, como ocurre con gobiernos de todos los signos)? Quizás su estimación sea un error grosero. Quizás no. Habría que discutirlo, aportar pruebas de un lado y otro. Investigar de buena fe. Tomar el tiempo necesario.
     Pareciera que no es de los desaparecidos de lo que se trata, sino de saldar alguna cuenta más reciente, alguna derrota electoral que no se termina de aceptar. Desde cierto “correctismo” político (una manera de eludir debates y relativizar todo) se dice que “no era el momento” para que Lopérfido dijera lo que dijo. ¿Cuál sería el momento para que la sociedad argentina empiece a revisar sus temas pendientes, a dejar de lado sus relatos, a cambiar autoritarismo e intolerancia por debate? ¿Cuál será el momento en que el disenso no se resuelva eliminando al otro, ya sea haciéndolo desaparecer física o simbólicamente? El momento es cuando las cosas ocurren. Lo contrario es postergarlas hasta que (con o sin calzador) quepan en el relato. Y la verdad siga desterrada. O desaparecida.

miércoles, 17 de febrero de 2016



El hombre que no dejó huérfanos
(Del libro La sociedad de los hijos huérfanos)
por Sergio Sinay 



 Cuando lo conocí, él tenía 37 años y yo 16. En realidad lo vi y supe de él varios años antes, pero fue entonces (a mis 16, a sus 37) cuando entró en mi vida. Era un tipo sólido, ni gordo ni excesivamente robusto. Lucía una calva resplandeciente, rodeada de un cabello oscuro cortado y ordenado con cuidado. Sus cejas eran gruesas y oscuras, como su bigote. Tenía una mirada que tanto podía ser inquieta, como curiosa, desafiante o acariciadora. Sus ojos estaban vivos y luminosos, como él. Su voz era clara, fresca, varonil. Hacía mucho bien escucharla. Nunca llegaba inadvertido. Su presencia era precedida por un silbido armónico o por el canturreo de algún aria de ópera o de alguna canzonetta. Entonces aparecía él. Caminaba erguido, con un andar levemente chaplinesco.

Yo cursaba el bachillerato en el Colegio Nacional Absalón Rojas, de Santiago del Estero (colegio inmortal, como rezaba el himno que cantábamos con enjundia). El hombre que describo era nuestro profesor de Italiano y de Educación Física. Lo fue en cuarto y en quinto año. Nacido como José Presti, para nosotros era, simplemente El Pelado Presti. O, mejor, El Pelado. Cuando llegaba al aula, mandaba a cerrar la puerta y los postigos de las ventanas que daban a la galería y al patio central del Colegio (una suerte de hermosa plaza con sus bancos y canteros). Así evitaba miradas indiscretas, sobre todo las de la rectora, el vicerrector u otros. Entonces solía abrir un enorme portafolios que lo acompañaba y extraía de allí libros como un mago saca palomas de una galera encantada. Los libros surgían vivos y palpitantes, impregnados de la energía que el Pelado les había transmitido al leerlos y explorarlos. Traía marcadas páginas y párrafos. Empezaba a repartirlos, luego nos sentábamos en círculo, sobe los pupitres, y el Pelado decía: “A ver, Meneco, leé eso que tienes ahí”, “Ruli, seguí vos”; “Morro, leénos lo tuyo”. Leíamos en voz alta textos tan variados como la vida. Educación sexual (¡en 1963 y 1964!), cuentos de Jack London, reflexiones espirituales, un poema. Discutíamos, contábamos lo que sentíamos o pensábamos sobre esos textos. El Pelado estimulaba la conversación con brío, con entusiasmo, con picardía, con comentarios lúcidos.

No era todo. El Pelado sabía exactamente qué le pasaba a cada uno de nosotros. Sabía de los amores y desamores, de las esperanzas y desencantos, de las dificultades más íntimas y de los logros más preciados de cada uno de esa treintena de muchachos en preparación para la vida. Y nos preguntaba, y nos escuchaba, y nos ayudaba a pensar y, si lo pedíamos, nos aconsejaba, y nos acompañaba. Nadie se hacía la rata en sus clases. Y nunca un grupo de estudiantes de secundaria debe de haber acudido con tanta urgencia  entusiasmo a la hora de Educación Física. Porque allí, a la tarde, vestidos de fajina, la seguíamos. Para el Pelado Presti cada uno de nosotros era un ser único, nos diferenciaba y nos hacía sentir distintos, nos remitía a nuestra originalidad esencial Fuimos saludable y gozosamente discriminados. Tenía tiempo, oídos, ojos, mente y corazón para cada uno. Y actuábamos como cachorros que seguían confiados y jubilosos a ese magnifico ejemplar de macho alfa. Y además aprendimos italiano (porque bien que lo aprendimos) y, en Educación Física, dejamos los bofes tras agotadoras carreras, flexiones, sesiones de barra y cajón. Porque el Pelado cumplía sobradamente con los programas y nosotros no chistábamos. Y era nuestro referente, nuestro guía en las zonas oscuras, nuestro proveedor de valores y el celoso guardián de nuestras confesiones más íntimas.

Hoy me parece increíble que ese tipo tuviera apenas 37 años cuando hacía todo aquello (y lo hacía año tras año, con cada nueva camada y lo había hecho antes, siendo aún más joven, y lo siguió haciendo después por muchos años y no abandonó la actitud ni aún jubilado). Tan sólo 37 años. La edad en la que hoy tantos andan enredados, sin rumbo y sin un propósito, en los balbuceos de una adolescencia eterna, interminable, patética.

  José Presti (Pepe, El Pelado) nació el 18 de agosto de 1926, en Santiago del Estero. Hacía apenas tres meses que sus padres habían llegado de Italia, desde un pequeño pueblo cercano a Sicilia llamado Pettineo. Venían, como tantos, a dar una dura batalla por la supervivencia. A esta altura de los hechos sólo Dios sabe, dado que ya no quedan otros testigos, por qué fueron a parar a Santiago del Estero, un lugar tan lejano y tan diferente, para iniciar una aventura tan incierta y tan hostil. La misma pregunta cabe para mis abuelos maternos, que venían de la helada Lanowce (en lo que alternativamente fue Polonia y Rusia) y aparecieron en tierras santiagueñas. “¿Qué es esto, África?”, dicen que preguntaba repetidamente mi abuelo Manuel, mientras apenas podía respirar y trataba inútilmente de secarse el sudor en aquellos primeros tiempos de su inmigración.

Lo cierto es que José Presti nació en Santiago el 18 de agosto de 1926. Compartimos el signo astrológico. Él es un leonino de los mejores, generoso, noble, capaz de iluminar su entorno con una luz que permita resaltar los más bellos colores y todos los volúmenes de cada cosa, cada paisaje y cada persona. Un rey empático, de veras preocupado por cada uno de quienes lo rodean, un hombre merecidamente orgulloso de sus propios esfuerzos y de sus logros, una fuente de calor fecundante. Su padre, apenas desembarcados, sin hablar una palabra de castellano y con una mínima instrucción, se inició en lo que pudo. Fue vendedor de vino a domicilio. Pepe tuvo, según cree recordar, catorce hermanos. No conoció a todos y sólo sobrevivieron seis. Su madre, una analfabeta sacrificada, amorosa y tenaz, le contó cómo, a lo largo de la Primera Guerra, los hermanos que él no conoció murieron de paludismo, de malaria, murieron, en fin, como tanta gente pobre moría entonces, como tantos excluidos, postergados, olvidados y desvalorizados siguen muriendo hoy: fácilmente, sin oportunidad de defenderse, víctimas de lo evitable. Y ni bien empezó a caminar, Pepe marchaba junto a su padre, ayudándolo en la tarea. Iba descalzo, curtiendo dolorosamente  las plantas de sus pequeños pies sobre la parrilla de esas calles calcinadas por un sol de veras infernal.

“No recuerdo haber tenido infancia”, me confiesa ahora, adultos los dos, mientras nos recuperamos, mientras yo, sobre todo, lo recupero a él. Se hizo cargo de criar a sus hermanos, aun cuando él era el menor de todos, de los sobrevivientes, especialmente de sus dos hermanas solteras, a las que, con sus magros ingresos, les costeó la carrera docente. El les buscó escuelas, les sacó los documentos de identidad. ¿Qué sabían sus padres de eso? Héroes silenciosos y empecinados, bastante hacían con garantizar la supervivencia de todos los que quedaban en pie. Eso fue la infancia de Pepe: trabajar, ayudar a criar hermanos, estudiar. Estudiar empeñosa y tozudamente, como un náufrago que, azotado por el viento y revolcado por las olas furiosas, sabe que aferrarse a ese madero significa la única oportunidad. Quizás es una historia como cientos. Y, sin embargo, como esos cientos de historias, es única, es intransferible y, para que el mundo exista, es absolutamente imprescindible.

Terminó la escuela primaria en 1940 y estaba dispuesto a continuar. ¿Qué elegir, entonces? “No eran buenas épocas para mi familia”, dice mientras sus ojos miran un punto lejano en el horizonte, un punto en el que yo acaso no descubriré nada pero en el cual él ve imágenes de su vida. “Entré en la escuela normal, me recibiría de maestro y eso sería una salida laboral. El magisterio, en aquel momento y en aquel lugar, era lo más apetecible para un desafortunado como yo”. Cuando llegó a tercer año, se encontró con una disposición del ministro de Educación (“El doctor Jorge Coll, debe haber sido el mejor que hubo desde entonces a hoy”). Faltaban profesores de Educación Física en el país, de manera que los alumnos de tercer año del magisterio que tuvieran siete puntos de promedio general, buena salud y algunos otros requisitos, podrían continuar con el cuarto año en la Escuela Normal de San Fernando, Buenos Aires, y, sucesivamente, iniciarse en el Instituto de Educación Física de esa localidad, una institución modelo. Pepe tomó esa opción.

No fue fácil, recuerda. Educación Física era considerada una materia inútil y esa era la herramienta con la que ese muchacho de 18 años iba a contar para iniciar su camino de independencia en la vida. “Sin embargo, en el Instituto recibí una formación extraordinaria y desde ahí nacen mis inclinaciones a actuar como actuaba ya en el ejercicio de la profesión”, recuerda ahora. Le creo, pero hay algo que no dice. Sin duda, por lo que cuenta, la formación que recibió debió de ser magnífica. Pero hay mucho, acaso lo esencial, que es suyo, que viene de su sensibilidad, de su espíritu, de su consciencia.

Viví en Santiago mi infancia y mi adolescencia. Apenas terminé el secundario me mudé, solo, a Buenos Aires para estudiar y empezar a buscar y construir mi destino. Desde ese momento, no volví a ver a Pepe Presti ni a saber de él. Nunca lo olvidé, había aprendido mucho con él, había aprendido cosas esenciales. A mí y a mis compañeros Pepe nos enseñó que éramos valiosos, que éramos personas, que merecíamos tiempo de parte de un adulto, que para ese adulto era importante orientarnos (y, por lo tanto, valorábamos y agradecíamos la orientación, como el tiempo, la mirada y la escucha). Pepe nos transmitió valores y lo hizo a través de su conducta, de sus actos y gestos. Era una enseñanza homogénea, activa, sólida, nutricia. Pepe se ocupaba de nosotros, con nosotros, y lo hacía simplemente porque éramos nosotros, porque le importábamos y no porque lo ordenaran la currícula, el protocolo, el ministro (que nunca dice estas cosas) o porque lo pidieran nuestros padres. Nuestra simple existencia nos hacía importantes para él. Lo que yo aprendí con Pepe se me pegó a la piel, se hizo parte de mí, me constituyó como persona. Al lado de un adulto como Pepe Presti, el querido Pelado, ningún chico puede ser ni sentirse huérfano.

Hablé cientos de veces de Pepe. Con mi mujer, con amigos, lo nombré en diferentes lugares, ante diferentes auditorios. Durante años, cada vez que padres o docentes me preguntaban cómo educar, cómo criar, cómo acompañar, como orientar a los chicos en un mundo y una época tan difíciles como los que vivimos, cada vez que me preguntaron sobre cómo educar con valores, conté mi experiencia como alumno de Pepe Presti. Conté cómo lo hacía él. Transmití lo que nos pasaba a nosotros, sus alumnos, sus hijos adoptivos. Y una y otra vez dije: “No lo vi más desde mis 17 años, pero lo suyo quedó en mí para siempre, es lo más importante que aprendí en el Colegio. No sé qué habrá sido de él, sólo sé que, en lo que a mí respecta, cumplió su misión”.

Esto mismo repetí a fines de marzo de 2007 mientras me entrevistaban en el programa Los Notables, en la radio LT8, de Rosario, a dónde me invitó su productor general Oscar Secini. Faltaban tres minutos para que terminara el programa cuando pusieron a alguien al aire. “¿Quién llama?”, preguntó el conductor. “José Presti”, dijo una voz inconfundible desde el otro lado. Hacía cuarenta y dos años que no escuchaba esa voz. Enmudecí. Se paralizó mi corazón. Sólo alcancé a balbucear: “Pelado…¿sos vos?”.Cuando me dijo que sí, comencé a llorar y ya no pude hablar.

Era él. Estaba en Santiago, no en Rosario como creí. En apenas cinco o seis minutos Secini había logrado tender redes informáticas y localizarlo y, hombre generoso, misterioso ángel de la comunicación, nos había puesto en contacto. En ese momento, desbordado por la emoción y el llanto, no pude decirle mucho más que “Gracias, Pelado”. Pero pocas semanas después llegué a Santiago y le di un abrazo que él correspondió como siempre: con fuerza, con amor, con calidez, con presencia. En los días que siguieron me di un verdadero festín de Pepe Presti auténtico, genuino e inconfundible. Lo encontré vital, lúcido, cuestionador de las estupideces y perversiones de los modelos sociales vigentes, visionario, lleno de ímpetu, de conocimientos, de iniciativas, de ideas y de amor. Anda en bicicleta, pasea en bermudas por las calles santiagueñas, su calva es la de siempre, su bigote también, sólo que ahora es blanco, como el pelo que rodea a la pelada, y lo acompaña una barbita candado, también blanca. Camina a buen ritmo, y me hizo mucho bien sentir su mano tomando mi brazo (como si aún me guiara) mientras andábamos por las viejas y queridas veredas de siempre. Y está su mente. Una mente de 81 años funcionando a pleno, dando lecciones de empatía, de claridad. Y su corazón, amplio y profundo como siempre o más.

Compartimos recuerdos, compartimos nuestro disconformismo innegociable contra lo que la sociedad y la cultura light, materialista, irresponsable y egoísta propone cada día y contra los frutos de ese modelo. Nos asombramos de las innumerables coincidencias que había entre nuestras lecturas, nuestras ideas, nuestros sentimientos, nuestras utopías, nuestras certezas de estos 42 años en el que no nos vimos y, sin embargo, estuvimos tan cerca, tan entramados. Coincidencias significativas, diría Jung y repetiría con gusto Pepe, que es un fanático de Jung, como lo es de Frankl, de Jesús, de Buber, de la Madre Teresa. Tanta coincidencia es explicable. No hay azar en este caso. Coincidimos porque Pepe Presti siempre estuvo adentro de mí, en mis pensamientos, en lo que aprendí de él y en lo que llevé a mis propias iniciativas, acciones y visiones.

Hoy es el terror de los médicos, quiere ser, como él dice, “un paciente horizontal”, no una sombra muda aplastada por la soberbia omnipotente de un médico. Se informa, pregunta, discute, hace sus propias propuestas, exige que le expliquen. “Soy yo el que pone el cuerpo, después de todo”, sonríe malicioso con esa mirada inconfundible. Gracias a eso evitó operaciones innecesarias, encontró caminos nuevos y alentó a sus médicos a que los recorrieran con él. En algún momento, y por una cuestión puntual, un psiquiatra intentó encasillarlo con alguna de las etiquetas del DSM-IV (un manual muy parecido al de ciertos electrodomésticos con el cual el establishment psiquiátrico estadounidense pretendió clasificar y explicar, con valor de dogma, a las conductas humanas y que muchos creyentes de todo el mundo usan sin discernimiento, sin cuestionamiento ni reflexión, como ocurre con cualquier dogma).  Pepe se desembarazó rápidamente del profesional (que le auguraba los peores desastres si se atrevía a hacerlo) no sin antes dejarle, “para que lea y aprenda”, un libro de Víktor Frankl.

Sigue cuestionando la infatuada soberbia de quienes apostrofan sobre docencia, educación y crianza sin mancharse las yemas de los dedos tocando a un niño de carne y hueso. Propone ideas sencillas, profundas y revolucionarias (muchas de ellas un homenaje a la sabiduría del sentido común) que aquellas luminarias reciben con el mismo pánico con que el conde Drácula ve la salida del sol o la presencia de un espejo. Es todavía hoy un referente para jóvenes docentes, para religiosos, para intelectuales. Si alguna vez lo entrevistan en el diario o la radio, sus palabras producen un terremoto de mediana intensidad. Ha tomado en sus manos la causa de los jubilados del magisterio y está listo para cualquier otra causa que merezca su atención y su compromiso. La edad está lejos de ser una excusa para abdicar de sus convicciones y de sus acciones.

Lo encontré tal como lo recordaba. A través del club colegial Pepe Presti, un profesor de Italiano y de Educación Física (“¿Cómo puede ser que este tipo cobre lo mismo que nosotros?”, se preguntaban algunos de sus colegas, titulares de materias “prestigiosas”) había llegado a influir en casi todas las actividades del Colegio. Nada se le escapaba. Iba a nuestras casas, generalmente en horas de la siesta, cuando en Santiago del Estero todo el mundo está en su refugio, tocaba el timbre y juntaba a los padres con los hijos para dirimir cuestiones que tanto podían referirse a conducta, como a rendimiento en el estudio o a temas personales de los chicos. Después de cuarenta años, gracias a ese viaje que me reunió con Pepe, me volví a encontrar con la mayoría de mis compañeros del Colegio. Todos recordaban esto, la mayoría tenía una anécdota personal al respecto. Varios le dijeron “Vos me salvaste la vida” o “Gracias a aquella vez que fuiste a mi casa, hoy soy lo que soy”. Cuando se encuentra con quienes fueron sus alumnos por las calles de Santiago (¡fuimos tantos a lo largo de tantos años!), Pepe les da un beso en la mejilla (“Aunque se avergüencen, semejante grandotes”, dice) y les recuerda (como me lo recordó a mí) que son sus hijos adoptivos. O espirituales, como también gusta decir. Nosotros, los hijos, lo tratamos con cariño, lo desafiamos con bromas, nos las responde. Una noche de hace pocos meses, reunido con una veintena de aquellos compañeros y con Pepe, en Santiago, compartiendo charla, vino, recuerdos, palmadas, abrazos y asado, me abstraje por un momento, ocupé el papel de observador, nos contemplé y pensé: “Fuimos bendecidos”. Y agradecí a quien hubiera que agradecer. Luego, volví a la charla.

No somos sus únicos hijos. Pepe se casó con Alicia Vignau, profesora como él, fervorosa cultora de la literatura, amante silenciosa de las palabras, a las que honra, cuida y protege, una mujer suave y sabía. Tuvo con ella cinco hijos: Alicia Inés, abogada; Rafael, médico; Pablo, contador; Gabriela profesora de Inglés; Alejandro, abogado. Y dieciséis nietos. Una noche recibí uno de los privilegios más hermosos de mi vida: estuve en la casa de Pepe (la misma casa de la calle Rioja en la que vive desde hace medio siglo) con todos ellos. Flotando en esa atmósfera reparadora, dejándome mimar, me di cuenta de que todo lo que Pepe hacía en el Colegio era la continuidad de cómo vivía en su casa, de cómo trataba a sus hijos. En la casa de Pepe percibí lo mismo que había en el aula: amor en actos. Es decir el amor como verbo, no como sustantivo.

Aquella noche del reencuentro con mis compañeros, entre tantos episodios recordados volvió uno, emblemático. Pepe, cuando su función era la de profesor de Educación Física, nos exigía que las zapatillas estuvieran limpias. A alguno de nosotros se le ocurrió la estratagema de frotar tiza blanca sobre las zapatillas y el ejemplo cundió. Entonces, un día, como inicio de la clase Pepe dio, con aquella voz resonante, una orden clara y precisa: “Señores, ¡a zapatear!”. Primero nos ganó el estupor y después nos tapo la nube de polvo blanco que subía desde nuestros pies mientras estábamos allí, zapateando como si se tratara de aplastar hormigas. Cuando mandó a parar, las zapatillas mostraban la misma suciedad de antes. “Lo que quiero es que las laven, no que las tiñan, dijo Pepe. Quiero que se esmeren por cuidar sus cosas, que conozcan el esfuerzo. Así que, señores, la próxima vez esas zapatillas deben estar lavadas: Y lavadas por ustedes, no por sus mamás”. Y así estuvieron. Sabíamos que Pepe se iba a enterar de si lo habíamos hecho con nuestras propias manos o no. Iría casa por casa a investigarlo si fuera necesario.

Así, también, una mañana, cuando sus hijos eran chicos y tras descubrir que desobedecían la regla de no mirar televisión más allá de cierta hora, se levantó, se vistió, cargó en sus brazos el pesado televisor familiar que había comprado con esfuerzo, fue hasta el comercio donde lo había adquirido y, sin más trámite, lo devolvió. Pasaría un tiempo antes de que el artefacto regresara y fue en otras condiciones.

Ni sus hijos le perdieron amor o respeto por aquello, todo lo contrario. Ni nosotros, sus hijos espirituales, le tuvimos un gramo menos de cariño y de agradecimiento por episodios como el de las zapatillas. Todo lo contrario.

¿Cómo es que vino a aparecer Pepe Presti en este libro? Confío en que las razones estén claras. Pepe Presti dedicó su vida y lo mejor de sí a educar, a criar, a formar, a transmitir, a legar, a guiar, a trasfundir valores e instrumentar, a sus hijos propios y a los chicos que la vida puso en su camino, para que pudieran crecer como seres autónomos, valorados, con confianza en sí, capacitados para encontrarle un sentido a la propia vida. Nada fue fácil para Pepe. Fabricó tiempo donde no lo tenía, aprendió lo que no sabía, se animó en los territorios que le eran desconocidos, se hizo cargo, asumió su responsabilidad, no delegó, no miró para otro lado, no hizo la plancha, jamás le tuvo miedo a sus hijos, ni a los de sangre ni a los que fue adoptando. No temía a quienes amaba. Aprendió de ellos lo que tuvo que aprender y les  enseñó lo mucho que tuvo y tiene para enseñar.

En una sociedad cada día más huérfana de trascendencia, de espiritualidad, de consistencia emocional, de respeto, y honra hacia el otro, en una sociedad en la que quienes deben criar y educar dejan, cada vez más, a los chicos a la deriva o en manos de auténticos depredadores sedientos de lucro, sin ética y sin moral, Pepe Presti es un emergente que genera esperanza. Uno de tantos, sin duda. El que, afortunadamente, estuvo en mi vida. Hay, estoy seguro, muchos Pepe Presti. Pero son muchos más los necesarios.

En la sociedad de los hijos huérfanos, Pepe Presti no dejó huérfano a nadie, jamás. ¿Qué otra cosa se le puede pedir a un padre, a un Maestro? Querido Pepe: misión cumplida.