La gran final
(un relato)
Por Sergio Sinay
Hacía años, desde el final de su adolescencia, que no veía a
su padre vestido así, con la camiseta de los colores tan queridos, esos por los
que tanto habían sufrido y gozado en todo tipo de canchas y bajo cualquier
clima. Pero ahora, a los 81, con el paso titubeante al que lo condenan sus
achaques, el viejo aparece en el living con aquella camiseta sobre la camisa y sobre
la remera de mangas largas. No dice nada, solo le guiña un ojo y deja el bastón
apoyado en la mesa, junto a la silla en la que se sienta para cenar.
La cosa va en serio, piensa Hugo. También el viejo se juega
mucho esta noche. Buena parte de las esperanzas que aún es capaz de juntar. Él
ha venido a cenar y a mirar el partido con su padre y le ha dado la noche libre
a la señora que cuida al hombre. Hoy dormirá aquí. Los chicos están en un
campamento y Laura, su mujer, salió con unas amigas, como corresponde a una
noche de miércoles. Hace tiempo que Hugo y su padre no ven un partido juntos.
En verdad, hace tiempo que no hacen algo juntos. Nunca fueron grandes
conversadores, pero cuando él era chico y su padre un hombre más joven, más
fuerte y, según la mirada infantil, invulnerable, solían compartir actividades
en silencio. Remontadas de barrilete, excursiones en bicicleta, películas de
acción en el cine, preparación del fuego para el asado y, desde que Hugo tuvo
seis años, la cancha cada domingo.
Después de que él se fuera de casa, para vivir primero con
dos compañeros de la facultad y después con Laura, cada vez tuvieron menos
encuentros y menos intimidad. Al contrario del viejo, su madre, a medida que
envejecía, parecía hablar más. Pero no duró mucho. Llegó una mala temporada de
la vida que trajo, en un combo sombrío, el cáncer de la madre y la jubilación
del padre. La viudez del viejo no estaba en los planes. Se supone que los
hombres mueren antes y que vivimos en una sociedad de viudas. Así, los últimos
diez años fueron de un eclipse lento. Sin quejas, empeñado en no molestar, como
solía decir, el viejo se fue apagando sin terminar de apagarse. Él cumplía con
las visitas rituales, lo sacaba trabajosamente a pasear o a comer, Laura le
daba una mano y aportaba conversación con esa envidiable naturalidad con que
las mujeres pueden charlar hasta con una estatua y hacerla sonreír o sollozar,
pero Hugo no dejaba de vivir aquello como una larga espera. La larga espera de
algo que prefería no nombrar.
Esta noche, después de años de tropiezos, fracasos y falsas
ilusiones, el equipo juega una final de esas que importan, que quedan en la
historia de las alegrías o de las amarguras, pero de las que no se vuelve
intacto. No se juegan estas finales todos los días, de manera que eligió
mirarla con el viejo. Llegó temprano, trajo algo para una picada y después él
mismo preparó una salsa y la echó sobre los ravioles de ricota y nuez que
compró en la vieja pastería del barrio. El partido empezará tarde porque el
continente es grande y los horarios no coinciden. Allá, donde el equipo se
jugará la vida contra un estadio repleto de adversarios, son dos horas más
temprano.
Por esas coincidencias que nunca nadie sabrá explicar Hugo
ha buscado esa tarde su propia camiseta, la que solía usar para ir a la cancha.
Un modelo ya perimido, pero por eso mismo más valioso. Le costó hallarla, pero
dio con ella en el fondo de un placard. La trajo como cábala, para que los
colores estuvieran presentes. No esperaba encontrarse conque también el viejo
había conservado el querido uniforme y conque esta noche, en un notable arresto
de vitalidad, se lo pondría.
Cenaron, especularon sobre la formación y las posibilidades
del equipo, rememoraron antiguas y gloriosas victorias y planteles y se fueron
al dormitorio, en donde el viejo se empecinaba en tener el televisor. Su padre
se ubicó en el centro, recostado contra la pared, y él ocupó una estrecha lonja
en un costado, con una pierna en el piso y la otra estirada en la cama. Así
están ahora. Callan. Sus respiraciones cortan el aire como un afinado bisturí.
El equipo parece estar en una buena noche. Sale al frente desde el arranque,
juega con fluidez y atrevimiento, sin temor ni a la multitud ni al adversario
inflamado por un aliento rugiente. Ataque por ataque, como debe ser, sin
especulaciones, haciéndose sentir. Hugo mira alternativamente a la pantalla y a
su padre. En los ojos del hombre hay un brillo que se había esfumado hacia
años, en su piel hay color y en su boca entreabierta por la emoción, una
sonrisa. El partido es duro y duele la sola idea de que, cosas del fútbol, se
podría llegar a perder por un error, por una matufia arbitral o por quién sabe
qué. En el fútbol aunque se sepa mucho, nunca se sabe.
Pero no. Esta noche los astros están alineados. Cuando parece
que se vienen los penales lo que llega es un exquisito centro del lateral
derecho (un centro de esos que ya no se ven) para que el nueve cabecee abajo y
a un rincón, alcanzando el Olimpo y callando para siempre las críticas que
venía cosechando en los últimos meses de sequía. Gol. Gol. Gol y campeones.
Porque faltan dos minutos y ya no hay forma de no ser campeones. Hugo grita como
un chico, en el pecho se le abre una compuerta emocional que parecía cerrada
desde hacía años. Cuando suena el silbato suelta un poderoso “¡Vaaamos, carajo,
todavía!”, se vuelve y toma la mano del viejo.
La mano está inerte. Fría. No quiere mirar, pero lo hace. El
viejo tiene los ojos cerrados, una sonrisa y una calma como él nunca le conoció.
De fondo, en el televisor y en la calle, gritos, algarabía, bocinas. En la
pantalla habla el técnico, después el goleador, después todo el equipo baila en
el vestuario, semidesnudo. Mientras tanto él, con movimientos lentos, suaves,
se levanta de la cama, busca su camiseta, se la pone y se acuesta junto al
viejo. Le toma la mano y no hace nada más. Permanecen así hasta la mañana,
flotando en una noche sin tiempo. Cuando se hacen ciertos los rumores del día,
se levanta, toma el teléfono y llama a Laura.
--Amor, buen día. Tranquila, no te asustes, lo que voy a
contar no es triste. Yo estoy bien…
Es un cuento muy valioso, aunque "termine mal", como en la vida!
ResponderBorrarYo quiero destacar que noto un cambio social que hace que los padres viejos suframos por un aislamiento que nos imponen los hijos, como si se olvidaran de lo que los amamos, educamosy ayudamos. No hay solidaridad, ni gratitud, ni siquiera amor manifiesto hacia "el viejo". y quizás se den cuenta cuando el cuerpo este frío!
Gracias, Hugo por tu mensaje. El tema que planteás da para largo y es profundo. Yo pienso que hay mucho para trabajar en cuanto a traer la figura del padre a un lugar cercano, cálido, accesible después de muchas generaciones en las cuales fue lejana y valorada más en su ausencia que en su presencia. Hay, por lo que he podido comprobar, mucho dolor paterno (silencioso) acumulado y también mucha hambre de padre en generaciones y generaciones de hijos, que no pudo ser expresada. Son asignaturas pendientes.
BorrarGracias Sergio.por este hermoso relato. Tirste pero dulce y cálido que me hizo recordar las manos de mi padre en las mías!
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