Hora de
ponerse los pantalones para una tarea pendiente
por Sergio Sinay
Prólogo a la nueva la nueva edición, corregida, aumentada y actualizada del libro La masculinidad Tóxica
El miércoles
3 de junio de 2015 cientos de miles de personas (la mayoría mujeres, aunque
había buen número de varones) se movilizaron en toda la Argentina, e incluso en
países vecinos bajo la consigna Ni una
menos. Esto significaba que ni una sola mujer a partir de entonces debería
estar ausente de este mundo por causa de un femicidio, es decir asesinada por
un hombre. Era el grito indignado contra una verdadera epidemia de violencia
ejercida contra las mujeres no sólo a través del asesinato sino también del abuso,
la violación, la descalificación, la agresión verbal y otras formas (muchas de
ellas sutiles) de degradación.
El jueves 5
de noviembre de 2015 centenares de hombres salieron a las calles también en
varias ciudades, con epicentro en Buenos Aires, usando faldas y muchos de ellos
zapatos de tacos altos, bajo el lema Ponete
polleras si sos hombre. "Hoy todos somos mujeres y estamos en riesgo”,
advertían los organizadores. “Creemos que podemos fortalecer la lucha de ellas
mediante esta marcha y acompañar a las mujeres".
Estos dos
hitos, separados por pocos meses, venían a señalar que el machismo sigue vivo a
pesar de todo lo que se diga desde el voluntarismo bienpensante o desde la
indiferencia irresponsable, y que continúa siendo letal, aberrante y
destructivo. Entre la primera edición de este libro y esas dos fechas pasaron
diez años y ambas movilizaciones confirmaron en mí la convicción de que poco
había cambiado en esa década. Del mismo modo en que poco había cambiado entre
principios de los años 90 (o exactamente 1992, cuando publiqué mi libro Esta noche no, querida, que respiraba
esperanza en lo que entonces se anunciaba como una “Nueva Masculinidad”) y aquel
2006 en el que La masculinidad tóxica
apareció por primera vez.
Como autor,
como protagonista y como analista y crítico de la escena social y cultural
podría ufanarme hoy de haber acertado en el diagnóstico. Como hombre, en
cambio, la vigencia candente de estas páginas me produce tristeza e
indignación. La misma tristeza e indignación me acometen cuando leo o escucho
banales anuncios o celebraciones de nuevos modelos masculinos (supuestamente más
sensibles, más cooperativos en las relaciones con las mujeres, más
espirituales, más “femeninos”), de “nuevas” paternidades o de “nuevas”
sexualidades. Sospecho que, nuevamente, responden al deseo impaciente de
quienes creen que la transformación de una realidad firmemente arraigada,
avalada desde mandatos familiares y culturales, estimulada desde canales
sociales y sólidamente vinculada a factores de poder político, económico,
educacional y social, puede lograrse en un abrir y cerrar de ojos, sin
esfuerzo, sin sacrificio, con compromiso epidérmico, con mucho discurso y poca
acción.
Mirar para ver
Hay que
mirar, con los ojos abiertos y con la disposición a no negar lo que se observa,
qué ocurre en la política, en el mundo de los negocios, en los eventos y
prácticas deportivas, en la conducta generalizada de ídolos de la farándula, de
la música, del espectáculo, en el lenguaje (ámbito en el que las mujeres se
expresan de una manera cada día más tóxicamente masculina tanto en el uso de
vocablos, insultos, descripciones, como en los tonos e inflexiones), hay que
mirar, sin negar lo que se ve, en el terreno de la sexualidad (mujeres a la ansiosa espera del viagra femenino o con
genitales depilados por exigencia de varones que las prefieren disfrazadas de
actrices porno, esto por nombrar apenas dos fenómenos), hay que mirar la legión
de nuevas heroínas del comic, de la televisión, del cine o de los juegos
electrónicos para encontrar a mujeres que encarnan estilos masculinos de
violencia, de resolución de conflictos, de decisión. Una de las más populares
heroínas literarias de la década fue Lisbeth Salander, una hacker de aire
marcadamente andrógino presente en la sobrevalorada trilogía del sueco Stieg
Larsson, iniciada con Los hombres que no
amaban a las mujeres (una serie de novelas mal escritas, peor traducidas y plagadas
de los más obvios lugares comunes del pensamiento “políticamente correcto”). A
la hora de las decisiones y de la acción, Salander resulta más “viril” e
impiadosa que el auto conmiserativo y melancólico periodista Mikael Blomkvist,
protagonista masculino de la saga. En House
of Cards, serie de televisión que glorifica sutilmente las bajezas y la
criminalidad ocultas de la política hasta hacerse adictiva para su legión de
seguidores, Claire Underwood (interpretada por Robin Wright), en la ficción
esposa del congresista Frank J. Underwood (Kevin Spacey) suele ser aún más
inmoral, manipuladora y despiadada que su marido (lo que es muchísimo decir)
cuando hay que tomar decisiones para continuar en el camino de ambos hacia la
Casa Blanca. Son apenas dos íconos de la cultura contemporánea que informan
(como suelen hacerlo las expresiones literarias, cinematográficas, televisivas,
fotográficas, musicales o gráficas) acerca del “aire de los tiempos” (concepto que
Hegel trajo a la filosofía con la palabra alemana Zeitgeist).
La masculinidad tóxica vive, sigue siendo un
modelo dominante en la formación y la conducta de los varones, y cuando es
detectada suele mimetizarse, cada vez con mas habilidad y frecuencia, bajo un
disfraz “femenino”. Ha demostrado tener una cualidad inesperada. Como los virus
y bacterias que mutan ante la aparición de nuevos antibióticos y fármacos,
también este patrón masculino es lábil, escurridizo, cambiante. Se disfraza de
su opuesto, abandona sus aspectos más obvios y rústicos y los cambia por
apariencias más confiables, más “suaves”.
Digo en este
libro, y lo repito en diferentes ámbitos, que un varón que cambia pañales o
pone a funcionar un lavarropas ayuda y es bienvenido, pero con solo eso no
cambia paradigmas. El cambio superficial es el que propugnan la publicidad y el
marketing que pretenden mostrarse “revolucionarios” o “evolucionados” pero
buscan en realidad atraer a los varones a mercados de los que hasta hace unos
años estaban ausentes: productos domésticos, alimenticios, moda, cosmética
entre otros. Esa misma publicidad nos presenta mujeres que toman decisiones,
practican deportes y conducen autos a altas velocidades, pero luego necesitan
de la ayuda de un muñeco musculoso para seguir haciendo lo de siempre: lavando
baños, pisos, ropa y vajilla. Todo depende del producto que se quiera vender, y
a quién. Cuando un aviso muestra, como ocurrió, que un bebé de meses autoriza a
su padre, mediante una guiñada de ojos, a que compre el auto más poderoso (a
espaldas de la madre, por supuesto, porque es una decisión ajena a las mujeres),
la publicidad nos está anunciando, quizás por un descuido, cómo serán los
hombres adultos de mañana: el mismo contenido en distinto envase. Un envase más
atractivo, acaso más light, más soft. Si se mira con atención lo que transmite
la publicidad, se verá que por cada hombre de impostada ternura que anda por
allí circulan dos o tres mujeres “fuertes” a la manera masculina. Los canales
por los cuales corre la masculinidad tóxica son masivos, de llegada directa y
segura.
Escucho a
muchos padres y madres de millennials
(los nacidos durante el cambio de siglo) diciendo con cierto orgullo que sus
hijos “no son así”. Esto significa que no son machos rudos y obvios, como la imagen
antigua del machismo. Seguramente no lucen
así. Y es posible que muchos de ellos abominen de esa figura y exhiban
conductas diferentes con sus mujeres e hijos. Pero no son la masa crítica, no
alteran aún el amperímetro. Y, aunque no guste leerlo y escucharlo, muchos de
ellos, en situaciones críticas, desenvainan los viejos patrones. Una
transformación social necesaria y profunda no ocurre solo porque se la desee,
lleva más de una generación y tiene costos a veces altos.
Honrar los pantalones
Si bien la
masculinidad tóxica es provocada por un virus que se manifiesta con toda su
crudeza en las áreas del mundo en la que siguen dominando los hombres, también
las mujeres, como adelanté en este texto, son portadoras y a menudo propagan el
fenómeno. Lo hacen a través mensajes directos o subliminales, inconscientes o
voluntarios, que transmiten a sus hijos e hijas. Lo hacen a través de conductas
propias, como cuando consienten en ser objetos del deseo masculino y no sujetos
de un vínculo de pares, cuando especulan con lo que podrían obtener de la
relación con un hombre o lo que perderían con la ruptura de esa relación,
cuando viven pendientes de su cuerpo (que no es lo mismo que estar pendiente
del bienestar integral del ser) para no quedar fuera de una carrera cuyos
códigos los siguen imponiendo los varones. Lo hacen cuando ingresan al espacio
de los negocios, la política o el deporte “a lo macho”, transigiendo con el
modelo masculino y demostrándose capaces de ejercerlo (uno de los nuevos
fenómenos deportivos explotados por la televisión es el boxeo femenino, por
ejemplo y en el fútbol femenino las conductas masculinas se expanden con
llamativa facilidad).
Pero no es la
portación femenina del virus el tema central que sigue predominando con
vigencia en este libro, sino lo que nos toca a los hombres. Ver a varones
inocultablemente machistas (personajes de la política, el deporte, la farándula
y variadas vidrieras sociales) apoyando y divulgando la marcha Ni una menos no sólo repugna, sino demuestra
hasta qué profundidad cala la patología. Cuando los medios apoyan y difunden
fotos de esos especímenes exhibiendo muy orondos los afiches y el logo de la
marcha, queda en claro el fuerte apoyo y los canales conque el tóxico cuenta a
su favor para seguir envenenando.
En el otro
extremo, estoy convencido de que no es vistiendo polleras ni proclamándose
feministas que los varones contribuirán a transformar esta realidad. En lo
personal eso me resuena como un espasmo de culpabilidad. Sé a lo que me
arriesgo al opinar así. Pero como varón no asumo culpa ni responsabilidad por
actitudes machistas de otro varón. Si todos los hombres somos culpables (como
cierto feminismo parece expresar), no hay responsable. La responsabilidad es
siempre individual, ya lo decía Hannah Arendt, cada cual debe asumir las
consecuencias de sus acciones. Los hombres machistas. Los políticos
indiferentes (y cómplices), los comunicadores que avalan situaciones, los
padres que educan a sus hijos, los publicistas, los deportistas. Así como la
responsabilidad es individual, será desde lo que cada uno haga (como actúe,
cómo hable, cómo se relacione) en cada ámbito y momento de su vida como podrá
ser factor de cambio o de conservación, de ocultamiento o de denuncia.
No “somos
todos mujeres”, como proclamaban los impulsores de la marcha de varones con
faldas. No. Los hombres somos varones y no es con ropas de mujer como
ayudaremos a terminar con la toxicidad, sino con el ejercicio de una
masculinidad sanadora, vigorosa, no culposa, que rescate y ponga en práctica
los valores profundos de nuestra condición. Vestidos como varones, sin
necesidad de transvestirnos y sin avergonzarnos ni sobreactuar nuestro
compromiso con la equidad. Esos valores reales de la masculinidad profunda
existen, son la fuerza constructiva, la constancia que lleva adelante proyectos
que mejoran el mundo, el amor que no teme expresarse con modales propios, la
paternidad que guía, orienta y construye una respetuosa autoridad, la sexualidad
creativa, la generosidad, la competitividad que tiene como fin mejorar antes
que arrasar, la asertividad que construye seguridad emocional en quienes nos
rodean.
Necesitamos
vestirnos como hombres, crecer como hombres, envejecer como hombres y desde ahí
reparar lo masculino degradado y herido. Necesitamos honrar la diferencia, lo
necesitan nuestras mujeres y nuestros hijos. No se trata de convertirnos en
feministas, sino en masculinos, que no es lo mismo que machista. No tenemos que
transformarnos en mujeres. Nacemos varones y tenemos que hacernos hombres.
Hombres que honren su condición, que mejores el mundo, que no necesiten
disfrazarse de otra cosa. No se trata de igualdad sino de equidad. Varones y
mujeres somos diferentes y se trata de enriquecernos unas y otros a partir de
esa diferencia. Debemos proponernos la equidad, entonces. Unas con faldas,
otros con pantalones, comprometernos con un trato similar por parte de la
justicia, con salarios y tratos ecuánimes, con oportunidades laborales, políticas,
científicas, educacionales equiparables, comprometernos, en fin, con el respeto
recíproco, con la mutua aceptación de lo que nos hace distintos.
Hace diez
años, cuando nació por primera vez este libro (este es su segundo nacimiento)
los varones teníamos muchas tareas pendientes. La mayoría de esos deberes sigue
allí, esperándonos. Algunos varones los han emprendido sin renunciar a su
condición. Bien por ellos. Abren camino. Y por ese camino tendremos que
marchar.
Ojalá dentro
de diez años este sea un libro obsoleto. A propósito no he tocado en este texto
ni los conceptos ni la información de la edición original. He agregado esta
nueva introducción, he agregado datos y cifras de este presente y también, en
muchos tramos, ideas que refuerzan, actualizan y amplían a las que estaban
expresadas. Creí que de este modo resulta más evidente lo poco que cambiaron
las cosas en lo sustancial. Ojalá, repito, todo esto pierda vigencia en el
tiempo por venir. Mientras tanto, más de 40 mujeres fueron asesinadas solo en
los cuatro meses que siguieron a la marcha Ni
una Menos. Diez por mes. Alrededor de 300 por año son exterminadas sólo en
la Argentina por machos que nunca llegaron a ser hombres. El virus de la
masculinidad tóxica sigue vivo. No está en una probeta. Está entre nosotros. Es
allí donde hay que combatirlo. Este es mi aporte.
Excelente aporte, Sergio. Si miramos con los ojos abiertos veremos machistas políticamente correctos por todos lados.
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