jueves, 26 de junio de 2025

 

La salida equivocada

por OSVALDO AGUIRRE

(Publicado en La Agenda BA el 24-6-25)

 En Un cana, la nueva novela de Sergio Sinay, confrontan dos policías, uno que cuenta su historia y otro que escucha a la espera de saber cuál es su papel.


  Sergio Sinay saca a pasear a su otro yo. Así dice Javier Sinay en el prólogo de Un cana, refiriéndose al contraste entre el autor de esta novela “acelerada, desafiante y por momentos cruel”, cargada de realismo sucio, y el de una obra quizá más reconocida que reflexiona con tono diáfano sobre las relaciones de pareja, la psicología del varón, los lazos entre padres e hijos y otros aspectos de los vínculos entre las personas. Pero se trata del mismo escritor, y los temas no son tan distintos.

  La primera pregunta es a quién refiere el título, porque en Un cana confrontan dos policías, uno que cuenta su historia y otro que escucha a la espera de saber cuál es su papel. Ambos se encuentran en una pizzería de Estados Unidos y Defensa y al cabo de varias horas Martín Lastra, un policía en actividad, cuenta sus aventuras extramatrimoniales y sus planes para el futuro inmediato ante Joaquín Barraza, un inspector retirado. El narrador deja el asunto librado al juicio del lector, y la incógnita es productiva: puede pensarse, por ejemplo, que los personajes son dos caras de la misma criatura, como Jano, el dios romano.

  No es que uno sea el policía bueno y el otro el policía malo. Lastra y Barraza están atravesados por igual por prácticas irregulares y por la corrupción institucional, y ninguno tiene las manos limpias en cuanto al ejercicio de la violencia. Las diferencias tienen que ver con la edad, con las características personales y sobre todo con la forma en que resuelven o intentan resolver sus trayectorias de vida. Hijo de un policía de honestidad inmaculada, Lastra está sumergido en la corrupción y lleva una doble vida que se volvió insostenible; la carrera y el matrimonio de Barraza terminaron después de salir herido de un tiroteo con asaltantes, cuando cenaba con una amante.

  Sinay (1947) escribe novela negra desde Ni un dólar partido por la mitad (1975, reeditada en 2011). Un cana, publicada por la editorial Hugo Benjamín, viene a continuación de Noruega te mata (2014), otra novela que a primera vista parece muy diferente: la acción está ambientada en un pueblo bonaerense y el protagonista es el hijo de un inmigrante irlandés en busca de una salida para sus fracasos en la vida. Sin embargo, los hilos conductores son los mismos y no solo en cuanto al estilo descarnado y el lenguaje sucio. La relación conflictiva entre un padre y su hijo, los vínculos malsanos de pareja, la violencia apenas solapada en las relaciones sociales y en las creencias de las personas persisten como temas de indagación.

  Noruega aparece en esa novela como un lugar ideal para vivir, “un país previsible” donde “la gente no hace ruido, deja vivir al semejante, no se mete con nadie”. Jimmy Flaherty, el personaje, sueña con alcanzar ese paraíso y concibe un plan al efecto, la simulación de un secuestro. Cada paso ha sido cuidadosamente previsto, pero ningún plan puede abolir el azar. En las novelas de Sinay sucede rigurosamente lo inesperado, y es el caso de Un cana y las aspiraciones de Lastra, que el personaje sintetiza de forma muy simple y como Flaherty: el deseo es “irse a la mierda”, perderse de vista, comenzar de cero.

  La lección de Un cana no sería que ciertas situaciones opresivas no tienen escapatoria, o que terminan inevitablemente mal, sino que tomar la salida equivocada provoca consecuencias irreparables. La cuestión parece afirmarse con mayor densidad que en Noruega te mata, donde el fracaso de Flaherty queda rubricado cuando el vecino que ponía fichas en sus sueños llega a Oslo en compañía de su propia mujer. Barraza se contrapone en cambio a Lastra en un sentido más profundo: él también pudo desmoronarse después del hecho que le costó la carrera y el matrimonio, pero siguió adelante porque encontró la manera de tramitar una concepción personal de la justicia.

  Barraza tiene una oficina en el Palacio Barolo, donde contempla los atardeceres, se dedica a leer y recibe encargos para actuar de oficio. Es un auxiliar sui generis de la Justicia, porque “pone orden en casos donde la ley no llega y los jueces miran para otro lado”, según el narrador. Justiciero discreto, pasa desapercibido, sus intervenciones quedan convenientemente borradas por las historias oficiales –por ejemplo cuando ejecuta a un comisario que golpea a la mujer y abusa de una hija- y cultiva una sabiduría estoica. Barraza no cree que se pueda alcanzar la felicidad en la vida y piensa que en todo caso es posible limitar el sufrimiento; en particular aprendió a reprimir la violencia que la institución policial inocula a sus integrantes, a trocarla en lo que llama “rabia inteligente”. Hincha de Ferro, está desencantado con el fútbol pero no por el equipo sino por los árbitros, a los que observa tan comprados como los jueces de los tribunales.

  Una novela policial suele imponerse por su argumento. Las tramas hacen menos visible el trabajo del escritor con el lenguaje y la forma narrativa. Sinay cultiva un registro verbal que es notorio, pero también otros aspectos igualmente logrados y menos perceptibles. La situación ambientada en una pizzería de San Telmo representa también el acto de cómo se narra y cómo se escucha una historia, y en ese marco Un cana recorta perfiles nítidos de los personajes: uno que habla en voz baja, inclinándose como en un confesionario, alerta ante los oídos extraños, y otro que ya se resignó a que le toca escuchar a los demás.

  El ritmo de la narración aparece además tensionado entre la conversación que sostienen los protagonistas mientras toman cerveza y comen pizza y fainá y las digresiones hacia el pasado y los pensamientos de Barraza, contenidas una y otra vez con una frase repetida como un mantra: “esta historia no trata de Barraza”. Y sin embargo es el verdadero protagonista de la novela, el que se hace cargo del problema que se presenta.

  Los diálogos en Un cana, en particular los comentarios de Lastra sobre las mujeres y el sexo, sobre su carencia de culpa y de miedo como “cosas de maricas”, no son simplemente incorrectos. Los conflictos se resuelven con ensañamiento en el castigo, con crueldad, como apunta Javier Sinay en el prólogo. El volumen está al máximo, y la desmesura es otro plano artístico, el del registro de la violencia en las palabras y en los modos de decir.

  En un instante de lucidez Lastra comprende que se hizo policía para que su padre lo reconociera. Ese drama íntimo parece más determinante para su historia que la corrupción con la que convive como policía y está presente en la conversación en la pizzería, porque lo que espera de su interlocutor es también el perdón que el padre no podría darle. Barraza, por su parte, “sospecha que está siendo depositario de algo que el tipo tiene que desembuchar para no morir intoxicado, y que no le cuenta a nadie”. Un cana reencuentra finalmente aquello que el otro yo de Sergio Sinay investiga con otro estilo, en otros géneros, y le da una resolución distinta.

___

Osvaldo Aguirre

Es periodista, poeta y e scritor. Trabajó en la sección Cultura del diario La Capital de Rosario.

miércoles, 25 de junio de 2025

 

Tiempo difícil para 

lvirtud más humilde


Por Sergio Sinay



 


 

Juezas que se autoperciben como emisarias de la justicia divina y titulan con esas palabras (Justicia Divina) una nonata miniserie sobre sí mismas. Presidentes que se autoproclaman refundadores de la historia nacional (o universal) protegidos por imaginarias fuerzas celestiales. Figuras deportivas o del espectáculo e influencers que sin pudor hacen alarde de sus posesiones materiales. Redes sociales convertidas en vidrieras en las que, mediante selfies y trucos de inteligencia artificial, millones de personas se exhiben como productos codiciables en el afán de sentirse vivos. Por donde se mire no son buenos tiempos para la humildad. El egocentrismo y el narcisismo, convertidos en epidemias en plena era del vacío, la han arrinconado. El egocentrismo dificulta la posibilidad de considerar al otro, de ver las cosas desde una perspectiva que no sea la propia, estimada como verdadera y única. Jean Cole Wright, doctorada en psicología moral y catedrática en el Charleston College (una de las más antiguas instituciones educativas estadounidenses) lideró un equipo que estudió durante más de diez años las funciones de la humildad. “No pensé que fuéramos a llegar a mucho”, confiesa en un ensayo titulado La humildad como base de una vida virtuosa. “Me parecía una virtud poco interesante, si es que era una virtud”. Finalmente llegó a la conclusión de que es un correctivo del egocentrismo, y que permite estados «hipoyoicos», en los que se aquieta el yo. Se reduce la hiperfocalización en uno mismo, lo que permite desplazar más la atención hacia el exterior y contemplar otras ideas, otros sentimientos, la existencia de otras personas.

La humildad es una virtud tan humilde que quien se jactara de poseerla estaría demostrando, en ese mismo instante, que no la tiene, como bien apunta el filósofo francés André Comte-Sponville en El pequeño tratado de las grandes virtudes. “Es la virtud de la persona que sabe no ser Dios”, define. Algo al parecer muy difícil en los tiempos que corren. Es que para ser experimentada la humildad requiere la certeza de vivir una vida propia, autónoma, una vida elegida, que no necesita de la alabanza o la aprobación ajena para ser real. Una vida que no es perfecta, que quizás no alcanza los ideales soñados, pero que no resigna, no canjea, no pervierte valores y permite dormir en paz. Es una virtud difícil de sostener en una cultura que valora sobre todo el poder, el éxito material y económico, la figuración por cualquier motivo y a cualquier precio, el halago fácil. Una cultura donde todos esos “logros”, reales o ficticios, deben ser exhibidos, y en la cual muy fácilmente humildad puede confundirse con debilidad, timidez o miedo. Y es al revés: ejercer la humildad en ese contexto requiere fortaleza y coraje espiritual, atributos necesarios para que tampoco se la confunda con humillación. Humillarse es postrarse ante alguien, someterse a él con obsecuencia, temor o impotencia. Por lo contrario, la humildad suele ser una forma de resistencia moral ante un poder arbitrario. Y mientras la voracidad y la urgencia del egocentrismo y del narcisismo apenas pueden ocultar la inseguridad y el complejo de inferioridad de quienes los muestran, la humildad discurre por los caminos de la paciencia y la certeza.

En tanto la arrogancia y la soberbia, otros de sus opuestos, terminan por ser sinónimos de ignorancia, la humildad es el ropaje emocional de quienes no pretenden saber todo, poder todo y poder con todo. No suele ser devorada por el tiempo ni por las circunstancias, permanece en él y a través de ellas. La humildad, dice Comte-Sponville, es la virtud de saberse uno mismo, solo eso, no menos que eso. Reconocimiento de lo que no somos. Lo que requiere, en principio, peguntarse quién es uno. Para no caer en lo que sabiamente advertían Les Luthiers: “Lograrás una humildad que te llenará de orgullo y de soberbia…”.

jueves, 3 de octubre de 2024

Tanto ruido y tanta furia

por Sergio Sinay



En el quinto acto de esa impresionante y poderosa tragedia que es “Macbeth” William Shakespeare pone en boca del protagonista esta sentencia: “La vida es una historia contada por un necio, llena de ruido y furia, que nada significa”. La vida social y política, las relaciones interpersonales, los espacios públicos, e incluso los íntimos y privados, parecen darle hoy la razón al enloquecido Macbeth que ve acercarse su hora final. Hay ruido y furia en los discursos, en las réplicas, en las acciones. Ruido y furia en las pantallas, en las redes, en los micrófonos. En la boca de gobernantes, dirigentes, parlamentarios, líderes, comunicadores. Ruido y furia en las calles, en los salones y en las alcobas.

El ruido y la furia como una emoción desbocada, como un caballo salvaje, sin jinete. Sin el jinete de la razón, capaz de conducirla. Ruido y furia. Nada más alejado de la filosofía del diálogo que proponía el filósofo israelí Martín Buber (1878-1965), nacido en Austria. Una palabra esencial sostiene a la vida verdaderamente humana, decía Buber. Esa palabra es Yo-Tú. Ambos términos son inseparables. Nada significa Yo si no hay un Tú. Y sólo ante un Yo cobra sentido el Tú. Todos somos Yo ante alguien. Todos somos Tú ante alguien. Cuando consagramos eso reconociendo al otro y respetándolo, y siendo reconocidos y respetados por él, construimos un puente y confirmamos otra afirmación de Buber: “Toda vida verdadera es encuentro”.

El ruido y la furia son lo contrario del diálogo y del encuentro. Destruyen el puente que lleva de Yo a Tú y de Tú a Yo. Ruido y furia impiden la escucha. Convierten la palabra en grito. Se lucha por imponer el monólogo propio. Y dos monólogos paralelos, por mucho que se griten, no hacen un diálogo, como bien decía Buber. No quedan entonces opciones. Habrá que aprender nuevamente a dialogar (o aprender por primera vez si nunca se lo hizo). O sucumbir ensordecidos por el ruido y la furia.

domingo, 22 de septiembre de 2024

 

La gran lección de las 

células


Por Sergio Sinay

(Publicado en el Suplemento Conversaciones del diario La Nación el 22/11/24)




El biólogo celular Bruce H. Lipton

 

 

El secreto de la supervivencia está en la cooperación y no en la lucha. Bruce H. Lipton llegó a este convencimiento y desde hace cuarenta años paga por ello un precio del que no se arrepiente. El establishment científico consideró esta idea como una herejía y Lipton fue desterrado al campo de la pseudociencia. Un costo alto para quien había alcanzado un máximo lugar en el podio de la biología. Nacido en 1944 en Mt. Kisco, Nueva York, Lipton era una estrella de la investigación sobre células y enseñaba en prestigiosas facultades de medicina, tanto en la Universidad de Wisconsin como en Stanford, cuando lo sorprendió la crisis de la mediana edad. Se rompió su matrimonio y lo arrasaron dudas acerca de los dogmas predominantes en su profesión: por un lado la creencia darwiniana de que en la vida sobreviven los más fuertes (o los que mejor se adaptan) y por otro el credo de que nuestro destino está determinado por la carga genética que recibimos.

Renunció a sus cargos y se refugió en la isla caribeña de Montserrat, en cuya escuela de medicina se inscribían quienes no eran admitidos en las grandes universidades estadounidenses, y mientras revisaba y cuestionaba los principios de la biología oficial, inyectaba en sus alumnos desclasados una confianza y una capacidad de abrir nuevas vías de investigación de las que él mismo bebió. Retomó ideas de otro despreciado por la ciencia oficial, el francés Jean Baptiste Lamarck, padre de la biología, que en 1802 había sostenido una tesis opuesta a la que Darwin impondría medio siglo más tarde. Los organismos vivos aprenden de su entorno, decía Lamarck, desarrollan recursos para prosperar y trasmiten ese aprendizaje a las generaciones futuras. Así funciona la vida. Lipton sospechó entonces que los seres vivos no estamos manejados como títeres por la información genética que recibimos, sino que esa base puede transformarse a partir de la interacción con el entorno. Esta visión y sus trabajos como biólogo molecular le permitieron conocer como pocos la vida y el funcionamiento de las células, incorporó la física cuántica a la investigación, determinó el papel esencial de la energía en la conformación de la vida y llegó a una de sus teorías fundamentales: ningún ser vivo (humanos, animales, plantas) es un individuo homogéneo y aislado. Todos somos una asociación de células que se organizan y cooperan con un fin: mantener e impulsar la vida. Es la colaboración, entonces, y no la confrontación el fundamento de la existencia. La gran lección de las células.

Tal teoría es una auténtica herejía en una cultura, como la que nos atraviesa, en la que se fomenta la competencia, el éxito individual, imponerse a los otros antes que colaborar con ellos. Y en donde la manipulación genética es acaso el más peligroso y menos denunciado de los peligros que amenazan a todas las especies del planeta, incluida la humana. En su libro La biología de la creencia (que enriqueció en sucesivas ediciones) Lipton transmite sus descubrimientos con notable claridad y celebra la reivindicación de Lamarck, simultánea al fuerte desarrollo actual de la epigenética, disciplina que estudia el modo en que el medio ambiente y el entorno influyen en el ADN y en lo genético. A su manera Lipton se une a Carl Jung en la idea de un inconsciente colectivo que dota a cada especie de herramientas no solo para vivir sino para autodeterminarse y legar historia y recursos a las siguientes generaciones. “Hace 40 años, mis colegas me tildaron de loco”, recuerda Lipton. “Hoy en sus clases enseñan lo que yo descubrí. De todos modos, lo mejor que pude hacer fue salir de aquella comunidad científica”. Es la historia de tantos “locos”: abrir horizontes contraculturales, mostrar que hay caminos que van por fuera de intereses científicos, económicos o políticos predominantes. En este caso poner la ciencia al servicio de la cooperación en un tiempo de confrontación.

lunes, 6 de mayo de 2024

Una luminosa ceguera

 UNA LUMINOSA CEGUERA

por Sergio Sinay

¿Cuántas vidas simultáneas vivimos? ¿En cuántas, y cómo accedemos al amor? ¿Qué es el azar? ¿Y qué el tiempo? Apasionantes preguntas del infinito universo borgiano que atraviesan "Cita a ciegas", una conmovedora experiencia teatral cuyos ecos resuenan más allá del escenario



Somos puntos de una trama infinita, tejidos por el azar, que, a pesar de lo que creemos, es metódico y ordenado. Lo decía Einstein al afirmar que Dios no juega a los dados. Y es la idea que sobrevuela “Cita a ciegas”, historia que Mario Diament imaginó y escribió tras entrevistar en 1984 a Jorge Luis Borges. Modelo perfecto de teatro de cámara, toma a cuatro personajes que, en principio, son para el espectador cuatro puntos perdidos en el espacio del desasosiego, el desamor, el hambre de sentido para sus vidas a la deriva, y los hace girar en torno de un escritor ciego sentado en una plaza hasta que, desde sus dolores, angustias y frágiles anhelos y esperanzas, se vislumbra la trama, el tejido que los une y los desune en el presente y en el pasado sin que ellos mismos terminen de saberlo y de comprenderlo.

El escritor es Borges, aunque no se lo nombre, pero es más que el Borges carnal. Es el punto central de un Aleph en el que caben todas las posibilidades e impedimentos del amor, y hasta la posibilidad de que aquello que vivimos en esta realidad esté sucediendo de un modo diferente en un mundo paralelo. El otro, los caminos que se bifurcan, las ruinas circulares de tantas existencias y la vastedad de lo cuántico están allí. Es el infinito universo de Borges, al cual volver si se lo leyó y al cual ingresar, si no, siguiendo esta historia, que son muchas historias.

“Cita a ciegas” es un preciso y precioso mecanismo de relojería que necesitó para plasmarse de la lucidez y la sensibilidad de su director (Mauro J. Pérez) y de sus actores (Mario Petrosini, Hugo Cosiansi, Iardena Stilman, Silvina Muzzanti, Nayla Noya). Se trata tanto de un thriller sobre física cuántica, como de una meditación sobre el amor (que siempre pide cuentas, como se dice en la obra) y sus misterios, como de una exploración de las infinitas dimensiones del tiempo y de una inmersión poética y conmovedora en la eterna genialidad de un hombre al que su ceguera jamás le impidió ver lo que tantos videntes no captan. Una obra conmovedora, de visión imprescindible (valga el juego de palabras). Está en el teatro El Método Kairós.


viernes, 12 de abril de 2024

 

El periodismo

 desobediente


Por Sergio Sinay


Fundador del periodismo moderno, Joseph Pulitzer dejó un mensaje para los gobernantes, los lectores y los periodistas de hoy




 

 

El premio Pulitzer otorga prestigio y reconocimiento a los narradores, dramaturgos, ensayistas y periodistas que acceden a él. Fue creado en 1917 y lo gestiona la Universidad de Columbia, en Nueva York. Nació por decisión de Joseph Pulitzer (1847-1911), que así lo dejó manifestado en su testamento. Pulitzer era húngaro, emigró a Estados Unidos en 1864, en plena Guerra de Secesión, y se enroló en el ejército unionista, que ganaría la contienda representando al Norte antiesclavista. Al cabo de la guerra se convirtió, en San Luis Missouri, en reportero del The Westliche Post, diario en lengua alemana, y se afilió al Partido Demócrata. Pero aspiraba a más. Quería su propio diario. En 1883 se mudó a Nueva York y adquirió el matutino The World para crear el infotainment, estilo que combinaba información con entretenimiento. El periódico se hizo popular y fue puntal en la denuncia de la corrupción y la injusticia.

Desde el The World Joseph Pulitzer inició una dura competencia contra el The New York Morning Journal, propiedad de otro magnate de la prensa, William Randolph Hearst. Y como atracción incluyó el color en su diario. Así pudo publicarse The Yellow Kid (El chico amarillo), una historieta surrealista creada por Richard F. Outcault y publicada entre 1895-98, cuyo protagonista se imprimía en esa tonalidad. Allí nació (debido a esa experiencia y a la popularidad y estilo del diario) la denominación de periodismo amarillo. Sin embargo, el ideal periodístico de Pulitzer iba más allá. Veía en la profesión una misión: defender la democracia y los ideales republicanos, elevar el nivel cultural de sus lectores, anticiparse al devenir de la historia y no correr detrás de ella. El texto publicado en mayo de 1904 en la North América Review en el que fundamentaba los propósitos que lo guiaron a fundar la Escuela de Periodismo de la Universidad de Columbia sigue siendo ejemplar y merece ser leído no sólo por quienes ejercen el oficio con verdadera vocación, sino también por gobernantes que usan al periodismo como chivo emisario o enemigo de ocasión (por temor, por resentimiento, como castigo por no ser alabados incondicionalmente o por ver desnudado lo que pretenden ocultar). Incluso es una lectura recomendable para la opinión pública.

Acerca de esta dice Pulitzer: “La opinión pública es una entidad variable que a menudo cambia a la velocidad del pensamiento. Por eso es imposible que siempre esté en lo cierto. ¿Era la voz del pueblo la voz de Dios cuando apoyaba la esclavitud en una república dedicada a la libertad?”. Oportuna advertencia para quienes, desde el poder, creen contar con una feligresía eterna e inamovible. La historia los desmiente a cada paso, aunque la ignoren. Los trolls no votan, aunque inunden las redes sociales, y se necesiten pocas personas para crear miles de esos depredadores seriales. Por eso siguen vigentes las palabras de Pulitzer cuando afirmaba que la función y el poder de la prensa “perdurarán en la misma medida en que lo hará la fidelidad de los periódicos a sus principios y a su deber de hacer de la prensa una fuerza ética de la comunidad, sirviendo a la gente y luchando por ella sin temor, sincera, desinteresada y libremente”. Quienes ejercen la profesión en consonancia con esas palabras perduran más allá de tiempos y coyunturas. Más allá, también, de quienes, desde el poder, pretenden modelar la realidad forzándola a ser el reflejo de un pensamiento único, refractario al disenso, al debate, a la diversidad de ideas. “Una opinión pública bien informada será siempre nuestro tribunal de última apelación”, sostenía Pulitzer. Y agregaba que esa apelación “siempre se puede hacer con seguridad contra los errores públicos, la corrupción política, la indiferencia popular o las faltas administrativas”. Cerraba su memorable texto afirmando que el trabajo del periodismo es “difundir inteligencia como el sol difunde luz” y que, si eso se cumple, “la opinión pública hará otro tanto a favor de la justicia en el gobierno, la pureza en la política y valores más altos en los negocios y en la vida social de la nación”. Aun a pesar quienes desean una prensa obediente y que la opinión pública se les rinda incondicionalmente.

jueves, 14 de marzo de 2024

 EQUIDAD, RESPETO Y DIFERENCIA

Sergio Sinay

Una filósofa feminista plantea una nueva e inteligente perspectiva para superar los desencuentros de género en todos los ámbitos de la vida cotidiana





El ingreso de las mujeres a territorios laborales, políticos y sociales que les resultaban ajenos o estaban vedados no es sólo consecuencia de movimientos y luchas feministas, sino también de desarrollos tecnológicos producto de los cuales, especialmente en Occidente, los trabajos que sostienen al capitalismo tardío se hicieron menos dependientes de la fuerza y la destreza física. Entre otros interesantes y muy lúcidos conceptos esto plantea Nina Power en su reciente libro “¿Qué quieren los hombres?”, a mi entender la más amplia, comprensiva y superadora mirada planteada acerca de la controvertida temática de género.

Power es una filósofa y activista feminista británica que aporta con claridad y aguda inteligencia una perspectiva nueva y enriquecedora a una cuestión infestada de intolerancia, fundamentalismos, sesgos, desencuentro, cancelación y, en definitiva, rencor e infelicidad entre unos y otras. ¿Cómo podemos respetarnos, comprendernos y amarnos mutuamente cuando una cultura que nos necesita enfrentados, segmentados y solos para sacar rédito de ello desalienta valores eternos que están en nosotros por encima de cuestiones de género?, se pregunta Power. El sexo existe, somos distintos, pero podemos amar las mismas cosas.

Nuestra cultura está en problemas, afirma y demuestra Power, y trabajar en ello es una tarea convocante para todos. Vivimos en un mundo heterosocial, señala, en el que los sexos se mezclan en todas las áreas de la vida cotidiana, social y ecnómica. El trabajo es una de ellas: ¿cómo deberíamos actuar en este ámbito los hombres y las mujeres para respetarnos diferentes (aspecto que las proclamas igualitarias suelen pretender eliminar o forzar hacia una similitud voluntarista que empobrece a todos) y relacionarnos con equidad en ámbitos cooperativos? Este es un desafío que nace de la muy recomendable lectura de Power. Dejo y comparto aquí el interrogante.

 


jueves, 28 de diciembre de 2023

MÁS ALLÁ DE LO CONOCIDO

 MÁS ALLÁ DE LO CONOCIDO

por Sergio Sinay



Estamos como el astronauta David Borman (interpretado por Keir Dullea) en el alucinante tramo final de “2001, odisea del espacio”, obra maestra del inglés Stanley Kubrick, película que, desde su estreno, en 1968, se abre a significados cada día más amplios y profundos. En ese punto del film Borman está solo ante lo desconocido. Su compañero, Frank Poole, ha muerto asesinado por Hal 9000, la supercomputadora de la nave, que se rebela contra los humanos. Borman la desconecta, la misión llega a su objetivo, Júpiter, pero no se detiene, y ahora va, como reza un subtítulo de la película, más allá del infinito, en donde Borman, quizás el último humano o acaso el primero de una nueva especie, se topará con la revelación de ancestrales misterios existenciales, solo para enfrentarse a otros, nuevos, innombrables.

Así empieza 2024 para nosotros, habitantes de esta Argentina. Vamos más allá del infinito, viviendo una experiencia sin antecedentes locales. Enfrentados a lo desconocido. No hay especialistas en lo desconocido, porque nunca ocurrió. Sin embargo, muchos pretenden conocerlo y lo vaticinan, para bien o para mal. Los que profetizan lo peor parecen gozar con ello, como adictos al morbo. Otros se esperanzan. Otros temen. Otros niegan, se enfurecen, despotrican. ¿Pero por qué no esperar? ¿Por qué no fluir con los hechos, abiertos al acontecer? ¿Por qué no permitirse no saber? Simplemente no saber. Esperar no es ni aprobar ni apoyar. Es admitir que no se sabe.

Sí sabemos de dónde venimos. De la corrupción más abyecta, de la indignidad más obscena, del apagón moral más oscuro. Cualquier chispa de luz encandila cuando se viene de ahí. Entonces, quizás se trate de esperar, no adelantarse, pensar (un ejercicio despreciado, remplazado por la reacción amigdalina, prejuiciosa, que abre atajos sin salida). Esperar, acompasar, contemplar. La contemplación consiste, dice el pensador inglés John Gray, en observar sin interpretar. Y, de paso, volver a ver “2001, odisea del espacio”, esa joya que abre horizontes en mentes y corazones.


lunes, 20 de noviembre de 2023

CUANDO GANA LA DEMOCRACIA

 

CUANDO GANA LA DEMOCRACIA

Por Sergio Sinay




 

Aunque a algunos les cueste aceptarlo, en el balotaje ganó la democracia. Porque como decía Karl Popper (1902-1994) gran filósofo de la ciencia y la política, la democracia es el sistema que permite cambiar a un gobierno (en este caso un régimen) sin derramamiento de sangre. Es, además, decía Popper, el sistema que impide que la acumulación de poder se convierta en dictadura. Este mismo pensador definía a la oligarquía como “el gobierno de unos pocos no tan buenos”.

Hay muchos en el campo de la política, de los medios, de la cultura, de la ciencia, del espectáculo y del deporte que han sido prebendarios (no siempre en dinero, también en especies) de la oligarquía derrotada en el balotaje. Son los que malversaron la idea de democracia pretendiendo imponerle a los ciudadanos, a través de cartas abiertas y de medios cómplices, a quién debían votar y a quién no votar, avasallando así la autonomía de pensamiento y la libertad de elección de los votantes. Una torpe manera de rifar reputación.

Sobre lo que vendrá hay muchos interrogantes. Se irán respondiendo con el tiempo y con acciones. Y las dudas que nos aquejan necesitarán de nuestra presencia, nuestra acción de ciudadanos, nuestras activas acciones de cada día para ser respondidas por cada uno desde donde le toque vivir, trabajar, relacionarse y actuar como ciudadano. Que la democracia siga viva y no vuelva a derivar en oligarquía depende de eso. Este texto no milita por el nuevo gobierno (en tiempos de intolerancia siempre es oportuna la aclaración). Solo celebra el triunfo de la democracia, que le ganó al miedo disparado por la oligarquía que perdió. Porque es sin miedo como se puede sostener a la democracia, este sistema que Winston Churchill definió así: "No es perfecta, pero es mucho mejor que cualquier otra forma de gobierno que haya existido."

lunes, 23 de octubre de 2023

 

EL VOTO ESPEJO

Por Sergio Sinay




 

El voto emocional (guiado por la bronca, el resentimiento, el hartazgo, la tristeza) suele producir frutos amargos tanto para el que vota como para la sociedad. El análisis emocional de los resultados de las elecciones, también. En ambos casos la deserción de la razón deja al potro de la emoción desbocado, sin jinete y corriendo hacia lugares peligrosos. La oferta electoral de este domingo 22 de octubre presentaba candidatos mediocres, o tramposos, o delirantes según cada caso. Ninguno capaz de generar una esperanza sólida, fundamentada, una visión convocante por encima de las diferencias que hay en toda comunidad, ninguno que alentara a desarrollar propósitos individuales y colectivos ciertos y movilizadores. Una campaña larga, opaca, sucia, patética, hecha de bajezas, amenazas, escándalos, corrupción, mentiras y miserables trifulcas internas transcurrió a espaldas de 18 millones de argentinos pobres, de 1 millón y medio de indigentes, de un país sin educación, sin salud, sin seguridad. Nadie habló de eso y la ciudadanía tampoco lo exigió. Finalmente, aunque duela decirlo y escucharlo, las sociedades tienen los dirigentes que producen, que admiten y que se les parecen.

Ahora los ganadores repiten la prepotencia de siempre, la creencia de que mayoría es impunidad, de que las cuentas no se rinden. Y los perdedores aparecen ofendidos, con una cierta actitud moralista que, desde su indignación, les hace creerse por encima de los provisorios ganadores. Y sorprendidos, con una sorpresa un poquito hipócrita (todo hay que decirlo), como si la vida los hubiera traicionado, como si esto hubiera llovido del cielo y sin aviso. Y en realidad surgió de aquí, del territorio que pisamos todos los días, y con aviso. Ninguna sorpresa. La víscera criolla más sensible sigue siendo el bolsillo. En algunos por escasez terminal, en otros por abultamiento. Y al final del día la mayoría de los electores vota con el resentimiento que le provoca el bolsillo vacío o con el miedo producto del bolsillo lleno. Después eso se viste de justificaciones endebles e insostenibles, apoyadas en la emoción. Pero la razón es minoritaria en las elecciones. Cada uno a su manera, los de arriba y los de abajo esperan al mesías, a los reyes magos, a Papá Noel. Y creen verlo llegar en cada elección. Cuando descubren el fiasco ya es tarde, viene el ciclo de la bronca, se ahondan las grietas y se reanuda la espera en la convicción de que la próxima vez será. Los candidatos no caen del cielo, no nacen de repollos. Nacen de la sociedad. Son espejos y el espejo siempre refleja lo que tiene en frente.