lunes, 27 de junio de 2016

Dios no patea penales

Por Sergio Sinay

Un penal errado es más que una final perdida.



Messi erró un penal y se convirtió inmediatamente, al menos para sí mismo, en la causa de la derrota de la selección argentina en la final de la Copa América. Pero abundan otras razones:
1) La ausencia de un equipo. La suma de nombres, aunque se trate de estrellas (algunas supuestas) en varias ligas del mundo, no hace un equipo. Un equipo es un organismo en el que cada pieza cumple una función definida en coordinación con otras, sin superposiciones y trabajando para un mismo fin. Nuestro cuerpo es un equipo. Si todos los órganos dejaran lo suyo en manos de uno solo (corazón, cerebro, etcétera) no tardaríamos en perecer. Hace años que los órganos de la selección argentina actúan de ese modo disfuncional, incluyendo a jugadores, técnicos y dirigentes.
2)  La ausencia de una identidad y un plan de juego. Al depender del órgano providencial y salvador, se prescinde de cualquier estrategia, se deja librado todo a la inspiración de ese salvador, se olvidan los factores aleatorios, no existe un plan B y cuando se descubre que el ser providencial es humano y falible, ya es tarde. Pasa en el país.
3)  La ausencia de liderazgo. Salvo las actitudes de Mascherano (ya agotado e impotente), ese conjunto de individualidades (que brillan más por televisión y a lo lejos que en la cancha y de cerca) carece de liderazgo. Es decir orientación, conducción integradora, brújula, guía en la adversidad. Messi es el mejor del mundo en un fútbol cada vez más mediocre y mediático. Vale, pero no es líder. El mejor médico de un hospital no está obligado a ser el conductor de la institución, así como el mejor CEO de una compañía no necesariamente puede conducir un país. Un líder está hecho de una pasta que no tiene nadie en este grupo, y mucho menos el técnico (tampoco los anteriores).
4)  Ausencia de visión trascendente. La selección, vista de afuera, es un grupo de amigos que deciden quién puede sumarse la mesa y quién no. Cierran puertas a jugadores necesarios (de Tevez a Dybala, pasando por Pizarro y otros) y se las abren a quienes sean fieles a la cultura del aguante y la obsecuencia. Como en muchos partidos políticos y gabinetes. Las selecciones ante las que perdieron (Chile, Alemania, Brasil en su momento) representaban más que eso, expresaban (expresan) otra cultura, miran más allá de sus narices.
5) Ausencia de contexto. ¿De quién depende este grupo de jugadores? De la AFA, una institución corrupta con cimientos podridos, una sociedad anónima (o no tanto) para el latrocinio, que tocó fondo simultáneamente con los jugadores. No hay contexto, representatividad ni encuadre institucional. Hubiera sido un típico dislate argentino que así salieran campeones. Y hasta hubiera sido una peligrosa tapadera ante el improbable futuro del fútbol argentino.
6)  Ausencia de realismo. Jugadores, hinchada y buena parte de un periodismo acomodaticio creen de veras que en este grupo están los mejores jugadores del mundo aunque, juntos, jamás lo hayan demostrado (no cuentan partidos con Panamá, Bolivia, Estados Unidos, Honduras, etc.). Mientras tanto el mundo sigue su marcha, hace lo suyo con los pies en la tierra y en cada Mundial o Copa América propina una sonora cachetada. El fútbol refleja una actitud nacional extendida, presente en comportamientos sociales, políticos, económicos, empresariales, tecnológicos, etcétera. La idea de que atarlo con alambre es ser creativo, de que un Ser providencial se hará cargo de la felicidad colectiva, de que es más fácil llegar por los atajos (aunque lleven al abismo) que por el camino verdadero, de que somos los más rápidos y los más vivos y de que Dios es argentino (aunque se empeñe en disimularlo).
Un lugar común del fútbol dice que penal bien pateado es gol. Otro responde que los penales son cuestión de suerte. Agreguemos un tercero: se juega como se vive. La selección perdió su tercera final. ¿Cuántas viene perdiendo la sociedad en su conjunto a través de los gobiernos que elige, del modo hipócrita en que ignora lo que esos gobiernos hacen, de su creencia en líderes providenciales que se llevan todo y no dejan ni la esperanza (aunque si sus huellas)? Si la selección representa al país, aceptemos que una final no se pierde por un penal errado: antes hay 90 o 120 minutos de juego. Y, todavía antes, trabajo, práctica, ensayo y error, humildad, comunicación, visión. No se gana de milagro y Dios no patea penales. El fútbol es más que un deporte.

miércoles, 15 de junio de 2016

Flores en las piedras

Por Sergio Sinay

Hay mujeres que dignifican la política con valores y moral mientras otras adoptan lo peor de una masculinidad tóxica y depredadora.


A mi amigo Oscar Barrio, que me inspiró la idea

Al menos cuatro mujeres tienen un papel destacado en el destapado de las cloacas de la corrupción kirchnerista. Son Lilita Carrió, Margarita Stolbizer, Mariana Zuvic y Graciela Ocaña. Han corrido y corren riesgos, se enfrentan a una verdadera banda de delincuentes cuyos siniestros tentáculos quedan más en evidencia cada día, mientras quienes fueron cómplices por acción u omisión, quienes fueron admiradores y seguidores, fanáticos y “militantes”, callan, mienten sobre su pasado reciente, lo ocultan, o balbucean grotescas falacias explicativas. La mafia K ha demostrado de muchas maneras y durante mucho tiempo todo aquello de lo que es capaz y hasta dónde llega su falta de escrúpulos y su inmoralidad. Esto vale desde la cúpula hasta la base, y no hay arquitecta egipcia que pueda construir un refugio donde esconder el latrocinio obsceno que protagonizaron.
Las cuatro mujeres nombradas llevan adelante su lucha desde hace muchos años, durante los cuales soportaron desvalorizaciones, indiferencia, descalificaciones abiertamente machistas, amenazas y concretos peligros físicos. Algo en ellas recuerda a Las Troyanas, de Eurípides (uno de los padres de la tragedia griega, ese género inmortal), a las integrantes del Batallón de la Muerte del ejército ruso que, comandadas por María Bochkariova, dieron a sus colegas varones una lección de integridad durante la Primera Guerra inmolándose por sus ideales, a Juana Azurduy, que luchó en el Alto Perú por la independencia americana, y a tantas otras que la memoria posterga u olvida mientras glorifica hazañas masculinas.
Cuando las mujeres enarbolan las banderas de la justicia, de la decencia, de la paz, de la moral lo hacen sin retorno, seguramente con miedo (cómo no tenerlo en un mundo atravesado por la violencia artera y devastadora) y también con un enorme coraje espiritual. Una mujer lanzada a esas batallas no se quiebra, no traiciona, no concede. No puede hacerlo, porque sus luchas, siempre en desventaja, se dan en territorios que han sido regidos por los hombres y por sus leyes de impiedad, de devastación, de manipulación. Mujeres así cambian la política, la ennoblecen, la enriquecen, la limpian. No se trata de que no haya en esos campos hombres dignos, los hay, pero no marcan la tendencia, son también ellos descalificados, repelidos por el establishment hegemónico. A esos hombres, estas mujeres los potencian. Y a estas mujeres, esos hombres las celebran. Juntos pueden integrar la fuerza de lo femenino con la sensibilidad de lo masculino.

Así como esas mujeres dignifican la política y la amamantan con valores y esperanza, hay otras que la ensucian, la corrompen, la envilecen poniéndose a la altura de lo peor de una masculinidad rancia y tóxica, pero vigente y todavía hegemónica. Esas mujeres tienen nombre también: se llaman Cristina Fernández, Dilma Roussef, Diana Conti, Nilda Garré o Margaret Tatcher, por nombrar unos pocos ejemplos. Ellas dañan a la sociedad en su conjunto, pero, peor, dañan a las mujeres que traen luces y aires mejores, porque dan a los machistas de siempre (entre los cuales militan muchas mujeres) el pasto que les permite fortalecer sus oscuros dogmas y prejuicios. Así es que antes de juzgar livianamente a Carrió, Stolbitzer, Zuvic, Ocaña y otras como ellas deberíamos preguntarnos si no hay algo que tenemos que agradecerles y si no hay algo en lo que podemos imitarlas para que no sean heroínas solitarias. 

lunes, 13 de junio de 2016

“La tierra y la sombra”, pequeña y dolorosa obra maestra

Por Sergio Sinay

Una película colombiana que, con austeridad, belleza y compasión se ocupa de seres dignos y olvidados


 ¿Puede haber futuro en donde no existe el presente y el pasado es dolor? Este interrogante atraviesa silenciosamente cada minuto de La tierra y la sombra, una película colombiana de impresionante despojamiento y rigurosidad narrativa, hecha de algunas de las imágenes más bellas y conmovedoras que vi en mucho tiempo. La historia es sencilla. Alfonso, un campesino que partió 17 años atrás hacia la ciudad, abandonando a su mujer y a su hijo en busca de algún horizonte, regresa porque ese hijo agoniza, víctima de una enfermedad pulmonar. Alfonso conoce así a su nuera, a su nieto de 11 años y se enfrenta al resentimiento de su propia y abandonada mujer. Las dos mujeres trabajan duramente en la zafra (donde son explotadas miserablemente, como legiones de cañeros) para mantener apenas una oscura supervivencia. Alfonso intenta reparar su larga ausencia poniendo alguna dirección en ese caos desesperanzado. Procura un médico para su hijo, abandonado al azar por el ingenio y por el gobierno, se ocupa de su nieto, propone a su nuera y a su esposa sacarlas de allí, llevarlas a la ciudad, en donde él tampoco se ha salvado pero al menos vislumbra mínimas salidas. Su hijo, en tanto, agoniza sin remedio y no habrá milagro para él.
Esto está narrado con austeridad y dignidad (como los escenarios en que transcurre el film), con diálogos breves y secos. Los personajes se explican por sus conductas, mientras el espíritu de Faulkner sobrevuela a la historia y a sus personajes (especialmente la novela Mientras yo agonizo). La tierra y la naturaleza son continentes mudos para ese dolor. No hay obviedades psicologistas en el relato, se agradece la ausencia de moralina y de moralejas. No hay mensaje, solo empatía, comprensión y una mirada compasiva sobre seres librados a su destino. Son ellos, por sí, quienes podrán redimir lo redimible, perdonar lo perdonable, construir lo construible. No hace falta hablar de política para hacer un film político, ni hablar de espiritualidad o milagrosos descubrimientos para hacer un film profundamente espiritual, con personajes de impresionante veracidad y humanidad, olvidados (como tantos) por las burocracias políticas y religiosas.
Esta obra maestra de César Augusto Acevedo (escrita por él mismo), ganó merecidamente en el Festival de Cannes el premio Cámara de Oro a la mejor opera prima. Y la fotografía de Mateo Guzmán, explica por sí misma (en una sucesión de cuadros que son un dechado de manejo de luz, color y perspectiva) por qué el gran poder del cine reside en la imagen.
La tierra y la sombra es una de esas obras que, por sí misma, justifican a un artista y a su arte. 

miércoles, 8 de junio de 2016

La peligrosa estrategia del cangrejo

Por Sergio Sinay

Gobernar exige respetar la palabra, honrarla con acciones, no devaluarla con conductas confusas



Idas y vuelta con los aumentos de tarifas; exenciones impositivas inmediatas para las grandes mineras contaminantes y para otros grupos de poder económico junto a un castigo impositivo permanente para los monotributistas (trabajadores, comerciantes y profesionales a quienes se les obstaculiza su tarea) a pesar de las promesas de revisar sus topes, marcha atrás con la prometida ley del arrepentido para investigar la corrupción, un blanqueo impositivo que no es más que perdón y vía libre para evasores y del cual se beneficiarán jueces y legisladores, un cambio de postura moralmente injustificable frente a la situación venezolana, patrimonios de funcionarios que se explican mal y poco, un protocolo muy proclamado y jamás cumplido para la gestión del espacio público de modo que no quede librado al arbitrio de quienes se apoderen de él en perjuicio de la mayoría de los ciudadanos, anuncios que se desmienten, medidas que se retrotraen, promesas de bienestar para un mítico segundo semestre que, de pronto, se convierte en “el año próximo”. Por momentos los actos del gobierno nacional parecen responder a la estrategia del cangrejo (constante marcha atrás), o a la del tero (cantar en un lugar, poner el huevo en otro).
Es cierto que seis meses son poco tiempo para transformar la realidad de un país carcomido por la más obscena corrupción imaginable, ejercida por una banda de delincuentes enquistados durante doce años en el poder para apropiarse del Estado en beneficio propio. Pero seis meses no son pocos para evidenciar qué se hace con la palabra. Y devaluar la palabra, vaciarla de significado, usarla de manera confusa, no respaldarla con acciones y conductas es peligroso. La palabra (maravillosa creación humana para la comunicación, la expresión, la construcción y el sostenimiento de vínculos) tiene que ser honrada con actos. Cuando no es así, se crea un terreno fértil para la sospecha, la desconfianza, el descreimiento. La devaluación de la palabra es mucho peor que la devaluación de la moneda. Porque no tiene retorno. Deja huellas perennes en la sociedad, afecta al presente y al futuro.
Es un acto elemental de responsabilidad y un deber moral no hablar en vano y respaldar cada palabra emitida con acciones sólidas y coherentes. Cuando se falta a la palabra o cuando se la desvirtúa en los hechos, toda aclaración oscurece.

viernes, 3 de junio de 2016

FELICIDAD ENVASADA AL VACÍO

por Sergio Sinay

El pensamiento superficial avanza y ahora se lleva puesto al significado profundo de la felicidad




En la era del vacío, la banalización de la felicidad y la falsificación de su significado están a la orden del día. Un presidente la propone como proyecto de gobierno, convencido quizás de que puede haber una felicidad de talla única, simple, facilonga, elemental (hecha de jingles, sonrisas y globos) que les vaya bien a todos. A su vez un aviso publicitario (se supone que de autos, aunque el producto está desdibujado) plantea que haya “calles felices”, bautizándolas con nombres de cómicos y comediantes, quienes en verdad merecerían que no se les falte el respeto usándolos como señuelos de este truco burdo e infantil. Los destinatarios de ambos mensajes (ciudadanos y consumidores) son tratados como tontos, se les propone una suerte de pensamiento mágico capaz de crear realidades con solo desearlas.
En ambos casos la felicidad aparece como una aplicación y sólo habría que bajarla y ejecutarla. Algo que viene de afuera hacia adentro. Pero el camino es inverso. La felicidad es el resultado de una manera de vivir, de cómo se ejercen valores, de cómo se construyen vínculos y se los honra, de cómo exploramos el sentido de nuestra vida, de la coherencia entre nuestros actos y ese sentido. 
La felicidad es una huella, no una zanahoria a alcanzar. Por eso no puede ser una meta. La meta es otra: vivir con sentido, honrar lo recibido, dejar el mundo un poco mejor de cómo lo encontramos. La felicidad será una consecuencia.
Pero estamos en la era del vacío, de la banalidad militante, del facilismo rabioso, de la superficialidad innegociable. Y no hay aviso tramposo ni propuesta política insulsa que puedan provocar felicidad automática en donde todo lleva a la insatisfacción permanente y a la angustia existencial asegurada. La felicidad que prometen y proponen es artificial, sin raíces y envasada al vacío. Al vacío existencial.

jueves, 2 de junio de 2016

Hora de ponerse los pantalones para una tarea pendiente

por Sergio Sinay

Prólogo a la nueva la nueva edición, corregida, aumentada y actualizada del libro La masculinidad Tóxica



El miércoles 3 de junio de 2015 cientos de miles de personas (la mayoría mujeres, aunque había buen número de varones) se movilizaron en toda la Argentina, e incluso en países vecinos bajo la consigna Ni una menos. Esto significaba que ni una sola mujer a partir de entonces debería estar ausente de este mundo por causa de un femicidio, es decir asesinada por un hombre. Era el grito indignado contra una verdadera epidemia de violencia ejercida contra las mujeres no sólo a través del asesinato sino también del abuso, la violación, la descalificación, la agresión verbal y otras formas (muchas de ellas sutiles) de degradación.
El jueves 5 de noviembre de 2015 centenares de hombres salieron a las calles también en varias ciudades, con epicentro en Buenos Aires, usando faldas y muchos de ellos zapatos de tacos altos, bajo el lema Ponete polleras si sos hombre. "Hoy todos somos mujeres y estamos en riesgo”, advertían los organizadores. “Creemos que podemos fortalecer la lucha de ellas mediante esta marcha y acompañar a las mujeres".
Estos dos hitos, separados por pocos meses, venían a señalar que el machismo sigue vivo a pesar de todo lo que se diga desde el voluntarismo bienpensante o desde la indiferencia irresponsable, y que continúa siendo letal, aberrante y destructivo. Entre la primera edición de este libro y esas dos fechas pasaron diez años y ambas movilizaciones confirmaron en mí la convicción de que poco había cambiado en esa década. Del mismo modo en que poco había cambiado entre principios de los años 90 (o exactamente 1992, cuando publiqué mi libro Esta noche no, querida, que respiraba esperanza en lo que entonces se anunciaba como una “Nueva Masculinidad”) y aquel 2006 en el que La masculinidad tóxica apareció por primera vez.
Como autor, como protagonista y como analista y crítico de la escena social y cultural podría ufanarme hoy de haber acertado en el diagnóstico. Como hombre, en cambio, la vigencia candente de estas páginas me produce tristeza e indignación. La misma tristeza e indignación me acometen cuando leo o escucho banales anuncios o celebraciones de nuevos modelos masculinos (supuestamente más sensibles, más cooperativos en las relaciones con las mujeres, más espirituales, más “femeninos”), de “nuevas” paternidades o de “nuevas” sexualidades. Sospecho que, nuevamente, responden al deseo impaciente de quienes creen que la transformación de una realidad firmemente arraigada, avalada desde mandatos familiares y culturales, estimulada desde canales sociales y sólidamente vinculada a factores de poder político, económico, educacional y social, puede lograrse en un abrir y cerrar de ojos, sin esfuerzo, sin sacrificio, con compromiso epidérmico, con mucho discurso y poca acción.

Mirar para ver
Hay que mirar, con los ojos abiertos y con la disposición a no negar lo que se observa, qué ocurre en la política, en el mundo de los negocios, en los eventos y prácticas deportivas, en la conducta generalizada de ídolos de la farándula, de la música, del espectáculo, en el lenguaje (ámbito en el que las mujeres se expresan de una manera cada día más tóxicamente masculina tanto en el uso de vocablos, insultos, descripciones, como en los tonos e inflexiones), hay que mirar, sin negar lo que se ve, en el terreno de la sexualidad (mujeres a  la ansiosa espera del viagra femenino o con genitales depilados por exigencia de varones que las prefieren disfrazadas de actrices porno, esto por nombrar apenas dos fenómenos), hay que mirar la legión de nuevas heroínas del comic, de la televisión, del cine o de los juegos electrónicos para encontrar a mujeres que encarnan estilos masculinos de violencia, de resolución de conflictos, de decisión. Una de las más populares heroínas literarias de la década fue Lisbeth Salander, una hacker de aire marcadamente andrógino presente en la sobrevalorada trilogía del sueco Stieg Larsson, iniciada con Los hombres que no amaban a las mujeres (una serie de novelas mal escritas, peor traducidas y plagadas de los más obvios lugares comunes del pensamiento “políticamente correcto”). A la hora de las decisiones y de la acción, Salander resulta más “viril” e impiadosa que el auto conmiserativo y melancólico periodista Mikael Blomkvist, protagonista masculino de la saga. En House of Cards, serie de televisión que glorifica sutilmente las bajezas y la criminalidad ocultas de la política hasta hacerse adictiva para su legión de seguidores, Claire Underwood (interpretada por Robin Wright), en la ficción esposa del congresista Frank J. Underwood (Kevin Spacey) suele ser aún más inmoral, manipuladora y despiadada que su marido (lo que es muchísimo decir) cuando hay que tomar decisiones para continuar en el camino de ambos hacia la Casa Blanca. Son apenas dos íconos de la cultura contemporánea que informan (como suelen hacerlo las expresiones literarias, cinematográficas, televisivas, fotográficas, musicales o gráficas) acerca del “aire de los tiempos” (concepto que Hegel trajo a la filosofía con la palabra alemana Zeitgeist).
 La masculinidad tóxica vive, sigue siendo un modelo dominante en la formación y la conducta de los varones, y cuando es detectada suele mimetizarse, cada vez con mas habilidad y frecuencia, bajo un disfraz “femenino”. Ha demostrado tener una cualidad inesperada. Como los virus y bacterias que mutan ante la aparición de nuevos antibióticos y fármacos, también este patrón masculino es lábil, escurridizo, cambiante. Se disfraza de su opuesto, abandona sus aspectos más obvios y rústicos y los cambia por apariencias más confiables, más “suaves”.
Digo en este libro, y lo repito en diferentes ámbitos, que un varón que cambia pañales o pone a funcionar un lavarropas ayuda y es bienvenido, pero con solo eso no cambia paradigmas. El cambio superficial es el que propugnan la publicidad y el marketing que pretenden mostrarse “revolucionarios” o “evolucionados” pero buscan en realidad atraer a los varones a mercados de los que hasta hace unos años estaban ausentes: productos domésticos, alimenticios, moda, cosmética entre otros. Esa misma publicidad nos presenta mujeres que toman decisiones, practican deportes y conducen autos a altas velocidades, pero luego necesitan de la ayuda de un muñeco musculoso para seguir haciendo lo de siempre: lavando baños, pisos, ropa y vajilla. Todo depende del producto que se quiera vender, y a quién. Cuando un aviso muestra, como ocurrió, que un bebé de meses autoriza a su padre, mediante una guiñada de ojos, a que compre el auto más poderoso (a espaldas de la madre, por supuesto, porque es una decisión ajena a las mujeres), la publicidad nos está anunciando, quizás por un descuido, cómo serán los hombres adultos de mañana: el mismo contenido en distinto envase. Un envase más atractivo, acaso más light, más soft. Si se mira con atención lo que transmite la publicidad, se verá que por cada hombre de impostada ternura que anda por allí circulan dos o tres mujeres “fuertes” a la manera masculina. Los canales por los cuales corre la masculinidad tóxica son masivos, de llegada directa y segura.
Escucho a muchos padres y madres de millennials (los nacidos durante el cambio de siglo) diciendo con cierto orgullo que sus hijos “no son así”. Esto significa que no son machos rudos y obvios, como la imagen antigua del machismo. Seguramente no lucen así. Y es posible que muchos de ellos abominen de esa figura y exhiban conductas diferentes con sus mujeres e hijos. Pero no son la masa crítica, no alteran aún el amperímetro. Y, aunque no guste leerlo y escucharlo, muchos de ellos, en situaciones críticas, desenvainan los viejos patrones. Una transformación social necesaria y profunda no ocurre solo porque se la desee, lleva más de una generación y tiene costos a veces altos.

Honrar los pantalones
Si bien la masculinidad tóxica es provocada por un virus que se manifiesta con toda su crudeza en las áreas del mundo en la que siguen dominando los hombres, también las mujeres, como adelanté en este texto, son portadoras y a menudo propagan el fenómeno. Lo hacen a través mensajes directos o subliminales, inconscientes o voluntarios, que transmiten a sus hijos e hijas. Lo hacen a través de conductas propias, como cuando consienten en ser objetos del deseo masculino y no sujetos de un vínculo de pares, cuando especulan con lo que podrían obtener de la relación con un hombre o lo que perderían con la ruptura de esa relación, cuando viven pendientes de su cuerpo (que no es lo mismo que estar pendiente del bienestar integral del ser) para no quedar fuera de una carrera cuyos códigos los siguen imponiendo los varones. Lo hacen cuando ingresan al espacio de los negocios, la política o el deporte “a lo macho”, transigiendo con el modelo masculino y demostrándose capaces de ejercerlo (uno de los nuevos fenómenos deportivos explotados por la televisión es el boxeo femenino, por ejemplo y en el fútbol femenino las conductas masculinas se expanden con llamativa facilidad).
Pero no es la portación femenina del virus el tema central que sigue predominando con vigencia en este libro, sino lo que nos toca a los hombres. Ver a varones inocultablemente machistas (personajes de la política, el deporte, la farándula y variadas vidrieras sociales) apoyando y divulgando la marcha Ni una menos no sólo repugna, sino demuestra hasta qué profundidad cala la patología. Cuando los medios apoyan y difunden fotos de esos especímenes exhibiendo muy orondos los afiches y el logo de la marcha, queda en claro el fuerte apoyo y los canales conque el tóxico cuenta a su favor para seguir envenenando.
En el otro extremo, estoy convencido de que no es vistiendo polleras ni proclamándose feministas que los varones contribuirán a transformar esta realidad. En lo personal eso me resuena como un espasmo de culpabilidad. Sé a lo que me arriesgo al opinar así. Pero como varón no asumo culpa ni responsabilidad por actitudes machistas de otro varón. Si todos los hombres somos culpables (como cierto feminismo parece expresar), no hay responsable. La responsabilidad es siempre individual, ya lo decía Hannah Arendt, cada cual debe asumir las consecuencias de sus acciones. Los hombres machistas. Los políticos indiferentes (y cómplices), los comunicadores que avalan situaciones, los padres que educan a sus hijos, los publicistas, los deportistas. Así como la responsabilidad es individual, será desde lo que cada uno haga (como actúe, cómo hable, cómo se relacione) en cada ámbito y momento de su vida como podrá ser factor de cambio o de conservación, de ocultamiento o de denuncia.
No “somos todos mujeres”, como proclamaban los impulsores de la marcha de varones con faldas. No. Los hombres somos varones y no es con ropas de mujer como ayudaremos a terminar con la toxicidad, sino con el ejercicio de una masculinidad sanadora, vigorosa, no culposa, que rescate y ponga en práctica los valores profundos de nuestra condición. Vestidos como varones, sin necesidad de transvestirnos y sin avergonzarnos ni sobreactuar nuestro compromiso con la equidad. Esos valores reales de la masculinidad profunda existen, son la fuerza constructiva, la constancia que lleva adelante proyectos que mejoran el mundo, el amor que no teme expresarse con modales propios, la paternidad que guía, orienta y construye una respetuosa autoridad, la sexualidad creativa, la generosidad, la competitividad que tiene como fin mejorar antes que arrasar, la asertividad que construye seguridad emocional en quienes nos rodean.
Necesitamos vestirnos como hombres, crecer como hombres, envejecer como hombres y desde ahí reparar lo masculino degradado y herido. Necesitamos honrar la diferencia, lo necesitan nuestras mujeres y nuestros hijos. No se trata de convertirnos en feministas, sino en masculinos, que no es lo mismo que machista. No tenemos que transformarnos en mujeres. Nacemos varones y tenemos que hacernos hombres. Hombres que honren su condición, que mejores el mundo, que no necesiten disfrazarse de otra cosa. No se trata de igualdad sino de equidad. Varones y mujeres somos diferentes y se trata de enriquecernos unas y otros a partir de esa diferencia. Debemos proponernos la equidad, entonces. Unas con faldas, otros con pantalones, comprometernos con un trato similar por parte de la justicia, con salarios y tratos ecuánimes, con oportunidades laborales, políticas, científicas, educacionales equiparables, comprometernos, en fin, con el respeto recíproco, con la mutua aceptación de lo que nos hace distintos. 
Hace diez años, cuando nació por primera vez este libro (este es su segundo nacimiento) los varones teníamos muchas tareas pendientes. La mayoría de esos deberes sigue allí, esperándonos. Algunos varones los han emprendido sin renunciar a su condición. Bien por ellos. Abren camino. Y por ese camino tendremos que marchar.

Ojalá dentro de diez años este sea un libro obsoleto. A propósito no he tocado en este texto ni los conceptos ni la información de la edición original. He agregado esta nueva introducción, he agregado datos y cifras de este presente y también, en muchos tramos, ideas que refuerzan, actualizan y amplían a las que estaban expresadas. Creí que de este modo resulta más evidente lo poco que cambiaron las cosas en lo sustancial. Ojalá, repito, todo esto pierda vigencia en el tiempo por venir. Mientras tanto, más de 40 mujeres fueron asesinadas solo en los cuatro meses que siguieron a la marcha Ni una Menos. Diez por mes. Alrededor de 300 por año son exterminadas sólo en la Argentina por machos que nunca llegaron a ser hombres. El virus de la masculinidad tóxica sigue vivo. No está en una probeta. Está entre nosotros. Es allí donde hay que combatirlo. Este es mi aporte.