lunes, 14 de diciembre de 2020

 ¿Basta la salud?

Por Sergio Sinay




 

 

“La salud es un recurso para vivir, no un fin en la vida. Vivir solo para tener salud es una enfermedad”. Esta tajante definición pertenece a dos médicos, los españoles Juan Gérvas y Mercedes Pérez-Fernández, quienes además son marido y mujer. No improvisan en lo suyo. Han dedicado casi toda su vida profesional, más de cuatro décadas, a la medicina general, lo hicieron en hospitales, como médicos rurales, en barrios carenciados. Gérvas posee 22 matrículas de honor, accésit al Premio Extraordinario de fin de carrera, y “honoris causa”, fue coordinador de Seminarios de Innovación en Atención Primaria, profesor visitante del Departamento de Salud Internacional de la Escuela Nacional de Sanidad (Madrid) y docente en Suecia y en la Universidad John Hopkins de los Estados Unidos. Pérez Fernández, con 22 matrículas de honor y especialización en Medicina del Trabajo, fue docente en la Universidad Autónoma de Madrid y estuvo en primera línea en el tratamiento de adicciones en barriadas pobres, además de ser una activa luchadora por los derechos de las mujeres.

Juntos, Gérvas y Pérez Fernández despliegan sus convicciones acerca de la función del médico y su concepción de la salud en “La expropiación de la salud”, un libro urticante, que desde su aparición, cinco años atrás, no deja de incomodar al establishment médico, a las autoridades sanitarias y a los voceros de la industria farmacéutica en su país. Su definición de la salud merece ser atendida, revisada y profundizada en tiempos en que, en nombre de su protección, se han puesto en juego cuestiones esenciales, vinculadas a libertades, derechos, intereses económicos y políticos, prácticas científicas y, en definitiva, a de qué se habla cuando se menciona esa palabra: salud.

Para precisar qué es salud, según Gérvas y Pérez Fernández, hay que comenzar por definir qué es enfermedad. Y la describen así: “Es la dificultad para afrontar los inconvenientes, los problemas, las adversidades y los sinsabores de la vida. Puede serlo en el sentido físico, psíquico o social”. Entonces, sí, se puede definir a la salud como un estado en el cual aquellos tres aspectos están en relación y en equilibrio y permiten afrontar con ánimo las adversidades, los problemas, la incertidumbre de cada día. Salud no es ausencia de enfermedad, sino capacidad para enfrentarla y resolverla.

 

EL VALOR DE LA AUTOPERCEPCIÓN

Al enfocar la salud desde esta perspectiva se acentúa la importancia de la autopercepción. Gérvas y Pérez Fernández citan estudios que muestran ese valor. Más allá de los resultados que ofrezcan análisis clínicos, quienes se sienten bien de salud tienen menos posibilidades de morir en un futuro próximo que las personas que se autoperciben mal de salud. Estas son hospitalizadas cinco veces más que quienes se sienten bien: 675 frente a 136 por mil. Pese a todo el conocimiento acumulado, insisten estos autores, “sabemos poco del sufrimiento humano”, y menos de los verdaderos sentimientos de otra persona. Y llaman a tener en cuenta esta ignorancia, a hacerlo con humildad y respeto hacia quienes consideran dolientes y no pacientes. Una concepción autoritaria de la medicina, advierten, invalida la autopercepción de la salud y produce en las personas una verdadera incapacidad de sentirse sanas. Gérvas y Pérez Fernández son muy asertivos en este punto. Señalan que cuando se convierte el “estar sano” en una obligación moral de los ciudadanos (“es por tu bien y por el bien de todos”, etcétera) se termina por generar a mediano plazo una indignación colectiva que deviene en transgresiones y conductas que terminan en una salud empeorada.

¿Qué es lo que se prioriza, entonces, cuando se dice, desde esferas políticas y científicas, que se da prioridad a la salud? ¿A qué salud? Para empezar a responder a estas inquietudes es aconsejable regresar a la idea de que la salud no es un fin, sino un medio. Y que tomarla como fin puede tener efectos iatrogénicos. Iatrogenia es el fenómeno por el cual lo que se prescribe como remedio empeora la enfermedad o produce una nueva. Si se reduce la salud a estadísticas y durante una pandemia se pretende tener una población sana midiendo los porcentajes de infección, mortandad y mortalidad, se estará usando una frazada corta, que tapa la cabeza y destapa los pies o viceversa. Porque no hay salud en el sentido amplio y profundo de la palabra (como la entendían hace siglos los hoy olvidados Hipócrates y Paracelso, entre otros precursores que invitaban a sus discípulos a tratar a sus pacientes de manera integral, como personas y no solo como órganos), mientras exista vacío existencial, pérdida del sentido de la vida. Y cuando en nombre de una visión limitada de la salud se cancelan o desestiman fuentes de sentido, como son el trabajo, la cercanía de los afectos, la posibilidad de proyectar y soñar, aparece ese sufrimiento humano del que la ciencia (y ni hablar de la política) sabe poco, y a menudo descree mucho, el cual se traduce en enfermedades.

 

EL DOLIENTE AUSENTE

Gérvas y Pérez Fernández llaman expropiación de la medicina al proceso por el cual se diseñan políticas de miedo a la enfermedad (como si esta fuera una falla de la vida y no parte de esta). Esas políticas anulan la autopercepción de salud, mantienen a las personas en un estado de permanente de sospecha sobre sus propias sensaciones, las hacen dependientes de constantes análisis, estudios y diagnósticos y son absolutamente funcionales a intereses políticos, económicos y empresariales, especialmente en el campo de la industria farmacéutica y sus poderosos lobbies. Lamentan que así se enseña a la población a vivir como enfermos, aunque no lo sean, y que se pierda de ese modo la construcción social de la salud y de la enfermedad. Hay diagnósticos y estadísticas, pero no pacientes (dolientes, personas). Y se establecen protocolos que terminan de sellar esa situación, porque, afirman los médicos españoles, los protocolos son respuestas automáticas que se aplican de manera imperativa y terminan convertidas en murallas que aíslan definitivamente a los médicos de las personas que acuden a ellos.

Los autores de “La expropiación de la medicina” citan a su compatriota Gregorio Marañón (1887-1960), gran médico, historiador y ensayista, quien supo decir que “el que solo sabe de medicina ni siquiera de medicina sabe”. Breve y profunda reflexión que bien puede aplicarse a todas las profesiones, especializaciones y oficios. Y que resulta especialmente significativa cuando se trata de y con seres humanos. Es que un ser humano no es un artefacto al que puede considerarse “sano” mientras funcione. Es un ser complejo y maravilloso que merece ser respetado en toda su dimensión. Si se insiste en “priorizar la salud” (y se lo hace además con resultados dudosos) sin pensar en realidad en ella, se está priorizando el funcionamiento, pero no necesariamente la vida, que es algo mucho más vasto, profundo y preñado de significado y propósitos.

martes, 1 de diciembre de 2020

 

La mansedumbre social

Por Sergio Sinay





 

 

¿Por qué motivo animales y personas permanecen pasivos, sin reacción, ante situaciones adversas, dolorosas, generadoras de intenso sufrimiento? Esta pregunta acosaba durante los años 70 a Martin Seligman, docente e investigador de la Universidad de Pennsylvania, que presidió la American Psychologist Association (Asociación Americana de Psicología), desde donde impulsó la corriente conocida como psicología positiva. Seligman se propuso investigar aquel fenómeno, y sus conclusiones lo llevaron a plantear el Síndrome de Indefensión Aprendida (o Adquirida). Se trata de un síntoma psíquico y emocional que se presenta en quienes, sometidos reiteradamente a situaciones abusivas o agresivas, adquieren la sensación de que no hay defensa posible y se someten dócil y mansamente a la repetición del maltrato. Se puede arribar a esa posición ya sea por haber intentado defensas disfuncionales, que no surtieron efecto, o por haber recibido promesas de recompensas que, de todas maneras, no fueron tales o no se cumplieron. Seligman vio un nexo entre este Síndrome y la depresión. La Indefensión Aprendida puede ser preámbulo de la depresión o fruto de ella.


¿CUÁL ES EL LÍMITE?

Cabe tomar el interrogante inicial y ampliarlo, aplicándolo a una sociedad. ¿Cuántas veces puede una sociedad ser engañada, maltratada por sus gobernantes, despojada de sueños y proyectos, obligada a vivir en un ámbito carente de justicia y en donde Constitución e instituciones republicanas son meras fachadas sin contenido? ¿Durante cuánto tiempo puede aceptar que derechos básicos, como la salud, la educación, la seguridad, el alimento, la justicia le sean negados o presentados como migajas asistencialistas? ¿Durante cuánto tiempo puede esa sociedad agradecer a sus maltratadores por las postergaciones y falacias a las que es sometida? ¿Cuál es el punto en el cual desiste de la dignidad y la remplaza por el conformismo? ¿En qué grado de maltrato la indefensión la lleva a admitir que cada generación viva peor que la anterior, y a resignarse a una vida vegetativa, sin aspirar a la búsqueda de un sentido existencial?

Seligman y quienes estudiaron desde entonces los aspectos del Síndrome de Indefensión Aprendida detectaron que este se establece y echa raíces en la medida en que el abuso y el maltrato se naturalizan. Entonces se asume la convicción de que “las cosas son así”, de que no van a cambiar y de que no vale la pena enfrentarlas para transformarlas. Que eso solo significaría más maltrato, más dolor, más frustración.

El filósofo, ensayista y activista social Franco “Bifo” Berardi sostiene en su vibrante ensayo titulado Futurabilidad que el cuerpo conjuntivo de las sociedades (en el que había espacios físicos concretos donde se interactuaba y se generaban valores como la solidaridad social y la empatía, impulsores a su vez de sueños y acciones colectivas) ha sido remplazado por un cuerpo conectivo. Todos tecnológicamente conectados en un enjambre virtual, a distancia, bajo una mera apariencia de comunicación que no es tal y que elimina toda acción conjunta, toda presencia real de los cuerpos y de su potencia transformadora. El desmembramiento del cuerpo conjuntivo (ahora fragmentado en lo conectivo), sumado a la precarización devastadora del trabajo, anulan la capacidad de rebelión, dice Berardi, y la reducen a simples e inoperantes ataques de ira. Espasmos sin trascendencia. Durante la presente era del capitalismo financiero no se puede concentrar la lucha por la dignidad humana enfrentando a un centro físico de dominación, porque no hay tal centro físico. El poder está en esa nube intangible llamada mercados. Allí donde la promesa incierta de una vacuna (sin pruebas científicas reales que la sustenten) genera euforia, subas en las acciones de la siempre oportunista industria farmacéutica, nuevos millonarios y patética credibilidad de los gobiernos, mientras las personas de carne y hueso (no “la gente”, esa abstracción) siguen muriendo y perdiendo trabajos y futuros.


CHISPAZOS, NADA MÁS

De la civilización industrial se pasó a la civilización digital, advierte Berardi. Y en esta, aunque se hable de “pueblo”, “masas” o entelequias similares, ya no hay tal cosa. Lo que quedan son átomos dispersos. Fragmentos que, salvo esporádicos ataques de ira (que pueden vincularse a Vicentín, a jueces desplazados, a libertades abstractas e individualistas, pero nunca al hambre, la educación o cuestiones que trasciendan la coyuntura), jamás se articulan en acciones conjuntivas que signifiquen una real reacción ante el maltrato y la indignidad, o que permitan vislumbrar proyectos de convivencia colectiva que enciendan la esperanza. Cuando calma el pequeño brote vuelven la desesperanza, la mansedumbre y la indefensión. Vuelven el maltrato cotidiano, las mentiras y las promesas falsas del maltratador. En su clásico El acoso moral, la psiquiatra francesa Marie-France Irigoyen decía que, para salir del estrés, la confusión, la depresión y el miedo que provoca el maltrato (todo esto presente hoy en la sociedad) es necesario identificar al abusador, llamar a las cosas por su nombre y actuar, saliendo del lugar pasivo de la presa. Es decir, desaprendiendo la indefensión. He aquí una asignatura pendiente.

domingo, 29 de noviembre de 2020

 

Nuestra propia distopía

Por Sergio Sinay




 

 

 

Una distopía es un relato que imagina un futuro cercano e impreciso en el cual el mundo tal como lo conocemos se ha transformado en un escenario peor, pesadillesco. Ya nada es como era, aunque la realidad conserva abundantes rasgos de lo que nos resultaba familiar. Los protagonistas de las distopías son habitualmente sobrevivientes dispuestos a mantener esa sobrevida a cualquier precio. Ya no creen en los antiguos valores porque los consideran inútiles. La solidaridad y la empatía les suelen parecer pueriles y no vacilarán en matar (cuando los vemos por primera vez en el relato en general ya lo han hecho) para seguir vivos en un mundo que ya no ofrece esperanzas. “Mad Max”, “Minority report”, “V por Vendetta”, “Hijos de los hombres”, “Matrix”, “Blade runner”, “Doce monos”, “Los juegos del hambre” son algunos ejemplos cinematográficos de distopías. Las series televisivas “Black Mirror” y “Te walking dead” entran en la categoría. En la literatura se cuentan “1984”, de George Orwell, “Un mundo feliz”, de Aldous Huxley, “El cuento de la criada”, de Margaret Atwood, “Fahrenheit 451”, de Ray Bradbury, “El hombre en el castillo”, de Philip Dick, “La naranja mecánica”, de Anthony Burguess, como algunos ejemplos literarios entre decenas de ellos.

De alguna manera los humanos de estos tiempos nos sentimos protagonistas de una distopía. En apenas once meses el mundo que conocíamos dejó de existir, pero aun está aquí, agonizando junto a los brotes de una “nueva normalidad”, que no alcanzamos a definir y mucho menos a comprender. Como en los relatos distópicos los gobernantes del mundo anterior hicieron mucho (con sus malas praxis de todo tipo, su indiferencia, su ignorancia de las señales de alerta) para que se produjera la catástrofe, y los que se mantienen en sus cargos durante el post apocalipsis resultan patéticos y corren como hamsters en una rueda que no los lleva a ningún lado y en la que creen estar en control de la situación. Mientras tanto, los sobrevivientes descreen de ellos y tratan de salvarse por cuenta propia.

 

LA TORTILLA SE VUELVE

 En este contexto comenzó a circular en las últimas semanas (a través de diferentes canales virtuales, ya que los cines continúan cerrados) una pequeña película distópica que merece atención por los puntos de vista que propone. Es un film de bajo costo y alto contenido creativo titulado “Love and monsters” (con ese título debe buscarse, hay versiones subtituladas y dobladas al castellano). Su director es Michael Matthews (realizador de una sola película anterior, la muy bien evaluada “Five fingers for Marseilles”), quien también escribió el guion junto a Brian Duffield). Y su protagonista es Dylan O´Brien, un joven actor más visible en series de televisión que en películas.

Como todas las distopías, “Love and monsters” se inicia luego del fin del mundo (conocido). Un asteroide estaba a punto de terminar con el planeta, pero fue destruido gracias a la más reconocible de las capacidades humanas, según la describe Joel, el personaje central de la película. Esa capacidad es la de arrojar misiles cargados de sustancias químicas. Tales sustancias acabaron con el asteroide y también con la normalidad terrestre. Las sustancias químicas arrojadas eliminaron también a la mayoría de los humanos, en colaboración con orugas, sapos y variados animales e insectos convertidos de pronto en gigantescos y voraces monstruos. Escondidos en refugios subterráneos los pocos humanos sobrevivientes sienten ahora lo que antes sentían esas especies, sometidas a ellos y a su capacidad destructiva del medio ambiente.

Joel, el protagonista perdió a sus padres y a toda su familia y convive con un pequeño grupo de personas en un refugio en el que él oficia de cocinero y es apreciado por su minestrón y subvalorado por su nula habilidad para la lucha. Llevan siete años escondidos allí. Joel sueña con reencontrarse con Aimée, su novia, que está en otro refugio, ubicado a 85 millas (170 kilómetros) de allí. Un día decide emprender la aventura, salir a la superficie e ir en busca de la chica. Aunque sus compañeros lo despiden con los mejores deseos y consejos, nadie da un centavo por él. A partir de entonces vemos a Joel atravesar peligros extremos, incorporar como compañero a un perro de notables habilidades, recoger sabios consejos y entrenamiento de una pareja compuesta por una niña de ocho años que perdió a sus padres y un hombre que perdió a su hijo (lo que demuestra que las heridas emocionales más profundas pueden suturarse con la presencia de inesperadas fuentes afectivas, siempre que se las sepa detectar y aceptar). Con esa pareja compartirá un tramo del camino y luego él seguirá su rumbo y su propósito.

Lo que vamos descubriendo a medida que seguimos esta historia es que se trata de un relato mítico. El viaje del héroe, cuyo ejemplo más icónico es la partida de Ulises hacia la guerra de Troya y su posterior regreso a su reino en la isla de Ítaca. Este mito se cuenta una y otra vez en la literatura de todos los tiempos, siempre bajo diferentes apariencias y argumentos. Habla de lo que significa en la vida humana el propósito y el sentido, de la importancia de no apartarse de ese norte, y de no anteponer la compañía al rumbo. Quien tiene un para qué encuentra un cómo, dijeron en diferentes momentos el filósofo alemán Friedrich Nietzsche y el médico y pensador austriaco Víktor Frankl. Y el viaje del héroe es siempre, por lo tanto, la travesía de una vida hacia el descubrimiento de su sentido. Nunca el viaje es fácil, nunca está libre de riesgos, y acaso a veces no alcance a completarse, pero hay sentido en haberlo emprendido, aunque el final se adelante. El héroe nunca es un luchador súper poderoso e invicto. Es un ser común que busca respuesta a su propia existencia.

 

A SALVO DE LA VIDA

En su viaje de crecimiento e iniciación el joven Joel descubre y pone en juego sus propios recursos, madura emocionalmente, recoge experiencias que transformará en sabiduría y aprende que quien vive escondido creyendo que así está a salvo de todos los peligros, de lo único que está a salvo es de la vida. Porque la vida, emprendida como travesía existencial, es siempre una inversión de riesgo. Lo que Joel trae como una revelación a compartir al cabo de su viaje es que afuera de los refugios, en la superficie, hay mucha vida, mucha belleza, mucha luz y, sí, también peligros graves. Pero que salir vale la pena.

El coronavirus, la pandemia son riesgos de la vida. Nadie nos prometió al nacer que estaríamos a salvo de algo así. Se trata de un desafío al héroe que habita en cada humano. Un héroe que puede dormir sin despertar jamás o que puede incorporarse e iniciar su viaje. Un aspecto destacable de “Love and monsters” es que, a diferencia de lo usual en las utopías, en el mundo desastrado en que transcurre, su protagonista encuentra maneras de vislumbrar luz a través de la oscuridad. Y que es allí hacia donde pone el rumbo. Y no lo hace desde el voluntarismo ni desde el optimismo banal e irresponsable, sino desde la experiencia vivida, desde lo afrontado, y a pesar de lo perdido. Hoy estamos viviendo una distopía. Es responsabilidad de cada uno decidir si será desesperanzada o si tendrá sentido.

jueves, 26 de noviembre de 2020

 

Maradona, el espejo

Por Sergio Sinay





 

 

Las sociedades suelen tener los ídolos y los gobernantes que se les parecen. Ellas los eligen. No todos sus miembros, por supuesto, pero sí una masa crítica suficientemente numerosa como para entronarlos. Esos ídolos y esos gobernantes funcionan como espejos porque no vienen de otra parte, sino de la misma sociedad, de sus entrañas. Diego Maradona fue un jugador de fútbol excepcional, fuera de norma (lo digo como futbolero que soy). Inigualado desde su retiro, pese al marketing para imponer a un sustituto en que se empeña la corporación que, con la complicidad de los medios, maneja el negocio internacional del fútbol y convirtió a ese deporte en un negocio cada vez más turbio.

Eso fue Diego Maradona. Un futbolista maravilloso. Eso y un hombre que portó y expuso todos los rasgos del machismo. Un hombre que esparcía hijos por el mundo y no los reconocía. Que golpeaba a sus parejas (como vimos en un video que fue publico). Un hombre que transgredía reglas y desconocía leyes, considerándose por encima o al margen de ellas, y que establecía las propias, a las que debían someterse quienes querían ser sus súbditos u obtener alguna prebenda de él. Un hombre que, lejos de hacerse cargo de las consecuencias de sus actos, se victimizaba y cargaba las culpas en otros. Un hombre que coqueteó con personajes oscurísimos del poder mundial mientras se decía rebelde o revolucionario. Un hombre que confundía códigos con valores (como es común en los ámbitos en donde se movía y era endiosado). Un hombre intolerante con quienes no le hacían el caldo gordo. Un hombre, por fin, que ejerció una y mil formas de autodestrucción hasta consumarla.

Los ídolos son espejos de quienes los idolatran. Quien se mira en un espejo no puede desconocer lo que ve allí. Machismo, anomia, irresponsabilidad, transgresión, manipulación, complicidades turbias están a la orden del día en la sociedad argentina. También un nacionalismo banal y fanático. Si una sociedad considera un campeonato mundial o un gol con la mano a los ingleses como motivo de orgullo, es una pobre imagen la que tiene de sí misma. Más aún cuando ignora olímpicamente a otras personas que también nacieron en ella y bien habrían merecido ser tomadas como espejos. René Favaloro, Bernardo Houssay, Federico Leloir, Alicia Moreau de Justo, Florentina Gómez Miranda, por nombrar apenas algunas, del siglo veinte hacia acá. Y dejo a propósito para el final a otro Maradona, el olvidado, el desconocido, el ninguneado y privado de todo tipo de recordatorio u homenaje, incluso por esos gobernantes oportunistas y falaces que lloran sus lágrimas de cocodrilo por “el diez”. Me refiero al doctor Esteban Laureano Maradona, nuestro ignorado Albert Schweitzer. Quienes lo conocen sabrán a quien nombro. Quienes no, pueden buscar su nombre y comprenderán.

Y aquellos gobernantes que negaron un velatorio y un funeral dignos a más de 30 mil argentinos que murieron por la pandemia, son los que (clientelistas como son) habilitaron un funeral multitudinario que violó todas las reglas del meneado distanciamiento social. ¿Con qué cara, con qué credibilidad, con qué autoridad emitirán ahora sus ordenanzas? 

Es cierto que a los ídolos no se les pide ejemplaridad, como dice algún filósofo oportunista. Aunque hay ídolos (y viene al caso) a los que les gusta ponerse como ejemplos. No son ejemplos y no es su función. Pero son espejos.

domingo, 15 de noviembre de 2020

 

Mirarnos a los ojos

Por Sergio Sinay






 

 

Nos encontramos casualmente en la calle, nos saludamos dubitativos y sin saber si mantenernos a distancia “social” o si abrazarnos, y cuando comenzamos a ponernos al día mi amiga me confiesa que, con media cara oculta tras el barbijo, se siente enjaulada, encerrada, secuestrada del encuentro con los otros. Entiendo de qué habla. Nuestras propias voces se escuchan veladas a través de la tela del tapaboca. Mientras avanza la conversación algo se me revela. Y se lo digo. Es cierto, el barbijo es una de las distintas celdas físicas, afectivas y emocionales en las cuales la pandemia nos ha confinado. Pero algo se puede decir a su favor. Cuando conversamos, cuando nos encontramos con el otro de cuerpo presente, el barbijo nos obliga a mirarnos a los ojos. Una costumbre olvidada, una necesidad postergada.

Volver a mirarnos. He aquí un aprendizaje para estos tiempos. Mirarnos cuando nos hablamos, cuando preguntamos, cuando nos responden, cuando indagamos en la emoción o el estado de la otra persona. Mirar a quien nos atiende en un negocio, ser mirados, mirar al ser con quien nos cruzamos, mirar a quien dialoga con nosotros. Mirar. Algo que habíamos dejado de hacer al estar cada vez más absortos en pantallas y más ausentes o distraídos de la presencia humana cercana y real. Hace tiempo que somos observados mientras navegamos en esas pantallas. Se sabe todo de nosotros. Qué páginas y sitios visitamos, con qué frecuencia, durante cuánto tiempo, qué compramos, sobre qué temas averiguamos, con quiénes nos comunicamos. Como cobayos, somos monitoreados para saber nuestros gustos, costumbres, hábitos, amistades. Todo eso será usado para convertirnos en consumidores, para modelar nuestras conductas como compradores o como votantes, según el caso. Adentro de esas pantallas que miramos mientras no vemos a los seres reales y encarnados, somos productos. Y como productos debemos resultar rentables. Hace ya largo tiempo que nuestra mirada ha sido primero seducida y luego secuestrada para que no perdamos tiempo mirando al otro, al prójimo (el próximo, el cercano, el tangible) y no quitemos la vista de aquello que nos hace provechosos.

 

EL OTRO LENGUAJE

Mirarnos es vincularnos. Apenas un 66% de la comunicación humana es verbal. El resto exige que abramos otros canales esenciales. El tacto. La mirada. El antropólogo estadounidense Larry L. Birdwhistell (1918-1994), célebre por sus investigaciones sobre la comunicación no verbal, llegó a determinar en el rostro humano más de 250.000 expresiones diferentes. Cada una de esas expresiones tiene un contenido y un significado. No todas son voluntarias, pero todas dicen algo. Comunican. ¿Cómo detectarlas y descifrarlas si no nos miramos? Cuando borramos al otro de nuestro campo visual se pierde un fabuloso tesoro de mensajes significativos. “Las palabras no son las únicas contenedoras de conocimiento y comunicación social”, decía Birdwhistell. En “El contacto humano”, un clásico estudio sobre la comunicación escrito en colaboración con el psicólogo social Floyd Matson (1921-2008), el consagrado biólogo y antropólogo británico Ashley Montagu señala que, relegada a un segundo lugar respecto del habla como canal comunicativo, “la cara proporciona una especie de esfuerzo o puntuación visual que acompaña a la palabra hablada, así como es una fuente de realimentación o reconocimiento del discurso de otros”.

Pero también, advertía Montagu, las expresiones faciales pueden no coincidir con el mensaje verbal o con el corporal (otra gran fuente de comunicación) y hasta ser contradictorias con ellos. Hay “relámpagos de expresión micromomentáneos”, decía, que representan emociones. Algunos son tan veloces que el ojo no alcanza a captarlos. Otros, aun fugaces, pueden ser registrados, pero, una vez más, eso exige que la mirada esté presente en la comunicación. Norman Aschcroft y Richard Scheflen, otros estudiosos del tema, puntualizan en su trabajo “People Space” que “mirar es una forma de conducta que todos realizamos mil veces por día”, y a la que apenas prestamos atención, siendo que contribuye a ordenar las relaciones y establecer los límites de la interacción entre las personas. “En la cultura occidental el sostener el contacto visual invita al compromiso, mientras que mirar hacia otro lado lo desalienta”. Interesante conclusión que merece ser tenida en cuenta en momentos en que no solo hemos perdido la costumbre de mirarnos, sino que, los intercambios, sean un cruce en la calle, en un ascensor, en un comercio, van acompañados, de la actitud temerosa y evasiva de los cuerpos (actitud muchas veces más paranoica que precavida) y de la huida de la mirada. Si ya antes de la pandemia y las cuarentenas había indiferencia visual hacia el otro, representativa de una indiferencia mucho más profunda y dolorosa, esta se termina de sellar cuando retiramos la mirada (recurso esencial en la comunicación) de la interacción con el otro.

 

VER SIN MIRAR

Mirar, mirarnos, es esencial y no debe tomarse como sinónimo de ver. Si ningún factor orgánico lo impide, todos vemos. La agudeza visual de algunos es mayor que la de otros, hay quienes padecen miopía y quienes presbicia, algunos toleran mejor que otros el reflejo o el encandilamiento y están los que, en la oscuridad, pueden emular a los gatos. Ver es un fenómeno fisiológico. Pero no todo el que ve mira. Mirar es registrar al otro, darle entidad y existencia con nuestra actitud. Mirar es comunicarle que advertimos su presencia, es un acto de hospitalidad y de respeto. Se puede dar por visto a alguien (y de hecho se practica mucho esta forma dolorosa de indiferencia), pero no se lo puede dar por mirado. Se ve con los ojos, pero se mira con todo el ser. Ver a una persona no nos acerca a ella, a su singularidad, a la riqueza de su ser. Cuando la miramos, en cambio, asomamos al descubrimiento de un universo desconocido. Podemos vivir muchos años al lado de alguien y al darlo por visto lo consideraremos un objeto, será parte del mobiliario. Pero si nos tomamos el trabajo de mirarlo (actitud que requiere voluntad de contacto, de comunicación) podremos darnos cuenta de que, aunque veamos hoy lo mismo que ayer, no miramos en este momento lo mismo que en el momento anterior. Porque, en tanto organismos vivos, los seres humanos estamos en permanente transformación. Esa transformación es física, psíquica, emocional y espiritual. Dejar de mirar al otro es quedarse con una foto antigua, aunque lo sigamos viendo. Es, en definitiva, una manera de perderlo.

Se ha dicho y escrito mucho sobre la mirada. El genial William Shakespeare dijo que “las palabras están llenas de falsedad o de arte, mientras la mirada es el lenguaje del corazón”. Para el autor de “El señor de los anillos”, el británico J.R.R. Tolkien, “no existe ninguna otra cosa como mirar, si deseas fuertemente encontrar algo”. Y el poeta español Gustavo Adolfo Bécquer apuntó bellamente que “el alma puede hablar a través de los ojos, y también se puede besar con una mirada”. No cerremos los ojos mientras el barbijo nos tapa la boca. Mirémonos. Descubrámonos mientras nos cubrimos.

martes, 10 de noviembre de 2020

 

Las voces del silencio

Por Sergio Sinay




 

 

 John Cage (1912-1992) fue un hombre múltiple y difícil de clasificar, cosa que seguramente a él le satisfizo. Se lo considera como músico, compositor, poeta, ensayista, filósofo, pintor, experto en cultivo de hongos y uno de los principales vanguardistas en el arte contemporáneo. Todo esto entre tantas otras cosas. En 1951 Cage se encerró, en la Universidad de Harvard, en una cámara anecoica. Así se denomina una habitación construida de tal modo que ningún sonido entra o sale de ella ni se propaga en su ámbito. El propósito de Cage era escuchar el silencio. Abrió su atención y sus sentidos a esa experiencia. Y descubrió entonces los sonidos del silencio. En efecto, una vez instalado en la cámara no tardó en percibir dos sonidos, uno agudo y otro grave. Al salir se lo comentó al técnico que monitoreaba la experiencia. El operador le explicó que no había ningún error en la cámara, que el silencio era físicamente total en esa sala, pero que también los sonidos que Cage escuchaba eran reales. El sonido agudo correspondía a la actividad del sistema nervioso del compositor, mientras el grave provenía de la circulación de su sangre.

Cage proclamó entonces una sentencia. “El silencio no existe”, afirmó. Y basándose en su experiencia creó la más célebre de sus obras. Se titula “4´33´´”. (Cuatro minutos, treinta y tres segundos). El tiempo que él permaneció en la cámara. No hay forma de incluir a esa pieza en una categoría específica. Y su ejecución es muy particular. Un músico (en el estreno, ocurrido en 1952, fue el propio compositor) se ubica frente a un piano y permanece quieto y en silencio durante el tiempo que da nombre a la obra. El público (a menudo inquieto, agobiado, alterado, desconcertado) es desafiado de ese modo a registrar los sonidos que le son más desconocidos y con los que está menos familiarizado. Los de su propio interior.

 

SORDERA SOCIAL

Que el silencio no existe es algo obvio en el mundo y en la época en que vivimos. La contaminación auditiva es una de las más graves y paradójicamente silenciada de las muchas que nos aquejan. Bocinas, gritos, eventos musicales atronadores en los que el volumen del sonido es más importante que la calidad de la música generalmente pobre, motores, escapes libres, aviones (ya están de regreso), martillos neumáticos (también volvieron), martillazos, amoladoras, auriculares incrustados todo el día en los oídos para mortificar a los tímpanos con la parafernalia que emiten los celulares. Las fuentes contaminantes sobran y hay para todos los gustos y disgustos. Estudios específicos determinaron que el nivel máximo soportable para el oído humano es de 70 decibeles, pero la cifra resulta largamente superada en todos los casos mencionados. Y con un costo alto: la socioacusia. Un fenómeno por el cual dejamos de escuchar (ya sea por falta de atención o por disfunciones orgánicas) los ruidos habituales de la vida urbana. Esta es una variación de la hipoacusia, que es la disminución de la capacidad auditiva, un mal que afecta a porcentajes cada vez más altos y crecientes de personas menores de 40 años.

Un efecto no planeado y probablemente no percibido de las interminables e improbables cuarentenas a las que estamos sometidos desde comienzos de este año es la disminución del bullicio generado por todas las actividades del enjambre humano enumeradas en el párrafo anterior. Sin recitales, con un tránsito vehicular reducido en parte, con la obra pública y la construcción paralizadas, sin turbinas atronando desde el espacio aéreo (entre otras fuentes atenuadas o enmudecidas) se generaron bolsones de silencio poco experimentados o directamente desconocidos. Que hayan sido registrados de manera consciente, o no, es algo difícil de saber. Pero como este fenómeno no fue elegido, sino que se produjo a contrapelo de la voluntad y conciencia del soberano, es muy posible que muchos hayan perdido la posibilidad de disfrutarlo, que tantos otros no hayan aprovechado para escuchar sus sonidos interiores, y que a bastantes más esto les haya provocado desazón, fastidio y síndrome de abstinencia. Habrían preferido seguir cooptados por las fuentes de bullicio y fandango externo, eludiendo cualquier contacto con las voces del propio ser interno, fieles a la descripción que Paul Simon y Art Garfunkel hacían en la letra de su bella canción “Los sonidos del silencio”. En ella decían: “Y en la luz desnuda ví / Diez mil personas. / Quizás más. / Gente hablando sin conversar. / Gente oyendo sin escuchar. / Gente escribiendo canciones / que las voces jamás compartirán. / Y nadie osó molestar a los sonidos / Del silencio.”

Es en los sonidos del silencio en donde se puede escuchar verdaderamente la voz de los reales profetas y no en los carteles de neón en los que se expresan fariseos y oportunistas, terminaban diciendo aquellos inspirados músicos en esta conmovedora plegaria que compusieron el 19 de febrero de 1964, reflejando el sentimiento colectivo provocado por el asesinato del presidente John Fitzgerald Kennedy, ocurrido tres meses antes, el 22 de noviembre de 1962. Han pasado sesenta años y, como ocurre con los clásicos, “Los sonidos del silencio” sigue hablando en tiempo presente.

 

LA ESCUCHA INTERIOR

Quizás aun resulte posible conectar con el silencio y experimentar la riqueza de sus sonidos. No solo los de nuestro sistema nervioso y de la circulación de nuestra sangre, sino también, y más aún, las voces de nuestras necesidades postergadas (no las materiales), de nuestros aspectos internos ignorados, las voces que nos habitan y piden atención, escucha, respeto. Estamos habitados por un enorme elenco de versiones de nosotros mismos y apenas si reconocemos superficialmente a ese que llamamos “personalidad”, y que nos hace decir “Yo soy así (o asá)”, mientras ignoramos, por desidia, miedo o por falta de escucha hacia adentro, todo lo demás que somos y tenemos.

En su libro “El cuidado del alma en la medicina” (una obra de lectura vital para profesionales de la salud y para pacientes), el psicoterapeuta y escritor Thomas Moore se detiene especialmente en la función del silencio en los procesos terapéuticos. “La cultura moderna, escribe, todavía ha de descubrir el poder sanador de la tranquilidad, por no decir del silencio (…) Si bien es cierto que el sonido de la vida y la vitalidad puede animar a un paciente que está triste, el ruido excesivo puede convertir un centro médico o un hospital en un lugar de tortura en lugar de uno de sanación”. El silencio bien habitado baja la presión arterial, serena la mente, aquieta el alma, interrumpe la disociación en que vivimos, nos permite reintegrarnos. Moore llega a proponer que se creen cursos de silencio. Y no es un dislate. Debemos esa materia: aprender a estar en silencio. Moore insiste en que silencio no es ausencia de sonido (coincide con Cage) ni pasividad mortuoria, sino “un espacio tranquilo en el que puedes escuchar tus pensamientos y sentir tus emociones”. En cambio, el ruido es una puerta de escape por la cual muchas personas intentan huir de la experimentación de su propia vida. Acaso la experiencia singular que estamos viviendo nos esté proponiendo, entre otras cosas, que escuchemos los sonidos del silencio. Hay en ellos un mensaje para cada uno de nosotros.

domingo, 18 de octubre de 2020

 Ese recurrente malestar

Por Sergio Sinay



Incertidumbre, sospecha, temor, narcisismo y desconcierto ante el futuro inmediato. El aire de los tiempos que hoy se respira recuerda al que motivó a Freud a escribir "El malestar en la cultura" y a Karl Jaspers a reflexionar sobre qué significa convivir con lo incierto. Dos miradas que hoy conviene repasar


                                                                                   

                

  El 29 de octubre de 1929 quedó en la historia como el “martes negro” (Black Tuesday), y no precisamente porque hubiera un torrente de ofertas y promociones de todo tipo de artículos innecesarios, como suele ocurrir hoy (¿o solía?) con los “Black Friday”, esa apoteosis del consumismo banal. En aquel martes se derrumbó Wall Street y el mundo entero, como en una siniestra caída de piezas de dominó, se hundió en una crisis económica, política y social devastadora, preanuncio de la Segunda Guerra Mundial. Una semana después de esa catástrofe Sigmund Freud (1856-1939) entregaba a su editor el manuscrito de “El malestar en la cultura”, su obra más pesimista y desesperanzada. En una carta enviada el 28 de julio de ese año a su amiga, la escritora Lou Andreas Salomé (1861-1937), mujer indomable y transgresora de todos los mandatos conservadores de la época, el padre del psicoanálisis le contaba que ese libro se ocupaba “de la cultura, del sentimiento de culpa, de la felicidad y de otras cosas elevadas del mismo género”. Agregaba que, comparado con sus trabajos anteriores, le parecía superfluo. Sin embargo, retrataba de tal manera el momento colectivo de la humanidad, el oscuro “aire de los tiempos”, que, leído en perspectiva, resulta estremecedor. Y se torna inquietante cuando hoy, noventa años más tarde, tras un siglo sangriento y, al mismo tiempo signado por saltos tecnológicos y científicos cuánticos como fue el anterior y lo que va del actual, hay algo de aquella sensación desesperada transmitida por Freud que permanece. O se reedita.

 

LA PREGUNTA QUE VUELVE

El mundo de 1929 (y peor aun el de los diez años siguientes) tenía el color “del odio, la agresión y el autoaniquilamiento”, como señala el filósofo y estudioso del pensamiento freudiano Jacques André en el prólogo del libro. El narcisismo por un lado, la inútil búsqueda de la felicidad a través de los caminos más fatuos y superficiales, la depredadora expansión del hombre-masa (incapacitado de pensar por sí mismo, presa de fanatismos irredimibles), el papel de creencias en las cuales la fe ciega aniquila a la razón son descritos en esas páginas de estilo certero, ácida ironía y sombrío lirismo como signos de un momento terminal. “¿Quién puede prever el desenlace?”, se preguntaba Freud en la siguiente edición de esta obra (la primera, de 12 mil ejemplares, se vendió instantáneamente). A la luz de los acontecimientos la pregunta parece hoy retórica. Quizás también lo era entonces para su propio autor, dolido por su visión del futuro inmediato.

Acaso con diferencias de forma, de estilos y de modas, la atmósfera planetaria no era tan diferente de aquella cuando, hacia finales de 2019, el Covid-19 comenzó su recorrido por el paisaje humano. Un paisaje atravesado por el narcisismo, el hedonismo (ambos incentivados y exhibidos patológicamente por las redes sociales), la intolerancia, los odios variados pero vinculados siempre al que es distinto o piensa diferente, la destrucción suicida del medio ambiente, el consumismo bulímico y depredador, la adoración masiva de líderes tóxicos en la política, en la música, en las religiones, en el deporte, la voracidad por el poder y por lo material, la desigualdad obscena, la indiferencia hacia el prójimo. Como Freud en su tiempo, en ese panorama emergían voces siempre minoritarias, siempre lúcidas, siempre molestas para el oído masivo, advirtiendo sobre la situación, proponiendo cambios, preguntando cuál sería el desenlace. Voces que señalaban el malestar en la cultura entendida como el ámbito creado y habitado por el ser humano.

Aquí estamos, en el tramo final de uno de los años más anómalos que nos ha tocado vivir, aferrados nuevamente al interrogante de Freud. De quienes se esperaban respuestas (gobernantes, dirigentes de diferentes áreas, científicos) es de quienes menos se las obtuvo, y fueron quienes menos humildad y criterio mostraron ante la incertidumbre. La soberbia se apoderó de la mayoría de ellos con la misma voracidad del coronavirus. Mientras tanto, en carne propia y por propia experiencia, la humanidad enfrenta verdades de siempre, y siempre negadas. Que la incertidumbre es lo único cierto, que el futuro no acepta preguntas pero pide respuestas, que somos responsables de nuestras elecciones, acciones y decisiones, y que estas no son gratuitas. Creemos que el bienestar y la felicidad nos serán suministrados por la providencia o por otras vías misteriosas, pero, como señalaba Freud, el mundo exterior (ajeno a nuestro pensamiento mágico infantil) lo desmiente una y otra vez. No somos niños ni hay un padre que nos protegerá y nos proveerá de felicidad mientras hacemos nuestras travesuras. Madurar significa comprender esto y remplazar el principio de placer por el principio de realidad.

 

VIVIR CON LO INCIERTO

En su libro “Psicología de las concepciones del mundo”, el médico, psicólogo y fundamental filósofo existencialista alemán Karl Jaspers (1883-1969) sostiene que, en nuestras vidas finitas, es la incertidumbre la que puede alimentar el coraje, la vitalidad, la lucidez intelectual. El orden, la estabilidad y la certeza son necesarios, dice Jaspers, pero si los tuviéramos de manera permanente y definitiva, nos convertiríamos en máquinas o títeres. El conflicto y los problemas son inherentes a la vida, así como las situaciones límites. Podemos negarlos, advertía este pensador, o tratar de resolverlos a través de explicaciones científicas, normas sociales, creencias, rituales y hábitos. Cambiarán de forma, pero no desaparecerán y estos atajos no llevarán siempre a chocar con la misma pared.

Podemos tomar conciencia de esto, escribía, o no hacerlo. Si lo aceptamos sabremos que la felicidad, el placer y la seguridad, no pueden preverse ni planearse. Paradójicamente este conocimiento, aunque frustrante, puede ayudarnos a vivir mejor. Tanto la ciencia como la religión o la ideología pueden proveernos una sensación de seguridad ante lo inevitable de la incertidumbre, apuntaba Jaspers. Sin embargo, siempre estarán abiertos ante nosotros los interrogantes acerca de quienes somos y cuál es el sentido de nuestra vida, cuyas respuestas no serán provistas por ninguna de aquellas fuentes. Dependerán siempre de nosotros, de nuestra actitud ante las circunstancias que la vida propone.

Nunca nos pondremos de acuerdo, decía, acerca de quiénes somos o quiénes queremos ser, pero sí podemos acordar todo lo que no sabemos y de qué manera actuar a partir de ese desconocimiento. Este es un modo de desactivar la soberbia, el fanatismo y la sordera ante el otro. La doctora en filosofía Carmen Lea Degeis, del Van Leer Institute de Jerusalén, dedicada al estudio de la incertidumbre, señala en un ensayo publicado en la revista digital estadounidense Psyche: “Cuando nos acercamos hoy a Jaspers surge más que nunca el interrogante acerca de cómo nuestras sociedades e instituciones políticas pueden comunicar la idea de que la incertidumbre es esencial en la vida humana”. Quizás, si aún es posible y hay tiempo, esta deba ser la piedra fundamental de la “nueva normalidad”, antes de que nuestra capacidad para olvidar lo fundamental nos lleve de nuevo a caminar por el borde de un abismo como el que dolorosamente vislumbró Freud.

lunes, 5 de octubre de 2020

 

Pensadores en la oscuridad

Por Sergio Sinay




 



Existen pensadores cuyas ideas no solo perduran y se consolidan en el tiempo, sino que además funcionan como faros orientadores cuando atravesamos épocas oscuras. Seguir esas luces puede ayudar a encontrar rumbos perdidos o a abrir nuevas rutas en nuestra navegación existencial. Dos de esos nombres merecen atención en estos tiempos de incertidumbre. Víktor Frankl y Erich Fromm. El primero nació en Viena, Austria, en 1905 y murió en esa ciudad en 1997. El segundo nació en Frankfurt, Alemania, en 1900 y murió en Estados Unidos en 1980. Entre las varias obras señeras de Frankl son imprescindibles “El hombre en busca de sentido”, “Psicoterapia y existencialismo”, “La voluntad de sentido” y “En el principio fue el sentido” y “la presencia ignorada de Dios”. Entre las de Fromm “El miedo a la libertad”, “El arte de amar”, “Del tener al ser” y “Y seréis como dioses” son de lectura poco menos que obligatoria. Afortunadamente, en ambos casos la bibliografía es extensa y no termina ahí.

En días en que miedo, desesperanza, incertidumbre, angustia, resignación, confusión y depresión impulsan sus propias pandemias, Frankl y Fromm siguen aportándonos preciosos recursos existenciales con sus ideas y revelaciones acerca de la libertad, el sentido, el amor, la espiritualidad y la decisiva importancia del otro, del prójimo, el semejante, en nuestras vidas.

 

 LA LIBERTAD ÚLTIMA

Frankl, médico psiquiatra y pensador, estableció una clara diferencia entre lo que llamó libertad primera y libertad última. La libertad primera es la del niño que empieza a caminar y entonces no quiere obstáculos, desea alcanzarlo todo, no entiende de riesgos ni de límites y patalea y hace berrinches ante ellos. Comprensible en un infante, esta idea de libertad permanece inalterable en muchos (demasiados) adultos. No admiten frustraciones, se rebelan ante las normas, reglas y leyes, desconocen o rechazan las consecuencias de sus actos, ponen sus derechos, que muchas veces no son más que deseos, por delante de sus deberes y no entienden que hay cosas que no se pueden y otras que no se deben. Es una idea de libertad divorciada del concepto de responsabilidad. En situaciones como la pandemia y las cuarentenas estas personas actúan como transgresores, ponen en riesgo a otros, se enfurecen ante las circunstancias, son poco o nada creativas ante lo que la realidad les presenta y les exige y a menudo caen en depresiones. Son incapaces de registrar la diferencia entre libertad nominal, o exterior, y libertad interior.

La libertad última es, precisamente, la interior, la que de veras merece su nombre. Es la facultad de elegir nuestra actitud ante situaciones que no dependen de nosotros y cuya resolución nos es ajena. Frankl lo decía así: “Lo único que no me puedes quitar es la forma en que elijo responder a lo que me haces. La última de las libertades es elegir la propia actitud en cualquier circunstancia”. Es la libertad de quienes han evolucionado emocional, psíquica y espiritualmente. De quienes comprendieron que no se puede todo, que el imponderable existe, que no somos dioses todopoderosos capaces de manejar a nuestro antojo la vida y sus circunstancias. De quienes entienden que, en cada paso de nuestra existencia, debemos hacer elecciones, tomar decisiones, y saber que ellas tendrán consecuencias. Quien entiende esto y está dispuesto a responder con acciones y conductas ante esas consecuencias, es verdaderamente libre. Somos libres porque no podemos todo. Libres y responsables, dado que en la visión frankliana libertad y responsabilidad son como hermanas siamesas, inseparables.

Esta libertad nos permite registrar la presencia del otro (justamente el primer límite), al tiempo que se convierte en instrumento esencial para la búsqueda y exploración del sentido de nuestra vida. El desencuentro con ese sentido, su extravío, deja un enorme vacío y angustia existencial. Y cuando el sentido (“Vivir para algo, vivir para alguien”, en palabras de Frankl) asoma, siempre lo hace como una consecuencia de nuestra actitud ante el otro.

 

ESCONDERSE EN LA MANADA

También en Fromm libertad y sentido son nociones esenciales. La persona verdaderamente libre, nos repite este imprescindible filósofo y psicólogo, lo es, antes que nada, en el aspecto espiritual. La que desarrolla una vida interior con recursos propios, la que no se vale del otro para sus fines o intereses, sino que lo honra con su conducta y con el ejercicio de la responsabilidad. Esta es una noción liberadora de la libertad, permite instalarse en el mundo entre otros, y no en una actitud narcisista y egoísta como la que deviene de la libertad primera. Sin embargo, dice Fromm, muchos temen a esta libertad que los deja de frente a su responsabilidad. Huyen de ella, se refugian en lo masivo, eligen lo que elige la mayoría sin preguntarse por el valor o la necesidad de ello, se convierten en parte de una manada fácilmente manipulable por oportunistas, gurúes, gobernantes inmorales o dictadores.

Si rastreamos las ideas de Fromm encontraremos que el antídoto contra el miedo a la libertad verdadera es lo que él llama el arte de amar. Un arte que se aprende en la vida, construyendo puentes de encuentro, de comunicación, de cooperación con el prójimo. Solo así podemos salir de la “separatidad”, esa angustiosa sensación que asalta al ser humano cuando, al comenzar en edad temprana el desarrollo de su conciencia, se descubre como individuo único, inédito e intransferible. Esto lo lleva a temer que nadie pueda comprender sus emociones, sensaciones y aflicciones y a vislumbrarse como un fragmento perdido en la inmensidad del universo.

De allí se sale a través del amor, pero no de este pretendido como algo mágico y espontáneo, sino como un aprendizaje y una construcción. Amar es un arte, dice Fromm, que como todas las artes necesita de un artesano con voluntad de aprender y trabajar y con una práctica constante, impensable sin el otro. Llegar al otro en un encuentro profundo y único no es lo mismo que guarecerse entre otros en una manada. El arte de amar es también el aprendizaje de la libertad real. Y las circunstancias difíciles, inciertas, sombrías ofrecen, como contrapartida, materia prima para el ejercicio de ese arte. A menos que elijamos apartarnos del otro, cuidarnos de él, temerle a su presencia y a su cercanía, refugiarnos entre figuras fantasmáticas y, de esa manera, desaprender el amor y resignar nuestra libertad. Advierte Fromm: “El amor inmaduro dice: Te amo porque te necesito. El amor maduro dice: Te necesito porque te amo”. Así, estos tiempos nos permiten también revisar nuestros afectos y nuestros vínculos, entender si son utilitarios o sin son verdaderamente amorosos. Son tiempos para ejercer como artesanos.

Así como un iceberg muestra apenas una octava parte de su volumen sobre la superficie de las aguas, este breve punteo de algunas de las ideas de estos maravillosos pensadores resulta apenas un vislumbre de la poderosa luz que sus ideas pueden arrojar en tiempos oscuros. Tiempos cuyo transcurrir no depende de nosotros, pero en los cuales tenemos la libertad de elegir cómo vivirlos. Y eso sí depende de cada uno.

sábado, 26 de septiembre de 2020

 

¿Irse o quedarse?

Por Sergio Sinay



 




 

¿Para qué quedarse en un país donde la esperanza agoniza cada día, las grietas no dejan terreno firme donde pisar, la latrocracia vence permanentemente a la democracia, en donde una patética mesa de  “lucha contra el hambre” es integrada por quienes menos lo sienten y por algunos que incluso lo provocan, un país en el que la justicia se ejerce como farsa, en donde el mérito y el esfuerzo no se premian, sino que se desprecian, pero donde, paradójicamente, sin mérito se puede llegar incluso a la presidencia? El interrogante, dramático y angustioso, repiquetea en las mentes y conversaciones de un número creciente e importante de argentinos. Solo el consulado uruguayo da cuenta de 100 consultas semanales para iniciar el trámite de residencia en aquel país. Otras naciones aparecen también en la mira, aún en un mundo de horizontes oscurecidos.

Quienes se formulan la pregunta sobre el propio futuro no son turistas, no son ricos, aunque los haya entre ellos. Pero dejemos de lado a los ricos, porque la fortuna material suele provocar un blindaje en el contacto con la realidad, ya sea aquí o donde fuese. El impulso a la emigración prevalece en personas de clase media, la clase que (con sus luces y sus sombras) mejor simbolizó y concentró a lo largo de la historia la potencialidad del país, la que traccionó y posibilitó sueños, la que atravesó y atraviesa pesadillas, la que lubricó la movilidad social, la que parió (como el doctor Frankenstein) a tantos de los que, una vez en el poder, se empeñaron y se empeñan en aniquilarla y sepultarla para glorificar a una pobreza de la que lucran. Es la clase en que germinaron los Favaloro, los Ernesto Laureano Maradona (el médico rural que durante medio siglo entregó sus esfuerzos a la salud de comunidades selváticas formoseñas), los César Milstein, los Quino, los Antonio Berni, los Luis Sandrini, los Salvador Mazza, los Emanuel Ginobili, por nombrar apenas algunas partes de ese todo.

En esa clase, a la que tanto se le extrae y tan poco se le devuelve (salvo improperios y desagradecimiento en abundancia) es donde sobrevuela el interrogante. Para muchos de sus integrantes una respuesta afirmativa es inimaginable por cuestiones económicas, familiares, de arraigo, o por simple temor a la experiencia. Otros están cada vez más dispuestos. Eso significa arriesgar ahorros esforzadamente gestados, vender lo que se pueda, cortar raíces físicas y emocionales y hacerlo porque sienten que les están robando el tiempo de su vida y de sus proyectos existenciales y no admiten más espera.

Irse o quedarse no debiera ser motivo de una nueva grieta. Ni quienes se van son valientes y visionarios ni quienes se quedan son cobardes y pusilánimes. Ni quienes se van son traidores a la patria ni quienes se quedan son heroicos patriotas. La sola enunciación de la pregunta (¿irse o quedarse?) describe una tragedia, un doloroso y profundo desgarramiento en un cuerpo social ya martirizado. Mientras tanto, hay quienes se quedan en o con el poder y, aunque cambien discursos y máscaras, son los responsables de la tragedia. Hacen continuos méritos para serlo.

Quien se va debiera tener en cuenta que en el puerto de destino no habrá un comité de recepción oficial ni una alfombra roja esperándolo. Se habrá trasplantado a un terreno en el que, sin raíces, deberá echarlas. El experimento puede ser exitoso. O no. De nada sirven experiencias ajenas. No importa cómo le fue a Fulana o a Mengano (bien o mal). Cada experiencia es propia y única. Y también debería revisar qué se lleva en la maleta. Si se trata de problemas vinculares, emocionales o existenciales no resueltos aquí, no se saldarán mágicamente allá. Reaparecerán bajo diferentes formas y, para peor, en escenarios extraños. Es mejor partir, en ese aspecto, ligero de equipaje. Sobre todo, para no cargar al país de recibo con culpas propias.

Y quien se queda haría bien en conectar su decisión con un proyecto o un itinerario existencial que vaya más allá de las coyunturas y de sus oscuros personajes gobernantes, administradores de cuarentenas, depredadores económicos, sociales y morales. El proyecto existencial debe ser más poderoso y trascendente que esas miserias y sus miserables, porque en ese proyecto se invierte la propia vida. Y vida hay una sola.

En ambos casos existe una responsabilidad intransferible. Irse o quedarse, como todas las acciones, elecciones y decisiones de la vida, tiene sus consecuencias. Hay que responder tanto a las previsibles como a las imprevisibles. A las que repercuten en uno mismo como a las que redundan en otros, en el entorno. Quien responde a las consecuencias se erige como responsable, no necesita salir a la búsqueda o caza de culpables. Quien no lo hace, se intoxica e intoxica a otros.

Por último, cabe pensar que este tipo de dilemas jamás se presenta en las sociedades y países que ofrecen motivos para la esperanza, para el arraigo, para el desarrollo de las propias potencialidades y talentos. En donde se recompensa el esfuerzo y el trabajo, es decir el mérito, y no la mentira, la perversión y la viveza tóxica.

martes, 15 de septiembre de 2020


Crónicas de la peste (21)

¿Volveremos a encontrarnos?

Por Sergio Sinay

De Acuerdo, Acuerdo, Asia, Negro


¿Y qué ocurre con nuestros vínculos mientras se cuentan infectados y fallecidos? ¿De qué manera el Covid-19 está afectando a nuestras relaciones de pareja, de amistad, familiares, filiales? No hay estadísticas ni filminas sobre esto, pero pasan cosas. Algunas convivencias han reforzado lazos, han permitido conversaciones que eran necesarias, han permitido a las personas redescubrirse en aspectos y actitudes que no se registraban o que pasaban inadvertidos, han despertado gratitud. A través de las redes se han producido reencuentros donde antes había pura lejanía y conexión virtual. Ahora hay tiempo para relaciones que habían quedado en la formalidad. Y cuando se cultiva el vínculo, así sea a la distancia, aparece la añoranza del contacto físico y la promesa del abrazo en cuanto este sea posible.
Pero también esa misma convivencia forzosa ha creado atmósferas insoportables, sacó a la superficie resentimientos y egoísmos, violencia física, emocional y verbal, indiferencia, disfuncionalidades vinculares que antes de la cuarentena se disimulaban y escondían con variadas excusas, subterfugios e hipocresías. Y también la virtualidad vino a mostrar cómo relaciones que parecían sólidas y seguras eran pura apariencia, carecían de sustento interno y ahora aparecen como contactos efímeros, superficiales, vacíos. Solo intercambios de memes, chismes y fake news. Sin sustancia.
¿Y qué pasará después? Porque tarde o temprano habrá un después. Ya está transcurriendo. ¿Qué pasará con el miedo al contacto y a la cercanía que tantas personas han desarrollado en estos meses? ¿Qué ocurrirá con la sospecha sobre el otro, con el temor a que sea “contagioso”?  Los chicos, privados no solo de las clases presenciales, sino, peor que eso, del contacto con amigos y con el mundo, con el juego, con el descubrimiento del universo, tendrán que reaprender desde cero el alfabeto del vínculo con el diferente y de la socialización. Ese reaprendizaje será también necesario y duro para muchos adultos. Y no todos lo lograrán, porque estos meses han carcomido bases esenciales de nuestra condición de seres sociales.
¿Qué pasará, entonces? La respuesta exigirá mucha voluntad de reencuentro real y no formal, mucha capacidad de aceptación, mucha habilidad para la escucha hospitalaria, mucha voluntad de construir confianza, mucha empatía, mucho amor. Iremos regresando de parajes muy lejanos (aunque fueran físicamente cercanos), de mucha extrañeza, como robinsones que, aunque estuvieran hiperconectados estaban hiperaislados. Tendremos que reaprendernos, recuperarnos unos a otros, ser lo que ya antes de la pandemia habíamos dejado de ser. Criaturas que necesitan del otro, del que los mira, los nombra, los escucha, los toca, les habla, para certificar su propia existencia. Criaturas que se complementan. Y que solo pueden hacerlo cuando se encuentran y se aceptan. Algunos podrán. Otros estarán más solos que nunca, aferrados al miedo y a la sospecha, aunque circulen entre multitudes.