La oscuridad del prejuicio, la luz de la razón
Por Sergio Sinay
(Del nuevo libro La
aceptación en un tiempo de intolerancia)
Si
la equidad es la alternativa a una igualdad que no respeta las diferencias e
impone reseros de falsa semejanza, ¿qué impide alcanzar esa equidad como un
modo habitual de la convivencia? En primer lugar la equidad requiere reconocimiento
de quién es el otro, de su singularidad. Para que ella exista es
necesario que se acepte que no somos iguales, pero que eso no es excusa para la
injusticia. Ver al otro es, en realidad mirarlo. Si nuestro sentido de la vista
funciona, vemos. Es un fenómeno fisiológico. Si abrimos los ojos y hay luz,
vemos, esto es independiente de la voluntad. Mirar, en cambio, requiere de la
voluntad y de la conciencia. Mirar es discriminar lo que se ve, detectar sus
características, apreciar su especificidad, sus particularidades. Y, a partir
de allí, evaluar, reflexionar. Quien mira a otro, además de verlo, le confiere
existencia.
Cuando
dejamos de mirar a quien está ante nosotros, nace el prejuicio. En ese caso nos
basta con ver para aplicarle nociones y definiciones establecidas de antemano.
Si es pelirrojo, diremos “Como buen pelirrojo etc…”. Si es judío, concluiremos
que, “como todos los judíos, etc…”. Si la que habla es una mujer nos
apresuraremos a decir que su discurso es “típico de mujer”. Y, ante las
actitudes de un hombre, se dirá que “Eso era lo que se podía esperar de un
hombre”. En la lista entran los negros, los enanos, los gordos, los paraguayos,
los bolivianos, los boquenses, los riverplatenses, los peronistas, los que no
lo son. A poco que avancemos, entrará la Humanidad entera. Según donde cada uno
esté parado, según lo que sea, lo que crea o lo que aspire a ser, disparará una
conclusión inamovible, cerrada sobre alguien de características diferentes a
él. Lo hará con la convicción de que es una verdad, una ley tan cierta e
indesmentible como las leyes de la Naturaleza. Eso se llama prejuicio, y el
prejuicio es enemigo mortal de la convivencia, del entendimiento, de la
aceptación, de la cooperación.
Donde
el prejuicio echa raíces la realidad retrocede, sus evidencias se disuelven en
la oscuridad. Así como el juicio sobre cualquier persona, acontecimiento, cosa
o circunstancia es el resultado de la reflexión, de la evaluación, de la
comparación, de la comprobación (es decir de ese complejo, invalorable y
decisivo proceso humano que se llama pensamiento), el prejuicio, por el
contrario, prescinde de todos esos pasos, marcha por un atajo que exime de
ejercitar el raciocinio. No ofrece una razón, no aporta pruebas ni se sostiene
en evidencias demostrables, simplemente dispara conclusiones blindadas,
herméticas. No admite contrapruebas porque lo desmoronarían, y al no hacerlo
tampoco abre espacio a la confrontación, a la argumentación, a la discusión
creativa y superadora.
El
prejuicio estimula la pereza intelectual, empobrece el escenario de la
experiencia y, de variadas maneras, oscurece la vivencia humana. Generalmente
se sintetiza en frases que se citan como apotegmas. “Los argentinos somos
derechos y humanos” (el que no es argentino pierde ambas categorías), “Las
mujeres no entienden de política”, “Los santiagueños son vagos”, “El pueblo
nunca se equivoca”, “Los villeros son ladrones”, “Los ricos son egoístas”, “La
letra con sangre entra”, “Los hombres solo piensan en sexo”. Cada quien puede
elaborar la lista de sus propios prejuicios tomando estos como ejemplo. Y también la lista de los prejuicios que
escuchó, los que leyó y aquellos de los que fue víctima. De paso, y con toda
honestidad, no estaría demás que se preguntara qué prejuicios guían algunas de
sus actitudes. Habrá, seguramente, una gran coincidencia en varios de esos
listados. Al final de la jornada descubrimos que cohabitamos en una selva de
prejuicios compartidos. Hay quienes aceptarán que lo son, hay quienes
insistirán hasta la muerte en que son verdades de a puño.
El peligro de la
mediocridad
Con
esa extraordinaria capacidad de observación que tanto podía aplicar al
funcionamiento del universo como a la captación del entramado humano, Albert
Einstein manifestó alguna vez su tristeza ante el hecho de que resultara más
fácil desintegrar un átomo que un prejuicio. (…) Joseph Goebbels (1897-1945),
Ministro de Propaganda nazi entre 1933 y 1945, un auténtico psicópata
manipulador, fue uno de los más expertos constructores y divulgadores de
prejuicios que conoció la historia de la Humanidad. Describía así el mecanismo
por el cual se instala un prejuicio: “Por regla general la propaganda opera
siempre a partir de un sustrato preexistente, ya sea una mitología nacional o
un complejo de odios y prejuicios tradicionales; se trata de difundir
argumentos que puedan arraigar en actitudes primitivas”. En términos simples,
explicaba cómo el prejuicio necesita de un terreno previamente fertilizado para
enraizar y florecer. No se instala caprichosamente, hay un caldo de cultivo que
puede haberse nutrido de mandatos familiares, de hábitos colectivos, de
creencias y leyendas largamente repetidas, de rasgos de esa entelequia que
suele denominarse “ser nacional”, de un determinado tipo de experiencias y
vivencias repetidas, de adoctrinamientos religiosos, políticos o moralistas, de
mensajes subliminales emitidos desde la publicidad, la educación o consejerías
varías.
Esa
fertilidad se encuentra en la mente de lo que José Ingenieros (1877-1925),
llamaba el hombre mediocre. Médico, psiquiatra, docente, sociólogo y un
iluminador filósofo moral hoy injustamente relegado, Ingenieros publicó en 1913
la obra en que estudia a ese espécimen.
Describe al hombre mediocre como un individuo sin ideales, fácil presa de las
tentaciones materiales, proclive a la hipocresía, ajeno al compromiso, buscador
de atajos para evitar los caminos de la moral, obsecuente ante el poder y
fácilmente manejable por los poderosos, intolerante, renuente a juzgarse y a la
responsabilidad. Para Ingenieros ese modelo de hombre se reproducía con notable
velocidad y se divulgaba hasta hacer masa crítica en la sociedad. El hombre
mediocre tiene fanatismo y creencias, dice, pero no ideales. No piensa con su
propia mente ni elabora sus propias ideas, agrega, sino que posterga sus
atributos propios, se coloca a la sombra, busca la aprobación ajena y piensa,
en fin, “con la cabeza de la sociedad”.
El
filósofo sostenía que “la domesticación de los mediocres ha llegado a sus
extremos”, y que estos, habiendo desertado del ejercicio de pensar, se entregan
cómodamente a los prejuicios. “Los prejuicios son creencias anteriores a la
observación; los juicios, exactos o erróneos, son consecutivos a ella”, sentencia.
Su descripción es asombrosamente actual. Y podría decirse que genera
escalofríos.
La ideología no es
una enfermedad
(…)
Hay una paradoja que no se puede obviar. Es imposible erradicar el prejuicio.
La pretensión de no tener prejuicios sufre del mismo error que la aspiración a
estar al margen de toda ideología. Tanto el prejuicio como la ideología son
consecuencias naturales del hecho de estar vivos, de existir entre otros y de
habitar el planeta. La conciencia que nos hace humanos nos permite registrar
nuestra existencia individual, expresarnos como “yo”, decir “yo soy”, “yo
siento”, “yo necesito”, “yo deseo”, “yo puedo”, “yo pienso”, “yo creo”,
registrar sentimientos, comparar, evaluar, sacar conclusiones, imaginar, proyectar, idear futuros,
reflexionar sobre el pasado, analizar el presente, desarrollar la empatía. Un
ser humano instrumentado de esa manera construye juicios sobre el universo que
habita y del que forma parte. Para que no ocurriese así debería estar inerte,
convertido en una cosa. Vivo y con conciencia, juzga. Juzga los
acontecimientos, los escenarios, las personas, las interacciones humanas, la
marcha del mundo. No puede no hacerlo, del mismo modo en que no puede
contrariar la ley de la gravedad haciendo que un objeto arrojado al aire no
caiga.
Un
juicio es una conclusión que deviene naturalmente de lo vivido, de lo
experimentado, de lo que se siente, de lo observado, de lo sentido. Un
prejuicio es, a diferencia del juicio, una presunción sobre algo que aún no ha
sido demostrado, y esa presunción acaso provenga de experiencias previas. O no.
Puede ser importada, hija de una experiencia ajena que se asume como propia por
diferentes razones (admiración, jerarquía, sumisión, temor, abducción,
manipulación, obsecuencia, mandatos familiares, sociales, políticos o religiosos).
El prejuicio suele ser el resultado de la pereza mental e intelectual, un atajo
por el cual huir de la responsabilidad, de confrontar la realidad. Se trata de
un molde en el que se intenta encajar a la realidad, así sea al costo de
forzarla, deformarla, recortarla, desvirtuarla. Lo mismo da si se trata de un
prejuicio en contra (los más comunes) o de uno a favor (a los que se intenta
presentar como inofensivos y casi virtuosos, aunque no sean menos infieles
respecto de lo real). Tenemos prejuicios, no estamos a salvo de ellos. Pero
nuestro juicio puede (y debe) ayudarnos a detectarlos y desbaratarlos, del
mismo modo en que el sistema inmunológico detecta virus y bacterias (que
siempre existirán).
(…)
De la misma manera en que prejuzgamos, también enjuiciamos. Enjuiciar no es,
necesariamente, sinónimo de condenar. Es tener una posición fundamentada ante
un hecho, una circunstancia, una persona. (…) Los seres humanos juzgamos. Sólo
basta con decir “Me gusta” o “No me gusta”, respecto de lo que fuere para
emitir un juicio. La producción de juicios es continua, incesante, en la medida
en que cambian y se suceden las circunstancias y situaciones que atravesamos. Y
la suma y articulación de esos juicios y de nuestras experiencias, vivencias y
sentimientos dan como fruto una ideología. Ideología equivale a cosmovisión.
Visión del mundo. Cada uno de nosotros tiene la propia, intransferible. Afirmar
que se está al margen de cualquier ideología es una expresión ideológica,
expresa una actitud ante el mundo, las personas y los hechos. Y es peligroso.
Semeja a declararse como un recipiente vacío. Como tal está disponible para ser
llenado con cualquier líquido o sustancia. Carecer de ideología no es algo de
lo cual haya que enorgullecerse, puesto que manifiesta una falta de compromiso
con la comunidad en que se vive e incluso con nuestros seres más cercanos.
Tenemos una ideología a cerca del amor y la pareja. Acerca de la crianza y la
educación de nuestros hijos. Acerca de la amistad y cómo vivirla. Pensamos
sobre todas esas cuestiones, tenemos nuestras ideas acerca de ellas, contamos
con argumentos para fundamentar esas ideas y actuamos en consecuencia.
(…)
Las diferentes ideologías no deberían convertir a quienes las expresan en
enemigos. Porque ellas no son un problema en sí. El problema es el ideologismo.
Como suele ocurrir con los “ismos”, estos recortan la realidad, toman una parte
de la misma, y transforman a esa parte en un todo hegemónico y excluyente. El
resultado es el dogmatismo. Y, peor aún, el fundamentalismo (o sea el
dogmatismo expresado como violencia física o emocional). Quienes presumen de
pureza o de santidad por “carecer” de ideología, por estar al margen de ella o
por discurrir por sus márgenes terminan por ser funcionales a la ideología de
otros (expresadas como dogmas o fundamentalismos). (…) A Bertolt Brecht
(1898-1956), el dramaturgo alemán que exploró a fondo las relaciones entre el
arte y la política y sus consecuencias estéticas (entre sus obras se cuentan La ópera de dos centavos, Madre Coraje,
Galileo Galilei y El señor Puntila
y su criado), y que además creó lo que se conoce como teatro épico, se le
atribuye un poema titulado El analfabeto político, en el que afronta con dureza
esta cuestión. Este es su texto: “El peor
analfabeto es el analfabeto político. No oye, no habla, no participa de los
acontecimientos políticos. No sabe que el costo de la vida, el precio de los
frijoles, del pan, de la harina, del vestido, del zapato y de los remedios,
dependen de decisiones políticas. El analfabeto político es tan burro que se
enorgullece y ensancha el pecho diciendo que odia la política. No sabe que de
su ignorancia política nace la prostituta, el menor abandonado y el peor de
todos los bandidos que es el político corrupto, mequetrefe y lacayo de las
empresas nacionales y multinacionales”.
(…) ¿Cuál es la salida? El ejercicio de la
reflexión, el uso del pensamiento crítico, la herramienta de la discriminación
que permite separar paja de trigo, la observación, la atención. Y la honestidad
intelectual y moral. Esto es, tener conciencia de que expresamos nuestra
ideología y de que nos aproximamos a las situaciones, fenómenos y personas con
nuestros prejuicios. En la medida en que no olvidemos esto contaremos con
apertura y flexibilidad como para evaluar esa ideología y esos prejuicios en
comparación con la realidad y con los que expresan los otros. Mantener la
atención permite que trabajemos en la alquimia de procesar ideología y
prejuicios en el caldero de la realidad y que se modifiquen (cuando eso sea
necesario) y enriquezcan en el proceso. Estaremos más cerca de convivir en la
diferencia de un modo nutricio cuando sepamos que nuestra verdad no es toda ni
es la única verdad, sino un apenas un aspecto (expresado con honestidad y buena
fe), una perspectiva de una verdad total que nunca alcanzaremos a percibir, aun
cuando sepamos que existe.
Una luminosa
incertidumbre
El
filósofo y teólogo británico Alan Watts (195-1973). Watts, un adelantado en la
integración de la filosofía occidental con la oriental, pensaba que existe una
diferencia esencial entre creer y tener fe. Veía a la fe como un estado mental
opuesto a la creencia. La creencia postula que la verdad tiene una forma única
y esa forma es la que uno quiere o desea. “El creyente, escribe este pensador,
abrirá su mente a la verdad a condición de que esta encaje con sus ideas y
deseos preconcebidos”. A diferencia de esto, en la mirada de Watts, “la fe es
una apertura sin reservas de la mente a la verdad, sea ésta lo que fuere”. En
la fe no hay prejuicios, concepciones preestablecidas, se trata de avanzar en
un terreno desconocido y es necesario para ello un enorme coraje espiritual,
una abierta actitud de la mente y del corazón.
(…)
Mientras con la fe ocurre aquello, la creencia busca certezas, seguridad, y si
no las encuentra las construye y les da viso de verdad revelada. No admite
vivir en la incertidumbre, en el misterio. La creencia es madre de los dogmas,
y en los dogmas anida el virus del fundamentalismo. A las creencias se las
acata, se las transmite, se las reproduce y tienen carácter de ley. Quien cree
no cuestiona, no pregunta, no duda. Obedece el mandato. Y en nombre del dogma
puede expulsar, descalificar, desacreditar, cerrar espacios a toda discusión.
No necesita seguir investigando, no necesita evolucionar, enriquecer su
pensamiento abriéndolo a distintos horizontes. La creencia instala una verdad
única y excluyente, no hay lugar para otras, y si estas aparecen se instala la
amenaza del enfrentamiento, de la intolerancia, de la guerra (en todas sus
formas, desde la virulencia de la palabra, hasta la inclemencia destructora de
las armas).
“La
creencia se aferra, mientras la fe es un dejarse ir”, sintetiza Watts con
precisión. (…) A la luz del pensamiento de Watts pareciera que las verdaderas
cuestiones de fe no tienen que ver con el dogma sino con el misterio, con la
fluidez del acontecer antes que con el prejuicio. Entendida así, la fe sería
una celebración de la diversidad, un antídoto contra la in tolerancia, una
iluminadora invitación a la aceptación.
(…)
Salir de la cárcel de las creencias ayuda a mirar el futuro y avanzar hacia él.
Y a hacerlo desde diferentes puntos de partida. Las creencias tienen que ver
con lo preconcebido, con lo imaginado, con lo que alguna vez fue (y se pretende
que siga siendo, siempre igual, sin admitir evolución). La fe abre los ojos y
la mente, ensancha los horizontes, ayuda a transformar campos de batalla en
campos de encuentro, de integración de cooperación.
“La
diferencia entre paisaje y paisaje es poca, pero hay una gran diferencia entre
los que lo miran”, advertía Ralph Waldo Emerson (1803-1882), filósofo, pastor y
poeta, uno de los fundadores del trascendentalismo, poderoso movimiento que
hacia mediados del siglo XIX proponía celebrar al hombre como centro del
universo y, desde ahí, zambullirse, en la naturaleza, en la contemplación,
trascender la conciencia individual. (…)En su frase podemos leer que mientras
el mundo que habitamos es el mismo para todos, los ojos que lo observan son
siempre únicos y diferentes. Enfrentarnos por establecer solo una de esas
miradas como la verdadera degrada y empobrece la existencia de todos.