miércoles, 7 de junio de 2023

 

La decencia social

Por Sergio Sinay




 “La humillación es un tipo de conducta o condición que constituye una buena razón para que una persona considere que se le ha faltado el respeto”. Con esta frase se inicia La sociedad decente, inspirado libro de Avishai Margalit (profesor de filosofía israelí, que enseña en el Instituto de Estudios Avanzados de la Universidad de Princeton, Estados Unidos). El libro es tan potente como necesario por las ideas sobre las que gira y que son aplicables a todos los grupos humanos (organizaciones, familias, grupos de trabajo, consorcios, etcétera). Las sociedades y las organizaciones decentes no humillan a sus miembros, dice Margalit, los respetan. Respeto y humillación son los términos que delimitan si una sociedad o una organización es decente o no lo es. En aquellas que lo son, sus partes cumplen debidamente con la función de garantizar el respeto a las personas, a su condición de sujetos. Ese es un deber de las instituciones y un derecho de las personas. Hay humillación cuando un grupo, desde una posición de poder, excluye a otros y la sociedad o la institución queda reducida a los que comparten ideas e intereses. Donde se no se admite diversidad y disenso no hay respeto.

Existe humillación, desde esta perspectiva, cuando las instituciones invaden las vidas privadas de las personas (según el profesor Margalit una sociedad que permite la vigilancia institucional de la esfera privada, “comete acciones vergonzosas”). Hay humillación cuando la burocracia, que se financia con dinero público proveniente de los impuestos, trata a los ciudadanos como números o como medios para los fines del gobierno. Y cuando la burocracia privada hace lo mismo en su ámbito.

Las sociedades humillantes quitan autonomía a los necesitados y los acostumbran a vivir de subsidios empujándolos a dudar de su propia capacidad de auto sustentación y naturalizando así su condición. Se crea entonces una dependencia perversa. Una sociedad es humillante cuando dificulta la creación o mantención de puestos de trabajo, cuando crea condiciones para el aumento del empleo marginal (en negro) o cuando otorga trabajo como una dádiva, cuando en verdad el trabajo es un derecho. Ningún gobernante debería ufanarse de crear empleos, ya que ese es un deber y no una opción. Una sociedad es decente cuando trata con respeto (“pero no con honores”, subraya Margalit) a sus delincuentes y hace cumplir los procedimientos de castigo. Para ello, debe existir la justicia, porque si esta es funcional a los intereses del poder o a cualquier maniobra corrupta, solo contribuye a la humillación (sobre todo de las víctimas del delito).

Una sociedad no es decente porque es justa, señala el pensador israelí, sino que es justa porque es decente. Su propuesta para salir de la humillación incluye como primer paso la recuperación del respeto de cada quien por sí mismo. Esto es diferente de la autoestima. La autoestima consiste en la apreciación que cada quien tiene de sí, independientemente de la mirada ajena. El respeto a uno mismo es tal cuando el individuo hace que otros, incluidas las instituciones y los gobernantes, lo respeten como lo que es: una persona. Esto significa que no lo manipulen, que no le mientan, que no lo desprotejan, que no restrinjan sus derechos, que no violenten su intimidad y su privacidad, que no descalifiquen sus ideas. 

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