jueves, 28 de julio de 2016

Ignorancia sin memoria

Por Sergio Sinay



“Los que nos denunciaron pertenecen a un mundo que se está despidiendo”, afirmó uno de los encargados de aprobar la resolución 166-E/2016. Esto cuenta La Nación respecto de las reacciones provocadas por la decisión del gobierno de usar la base de datos de la ANSES sin aprobación de los afectados y con fines discutibles e incontrolables para los integrantes de esa base.
La declaración de ese funcionario (cuyo nombre inexplicablemente se omite) va más allá de la política. Es un ejercicio de arrogancia típico de quienes creen que el mundo empezó con ellos, que no tienen nada que agradecer a generaciones anteriores, que nadie tendió la mesa a la que se sientan ni nadie preparó los alimentos que ingieren. Un acto de ignorancia típico de tecno eufóricos adictos a tecnologías menos revolucionarias y más superficiales de lo que creen (revoluciones tecnológicas y científicas que de verdad modificaron el mundo fueron la máquina de vapor, el tren, el teléfono, el avión, el automóvil, los antibióticos, la penicilina, la anestesia, la imprenta, la fotografía, el cine, la rueda, el cero, por nombrar apenas algunas de todas las que olvidan y que son, en su totalidad, anteriores a la computadora, a Internet y a los celulares “inteligentes”, de modo que nacieron prescindiendo de ellos).
Si no fuera por ese mundo “que se está despidiendo” ellos no estarían aquí y sus juguetes no funcionarían. Gracias a Thomas Alva Edison, Luigi Galvani o Nikola Tesla, entre otros, existe, por ejemplo, la electricidad con la que funcionan los artefactos que los entusiasman y les hacen perder la memoria, olvidar la historia y faltar el respeto a las generaciones que los precedieron.
Quienes pretenden inventar árboles sin raíces, nunca entenderán por qué los voltea el primer viento fuerte. Nunca es buena la mezcla de ignorancia, soberbia y poder.

miércoles, 27 de julio de 2016

¿Y dónde está el piloto?

Por Sergio Sinay

Siete meses no alcanzan para arreglar un país devastado por la corrupción, pero sí para mostrar inquietantes banalidades que ponen dudas sobre rumbo, prioridades y valores.


  
En verdad siete meses es un plazo demasiado breve para remediar un pavoroso latrocinio de doce años en el que la impunidad y la corrupción fueron la ley de cada día. Sólo desde un pensamiento mágico e infantil (que prevalece en esta sociedad) o desde la mala fe (otro producto que abunda) se puede pedir la transformación inmediata del infierno en paraíso.
Pero hay cosas que no tienen que ver con el corto tiempo que el gobierno lleva en funciones. Y son graves. Que el presidente distraiga su tiempo en un encuentro con Marcelo Tinelli creyendo que hay que halagar a un showman que siempre se mostró oportunista y ventajero, y lo haga en la creencia de que el humor bizarro de este showman lleva a ganar o perder elecciones, es grave. Indica la pobrísima calidad de nuestra democracia, la superficialidad del pensamiento de quienes la conducen y su riesgosa tendencia a la improvisación lisa y llana. Curiosamente, también algunos fundamentalistas creen que la sátira y la realidad son la misma cosa y arrasan con la sátira por cualquier medio. Pero si se cree de veras que un programa de televisión determina el humor social, y no al revés, da para pensar que sólo se entendieron los mecanismos externos de la democracia y que tampoco se confía mucho en ellos. Ningún estadista serio, con una mínima formación intelectual y una visión trascendente de su cargo y de su función, malgastaría un segundo del tiempo que le debe a la sociedad y a sus problemas para arreglar un entuerto de cuarta categoría con un gurú de la televisión chatarra. La reunión Macri-Tinelli es preocupante porque resulta un indicio de navegación a la deriva, de golpes de timón impulsados por los aspectos más groseros de la coyuntura antes que por la certeza de un rumbo. Llevan a preguntarse dónde está el piloto.
Y también es grave que, con espíritu adolescente (por decir lo menos) y techie, desde el gobierno se decida jugar irresponsablemente con la base de datos de la ANSES. Ninguna entre los millones de personas que proveyeron sus datos con el fin de recibir los beneficios jubilatorios que se merecen, por los cuales trabajaron y que se les siguen postergando más allá de discursos oportunistas, entregó esos datos para que un equipo de fanáticos de las redes sociales y de Internet se apropie de ellos para un uso espurio, a pesar de que se pretenda explicar otra cosa. Esos datos son privados y el uso propagandístico (las cosas por su nombre) que se les pretende dar significa lisa y llanamente una violación de lo más sagrado de cualquier persona: su intimidad.
A esta altura de su desarrollo ya se sabe que las Tecnologías de Conexión provocan peligrosas adicciones, empobrecen los vínculos reales, facilitan delitos, alientan relaciones peligrosas, acosos y otras disfunciones. No es bueno que un gobierno, en nombre de una presunta “modernidad” light, cuente en sus filas con ese tipo de adictos y les facilite prácticas que pueden derivar en peligrosas manipulaciones masivas. Parar a tiempo con la euforia tecnológica y dedicar mejores esfuerzos a un tratamiento sólido y profundo de los serios problemas de la sociedad no sería una mala idea. Y siete meses bastan para eso.
Doce años de corrupción salvaje y criminal dejaron devastada y atónita a una sociedad que, en buena parte de sus integrantes, fue cómplice. Reparar la economía no será fácil (y menos si se lo encara con un optimismo pueril). Pero a pesar de lo que digan los tecnócratas y mercadócratas, no es la economía lo principal. Antes está, siempre, la política. De ella depende orientar la economía hacia el bien común. Y antes aún está la moral, sin la cual la política se convierte en puro, simple (y a veces sangriento) delito. Lo explica con toda claridad el filósofo André Comte-Sponville en El capitalismo, ¿es moral?
Es precisamente por ese ordenamiento de las prioridades que banalidades como el encuentro del presidente y el showman y la apropiación de una base de datos para fines propagandísticos adquieren una dimensión inquietante. Son síntomas que indican ausencia de visión, mirada corta, oportunismo, principios confusos. Pobre equipaje para un viaje que promete ser largo y dificultoso.

viernes, 15 de julio de 2016

Esclavos autoconvocados

Por Sergio Sinay

La esclavitud glamorosa es una de las grandes victorias del capitalismo sobre la dignidad humana.


 En noviembre de 1884, hubo en Chicago un congreso de la Federación Americana del Trabajo (American Labor Federation). Se decidió allí pedir al gobierno que, a partir del 1º de mayo de 1886, se aplicara la jornada laboral de ocho horas. Hasta entonces esa jornada no tenía límites. Y también se pidió por los días de descanso. Si la petición se denegaba habría huelgas, según advirtió la Federación. El gobierno del presidente Andrew Johnson promulgó la ley que, sin embargo, no fue acatada por las patronales. El 1º de mayo de 1886 hubo paros y manifestaciones. A partir del 3 de ese mes se desató una brutal represión policial tomando como excusa un falso atentado con bombas perfectamente armado por las fuerzas del “orden”. Hubo ocho trabajadores muertos y otros ocho detenidos como presuntos cabecillas de las protestas. Dos ni siquiera habían estado en los actos. Sometidos a juicio sumario y arbitrario, acusados de ser parte de una conspiración internacional, dos de ellos fueron condenados a cadena perpetua, otros dos a 15 años de trabajos forzados y los cuatro restantes a la horca. A todos ellos se los conoce desde entonces como los Mártires de Chicago.
Lejos de terminar, allí empezó la cuestión. La Reunión Obrera Internacional, convocada poco después en París, y encabezada por socialistas y anarquistas de todo el mundo, tomó la fecha del 1º de mayo de 1890 como inicio de una serie de manifestaciones simultáneas en todo el planeta, en las que se exigiría a todos los gobiernos la proclamación de una ley que redujera a ocho horas de trabajo la jornada laboral, así como otras demandas relativas a la humanización del trabajo, que seguía siendo esclavo más allá de las bonitas proclamas contra la esclavitud.

Memoria perdida
En un mundo sin memoria, dedicado a lo inmediato, abrazado a lo fugaz y superficial, hoy se toma el 1º de mayo como fecha festiva y para la mayoría de las personas es, simplemente, “un feriado más”, de cuyo motivo no tienen ni idea. Las propias organizaciones gremiales (lideradas por gordos corruptos y ricachones) se encargan de ocultar y ningunear esa dolorosa historia.
Como tantas veces, el capitalismo impone su cara más dura aunque la maquille tras espejos de colores (el “capitalismo de rostro humano”, del que suele hablarse, es un oxímoron) y así tenemos que trabajadores de las grandes cadenas de supermercados de la provincia de Santa Fe piden esta semana que se derogue la ley por el cual gobierno de ese Estado prohibió que los grandes centros comerciales abran los domingos, para preservar así el derecho al descanso y a una semana laboral salubre. El Sindicato de Empleados de Comercio (una corporación empresarial en sí mismo) y la Asociación de Supermercados aparecen aliados en la rebelión contra esta ley, y en su desacato. Ya no hace falta la represión policial de aquellos años. Quienes más deberían defender su derecho humano al descanso y a un trabajo en condiciones dignas se llevan a sí mismos de la correa hacia la noria. Esta es apenas una de las formas de esclavitud cool y glamorosa que hoy borra la memoria de aquellos mártires. Hay otras, aún más sofisticadas, como el trabajo on-line, que sus cultores exhiben como un acceso a la libertad cuando es en verdad una modernísima forma de servidumbre: trabajo en casa, sí, o en un bar, sí, o en la playa, sí, pero sin horarios, a despecho de los propios vínculos y de la propia salud, sobre todo mental. Pero muy tecno.
Hace ciento treinta años hubo quienes murieron por defender su dignidad en el trabajo. Pedían menos esclavitud. Hoy se pide más. Amaestrados, quienes hacen ese pedido se exhiben como perfectos ejemplos del Síndrome de Estocolmo. El prisionero enamorado del carcelero. Y sin necesidad de látigos.