viernes, 5 de junio de 2015

El fracaso de los exitistas

por Sergio Sinay

Cuando el éxito es la única medida, los individuos y las sociedades suman fracasos profundos 


En una sociedad exitista el fracaso es el infierno. Vivimos en una sociedad exitista, lo que significa que mientras algo sea exitoso no importa de qué se trata, cuáles son sus fines, sus contenidos y sus aristas morales. El éxito se mide a través del dinero, la fama (no confundir con gloria o prestigio), el dinero, las posesiones, el rating, el centimetraje, las cantidades (de público, de “me gusta”, de puntos de rating, de entradas, productos o ejemplares vendidos, de funciones, de menciones, de parejas coleccionadas, etcétera). El (o lo) exitoso existe, no importa por qué medios, no importa a qué precio. El (o lo) fracasado no.
Sin embargo, Víktor Frankl (padre de la logoterapia, gran médico y pensador humanista y existencial) trazó unas coordenadas que, a la luz de este fenómeno, conviene recordar. A una vida, decía, se la puede observar sobre una línea que en un extremo tiene al éxito y en la otra el fracaso (cada quién dirá qué considera una y otra cosa). Es una visión unidimensional. Pero se puede cruzar sobre aquella línea otra, que en un extremo tiene al vacío y en el otro al sentido. Así, habrá vidas exitosas y plenas de sentido o, por el contrario, arrasadas por el vacío y la angustia existencial. O vidas que, según la mirada externa, resulten fracasadas, serán vividas con plenitud, trascendencia y sentido por quien las transita. Encontrar el sentido de la propia vida y experimentar el modo en que ese sentido se convierte en una huella dejada en el mundo para mejorarlo es, quizás, el mayor éxito posible. Un éxito que no necesita de grandes titulares, ni de pantallas, ni de ser trending topic, ni medirse en puntajes o cifras de ningún tipo.
Desde esta perspectiva, es posible que haya una enorme cantidad de exitosos y de éxitos silenciosos y que las sombras más oscuras tiñan el interior de otros tantos éxitos y exitosos que sonríen en las primeras planas, levantan los dedos en señal de victoria, exhiben sus conquistas materiales o carnales y atraen masivamente a quienes, como las urracas, corren detrás de lo que brilla sin examinar las razones de ese brillo.
Estas ideas vienen a cuento a raíz de un reciente libro de la historiadora de arte y curadora estadounidense Sarah Lewis. En The Rise, Lewis sostiene que la historia de la Humanidad ha avanzado gracias a los numerosos fracasos que reorientaron marchas y esfuerzos, que permitieron ver las cosas desde perspectivas no consideradas, que condujeron a buscar caminos inexplorados, que movilizaron a personas y a pueblos sacándolos de sus zonas de confort. De hecho, a menudo son más valientes los fracasados, porque se atreven a innovar, a recrear, a avanzar hacia otros horizontes, mientras los exitosos se atrincheran en el confort de lo conseguido, no arriesgan, caen en la paranoia, temerosos de que quien se acerca pretenda despojarlos de sus medallas.

“Cada fracaso le enseña a la persona algo que aún le faltaba aprender”, decía Charles Dickens (1812-1870), un escritor inmortal que, con obras como Oliver Twist o Historia en dos ciudades, entre tantas, era capaz de bucear en las honduras de las experiencias humanas. Claro que cuando los individuos o las sociedades se ciegan con lo aparente, eligen estacionarse en la superficie de la vida y evitan la profundidad (en donde habitan las verdades) no sólo no evitan el fracaso, que es parte natural y necesaria de la vida, sino que lo repiten hasta el hartazgo sin aprender nada. Es inútil que repitan entonces preguntas como “¿Qué nos (me) pasa?”, “¿Por qué siempre nos (me) ocurren estas cosas?” y otras parecidas. La respuesta de otro creador lúcido y sensible, Samuel Beckett (autor de Esperando a Godot y El innombrable) sería contundente y genial: “Da igual. Prueba otra vez. Fracasa otra vez. Fracasa mejor."

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