jueves, 28 de diciembre de 2023

MÁS ALLÁ DE LO CONOCIDO

 MÁS ALLÁ DE LO CONOCIDO

por Sergio Sinay



Estamos como el astronauta David Borman (interpretado por Keir Dullea) en el alucinante tramo final de “2001, odisea del espacio”, obra maestra del inglés Stanley Kubrick, película que, desde su estreno, en 1968, se abre a significados cada día más amplios y profundos. En ese punto del film Borman está solo ante lo desconocido. Su compañero, Frank Poole, ha muerto asesinado por Hal 9000, la supercomputadora de la nave, que se rebela contra los humanos. Borman la desconecta, la misión llega a su objetivo, Júpiter, pero no se detiene, y ahora va, como reza un subtítulo de la película, más allá del infinito, en donde Borman, quizás el último humano o acaso el primero de una nueva especie, se topará con la revelación de ancestrales misterios existenciales, solo para enfrentarse a otros, nuevos, innombrables.

Así empieza 2024 para nosotros, habitantes de esta Argentina. Vamos más allá del infinito, viviendo una experiencia sin antecedentes locales. Enfrentados a lo desconocido. No hay especialistas en lo desconocido, porque nunca ocurrió. Sin embargo, muchos pretenden conocerlo y lo vaticinan, para bien o para mal. Los que profetizan lo peor parecen gozar con ello, como adictos al morbo. Otros se esperanzan. Otros temen. Otros niegan, se enfurecen, despotrican. ¿Pero por qué no esperar? ¿Por qué no fluir con los hechos, abiertos al acontecer? ¿Por qué no permitirse no saber? Simplemente no saber. Esperar no es ni aprobar ni apoyar. Es admitir que no se sabe.

Sí sabemos de dónde venimos. De la corrupción más abyecta, de la indignidad más obscena, del apagón moral más oscuro. Cualquier chispa de luz encandila cuando se viene de ahí. Entonces, quizás se trate de esperar, no adelantarse, pensar (un ejercicio despreciado, remplazado por la reacción amigdalina, prejuiciosa, que abre atajos sin salida). Esperar, acompasar, contemplar. La contemplación consiste, dice el pensador inglés John Gray, en observar sin interpretar. Y, de paso, volver a ver “2001, odisea del espacio”, esa joya que abre horizontes en mentes y corazones.


lunes, 20 de noviembre de 2023

CUANDO GANA LA DEMOCRACIA

 

CUANDO GANA LA DEMOCRACIA

Por Sergio Sinay




 

Aunque a algunos les cueste aceptarlo, en el balotaje ganó la democracia. Porque como decía Karl Popper (1902-1994) gran filósofo de la ciencia y la política, la democracia es el sistema que permite cambiar a un gobierno (en este caso un régimen) sin derramamiento de sangre. Es, además, decía Popper, el sistema que impide que la acumulación de poder se convierta en dictadura. Este mismo pensador definía a la oligarquía como “el gobierno de unos pocos no tan buenos”.

Hay muchos en el campo de la política, de los medios, de la cultura, de la ciencia, del espectáculo y del deporte que han sido prebendarios (no siempre en dinero, también en especies) de la oligarquía derrotada en el balotaje. Son los que malversaron la idea de democracia pretendiendo imponerle a los ciudadanos, a través de cartas abiertas y de medios cómplices, a quién debían votar y a quién no votar, avasallando así la autonomía de pensamiento y la libertad de elección de los votantes. Una torpe manera de rifar reputación.

Sobre lo que vendrá hay muchos interrogantes. Se irán respondiendo con el tiempo y con acciones. Y las dudas que nos aquejan necesitarán de nuestra presencia, nuestra acción de ciudadanos, nuestras activas acciones de cada día para ser respondidas por cada uno desde donde le toque vivir, trabajar, relacionarse y actuar como ciudadano. Que la democracia siga viva y no vuelva a derivar en oligarquía depende de eso. Este texto no milita por el nuevo gobierno (en tiempos de intolerancia siempre es oportuna la aclaración). Solo celebra el triunfo de la democracia, que le ganó al miedo disparado por la oligarquía que perdió. Porque es sin miedo como se puede sostener a la democracia, este sistema que Winston Churchill definió así: "No es perfecta, pero es mucho mejor que cualquier otra forma de gobierno que haya existido."

lunes, 23 de octubre de 2023

 

EL VOTO ESPEJO

Por Sergio Sinay




 

El voto emocional (guiado por la bronca, el resentimiento, el hartazgo, la tristeza) suele producir frutos amargos tanto para el que vota como para la sociedad. El análisis emocional de los resultados de las elecciones, también. En ambos casos la deserción de la razón deja al potro de la emoción desbocado, sin jinete y corriendo hacia lugares peligrosos. La oferta electoral de este domingo 22 de octubre presentaba candidatos mediocres, o tramposos, o delirantes según cada caso. Ninguno capaz de generar una esperanza sólida, fundamentada, una visión convocante por encima de las diferencias que hay en toda comunidad, ninguno que alentara a desarrollar propósitos individuales y colectivos ciertos y movilizadores. Una campaña larga, opaca, sucia, patética, hecha de bajezas, amenazas, escándalos, corrupción, mentiras y miserables trifulcas internas transcurrió a espaldas de 18 millones de argentinos pobres, de 1 millón y medio de indigentes, de un país sin educación, sin salud, sin seguridad. Nadie habló de eso y la ciudadanía tampoco lo exigió. Finalmente, aunque duela decirlo y escucharlo, las sociedades tienen los dirigentes que producen, que admiten y que se les parecen.

Ahora los ganadores repiten la prepotencia de siempre, la creencia de que mayoría es impunidad, de que las cuentas no se rinden. Y los perdedores aparecen ofendidos, con una cierta actitud moralista que, desde su indignación, les hace creerse por encima de los provisorios ganadores. Y sorprendidos, con una sorpresa un poquito hipócrita (todo hay que decirlo), como si la vida los hubiera traicionado, como si esto hubiera llovido del cielo y sin aviso. Y en realidad surgió de aquí, del territorio que pisamos todos los días, y con aviso. Ninguna sorpresa. La víscera criolla más sensible sigue siendo el bolsillo. En algunos por escasez terminal, en otros por abultamiento. Y al final del día la mayoría de los electores vota con el resentimiento que le provoca el bolsillo vacío o con el miedo producto del bolsillo lleno. Después eso se viste de justificaciones endebles e insostenibles, apoyadas en la emoción. Pero la razón es minoritaria en las elecciones. Cada uno a su manera, los de arriba y los de abajo esperan al mesías, a los reyes magos, a Papá Noel. Y creen verlo llegar en cada elección. Cuando descubren el fiasco ya es tarde, viene el ciclo de la bronca, se ahondan las grietas y se reanuda la espera en la convicción de que la próxima vez será. Los candidatos no caen del cielo, no nacen de repollos. Nacen de la sociedad. Son espejos y el espejo siempre refleja lo que tiene en frente.

lunes, 9 de octubre de 2023

 

¿De qué libertad hablamos?

Por Sergio Sinay


La libertad mal entendida y usada como carnada por populismos autoritarios puede aumentar la desigualdad social




 

La sociedad está integrada por individuos diferentes entre sí, que no pueden ser obligados a participar de proyectos comunes ni a cooperar con otros en función del bien común, porque eso violaría su libertad. Lo de cada uno es de cada uno y toda intervención del Estado para paliar desigualdades sería coercitiva. El Estado debería remitirse pura y únicamente a garantizar la propiedad privada, la seguridad y el derecho de cada persona a hacer lo que le plazca con su vida. Estas son, en una síntesis muy breve, las ideas que contiene Anarquía, Estado y Utopía, un libro que apareció en Estados Unidos en 1974 y se convirtió desde entonces en una especie de biblia del libertarismo, corriente forjada hacia los años 60 del siglo pasado y opuesta al Estado de Bienestar, nacido luego de la Segunda Guerra para paliar la devastación económica, social y moral que la conflagración dejó como saldo en Occidente.

El autor de ese libro es Robert Nozick (1938-2002), filósofo que enseñó en las universidades de Harvard, Columbia, Princeton y Oxford. En un principio de su carrera adhirió a lo que se conoció como Nueva Izquierda, aunque su posterior encuentro con las ideas de la Escuela Austriaca, nacida en Viena a comienzos del siglo veinte, lo impulsó a virar sus puntos de vista y terminó siendo un ícono de los movimientos de derecha ultraliberales y conservadores, adoradores del mercado y denigradores del Estado y de sus funciones sociales. Economistas como los austriacos Ludwig von Mises (1881-1973) y Friedrich Hayek (1899-1992) y el estadounidense Milton Friedman (1912-2006), y estadistas como Margaret Thatcher y Ronald Reagan, por citar algunos nombres, son representativos de esas ideas.


Mercado libre

Aunque Nozick se mostró posteriormente disconforme con varias de sus propias ideas, las que en el libro están desarrolladas de un modo a menudo complejo y oscuro, sus revisiones no tuvieron la misma repercusión que aquella obra y el libertarismo sigue abrevando en ella. Como lo define Michael J. Sandel (uno de los más respetados filósofos políticos de hoy) en su imprescindible libro Justicia, ¿hacemos lo que debemos?, el credo libertario puede sintetizarse así: Soy el dueño de mí mismo. Si soy mi dueño soy el dueño de mi trabajo y tengo derecho a quedarme con el 100% del fruto de él, porque si cedo parte de ese fruto a otro (el Estado, por ejemplo) este se convertiría en mi dueño. Como soy el dueño de mí mismo puedo hacer con mi persona lo que yo quiera, siempre que no perjudique a otros.

Cuando en una sociedad existe una marcada desigualdad la libertad termina siendo simplemente libertad de mercado, y los más libres son los que más tienen. Si se dispone de menos recursos hay menos margen de elección y, en palabras de Sandel, “el libre mercado, para quienes no tienen mucho donde elegir, no es tan libre”.

En su análisis crítico del libertarismo Sandel pone ejemplos como el del alquiler de vientres, la compraventa de niños, la venta de órganos o los ejércitos privados. Alquilar un vientre, dice, es un lujo que los pobres no se pueden dar. Y quienes alquilan sus vientres no lo hacen por mero ejercicio de su libertad, sino por necesidad económica. A su vez quien vende un órgano tampoco lo hace como un ejercicio de su libertad, sino como recurso desesperado de supervivencia. Nuevamente, ningún rico vendería un órgano, pero sí un pobre extremo. Si, ejerciendo la libertad de protegerse, quienes cuentan con recursos arman sus propios ejércitos privados, viviríamos rodeados de ejércitos de mercenarios, que no estarían al servicio de una bandera o una causa, sino de intereses particulares. Sus integrantes serían, como los órganos o los vientres, mercancías sujetas a la posibilidad de ser compradas o vendidas.


Libertad desigual

El autor de Justicia, ¿hacemos lo que debemos? vincula de esta manera la libertad de mercado, preponderante en la visión libertaria, con la moral. Al priorizar de una manera acrítica la libertad como un fenómeno abstracto, desligado de connotaciones sociales, se incentiva el utilitarismo, el egoísmo, la indiferencia por el destino colectivo, las visiones comunes y se va en contra de la naturaleza de los humanos como seres sociales que se necesitan mutuamente (no única y necesariamente para transacciones de mercado).

Como advierte con razón Sandel, no todo en la vida se puede medir por su beneficio económico o su valor de uso, por mucho que se mencione para ello a la libertad. Las personas se respetan, los objetos se usan y no todo se puede comprar, aun en un mercado libre.

Gritar “Viva la libertad, carajo” puede sonar atractivo y atraer multitudes justificadamente hartas de la desigualdad, de la injusticia, del deterioro social y de la pérdida de sueños y proyectos. Pero seguir ese grito atraídos por su sonido, sin averiguar de qué libertad se habla y cuáles son sus parámetros morales, encierra un riesgo grave. Hay llamados a la libertad confusos y engañosos que solo conducen a mayor desigualdad, menor empatía social y menor solidaridad.

domingo, 11 de junio de 2023

 

Un futuro sin trabajo

Por Sergio Sinay



Un futuro sin trabajo

Por Sergio Sinay

 

En los años 30 del siglo anterior la fábrica Ford era un modelo virtuoso de la segunda Revolución Industrial. La primera Revolución ocurrió en el siglo dieciocho con la aparición de la energía de vapor, y la segunda hacia fines del diecinueve con la electricidad, la línea de montaje y la producción en masa. Esto descollaba en la fábrica de automóviles creada por Henry Ford en Michigan, Estados Unidos. Y a eso apuntaban las nuevas industrias. Fin del artesanado y de las habilidades individuales, implantación de movimientos repetitivos y mecánicos en la línea de montaje, subordinación del humano (y sus decisiones) a los ritmos y los tiempos de la máquina. Lo que Charles Chaplin retrató de manera genial e imperecedera en la película “Tiempos modernos”.

A la segunda Revolución Industrial le siguió la tercera, en la mitad final del siglo veinte, con el advenimiento de la computadora, internet y la tecnología de la información. Pero la historia no termina ahí. La cuarta Revolución Industrial está entre nosotros, liderada por la robótica y la inteligencia artificial (IA). En un ensayo publicado el 2 de mayo de este año en la Harvard Business Review, W. Chan Kim y Renée Mauborgne, profesores de estrategia y codirectores del Instituto de Estrategia del Océano Azul de INSEAD (Instituto Europeo de Administración de Negocios) en Fontainebleau, Francia, advierten sobre el lado B de este fenómeno que hoy produce euforia entre los tecno adictos. “Las nuevas tecnologías están en camino de desencadenar saltos en la productividad mayores de lo que hemos visto antes. Y con estos saltos en la productividad vendrán costos cada vez más bajos y mayores eficiencias, lo cual es bueno”, admiten Chan Kim y Mauborgne. Sólo que hay un problema, agregan de inmediato.

 

FIN DE LA ESTABILIDAD

Ese problema está a la vista y ya produce consecuencias. En el modelo de producción de Ford la rutina y la repetición sometían al operario a la máquina, pero al mismo tiempo le ofrecían estabilidad laboral. Y con esa estabilidad algo de lo que alardeaba el señor Ford: gracias a ese trabajo estable, y al salario que ganaban con él, los operarios podían comprar los autos que ellos mismos fabricaban, al tiempo que eran dueños de sus puestos. En “El mundo sin trabajo”, libro escrito a dúo por el antropólogo y cineasta italiano Rudy Gnutti y el sociólogo y pensador polaco Zygmunt Bauman (1925-2017), los autores señalan la interdependencia que existía entre capitalistas y trabajadores: “Los trabajadores dependían de Henry Ford para obtener su salario, pero Henry Ford y su empresa dependían de los trabajadores para que fabricaran sus productos, y para asegurarse de eso debía ofrecer condiciones más o menos duraderas para que siguieran trabajando allí”.

La cuarta Revolución Industrial vino a quebrar esta lógica, en un mundo donde no sólo los puestos de trabajo son inestables o perecederos, sino que también lo son las marcas y las empresas, cuyos dueños ya no dan la cara con el orgullo con el que lo hacían Ford y sus contemporáneos, sino que ni siquiera se sabe quiénes son. La mayoría de las veces se trata de accionistas anónimos, fantasmáticos, o de fondos de inversión que buscan ganancias rápidas antes de desaparecer o de ir por nuevos cotos de caza. Gracias a las nuevas tecnologías y a la digitalización del mundo, existe una realidad virtual en la que, como advierten Gnutti y Bauman, los nuevos capitalistas, esencialmente financieros, “no tienen que esforzarse mucho, solo con sus dedos pueden mover sus capitales y llevarlos a cualquier lugar”. Mientras eso ocurre, quienes pierden sus trabajos debido a esos movimientos siguen fijos en sus lugares, arraigados al suelo. Y, como señalan estos autores, si bien el progreso tecnológico hace crecer el pastel (la riqueza), no existe ninguna regla ni ley económica según la cual todo el mundo se beneficiará de eso. “Las empresas más importantes del planeta crean una riqueza inmensa, afirman, pero por sus características tecnológicas emplean una cantidad ridícula de trabajadores respecto a las inmensas empresas del pasado (Facebook, Amazon o Google, respecto a la Ford, por ejemplo)”.

Se habla mucho de supuestos nuevos empleos y profesiones que nacerán al compás de las flamantes tecnologías, pero mientras permanecen en el plano de la fantasía o la suposición, se sabe con certeza el trabajo que se va perdiendo. Oxford Economics, firma global de pronóstico y análisis cuantitativo, pronostica que las máquinas inteligentes eliminarán unos 20 millones de empleos industriales en todo el mundo durante la próxima década. La Brookings Institution, centro de investigación sin fines de lucro, pronostica que el 25% de los trabajadores estadounidenses correrán el riesgo de ser desplazados en las próximas décadas. Eso se traduce en unos 36 millones de empleos en riesgo de eliminación. Apenas un reflejo de lo que puede ocurrir en el planeta. Chan Kim y Maugborne ofrecen, a su vez, estos ejemplos: Procter & Gamble aumentó sus ventas de $ 40 mil millones de dólares en 2000 a $ 67 mil millones en 2018, pero redujo su fuerza laboral en el mismo período de 110,000 a 92,000 puestos. Y aunque las ventas en General Motors, alguna vez rey automotriz del mundo, se redujeron de $ 166 mil millones en 1998 a $ 147 mil millones en 2018, el número de sus empleados se desplomó de 608,000 a 173,000, una pérdida del 71%. Parece, concluyen, que la tecnología está reduciendo la necesidad de mano de obra en todas las industrias.

 

EL PERRO SE MUERDE LA COLA

Y esto nos lleva de regreso al problema que mencionan los propios Chan Kim y Mauborgne, al que describen así: “Para comprar bienes y servicios de menor precio ofrecidos por la moderna tecnología, y disfrutar de un nivel de vida más alto, no hace falta decir que las personas deben tener empleos e ingresos sólidos. Sin ellos, no importa cuán eficientes, de bajo costo y de alta calidad se vuelvan los bienes y servicios a través de los avances tecnológicos, la gente no tendrá los medios para comprarlos. Y si no puede comprarlos, la relación establecida desde hace mucho tiempo entre una mayor productividad y un nivel de vida creciente se vuelve ilusoria”.

Más claro, agua. El perro se muerde la cola. Como apuntan Bauman y Gnutti, cuánto más tecnológica es una sociedad, más rápidamente destruye lugares de trabajo. Y el trabajo en la vida humana no es solo productividad y generación de riqueza. Es fuente de sentido existencial, escenario de manifestación de vocaciones, talentos y potencialidades, espacio de expresión de valores y reafirmación de principios, origen de vínculos importantes en la vida de las personas, capítulo trascendente en la historia de cada individuo y oportunidad de dejar una huella de su paso por la vida y por el mundo. Desde que el hombre descubrió el fuego la tecnología es parte de la historia humana. Toda la humanidad debe ser su heredera y la beneficiaria de su acción y no solo una pequeña parte a expensas de una enorme mayoría, como bien dicen Gnutti y Bauman. No es útil cuando genera más ganancias económicas, sino cuando permite a más personas trabajar, relacionarse y vivir mejor en un planeta mejor cuidado. El tema central no es hoy el del futuro del trabajo, sino el de un futuro sin trabajo. 


miércoles, 7 de junio de 2023

 

La decencia social

Por Sergio Sinay




 “La humillación es un tipo de conducta o condición que constituye una buena razón para que una persona considere que se le ha faltado el respeto”. Con esta frase se inicia La sociedad decente, inspirado libro de Avishai Margalit (profesor de filosofía israelí, que enseña en el Instituto de Estudios Avanzados de la Universidad de Princeton, Estados Unidos). El libro es tan potente como necesario por las ideas sobre las que gira y que son aplicables a todos los grupos humanos (organizaciones, familias, grupos de trabajo, consorcios, etcétera). Las sociedades y las organizaciones decentes no humillan a sus miembros, dice Margalit, los respetan. Respeto y humillación son los términos que delimitan si una sociedad o una organización es decente o no lo es. En aquellas que lo son, sus partes cumplen debidamente con la función de garantizar el respeto a las personas, a su condición de sujetos. Ese es un deber de las instituciones y un derecho de las personas. Hay humillación cuando un grupo, desde una posición de poder, excluye a otros y la sociedad o la institución queda reducida a los que comparten ideas e intereses. Donde se no se admite diversidad y disenso no hay respeto.

Existe humillación, desde esta perspectiva, cuando las instituciones invaden las vidas privadas de las personas (según el profesor Margalit una sociedad que permite la vigilancia institucional de la esfera privada, “comete acciones vergonzosas”). Hay humillación cuando la burocracia, que se financia con dinero público proveniente de los impuestos, trata a los ciudadanos como números o como medios para los fines del gobierno. Y cuando la burocracia privada hace lo mismo en su ámbito.

Las sociedades humillantes quitan autonomía a los necesitados y los acostumbran a vivir de subsidios empujándolos a dudar de su propia capacidad de auto sustentación y naturalizando así su condición. Se crea entonces una dependencia perversa. Una sociedad es humillante cuando dificulta la creación o mantención de puestos de trabajo, cuando crea condiciones para el aumento del empleo marginal (en negro) o cuando otorga trabajo como una dádiva, cuando en verdad el trabajo es un derecho. Ningún gobernante debería ufanarse de crear empleos, ya que ese es un deber y no una opción. Una sociedad es decente cuando trata con respeto (“pero no con honores”, subraya Margalit) a sus delincuentes y hace cumplir los procedimientos de castigo. Para ello, debe existir la justicia, porque si esta es funcional a los intereses del poder o a cualquier maniobra corrupta, solo contribuye a la humillación (sobre todo de las víctimas del delito).

Una sociedad no es decente porque es justa, señala el pensador israelí, sino que es justa porque es decente. Su propuesta para salir de la humillación incluye como primer paso la recuperación del respeto de cada quien por sí mismo. Esto es diferente de la autoestima. La autoestima consiste en la apreciación que cada quien tiene de sí, independientemente de la mirada ajena. El respeto a uno mismo es tal cuando el individuo hace que otros, incluidas las instituciones y los gobernantes, lo respeten como lo que es: una persona. Esto significa que no lo manipulen, que no le mientan, que no lo desprotejan, que no restrinjan sus derechos, que no violenten su intimidad y su privacidad, que no descalifiquen sus ideas. 

viernes, 26 de mayo de 2023

 

En defensa de la duda

Por Sergio Sinay




 

 

Es imposible no dudar y es imposible no decidir (por acción o por omisión). Dudamos y decidimos. A menudo lo hacemos del mismo modo en que respiramos o caminamos. Sin pensarlo o sin ser conscientes de ello. Dudar es parte de la vida. Y a lo largo de ella hemos resuelto dudas y tomado y ejecutado decisiones. Si ponemos el acento en la decisión y no en la duda, estamos privilegiando el resultado por encima del proceso necesario para alcanzar ese resultado. Pareciera que duda y decisión fueran términos antagónicos. Quequien sabe decidir no duda y el que duda no es confiable en sus decisiones. Sin embargo, duda y decisión son términos complementarios, partes de un proceso de resolución de situaciones.

La duda es un período necesario en todo proceso de decisión. Durante ese período acopiamos información (racional, fáctica, emocional y afectiva) sobre las opciones que se nos presentan y, especialmente, acerca de nuestros propios aspectos o facetas interiores que se expresan en esta situación.

Quizá la duda es una maestra. Se presenta para que, afrontándola, podamos descubrir qué parte de verdad hay en cada una de las alternativas que se nos ofrecen. Si podemos reconocer lo esencialmente verdadero de cada opción, se reducirán los márgenes de error de nuestra decisión. Porque ninguna duda se resuelve de manera integradora y armónica mediante la exclusión o descalificación de uno de los términos. Como todo desacuerdo, la duda no debe ser rechazada ni cancelada, sino resuelta. Resolver es encontrar un nuevo estado a partir de los elementos dados. Es transformar, encontrando cuotas de verdad en cada opción.

Muchas veces resolver una duda es crear una nueva opción, no contemplada en el principio. Más allá de los resultados aprender a dudar, es aprender a decidir.

domingo, 14 de mayo de 2023

En la era del autobombo

 

En la era del autobombo

Por Sergio Sinay

 

 


Corren tiempos de ansiedad, velocidad, alienación, indiferencia, globalización, soberbia tecnológica, etcétera. Y es también la era del autobombo. De la literatura del yo, el narcisismo, la primera persona del singular, la indiferencia ante el otro, la auto celebración, las selfies, e incluso la victimización ante cualquier obstáculo a los propios deseos. La era de un yo sin tú. El filósofo existencialista austríaco israelí Martín Buber (1878-1965), decía que la palabra “yo” solo adquiría sentido ante la presencia de un “tú”, pues de lo contrario nada significa. Y al pronunciarla nos convertimos en el tú del otro, del prójimo, quien se percibe a sí mismo con el vocablo “yo”. Por lo tanto, yo-tú es una sola palabra, según Buber la palabra primordial, base de toda experiencia humana.

La cultura del autobombo destruye la palabra primordial. El diseñador de modas y prestigioso perfumista francés Serge Lutens dice que se pasó de la cultura del “saber hacer” a la del “hacer saber”. Poco importa el valor, la trascendencia, el sentido, el basamento moral o la huella que se dejará en el mundo para mejorarlo. La cuestión esencial es ser visto, tener seguidores, “fans”, estar en los medios, ser nombrado, generar impactos efímeros y banales pero visibles y audibles. Es el tiempo de los “influencers”, de los “youtubers”. Dos raras e insólitas profesiones nacidas al calor de internet y de las redes sociales. Consisten en ser famoso, no importa el motivo.

 

ACTUAR CON EGOÍSMO

No es algo nuevo. El 31 de agosto de 1997, antes de las redes, la revista de negocios “Fast Company” (hoy existe en versión digital) publicaba un artículo de Tom Peters, célebre gurú del marketing, en el que incitaba a sus lectores a convertirse ellos mismos en marcas. El nuevo mundo es el mundo de las marcas, anunciaba Peters en ese artículo titulado precisamente “Una marca llamada tú”, y en lugar de llevar distintivos ajenos (como los que se lucen en remeras, sacos, tazas, lapiceras, relojes, vaqueros y hasta tatuajes) es hora de lucir el propio, de convertirse uno mismo en etiqueta. Sin metáforas, el gurú aconsejaba: “Preguntate por qué querés ser famoso”. Y señalaba que, fuera cual fuese el motivo, este y el contenido son menos importantes, que el chisporroteo. No hay límites, apuntaba, para el modo en que puedes crear y reforzar tu perfil. Todo vale. Es así como lo hacen las grandes marcas y solo se trata de imitarlas. Desarrollar, insistía Peters, el poder de la influencia. Se estaba adelantando a la era de los “influencers” y los “youtubers”, los estaba anunciando. “Puede sonar egoísta”, escribía. “Pero esto requiere que actúes egoístamente: que te promociones, que el mercado te recompense”.

Más tarde, en 2005, el filósofo francés Giles Lipovetsky publicaba un ensayo ya clásico: “La era del vacío”. El consumismo desbocado, el individualismo feroz, la adicción a lo nuevo por lo nuevo mismo, la obsesión por el cuerpo, la indiferencia ante los temas colectivos y sociales, el hedonismo, la pasión por lo efímero y descartable (incluidas las personas), la seducción por lo banal y superficial. Algo que el sociólogo polaco Zygmunt Bauman (1925-2017) bautizaría como “tiempos líquidos”. Una existencia carente de sentido. Su precio es la angustia existencial, que ningún psicofármaco puede remediar, aunque se los consuma masivamente como golosinas. En ese vacío flotan preguntas que abruman desde la consciencia o desde el inconsciente. ¿Para qué vivo? ¿Quién soy? ¿Existo? Las respuestas nunca están afuera de cada individuo, sino en lo más profundo de sí, un espacio al que se teme bajar. Para evitarlo hay quienes hacen lo que fuere, desde las conductas, hasta las vestimentas o la martirización de sus cuerpos a través de piercings, tatuajes, dietas o cirugías. La cuestión es llamar la atención, ser visto, que la mirada ajena diga que uno existe. Otros buscan respuestas en la adhesión masiva a ídolos que incluyen desde políticos hasta cantantes, deportistas, performers o, simplemente, influencers. La masividad y los fanatismos son anestésicos para el dolor de la consciencia y para diluir la responsabilidad sobre la propia vida.

 

CONVERTIRSE EN PRODUCTO

En ese campo fértil florecen influencers, “youtubers” y una amplia fauna de famosos. Se auto celebran y buscan afanosamente la celebración ajena. En una nota de la periodista Karelia Vázquez para el diario español El País en febrero de 2022 Steven P. Vallas, profesor de Sociología del Trabajo en la Northeastern University de Boston dice: “Aunque podría pensarse que construir una marca personal es inevitable en el capitalismo tardío, se trata de un argumento que pone el éxito por encima de la autenticidad a un costo muy elevado. Me pregunto, ¿por qué utilizar el discurso del branding (marcas)? Veo un problema cuando nos consideramos a nosotros mismos como productos cuyo valor debe expandirse como sea por nuestro propio bien”. A su vez el académico canadiense en ciencias políticas David Zweig celebra a quienes se resisten al autobombo y la autocelebración: “De hecho, la ausencia de autobombo ha sido parte de su éxito. No estoy sugiriendo que haya que esconder los méritos, pero buscar el reconocimiento a toda costa no es el mejor camino para la realización”.

El autobombo abarca no solo a figuras del espectáculo, la moda, la canción, la literatura, los medios, el deporte o la simple nada, sino también a científicos y políticos. En 2019 un estudio de la revista Nature mostraba que muchos de los más renombrados científicos del mundo, incluidos premios Nobel, se citan a sí mismos permanentemente e incluso cuentan con equipos encargados de hacerlo. Cuando Santi Maratea alardea de la mansión que alquila en Bariloche para sus vacaciones (gracias sus acciones filantrópicas) y admite que para salvar al club Independiente de sus deudas él cobra un 5% de los aportes de los hinchas, simplemente confirma que en la era del autobombo lo que importa es el negocio. El contenido es medio para un fin.

lunes, 1 de mayo de 2023

 

Cooperar o agrietarse


Por Sergio Sinay





 

Charles Darwin, el célebre naturalista inglés que en el siglo diecinueve revolucionó y transformó el paradigma sobre la evolución con su libro El origen de las especies, señaló que la necesidad de cercanía y pertenencia son un instinto prioritario en nuestra especie. Para él aquellos dos atributos se anteponen a la agresividad. Ésta y el miedo aparecen como reacción contra lo que amenaza la vida. Según Darwin, el objetivo inicial del ser humano en el planeta es el de cooperar para vivir.

Para lograr este propósito cada humano necesita de sus congéneres. No sobrevive en la soledad absoluta, del mismo modo que una planta no sobrevive sin riego. Nos regamos con nuestra mutua presencia. Es imposible pensar en valores esenciales como la sinceridad, la confianza, la honestidad, la empatía, la generosidad o la responsabilidad sin la presencia de otro. Se manifiestan siempre hacia y desde otro, si no se expresan en una interacción y en una relación pierden sentido, dejan de existir. Lo mismo ocurre con el amor. Esto es tan obvio y natural que no pensamos en ello y olvidamos que se trata de un hecho constitutivo de la existencia.


La palabra primordial

Solo podemos ser a partir de vincularnos. Como afirmó Martín Buber (1878-1965), filósofo existencialista israelí nacido en Austria, no hay un yo sin un tú. En su esencial ensayo titulado precisamente “Yo y Tú”, Buber señala que no se trata de dos términos, sino de una sola palabra, a la que llama “palabra primordial” por considerarla fundadora de la experiencia humana. Soy en relación con otro. Soy en tanto, ante mí, otro es. Y llegados a este punto, todos los vínculos imaginables y posibles entre los más de 8 mil millones de humanos que poblamos la Tierra, así se trate de vínculos íntimos y privados hasta públicos y colectivos, serán siempre relaciones entre seres diferentes. Entre individuos únicos. Desde que hubo dos humanos en la superficie del planeta ha sido siempre así y así siempre será.


“Ellos” y “Nosotros”

 Si bien las similitudes nos acercan, facilitan las elecciones entre unos y otros y nos permiten reconocernos como congéneres, hay más diferencias que semejanzas entre todos nosotros. Es lógico y natural. Por eso cada uno es original y único. Y en las diferencias se basa el potencial de todo vínculo, porque lejos de restar suman. Ningún individuo es completo y autosuficiente, a todos nos falta algo que otro tiene, todos tenemos algo que a otro le falta.

Cuando se pierde la capacidad de pensar (un don humano poco apreciado en la práctica) dejamos de comprender y apreciar el valor de las diferencias. Vemos lo distinto en el otro como una amenaza, como un obstáculo. Solo confiamos en quienes piensan como nosotros, en quienes tienen nuestros mismos gustos, en quienes ven todo del mismo color en que lo vemos. Y creamos con ellos una tribu en la que solo pueden entrar los semejantes. Todos los demás son adversarios o enemigos. El mundo se divide a partir de ahí en “ellos” y “nosotros”. En “nosotros” contra “ellos”. “Nosotros”, por supuesto, somos mejores que ellos, las virtudes son propias, los defectos son ajenos. Así será hasta que, dado que no hay dos seres humanos iguales, descubramos que también entre nosotros hay diferencias y comiencen los enfrentamientos dentro de la tribu.


Diferencias y diferencias

Esto no es otra cosa que la génesis de las grietas. Y puede verificarse, como de hecho ocurre, en todos los órdenes de la vida en sociedad. Las grietas no son solo políticas, las hay en el deporte, en la economía, en las organizaciones, en las familias, en los grupos de trabajo, en las universidades, entre profesionales y trabajadores de un mismo ámbito, hay grietas de género, de nacionalidad, de religión, de raza. Se da hoy la patética ironía de que, en una era en que se habla hasta por los codos de globalización y se la presenta como la panacea universal, vivimos en un mundo fragmentado y agrietado por donde se lo mire.

En su libro El cerebro moral la filósofa canadiense Patricia Churchland, autoridad en el campo de la neurofilosofía (disciplina que cruza la filosofía con la neurociencia) advierte que cuanto más crecen los grupos sociales y cuanto más complejas se hacen su organización y sus interacciones, más difíciles de resolver son los problemas que se presentan, y que precisamente por ese motivo resultan más necesarias la cooperación, la confianza, la búsqueda de propósitos comunes, el establecimiento de códigos y normas de convivencia y de relación y el respeto de estos.

Nada de esto quita que no todas las diferencias son conciliables. Las de valores no admiten concordancia, y quien la proponga erra el camino en nombre de una “corrección” o un “buenismo” estériles. Pero salvo las diferencias de valores (o las que nacen de la intolerancia religiosa), las hay que son naturalmente complementarias y otras, acaso las más numerosas, que, aunque no se complementen naturalmente, entregan una rica materia prima para construir relaciones sólidas, con cimientos firmes. Son las diferencias abordables, aquellas en las que se aprende a dar para recibir, a resignar para engrandecer, a escuchar y mirar para comprender. Las que, aceptadas, se convierten en puentes para atravesar grietas.

(Este artículo es una síntesis de la columna Cómo abrir y cerrar grietas, que publiqué en el diario El Día, de La Plata, el 30/4/2023)

sábado, 15 de abril de 2023

 

Mentirosos

Por Sergio Sinay




 

 

Todos mienten. Dicen una cosa y hacen otra. Emiten una promesa y la incumplen. Expresan algo hoy y lo contrario mañana. Reniegan de su pasado como si no lo tuvieran. Si se les pone delante de las narices las evidencias de sus mentiras (en forma de textos, fotos, audios, videos, documentos que llevan su firma) lo niegan y, en el último de los casos, dicen, sin que se les mueva una pestaña ni les aparezca un asomo de rubor, que fueron sacados de contexto. Sean presidente, vicepresidenta, ministro de economía, vocera presidencial, jefe de gabinete, canciller, diputados, o se trate del cargo o la función que se tratase, mienten. Cuanto más ambiciosos (por ejemplo, si van detrás de una candidatura) más mentirosos. Cuanto más desesperados (por ejemplo, en el final de sus penosas gestiones o si huelen la sombra de la Justicia), más mentirosos. Y siempre negadores de lo evidente.

Acaso nunca hayan mentido tanto y tan burdamente como ahora, en el ocaso de una experiencia monstruosa, que nació hace cuatro años y fue calificada, incluso por quienes hoy olvidan u ocultan haberlo hecho, como una genial maniobra política, cuando fue en realidad otra torpeza de quien siempre eligió mal. Pero siempre mienten. Y, más allá de la indignación a menudo impotente que generan en grandes sectores de la sociedad, terminan por imponer la mentira como única verdad. Al menos para ellos se naturaliza de tal manera, es hasta tal punto su modo de vivir, que termina por ser la única verdad.

En el libro Por qué mentimos (cuyo título original en inglés es The honest truth about dishonesty) el estadounidense Dan Ariely, criado y educado en Israel, psicólogo conductual especializado en economía del comportamiento y premio Nobel de Medicina 2008, ofrece algunas pistas para comprender, aunque jamás justificar, este tipo de comportamiento. Una cosa es irritarse por fraudes y mentiras menores a cargo de personas en definitiva irrelevantes, dice Ariely, y otra es la institucionalización del fraude a escala mayor. Este es posible, señala, cuando unos pocos con información y poder privilegiado se desvían de la norma y contagian a los de a su alrededor, quienes además contagian a otros hasta que en un tiempo relativamente breve todos quienes actúan así empiezan a considerar adecuada sus propias conductas. Tan adecuadas y normales les parece, cabe agregar, que cuando alguien se las señala como fraudulentas son capaces de ofenderse.

Para ilustrar hasta qué punto estas conductas se naturalizan entre los mentirosos y fraudulentos, Ariely cita el caso de Peter Sessions, congresista republicano por Texas, quien preguntado por las decenas de miles de dólares pertenecientes al fisco que perdió en el casino Forty Deuce, de Las Vegas, respondió: “Para mí ya no es fácil saber qué es normal”. Dejemos de lado la anomalía psíquica que sugiere la pérdida de contacto con la realidad, un delirio que suele ser habitual en casos de ambición desbordada, e imaginemos qué respondería, en un raro caso de sinceridad, alguno de nuestros numerosos embusteros y fraudulentos si tuviera que dar cuenta de sus trapisondas. Posiblemente lo mismo que Peter Sessions. Y, una vez más, esto no lo justificaría.

Ariely advierte que cuando el fraude y la mentira se instalan como única verdad en un determinado ámbito la propagación del virus es tan veloz y extendida que ya no importan las diferentes ideologías o los distintos orígenes de los infectados, y estos, aunque en apariencia se digan opuestos o adversarios entre sí, son mucho más parecidos de lo que se piensa. En el caso de la política, señala, esto crea las condiciones bajo las cuales la conducta poco ética de cualquier mentiroso o fraudulento traspasa las fronteras de su partido e influye en otros con independencia de su filiación. 

Cuando aparece el fantasma de la deshonestidad, afirma el autor de Por qué mentimos, nace también el autoengaño, y los deshonestos (sea su deshonestidad moral o económica) se dan excusas para crearse una opinión positiva sobre sí mismos. Escuchémoslos hablar, veámoslos actuar, y todo quedará confirmado.

(Publicado originalmente en Perfil el 2 de abril de 2023)

lunes, 20 de febrero de 2023

 

Explorar nuestra sombra

Por Sergio Sinay




 

 

Toda sociedad necesita sus psicópatas. Y los encuentra. El psicópata es, generalmente, un individuo “normal” y hasta “honorable”. Suele aparecer como como encantador y rápidamente conecta con nuestros anhelos emocionales, de manera que lo sentimos empático. Ese es el triunfo de su aspecto manipulador. No tiene escrúpulos ni repara en medios para obtener su fin. Necesita sentirse importante para compensar un profundo vacío interior, que esconde un complejo de inferioridad. Siente, a raíz de esto, una rabia desproporcionada que finalmente lo torna violento emocional o físicamente. Carece de nociones de bien y mal ignora o disfruta el sufrimiento ajeno, y no tiene reparo en provocarlo. Se suele adjudicar a sí mismo una misión a partir de la cual todo le está permitido. La ley que rige para el resto de la humanidad, no rige para él, no tiene conciencia social ni de pertenencia a la comunidad, pero, en la persecución de su fin, puede actuar como si los tuviera. Así lo describe la respetada psicoterapeuta y astróloga británica Liz Greene, en “El lado oscuro del alma”, apasionante libro que recoge tres de sus seminarios dictados en el Regent College, de Londres.

Diferentes corrientes de la psicología y la psiquiatría discuten si los psicópatas nacen o se hacen. Si sus características vienen dadas de origen o son producto de su historia personal y familiar y de la sociedad en la que se criaron. Greene piensa que se trata de una combinación de factores. Todos podríamos actuar como psicópatas, pero no lo somos por diferentes razones, que van desde el miedo al castigo hasta creencias y valores. Aprendemos de nuestras experiencias, sobre todo de las dolorosas y vergonzantes, conocemos el arrepentimiento. Nada de esto ocurre con el psicópata. Para él las culpas están siempre afuera, no admite responsabilidad y es capaz de convencer a quien lo escucha de que las cosas son así. Conviene considerar todas estas cuestiones antes de apresurarnos a calificar a alguien de psicópata. Hay una línea ambigua entre quien lo es y quien comete actos delictivos o aberrantes pero es capaz de arrepentirse, de intentar la reparación y de encontrar caminos de redención. El psicópata, señala Greene, al verse acorralado y puesto en evidencia puede deprimirse e incluso suicidarse, pero lo hará sin auténtico sufrimiento emocional y sin arrepentimiento. Por lo demás, no existe cura para la psicopatía.

 

NUESTRA OSCURIDAD

¿Por qué la sociedad necesita de psicópatas? En realidad, necesita que ellos actúen como tales, que cometan los actos más extremos y, sobre todo, que sean descubiertos y castigados. Cuando esto ocurre el psicópata se convierte en el depositario de la sombra colectiva. El eminente médico, psicólogo y pensador suizo Carl Jung (1875-1961), padre de la psicología analítica y arquetípica y gran estudioso de los fenómenos del inconsciente colectivo (al que definió y bautizó), definió a la sombra como la parte oscura de nuestra propia mente. Es una especie de sótano en el que enterramos con doble llave todo aquello que negamos, rechazamos, no soportamos o ignoramos de nosotros mismos. Escondemos eso detrás del ego o personalidad, o sea el carácter con el que salimos al mundo y nos mostramos ante los demás. Nuestro ropaje psíquico. El ego no es anómalo de por sí. Del mismo modo en que vestimos nuestro cuerpo para transitar por la vida, necesitamos “vestir” nuestra psique. Pero así como no confundimos nuestra ropa con nuestra piel, no deberíamos creer que somos nuestro ego. Al hacerlo nos convertimos en individuos planos, sin volumen ni detalles, figuras rígidas sin riqueza y sin humanidad.

Mientras tanto, lo que está escondido en el sótano, la sombra, busca por donde salir. Como todo lo negado, necesita expresarse. El hecho de haber sido escondido no lo hace desaparecer. Y suele salir como proyección. Depositamos en otros lo que negamos en nosotros. De ellos es la mezquindad, la cobardía, la intolerancia, la soberbia, la deshonestidad, el egoísmo, la violencia, la intemperancia que decimos (y nos decimos) no tener. Rápidamente lo identificamos en los otros. Mucho más rápidamente cuando en ellos esos rasgos son evidentes. Y cuanto más queremos negarlos como proyección de lo nuestro, más indignación, rechazo, ofensa sentimos hacia esas personas. Siempre conviene preguntarse qué tiene de nosotros aquel a quien tanto odiamos o rechazamos, porque acaso se trate de un espejo, aunque nos neguemos a mirarnos en él.

Cuando vemos en el otro un acto repudiable nos sentimos aliviados. Es él, y no nosotros, quien lo comete. Su acción o su palabra indeseable nos exime de culpa . Podemos seguir escondiendo nuestras zonas oscuras, negándonos a ver en nuestra interioridad. El problema, señalaba Jung, es que quien no enfrenta su sombra queda atrapado en su ego y nunca podrá avanzar hacia las capaz más profundas de su ser, a las que el maestro suizo definía como el yo (donde sombra y ego se integran) y el Sí Mismo (la esencia profunda y sagrada del ser único, inédito e intransferible que cada uno es). No alcanza una vida posiblemente para encontrar el Sí Mismo. Pero, decía Jung, emprender el viaje da sentido a la existencia. Y advertía, también, que la travesía encierra tramos tan dolorosos como inevitables.

 

PSICÓPATAS FUNCIONALES

Así como hay un inconsciente individual y uno colectivo (en el que, como en un reservorio submarino, están todos los sueños, las vivencias, los aprendizajes, los símbolos y los arquetipos que la humanidad creó o recogió en su historia y evolución), existen también una sombra individual y una sombra colectiva. En esta última se oculta todo aquello que una sociedad, una comunidad, un grupo o una familia niegan, rechazan, ocultan o ignoran a nivel consciente de sí. Como en el caso de la sombra individual, lo que oculta la sombra colectiva pugna por ver la luz. Se rebela al hecho de ser negado. Y este es el motivo por el cual la sociedad necesita de sus ladrones, sus asesinos, sus deshonestos y, sobre todo, de sus psicópatas. Para poder decir de sí misma que es honesta, moralmente recta, sincera, sana, familiera, amiguera, pacífica, etcétera, etcétera. Su propia violencia, su capacidad de odiar, su intolerancia aparecen cuando, una vez en evidencia el psicópata, el asesino, el delincuente, se lo quiere linchar, se pide pena de muerte inmediata, se lo enjuicia antes que los jueces, se lo escracha. Sería doloroso verlo como producto de la misma sociedad, como alguien que hizo lo que cualquiera evitó hacer no por una cuestión moral sino porque no se atrevió o porque temió el castigo.

Casos como los de Fernando Báez o Lucio Dupuy (en los que la psicopatía afloró de manera brutal) merecen sin duda justicia, aunque esta no repare el horror vivido por las víctimas ni les devuelva la vida robada. Pero la reacción y las actitudes de la sociedad (incluidos los medios) fueron una erupción de la sombra colectiva que alcanzó una intensidad inquietante. Cuanto más fuerte es la luz, decía Jung (en este caso la conducta de la sociedad, su hambre de venganza antes que de justicia), más negra es la sombra. Atreverse a entrar en ella puede ser el comienzo de una sanación colectiva.

lunes, 23 de enero de 2023

 

Picoteando vidas ajenas

Por Sergio Sinay





 

 

Apenas nació Truman Burbank fue entregado a un matrimonio de actores contratados para desenvolverse como si fueran sus padres. Ellos lo criaron y Burbank creció y vivió una vida feliz, perfecta, sin contratiempos, en una pequeña ciudad suburbana llamada Seahaven en la que todo era armonía y la convivencia entre los habitantes resultaba ideal. Burbank tuvo una familia y desarrolló una eficaz carrera como agente de seguros. Lo que se dice una vida soñada. Y en realidad lo fue, porque el único que ignoraba que aquella existencia no era real y que todo en Seahaven resultaba falso era el propio Truman Burbank. La ciudad en la que vivía era una escenografía de cartón piedra construida bajo una gigantesca cúpula que la aislaba del mundo real. El cielo siempre azul era también escenográfico y el eterno sol un poderoso reflector eléctrico. El reluciente pasto de los jardines, las calles limpias y ordenadas, todo pura apariencia. Los vecinos no vivían allí, eran extras que se cruzaban estratégicamente con Burbank, e incluso la mujer de la que se enamoró y con la que formaría pareja era una actriz que seguía las líneas de un guion.

Durante treinta años todo esto funcionó. Truman Burbank ignorò que era protagonista de un show televisivo, un reality, de un alto rating alimentado por espectadores que seguían día a día y hora a hora la vida de él, que, manipulado desde el primer minuto de su nacimiento, no era una persona, sino un personaje creado para alimentar el consumo de esos espectadores, dispuestos a malgastar incontables horas de sus vidas espiando las peripecias de otro. El creador de ese exitoso espectáculo fue Christof, un productor obsesivo e implacable, dedicado casi por entero a hacer que el mundo ficticio de Burbank funcionara a la perfección y el rating se mantuviera. Lo consiguió durante treinta años, hasta que una serie de imponderables (la vida real es así, aun para quienes se creen demiurgos) puso al protagonista de cara a la verdad.

 

TIEMPO DE REALIDAD

Durante todo ese tiempo Truman fue una marioneta manipulada para satisfacer la avidez de miles de personas dispuestas a devorar como caranchos la vida de un prójimo. Para desesperación de Christof, que no admitía la autonomía y la libertad de su criatura y lo amenazaba con una desvergüenza psicopática, Truman Burbank (como alguna vez lo hizo Frankenstein, el monstruo triste) escapó de Seahaven hacia el mundo real, dispuesto a ser el dueño de su vida. Cuando Christof explicó las razones para haber creado aquel reality dijo: “Estábamos aburridos de ver actores interpretando emociones falsas”. Tanto él como los espectadores querían alimentarse de las emociones reales de una persona real, aunque para eso hubiera que usar a esa persona despojándola de una vida cierta.

Este es argumento de “The Truman Show”, película que el talentoso director australiano Peter Weir (un lúcido analista de fenómenos sociales y colectivos, como demostró en filmes como “La sociedad de los poetas muertos”, “La ola”, “La costa mosquito” y “Testigo en peligro”, entre otras) filmó en 1998, con Jim Carrey en el papel de Truman y Ed Harris en el de Christof. La película habilita reflexiones sobre varios temas. Por ejemplo: la realidad como ilusión, el derecho a una vida propia y autónoma, la manipulación irresponsable que se suele ejercer desde los medios sobre la mente de los espectadores, y la misma irresponsabilidad de esos espectadores cuando se entregan sin espíritu crítico a lo que se les ofrece consumir.

Quizás sea este último tema el que en estos días conecta poderosamente al “El Truman show”, con la realidad contemporánea. Apenas lanzado simultáneamente en varios idiomas y países, cosa que ocurrió viernes 13 de este mes, el libro “En la sombra” se convirtió en el que más ejemplares vendió en un solo día en el mundo de habla inglesa: un millón y medio de copias en 24 horas. También en Argentina centenares de personas corrieron a las librerías para pagar $8.599 por un tomo de 560 páginas en las que el príncipe Harry cuenta en plan bizarro, sin pudor, con agrio rencor, tanto sus propias bajezas (como vanagloriarse haber matado a 25 personas, como si fueran patos en una cacería, en Afganistán) y varios aspectos oscuros y miserables de la realeza de Windsor, de la cual él forma parte y que series como “The Crown” se cuidan de eludir.

 

En simultáneo con este dramón de palacio (y de los sótanos morales de ese palacio) Shakira, cuyas andanzas amorosas parecen ser menos exitosas que sus canciones a juzgar por lo que se conoce y recuerda de ellas, salió a facturar, según propia confesión, poniéndole una letra rudimentaria y una música elemental (con colaboración del pasadiscos Bizarrap, cuyo nombre artístico lo dice todo) a su trifulca post-divorcio con Gerard Piqué, futbolista en larga decadencia y empresario en alza. El despechado monólogo de la cantante colombiana, abundante en rimas simples e infantiles y carente de cualquier asomo de metáfora, devino, como el libro de Harry en otro plano, en avasallante fenómeno internacional que ocupó horas y páginas en medios gráficos y audiovisuales, en redes sociales y, lo más grave de todo, en las mentes y horas de vida de miles de personas que quizás no tienen cuestiones más importantes en su existencia o acaso las tienen y esto les viene de perillas para fugar de ellas.

 

PREGUNTAS EN ESPERA

En el orden local también hay contenedores con abundante desperdicio existencial para quienes tienen la compulsión de husmear en los sótanos y cloacas de vidas ajenas. En su versión de este año el programa “Gran Hermano” (deplorable uso de la categoría que el gran escritor inglés George Orwell creó en su novela “1984” con un significado muy distinto del presente) volvió a conseguir una cuadrilla de voluntarios dispuestos a destriparse emocional y psíquicamente durante las veinticuatro horas de cada día ante la mirada personas que, mientras se convierten en carne de ratting, encuentran un analgésico para el dolor que provoca el vacío existencial.

Probablemente de eso, del vacío existencial extendido como una pandemia de estos tiempos, es de lo que hablan fenómenos como Harry, Shakira y Gran Hermano. La impudicia de unos por desnudar su intimidad, su carencia de espacios interiores sagrados a resguardo de la intromisión ajena, su necesidad de existir solo bajo la mirada del otro, sin importar si esa mirada horada los rincones más oscuros de uno mismo. Y del otro lado la angurria de quienes no soportan explorar sus propias intimidades, preguntarse por sus necesidades, poner al día sus propósitos e interrogarse, al menos una vez, por el sentido de la propia vida. Porque la vida es una, el tiempo transcurre sin detenerse y hay preguntas que se abren ante nosotros desde temprano y se expanden a medida que pasan los años. Preguntas que solo puede responder cada persona y cuyas respuestas no pueden intercambiarse: ¿para qué nací? ¿cuál es la huella que dejaré, en qué y en quiénes? ¿Hará esa huella que el mundo quede, tras mi paso, un poco mejor de cómo lo encontré? Se responde con una manera de vivir, con un modo de honrar el tiempo que nos es concedido. Y la respuesta es una cuestión de responsabilidad individual. No la dará ni Harry, ni Shakira, ni la tropilla de Gran Hermano.